Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 13)
Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 13)
La experiencia personal de Bernardo
La experiencia personal de Bernardo
Hemos visto de modo genérico el movimiento evolutivo de la vida del amor, desde que emerge humildemente de la tierra bajo la forma de amor carnal -pues nacemos del amor carnal- hasta su divinización en el Espíritu Santo. Ahora bien, en todo este ascenso, ¿dónde pone más el acento san Bernardo? Pues él mismo atestigua haber tenido cierta experiencia: “Aquello pude experimentarlo” (SCant 85,14).
Ahora bien, en el único caso en que Bernardo nos habla de un éxtasis, de una experiencia de la presencia del Verbo en sí, no nos cuenta cosas extraordinarias, sino que pone la verificación del paso de Dios por nuestra vida, en un cambio real de costumbres, en el aspecto ético, en la integridad moral. Es como si dijera: si mi experiencia de Dios no me cambia, no corrige mis vicios ni hace madurar como persona, no es real. El texto es el siguiente:
Os confieso que el Verbo ha llegado también hasta mí… y muchas veces. Y a pesar de esta presencia, no lo sentí cuando entró: sentí su presencia, recuerdo su ausencia; a veces incluso pude presentir su entrada, pero nunca sentirla, y tampoco su salida. De dónde venía a mi alma o adónde se fue cuando la dejó de nuevo, confieso que lo ignoro incluso ahora mismo, según lo escrito: no sabes de dónde viene ni adónde va. Y no es extraño, porque lo dice él mismo: Y no deja rastro de sus huellas.
Está claro que no lo percibe la vista, pues carece de color; ni los oídos, porque no es un sonido; ni el olfato, porque no se transmite al aire, sino al espíritu; ni afecta la atmósfera, porque la creó; ni al paladar porque no se mastica ni se traga; ni lo descubrí al tacto, porque no se puede palpar. Pues, ¿Por dónde entró? ¿No será más exacto decir que ni siquiera entró? ¿Que no vino de fuera? Porque no es algo que esté fuera de nosotros. Pero tampoco me vino de dentro, porque él es bueno y yo sé que en mí no hay bondad alguna. Subí también por encima de mí mismo y allí estaba el Verbo en la cumbre. Bajé a mis propias profundidades como en curioso sondeo y allí lo encontré. miré fuera de mí y descubrí que estaba más allá de cuanto me rodea; miré dentro y él estaba aún más adentro. Entonces comprendí la verdad de lo que había leído: en él vivimos, nos movemos y existimos…
¿Me preguntas entonces cómo conozco su presencia si sus caminos son totalmente irrastreables? Es vivo y enérgico, y en cuanto llegó adentro despertó mi alma dormida; movió, ablandó e hirió mi corazón que era duro, de piedra y malsano. También comenzó a arrancar y destruir, a edificar y plantar; a regar lo árido, iluminar lo oscuro, abrir lo cerrado, incendiar lo frío. Además se dispuso a enderezar lo torcido, a igualar lo escabroso para que mi espíritu bendijese al Señor y todo mi ser a su santo nombre. Así entró el Verbo esposo varias veces y nunca me dio a conocer las huellas de su entrada: ni en su voz, ni en su figura, ni en sus pasos.
No se me dejó ver ni en sus movimientos, ni penetró por ninguno de mis sentidos más profundos: como os he dicho, sólo conocí su presencia por el movimiento de mi corazón. Advertí el poder de su fuerza por la huida de los vicios y por el control de los affectus carnales. Admiré la profundidad de su sabiduría por el descubrimiento o acusación de mis más íntimos pecados. Experimenté la bondad de su mansedumbre por la enmienda de mis costumbres. Percibí de algún modo su maravillosa hermosura por la reforma y renovación del espíritu de mi mente, es decir, de mi ser interior… (SCant 74,56).
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