miércoles, 21 de noviembre de 2012

DOCTRINA DE SAN BERNARDO. CAPÍTULO XV

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (parte 15 – Final)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (parte 15 – Final)
  Sea ya éste el final del libro, más no el de la búsqueda
 Comenzábamos esta síntesis de la doctrina espiritual de san Bernardo aludiendo a los tres últimos sermones de su comentario al Cantar de los cantares, que están dedicados a la búsqueda del Verbo por parte del alma. Después de la experiencia de unión, parecería que ya no habría más que hacer, pero no es así. Tras la experiencia continúa la búsqueda, porque ésta nunca termina. Se busca a Dios en el ímpetu del deseo, en una ascensión interminable: “El amor es causa de la búsqueda, y la búsqueda es fruto del amor” (Scant 84,I, 5).  Bernardo asume, pues, la doctrina de la epéktasis, de la perpetua superación, tal como la expuso san Gregorio de Nisa, que dice:
Encontrar a Dios es buscarlo sin cesar. En efecto, en esta vida no es una cosa buscar y otra encontrar. El premio de la búsqueda es seguir buscando. El deseo del alma queda colmado sencillamente por quedar insaciado, ya que ver a Dios no es otra cosa, propiamente, que no estar nunca saciado de desearlo.
 Cuando el alma, en tanto que le es posible, ha entrado a participar de los bienes de la Palabra, ésta le atrae nuevamente a la participación de su Belleza trascendental a través de la renuncia, como si todavía no tuviera parte alguna en esos bienes. Así, a causa de la trascendencia de los bienes que sigue descubriendo a medida que progresa, le parece siempre estar sólo al comienzo de la subida. Por eso la Palabra dice: “¡levántate!”, a la que ya está levantada; y: “¡ven!”, a la que ya ha venido. El que realmente se levanta, tendrá que estar siempre levantándose; al que corre hacia el Señor, no le faltará jamás un vasto campo. Así sube el que nunca se detiene, yendo siempre de comienzo en comienzo, a través de unos comienzos que nunca tienen fin.
             Por su parte, escribe Bernardo:
 Yo creo que ni aun cuando lo encontremos dejaremos de buscarlo. No se busca a Dios moviéndonos, sino deseándolo. Y el feliz encuentro no extingue los santos deseos, sino que los prolonga. ¿Acaso la plenitud del gozo adormece la añoranza? Es poner más aceite en la llama. Así es. Desbordará de alegría, pero no se agota el deseo ni la búsqueda. Imagina, si puedes, esta diligente búsqueda sin indigencia, ese deseo sin ansiedad (Scant 84, I,1).
             Esta doctrina toma como base las palabras de san Pablo a los Filipenses: olvidando lo que queda atrás, me lanzo a lo que está por delante ((Fil 3,13). En este estar siempre lanzado hacia lo que está por delante consiste la epéktasis:
 Caminemos, caminemos mientras tenemos luz, antes que nos sorprendan las tinieblas. Caminar es progresar. Caminaba el apóstol cuando decía: yo no creo haber llegado. Y añade: sólo una cosa me interesa: olvidando lo que queda atrás, me lanzo a lo que está por delante (SCant 49,7).
             De aquí procede el dicho: “no avanzar es retroceder”, tan clásico en la espiritualidad cristiana y que san Bernardo repite en más de una ocasión:
 Si se encuentra alguno remiso en avanzar de virtud en virtud, sepa ese tal… que permanece estacionado e incluso que retrocede. Porque en el camino de la vida, no avanzar es retroceder, ya quenada de cuanto existe permanece inmóvil. Nuestro progreso consiste… en no imaginarnos nunca que hemos logrado la meta. Nos lanzamos a lo que está delante, tratando de superarnos sin cesar, y exponemos de continuo nuestra imperfección a la mirada de la misericordia divina (Pur 3,3; Carta 91).
             En una carta a un monje que se había pasado a un monasterio más austero, le escribe:
 Veo realizadas en ti, hermano, aquellas palabras: cuando el hombre termina, está empezando (Ecclo 18,6, seg. ant. ver.)… Porque nadie es perfecto si no desea una perfección mayor, y el que tiende a una perfección mayor, más perfecto se muestra (Carta 34,1).
            Y al abad Guarino, del monasterio de los Alpes, le escribe en el mismo sentido:
No querer avanzar equivale a retroceder… Monje, ¿no quieres progresar? No. ¿Quieres entonces retroceder? Tampoco. ¿En qué quedamos? Quiero vivir tal como soy, dices, y permanecer en lo adquirido. No soporto ser peor, ni deseo ser mejor. Pues pretendes lo imposible… Si progresar significa correr, en cuanto dejas de avanzar has dejado de correr. Y si dejas de correr, comienzas a retroceder (Carta 254,5).
            Dada la distancia infinita entre la criatura y el Creador, ninguna experiencia de él lo agota. La posesión del bien infinito no lleva a la saciedad y al hastío, como ocurre con los bienes materiales, que nos hastiamos cuando nos llenamos de ellos, porque ofrecen una plenitud estática que no da más de sí una vez lograda. Dios es al mismo tiempo plenitud y continua novedad para alma, cuyo deseo siempre está colmado, mas nunca hartado. La Sabiduría ofrece un banquete que llena sin hastiar y sacia el deseo sin apagarlo, porque Dios nunca se queda chico ni insuficiente para él, sino que lo aviva más cuanto más le sacia. En esta vida el deseo indica carencia, inquietud que busca su descanso. En la otra, el deseo expresa un descanso activo, una plenitud que no se harta del bien amado. Así es el cuarto grado del amor, en su plenitud escatológica, desde la perspectiva de la epéktasis:
Comed, amigos míos y bebed; embriagaos, carísimos (Cant 5,1)… Con razón llama carísimos a los ebrios de caridad, y ebrios a los que merecen ser introducidos en las bodas del Cordero, para que coman y beban en la mesa de su Reino… Es saciedad sin hastío, curiosidad insaciable sin inquietud, deseo eterno que nunca se calma ni conoce limitación, sobria embriaguez que no se anega en vino ni destila alcohol, sino que arde en Dios. Ahora es cuando posee para siempre el cuarto grado del amor, en el que se ama solamente a Dios de modo sumo. Ya no nos amamos a nosotros mismos, sino por él, y él será el premio de los que le aman, el premio eterno de los que le aman eternamente (AmD XI, 33).
            Buscar a verdaderamente a Dios, dice san Benito, es el principio y el fin de la vida monástica. También de la vida cristiana sin más. Y en esta búsqueda se enmarca, como hemos visto, la doctrina espiritual de san Bernardo. En este sentido hay que entender también el hecho de que el sermón 86, el último de su comentario al Cantar de los Cantares, aparezca bruscamente inacabado. Esto se ha interpretado tradicionalmente como si la muerte hubiera sorprendido al autor en plena redacción y no le hubiera dejado concluirlo. Hoy se piensa más bien que se trata de un artificio literario: Bernardo ha querido dejar el final abierto, para significar que la búsqueda de la esposa no concluye en esta vida, como pudiera dar a entender un comentario concluido y cerrado.
            Después de hablar del matrimonio espiritual, que genera hijos para la fe, este sermón va dirigido a esos hijos, a los jóvenes que están comenzando su búsqueda del Verbo mediante la oración, que es el tema de que trata. Su oración será escuchada, les dice, el Verbo vendrá a ellos y pasarán de la noche a la luz. La verdadera búsqueda del Verbo se vive a través de una oración humilde y honesta. Y así les deja, con estas palabras de la Escritura: caminad como hijos de la luz. Con esta exhortación termina, no sólo el sermón, sino todo el comentario, que así queda, con un final abierto a una búsqueda sin fin, a una epéktasis, a una perpetua superación.
            Algo así querría también expresar la conclusión de su tratado Sobre la consideración, cuando dice al papa Eugenio: “Sea ya éste el final del libro, mas no el de la búsqueda” (Cons V, XIV, 32). 

ESPIRITUALIDAD CISTERCIENSE. CAPÍTULO XIV

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 14)

Fecundidad de la esposa: la acción contemplativa

Después de hablar de la imagen de Dios en el hombre y del retorno del alma a su condición e identidad original en la unidad de espíritu con Dios -SCant 80-83-, ocurre que el alma divinizada se vuelve fecunda en hijos, lo mismo a nivel de Iglesia que a nivel personal: la Esposa se transforma en Madre que engendra hijos para la fe mediante las obras de apostolado, la caridad fraterna o la maternidad-paternidad espiritual. Sólo desde la experiencia el apostolado es fecundo y la acción produce fruto espiritual.
 Al preguntarse en el sermón 85 sobre el Cantar de los Cantares por las razones que tiene el alma para buscar al Verbo, Bernardo enumera siete etapas hasta el matrimonio espiritual, que a semejanza del matrimonio interhumano, tiene dos dimensiones que son como un doble parto:
En el matrimonio espiritual se dan dos formas de parto, y por eso hay diversos linajes, aunque no contrarios. Porque las madres santas dan a luz almas por medio de la predicación e inteligencias espirituales por medio de la meditación. En este segundo caso a veces el alma es elevada (exceditur) y alejada de los sentidos corporales, de modo que no percibe nada de sí misma la que siente al Verbo. Esto sucede cuando la mente se sumerge en la dulzura inefable del Verbo y en cierto modo sale de sí misma o se siente arrebatada y liberada de sí para gozar del Verbo. De muy distinta manera es afectada el alma cuando fructifica para el Verbo. En el primer caso, urge la necesidad del prójimo; en el segundo invita la dulzura del Verbo (SCant 85,13).
            Comparando la alegría de la madre con la de la esposa -siendo ambas la misma- dice que es mayor esta última, aunque dura poco y se experimenta rara vez. Pues no sólo el alma busca al Verbo, sino que el Verbo mismo es el que busca al alma para transformarla en sí y gozarse en ella. La mente unida al Verbo genera en la Iglesia el verdadero trabajo apostólico, en las comunidades el servicio fraterno, y en las almas la alegría interior. Todo nace de la misma fuente.
En el fondo, lo que se da, o se debiera dar, es una alternancia equilibrada entre vida interior y acción, interioridad y servicio fraterno. La primera sin la segunda cae en el intimismo; la segunda sin la primera en el activismo neurótico, y ambas quedan estériles, porque el alma no es ni esposa ni madre. Marta y María has de estar bien equilibradas tanto en la iglesia, como en el alma y en la comunidad:
 El alma habituada a la quietud sólo se consuela con las buenas obras arraigadas en una fe no fingida… Siempre que cae de la contemplación se refugia en la acción, pero vuelve de nuevo confiadamente a ella porque ambas son compañeras y habitan juntas; al fin y al cabo Marta es hermana de María. Aunque cae desde la luz… se mantiene a la luz de las buenas obras. No olvides que las obras son también luz, según aquel texto que dice: alumbre vuestra luz a los hombres (Scant 51,I).
 El secreto de la vida benedictina es la perfecta conformidad entre el ora y el labora, y los cistercienses percibieron esto muy bien cuando introdujeron el trabajo manual en su reforma, que el monacato de entonces había abandonado. La vida benedictina es a un tiempo contemplativa y activa, ora et labora conjuntamente, oración al ritmo mismo de la acción, acción fecundada por la oración y la experiencia del Verbo, de la Palabra escuchada, leída, meditada y contemplada. Un difícil equilibrio, que sólo se alcanza cuando ambas dimensiones broten de la misma fuente, que es la unión con el Verbo. ¿No es esto que dice Bernardo nuestra experiencia cotidiana?
 Dichosa la casa y bendita la comunidad en la que Marta se queja de María. Y al contrario, sería una cosa muy rastrera y completamente injusta que María tuviera celos de Marta. Jamás leerás que María se queja de que Marta la deje sola en la contemplación” (Asunc 3,2).
 Por un lado, la alternancia entre las ocupaciones materiales y espirituales tiene una función psicológica, ya que el hombre es cambiante y no puede estar mucho tiempo dedicado a una misma cosa. Enseguida se cansa y le viene la desgana y el hastío. Pero también viene dada por la necesidad del servicio fraterno:
 Reconozco que no me entristezco por haber interrumpido mi entrega a la grata contemplación, al verme rodeado de las flores y los frutos de la compasión… Soporto con paciencia que me arranquen de los brazos de la infecunda Raquel cuando me desbordan los frutos de vuestro aprovechamiento… El amor, que no busca lo suyo, me  ha hecho ver con claridad que no debo anteponer a vuestro bien ninguna afición personal. Orar, leer, escribir, meditar y cualquier otra riqueza del esfuerzo espiritual, la considero como pérdida por vosotros (SCant 51, II,3).
 Para poder dar a otros, hay que recibir de Dios lo que de parte de Dios uno va a dar a los demás, pues nadie da lo que no tiene. Y esto sabemos que con frecuencia no se produce. La contemplación es necesaria para la acción, como lo expresa Bernardo en el sermón 18 de su comentario al Cantar:
 Pero hay que guardarse mucho de dar lo que hemos recibido para nosotros, o de reservarnos lo que se nos ha dado para distribuirlo. Te guardarías para ti lo que es del prójimo si, lleno de virtudes y dones de sabiduría y de palabra, por timidez quizá o desidia, o por una humildad sin discernimiento, con un silencio estéril y censurable, encadenases la palabra de edificación; serías maldito por acaparar el pan del pueblo. Y a la inversa: desperdigarías y echarías a perder lo tuyo, si antes de colmarte tú plenamente, lleno a medias, te apresuras a derramarte… Porque te privas de la vida y salvación que das a otro, si vacío de buena intención, te hinchas con el soplo de la vanagloria o te envenenas con la ponzoña del egoísmo terreno, para destrozarte en el tumor letal.
 Si eres sensato, preferirás ser concha y no canal; éste, según recibe el agua la deja correr. La concha no: espera a llenarse y, sin menoscabo propio, rebosa lo que le sobra, consciente de que caerá la maldición sobre el que malgaste lo que le ha correspondido… Hoy nos sobran canales en la Iglesia y tenemos poquísimas conchas. Parece ser tan grande la caridad de quienes vierten sobre nosotros las aguas del cielo, que prefieren derramarlas sin embeberse de ellas, dispuestos más a hablar que a escuchar, y a enseñar lo que no aprendieron. Se desviven por regir a los demás y no saben regirse a sí mismos (SCant 18, I, 2-3).
 Al hablar del orden de la caridad, en el sermón 50 de su comentario al cantar, Bernardo distingue una caridad activa y otra contemplativa. La primera está orientada a las buenas obras y al servicio al prójimo, guiada por la razón y los mandamientos de la ley de Dios. Está hecha para merecer. La segunda es el premio de la primera. Esta es superior, pero sólo verá realizada en la otra vida, dado que en ésta urge por todas partes la necesidad:
 Sin duda, una conciencia que ama rectamente antepone el amor de Dios al amor del hombre… Sin embargo, en una acción bien ordenada, encontramos el orden inverso. Porque nos urge más y nos absorbe casi siempre nuestra asistencia al prójimo; cuidamos mayor diligencia a los hermanos menos dotados; trabajamos más por la paz de la tierra que por la gloria del cielo… Y los afanes de los asuntos temporales apenas nos permiten entregarnos a los eternos. Casi continuamente atendemos más a las miserias de nuestro cuerpo, posponiendo la preocupación por nuestra alma…
¿Quién duda que el hombre habla con Dios en la oración? Pero ¡Cuántas veces, por exigencia de la caridad, nos arrancan y nos separan de él los que necesitan nuestra presencia y nuestra palabra! ¡Cuántas veces la paz santa tiene que ceder por piedad al tumulto de las preocupaciones! ¡Cuántas veces se dejan tranquilamente los libros para sudar en el trabajo manual! ¡Cuántas veces interrumpimos justísimamente la misma celebración solemne de la misa, para atender a los asuntos terrenos! Se invierte el orden, pero la necesidad no sabe de leyes (Scant 52, II,5).
 Este texto muestra veladamente que no siempre distinguimos bien entre la caridad activa, orientada a la verdadera necesidad, para la cual no hay ley, y el activismo y la preocupación neurótica por uno mismo.
 Sólo la caridad hace auténtica nuestra actividad y nuestra oración. Si ella, ninguna de las dos es real y son ilusorias, pura fachada. La caridad, como hemos visto, es de origen eterno porque es ley divina que se participa en affecus del alma bien ordenada, por el amor racional primero y el amor espiritual después. La caridad es, pues, la eternidad que se introduce en el tiempo para santificarlo y elevarlo a Dios. La acción es propia de este tiempo, y por tanto ha de estar fecundada por esa caridad eterna, esa misericordia y esa compasión que en Cristo ha venido a nosotros y se encarnado en nuestra historia. Si nuestras obras se unen a la gracia de la caridad eterna, serán resplandor de la eternidad en el tiempo y tendrán un papel en la reforma de nuestra vida personal y comunitaria. Por eso, el ora et labora benedictino serían los que ordenarían realmente en nosotros la caridad, nos irían simplificando y centrando en lo único necesario. Esta contemplación dará a la acción su unidad y simplicidad, a semejanza del Dios Uno y Simple:
 Marta, andas inquieta y nerviosa en muchas cosas. Sí, te afanas en mil quehaceres: los de tu propia continencia –en el sentido de dominio propio- y las necesidades ajenas. Para proteger la continencia practicas las vigilias, ayunas y castigas tu cuerpo (cf 1Cor 9,27). Y para ayudar a los otros trabajas sin descanso, con el fin de tener algo para el necesitado (cf Ef 4,8). Te afanas en mil cosas, cuando sólo una es necesaria. Si no estás unificada al hacer todo eso, no agradarás a Dios que es Uno (Asunc 5,9).

Y a María le dice:
Dedíquese María a contemplar y ver qué suave es el Señor. Procure sentarse con la conciencia fervorosa y el ánimo tranquilo a los pies de Jesús… Dichosa tú que percibes el murmullo divino en el silencio… Permanece en simplicidad, evitando por un lado el engaño y la falsedad, y por otro la multiplicidad de ocupaciones. Y escucharás las palabras de aquel cuya voz es dulce y cuyo rostro embelesa (Asunc 3,7).
 En la fiesta de la Asunción se leía entonces el evangelio de Marta y María. Ambas mujeres, acción y contemplación, has de darse en la misma alma, del mismo modo que estaban juntas en su casa, para recibir a Jesús. Además de las obras de caridad, Marta representa la vida ascética, cuya función es ordenar la casa de la conciencia, que prepara la contemplación: “A Marta le pertenece tener la casa ordenada. María, en cambio, la llena” (Asunc 2,7). Diríamos que María ha debido pasar antes por Marta, haberla integrado en sí, pues nadie puede ser buen orante si no ha ordenado antes en sí la caridad. Para hospedar al Señor, has que tener la casa bien ordenada y amueblada, el corazón limpio y puro.
 Y finalmente, María, la hermana de Marta, es un símbolo de María, Madre de Cristo, que acoge en su seno y da a luz la Palabra. La Virgen María es la síntesis de las dos hermanas, la verdadera hospedera del Señor en una casa al mismo tiempo bien ordenada y llena, a diferencia de las vírgenes necias, a las que se les terminó el aceite: En esta única y excelsa María encontramos la actividad de Marta y el ocio nada ocioso de María (Asunc 2,9).
 Es evidente que hoy día vivimos en una cultura de la acción, y no precisamente ordenada a la interioridad y la contemplación. Hemos caído de la imagen divina a la deformidad, de la contemplación, no ya a la acción, sino al activismo neurótico, al intelectualismo y a los mis escapes de una conciencia enajenada que no quiere ni a tiros volver a entrar en sí misma, a escuchar la voz de la conciencia, a conocernos a nosotros mismos, y a ser Martas diligentes que hoy ordenan la casa de la conciencia para mañana ser Marías que contemplan la Verdad en sí misma en el éxtasis de la conciencia y la unidad de espíritu con él.

DOCTRINA ESPIRITUAL DE SAN BERNARDO. PARTE 13

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 13)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 13)
La experiencia personal de Bernardo
Hemos visto de modo genérico el movimiento evolutivo de la vida del amor, desde que emerge humildemente de la tierra bajo la forma de amor carnal  -pues nacemos del amor carnal- hasta su divinización en el Espíritu Santo. Ahora bien, en todo este ascenso, ¿dónde pone más el acento san Bernardo? Pues él mismo atestigua haber tenido cierta experiencia: “Aquello pude experimentarlo” (SCant 85,14).
 Ahora bien, en el único caso en que Bernardo nos habla de un éxtasis, de una experiencia de la presencia del Verbo en sí, no nos cuenta cosas extraordinarias, sino que pone la verificación del paso de Dios por nuestra vida, en un cambio real de costumbres, en el aspecto ético, en la integridad moral. Es como si dijera: si mi experiencia de Dios no me cambia, no corrige mis vicios ni hace madurar como persona, no es real. El texto es el siguiente:
 Os confieso que el Verbo ha llegado también hasta mí… y muchas veces. Y a pesar de esta presencia, no lo sentí cuando entró: sentí su presencia, recuerdo su ausencia; a veces incluso pude presentir su entrada, pero nunca sentirla, y tampoco su salida. De dónde venía a mi alma o adónde se fue cuando la dejó de nuevo, confieso que lo ignoro incluso ahora mismo, según lo escrito: no sabes de dónde viene ni adónde va. Y no es extraño, porque lo dice él mismo: Y no deja rastro de sus huellas.
 Está claro que no lo percibe la vista, pues carece de color; ni los oídos, porque no es un sonido; ni el olfato, porque no se transmite al aire, sino al espíritu; ni afecta la atmósfera, porque la creó; ni al paladar porque no se mastica ni se traga; ni lo descubrí al tacto, porque no se puede palpar. Pues, ¿Por dónde entró? ¿No será más exacto decir que ni siquiera entró? ¿Que no vino de fuera? Porque no es algo que esté fuera de nosotros. Pero tampoco me vino de dentro, porque él es bueno y yo sé que en mí no hay bondad alguna. Subí también por encima de mí mismo y allí estaba el Verbo en la cumbre. Bajé a mis propias profundidades como en curioso sondeo y allí lo encontré. miré fuera de mí y descubrí que estaba más allá de cuanto me rodea; miré dentro y él estaba aún más adentro. Entonces comprendí la verdad de lo que había leído: en él vivimos, nos movemos y existimos
 ¿Me preguntas entonces cómo conozco su presencia si sus caminos son totalmente irrastreables? Es vivo y enérgico, y en cuanto llegó adentro despertó mi alma dormida; movió, ablandó e hirió mi corazón que era duro, de piedra y malsano. También comenzó a arrancar y destruir, a edificar y plantar; a regar lo árido, iluminar lo oscuro, abrir lo cerrado, incendiar lo frío. Además se dispuso a enderezar lo torcido, a igualar lo escabroso para que mi espíritu bendijese al Señor y todo mi ser a su santo nombre. Así entró el Verbo esposo varias veces y nunca me dio a conocer las huellas de su entrada: ni en su voz, ni en su figura, ni en sus pasos.
No se me dejó ver ni en sus movimientos, ni penetró por ninguno de mis sentidos más profundos: como os he dicho, sólo conocí su presencia por el movimiento de mi corazón. Advertí el poder de su fuerza por la huida de los vicios y por el control de los affectus carnales. Admiré la profundidad de su sabiduría por el descubrimiento o acusación de mis más íntimos pecados. Experimenté la bondad de su mansedumbre por la enmienda de mis costumbres. Percibí de algún modo su maravillosa hermosura por la reforma y renovación del espíritu de mi mente, es decir, de mi ser interior… (SCant 74,56). 

DOCTRINA ESPIRITUAL CISTERCIENSE. 12

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval – El excessus mentis (Parte 12)

El excessus mentis

                        -Sueño, muerte, olvido, divinización

                        -Visión y semejanza
                        -Protagonista la gracia
 Esta unión esponsal se expresa también con la expresión excessus mentis, que se suele traducir por éxtasis del espíritu, o de la conciencia, más allá del entendimiento racional:

Algunas veces… el hombre interior supera la razón y es elevado sobre sí mismo: a esto se llama éxtasis del espíritu (excessus mentis) (Var 115). 
            Hay que comprender bien lo que san Bernardo entiende cuando habla de excessus, de raptus, exstasim. No se trata tanto de fenómenos especiales, cuanto de la plena restauración de la naturaleza humana que fue creada para la unión con Dios. Es la conversión por fin realizada, la purificación de todo lo que había hecho del hombre una imagen deformada de Dios, enajenado de Dios y de sí mismo, como en una especie de éxtasis al revés: de Dios y de sí a la región de la desemejanza. La conversión es lo contrario: un éxtasis o excessus que empieza ya con la salida de lo sensible y la vuelta al corazón para ponerse a la escucha de la Voz de la conciencia, que irá llevando al alma a la verdad de sí misma y al ordenamiento de toda casa interior de la conciencia: la renuncia al pecado, a la cupiditas y afectos que “encorvan” el alma y alimentan el proprium. Así va saliendo de todo lo superfluo hasta recuperar su simplicidad natural, su auténtica naturaleza.
 Corresponde a la virtud humana no dejarse poseer por los deseos terrenos. Pero es propio de la pureza angélica no envolverse con las imaginaciones corporales, ni siquiera en su contemplación. Ambas cosas, sin embargo, son un don de Dios; las dos son un extasiarse, ambas implican un transcenderse a sí mismo, pero una muy lejos y la otra cerca de sí… Saltaste por encima de tus deleites carnales… Saliste, te alejaste, pero aún no te has alejado, si es que no has podido elevarte con la pureza de tu mente sobre la fantasía de las imágenes materiales que irrumpen por doquier (SCant 52,5).
             En la primera salida, el hombre coopera con la gracia, es activo; en la segunda no. Pero únicamente el amor bien ordenado, la caridad, es la que realiza el excessus que nos hace remontar a Dios (Carta 11,2).
            Sueño, muerte, olvido, divinización
             El sermón 52 sobre el Cantar de los Cantares comenta el versículo: Hijas de Jerusalén… no despertéis a la amada hasta que ella quiera (Cant. 2,7), el excessus se equipara a un sueño y a una muerte: sueño de los sentidos, de las pasiones y del entendimiento racional, muerte del yo que es resurrección a la vida divina. Por la muerte a los sentidos, se libera de las tentaciones que vienen por los sentidos y de la concupiscencia. Y esto es semejante a la muerte corporal. Por el sueño de las potencias, se libera de las fantasías de la mente, y esto es semejante a la muerte de los ángeles:
 El sueño de la Esposa… es un sueño (sopor) vivificador y vigilante que ilumina los sentidos interiores…. Es una dormición que no adormece los sentidos, sino que los arrebata. Y es también aquella muerte de la que habla el apóstol cuando exhortaba a los que aún vivían en la carne: habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Por eso, no será ningún absurdo si llamo muerte al éxtasis de la Esposa… siempre que se remonta y vuela hasta dejar atrás la facultad común y habitual del pensamiento… cuando sale, no de la vida, sino de los sentidos de la vida… Muera mi alma con la muerte de los justos y no la envolverá la injusticia, ni la deleitará iniquidad alguna. Dichosa muerte que no arrebata la vida, sino que la transporta a otra mejor; maravillosa muerte, que no abate el cuerpo, sino que eleva el alma. Pero esto es propio de los hombres. Muera también mi alma con la muerte de los ángeles, si puede hablarse así, de modo que saliendo del recuerdo (memoria excedens) de las realidades presentes, se despojaría no sólo del deseo (cupiditas) de las cosas inferiores y corporales, sino también de sus mismas imágenes… En este excessus consiste, creo yo, la contemplación. (Scant 52,3-5).
             A la imagen del sueño y de la muerte corresponde también el olvido místico: olvido del yo y como disolución en la memoria divina, con la que el alma vive in spiritu unificada. Bernardo repite más o menos lo mismo siempre que habla de ello:
 perderse en cierto modo a sí mismo, como si ya uno no existiera, no sentirse en absoluto, aniquilarse y anonadarse (AmD X,22)… Olvidado por completo de sí, y totalmente perdido, se lanza sin reservas a Dios y estrechándose con él se hace un espíritu con él (AmD XV,39).
 El alma es arrebatada y se aleja de los sentidos corporales, de modo que no percibe nada de sí misma, porque siente al Verbo. Esto sucede cuando el espíritu se sumerge en la dulzura inefable del Verbo y en cierto modo sale de sí mismo, o se siente arrebatado y liberado de sí para gozar del Verbo… Es una unión agradable, pero dura un momento y se experimenta rara vez (SCant 85,13).
 Como la gotita de agua caída en el vino pierde su naturaleza y toma el color y el sabor del vino; como el hierro candente y al rojo vivo parece trocarse en fuego vivo olvidado de su propia naturaleza; o como el aire, bañado en los rayos del sol, se transforma en luz, y más que iluminado parece ser él mismo luz, así les sucede a los santos. Todos los afectos humanos se funden de modo inefable, y se confunden con la voluntad de Dios. ¿Sería Dios todo en todos si quedase todavía algo del hombre en el hombre? Permanecerá, sin duda la sustancia; pero en otra forma, en otra gloria, en otro poder (AmD X,28).
             Dependiendo de qué dimensión del alma se vea más afectada, Bernardo habla de dos clases de excesus: uno que ilumina y otro que calienta, uno que afecta más al conocer, otro que afecta más al amor: “Hay dos clases de éxtasis en la santa contemplación: uno en el entendimiento (intellectus) y otro en el afecto; uno en la luz y otro en el fervor, uno en el conocimiento y otro en la devoción” (SCant 49, I,4). El cuarto grado del amor, la unidad de espíritu, es a un tiempo experiencia de luz y calor, donde la luz calienta y el calor ilumina, el amor mismo es conciencia iluminada: amor ipse notitia est (AmD XIX,1).
            Visión y semejanza
             En la unidad de espíritu el alma recupera su plena libertad, la imagen su semejanza, el amor su perfección y la inteligencia la visión de la verdad en sí misma. Imagen divina perfectamente semejante, conoce a Dios en virtud de esa misma semejanza. Aunque es sobre todo Guillermo de Saint-Thierry el que desarrolla la estrecha relación entre conocimiento y semejanza, Bernardo también sabe que lo semejante se conoce por lo semejante: lo sensible por las facultades sensibles, lo racional por las facultades racionales, lo divino por la unidad de espíritu en el cuarto grado del amor, en el alma divinizada en el excessus contemplationis: “Dios sólo será conocido perfectamente cuando sea perfectamente amado” (Scant 8,9).
 El Espíritu se digna admitir en su intimidad a quien es mejante por naturaleza, pues ciertamente por la ley natural, lo semejante busca lo semejante (simil similem quaerit)… Verá al Semejante el mismo que no veía al Desemejante… Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,2)… Es admirable y sorprendente esa semejanza que siempre acompaña a la visión de Dios, en la que incluso consiste la visión de Dios, y que yo atribuyo al amor (caritas). Esa visión, esa semejanza, es el amor (caritas)… Suprimiendo esa iniquidad que es origen de esa parcial desemejanza, surgirá la unión del espíritu, la mutua visión y el mutuo amor (SCant 82,7-8).
…La semejanza une (SCant 85,12)… A Dios sólo le comprende su imagen (Ded 11,2).
             – Protagonista la gracia
             Como es lógico, el excessus mentis lo realiza la gracia: “Es una gracia que procede del poder divino y no del esfuerzo humano” (AmD X, 29); es un admirable consensus entre la gracia y la libertad, o quizá mejor, el pleno consentimiento del libre albedrío al Dios que nos ofrece participar en él. No se puede llegar a ella por especulación de la razón, desde las propias imágenes de Dios, diríamos desde la propia teología. La siguiente afirmación tiene como fondo el creciente racionalismo teológico de la pre-escolástica:
 La inteligencia, cuando intenta irrumpir en una verdad sellada por la fe, viola y acecha la majestad de Dios. Muchos evaluaron su propia opinión como una verdad de la inteligencia y se equivocaron… inteligencia y opinión no pueden identificarse. (Csi V, 3, 6) .
             Hay que respetar el misterio. Y el misterio de Dios mismo que nos ofrece participar plenamente de él: “La plenitud que esperamos de Dios no es otra cosa que el mismo Dios” (SCant 11,4). La divinización la realiza el Espíritu Santo:
 Al recibirlo -el amor- en la plenitud del Espíritu Santo, quedarás enteramente abrasado, saborearás verdaderamente a Dios, aunque no tal cual es, pues eso es imposible a toda criatura, sino según tu capacidad de saborearle (SCant 50,6).
             Por eso, lo mismo al principio de la vida espiritual como al final, Bernardo termina apelando a la humildad, que nos abre a los tres grados de verdad, en nosotros mismos, en los demás y finalmente la Verdad misma que es el Verbo.
 ¿Qué es gozar del Verbo…? Tú, que sientes curiosidad, no abras tu oído, sino tu espíritu. Eso no lo enseña la lengua, sino la gracia. Se oculta a los sabios y entendidos y se revela a la gente sencilla… Grande, hermanos, grande y sublime es la virtud de la humildad, que llega a lo que no se enseña, es capaz de conseguirlo inasequible, y es digna de concebir del Verbo y por el Verbo lo que es incapaz de explicar a los suyos con palabras. ¿Por qué? No porque lo haya merecido, sino porque así le pareció bien al Padre del Verbo, al Esposo del alma, Jesús (SCant 85,14).

DOCTRINA ESPIRITUAL DE SAN BERNARDO. PARTE 11

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 11)

 La unidad de espíritu
 
Este abrazo es la unitas spiritus, la unidad de espíritu, expresión clave en la mística de los autores cistercienses, que es unión de voluntad: “me une a él cuando me conforma consigo” (SCant 71,5). Mientras el Padre y el Verbo son una única sustancia, Dios y el alma son un espíritu, una conciencia, una voluntad, un amor. Son un espíritu por la unión y compenetración de voluntades: “esta unión radica en la comunión de voluntades y en el consenso del amor” (SCant 71,9). Para los antiguos, voluntad y amor prácticamente se identifican. Voluntad no es sólo la facultad del asentimiento y de la acción, sino además, puesto que es también movimiento del alma hacia el bien, es igualmente la facultad del amor y del deseo, la capacidad de querer y amar. Por eso, comunión de voluntad es lo mismo que comunión de amor. Por ser voluntaria, de esta unión forma parte necesariamente la libertad, ya que el hombre siempre puede separar su voluntad de la divina. Pero cuando la voluntas communis es tan total que desaparece por completo la propia, entonces es el matrimonio espiritual y la unidad de espíritu:
 El hecho de querer y no querer al unísono hace de los dos un mismo espíritu. Y no hay que temer que por la disparidad de las personas flaquee en algo la armonía de las voluntades, porque el amor ignora la reverencia. El amor saca su nombre del verbo amar y no del verbo honrar… La que ama, ama y no sabe otra cosa. Aquél que merece ser honrado y admirado, sin embargo prefiere ser amado… ¿Qué otra relación o unión puedes buscar entre los esposos que no sea el mutuo amor? Este vínculo es más fuerte que lo que la naturaleza unió más estrechamente, cual es el lazo de unión entre padres e hijos (SCant 83,3).
 No fluyen con la misma abundancia el amante y el Amor, el alma y el Verbo, la esposa y el Esposo, la criatura y el Creador, el sediento como la fuente. ¿Entonces qué? ¿Se resentirá por ello y se anulará totalmente el deseo de la futura esposa, el anhelo de la que suspira, el ardor de la amante, la confianza anticipada, porque no puede correr al paso del gigante…? No. Aunque la criatura ama menos porque es menor, sin embargo ama totalmente con todo su amor, y nada falta donde se entrega todo… Por eso, como he dicho, amar así es desposarse; porque no puede amar de esta forma y ser poco amada, ya que en el consenso entre dos se apoya la fe conyugal íntegra y perfecta… Es el amor santo y casto, el amor suave y dulce, el amor tanto más claro cuanto más sereno, el amor mutuo, íntimo y fuerte que une a dos, no en una carne, sino en un espíritu, que hace de dos uno, como dice san Pablo: el que se une a Dios es un espíritu con él (SCant 83,6).
 Esta unión de voluntades, y por tanto de dos vidas que se hacen una, es un canto nupcial que sólo es comprendido por los que lo han experimentado (SCant 1,11). Sólo ahí, in spiritu, en la dimensión más espiritual de la conciencia, puede tener lugar esta unión, porque Dios es Espíritu. Esta experiencia -aunque sólo fuera fugaz- de plena conformidad con Dios, hace presentir al alma su estado definitivo, cuando la voluntad creada sea, como en el origen, una con la del Creador, y todo affectus y voluntad se disuelvan, por así decirlo, y se derrame en la única Voluntad divina: “Que nuestro gozo sea su misma Voluntad realizada en nosotros y a través de nosotros” (AmD X, 28).
 

DOCTRINA ESPIRITUAL DE SAN BERNARDO. CAPÍTULO X

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 10)

 
Era bueno exponer los sentimientos que el corazón del hombre experimenta en sus diversos grados en su relación con Dios, con el fin de “reconocer mejor lo que corresponde a la esposa” (SCant 7,2). “Al esclavo se le revela el poder de Dios, al mercenario la felicidad, al hijo la verdad” (Var 3,9). El primero teme, el segundo codicia, el tercero respeta.
 Ahora bien, ninguno de estos tres affectus alcanza la categoría propia del amor  puro. La belleza de este afectus aparece tanto más clara cuanto que surge de modo distinto que los otros tres, y corresponde, como hemos apuntado al cuarto grado del amor, más allá del corazón sensible y la mente racional, que corresponde al éxtasis del amor, la caridad extática. Es aquí donde entra en juego la imagen de la esposa, porque es aquí donde se sitúa el matrimonio espiritual: La esposa ama y no sabe nada más, no actúa por ningún otro motivo que el amor.
 ¿Quién es la esposa? el alma sedienta de Dios … Esta afección del amor es superior a todos los bienes de la naturaleza, especialmente si retorna a su principio: Dios … No hay palabras más dulces para expresar la ternura mutua del afecto entre el Verbo y el alma que estas dos: esposo y esposa. Porque lo poseen todo en común: no tienen nada propio ni exclusivo. Ambos gozan de una misma hacienda, de una misma mesa, de un mismo hogar, de un mismo lecho y hasta de un mismo cuerpo. Por eso abandona el esposo padre y madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne. A la esposa se le pide que olvide su pueblo y la casa paterna para que el esposo se apasione por su hermosura. Si amar es propiedad característica y primordial de los esposos, no sin razón se le puede llamar esposa al alma que ama. Y ama quien pide un beso. No pide libertad (como el esclavo) ni recompensa (como el mercenario), ni herencia, ni doctrina (como el discípulo), sino un beso; lo mismo que una esposa castísima que exhala amor y es totalmente incapaz de disimular el fuego que la consume. Piensa ahora por qué rompe a expresarse así. No recurre como otros, al fingimiento de las caricias, para pedir cosas grandes a los grandes. No pretende ganárselos con rodeos para conseguir lo que desea. Sin preámbulo alguno, sin buscar su benevolencia, sino porque estalla su corazón, dice abiertamente y sin rubor alguno: que me bese con el beso de su boca. (SCant 7,2).
 Este texto muestra en forma gráfica toda la sencillez y espontaneidad del amor en su absoluta simplicidad, antes de recubrirse de intereses y e intenciones sobreañadidas. Es el amor del que se ha suprimido todo lo superfluo: lo viciado, lo servil, lo mercenario, lo que es ajeno a su naturaleza:
 Me resulta sospechoso un amor que espera recibir algo distinto de sí mismo… Es impuro el amor que desea otra cosa… no recibe su fuerza de la esperanza, pero tampoco se resiente por la desconfianza… La esposa desborda de él y con eso está satisfecho el esposo… (este amor) es propio de los esposos y no lo iguala ningún otro, ni el de los hijos … El amor del esposo… y más el Esposo-Amor sólo busca la correspondencia y la fidelidad del amor. Devuélvale por tanto la amada amor por amor. ¿Cómo no va a amar la esposa, y más la Esposa-Amor? ¿Por qué no amar al Amor? (SCant 83,5).
 Dios exige temor como Señor, honor como Padre y amor. ¿Cuál de ellos prevalece? El amor. Sin el amor, el temor conlleva una pena y el honor carece de la gracia. El temor es servil mientras no lo libere el amor. Y el honor que no procede del amor es adulación. A Dios el honor y la gloria; pero Dios no aceptará ni uno ni otra si no les endulza con la miel del amor. Éste se basta a sí mismo, agrada por sí mismo y por su causa. Él es su propio mérito y su premio. El amor excluye cualquier otro motivo y cualquier otro fruto que no sea él mismo. Su fruto es su experiencia. Amo porque te amo; amo para amar (SCant 83,4).
             Tres son sus características:

Ama castamente porque pretende sólo al que ama y a nadie más que a él. Ama santamente, sin concupiscencia carnal y con pureza de espíritu. Ama ardientemente, tan embriagada en su propio amor que ni piensa en su majestad… ¿No estará ebria? Sí, y por completo… El amor perfecto echa fuera el temor (SCant 7,3).
 He ahí, para Bernardo, el amor en toda su belleza, cuando nada extraño o superfluo hay mezclado en él. En este momento la imagen de Dios en el alma está plenamente restaurada. El alma ama a Dios con un amor que tiene la misma cualidad que el amor con que ella es amada por la eterna caridad. Este amor es el que realiza la perfecta conformación de la voluntad y el que asegura la perfecta semejanza con el Verbo-Esposo.
 Esta conformación desposa al alma con el Verbo, pues ya que es semejante a él por naturaleza, procura también ser semejante a él por el amor, amando como es amada. Y si ama perfectamente, se desposa. ¿Hay algo más gozoso que esta conformación? ¿Hay algo más deseable que el amor? Gracias a él, oh alma, prescindes del magisterio humano, y te acercas al Verbo tú misma con toda confianza; te adhieres con insistencia al Verbo; preguntas y consultas familiarmente al Verbo sobre cualquier cosa, y cuanto más se despierta tu inteligencia, más audaces son tus deseos. En realidad, éste es el contrato santo y espiritual. He hablado de contrato, pero me resulta impropio: se trata de un abrazo, de un abrazo estricto (SCant 83,3).

Doctrina Espiritual Cisterciense. Parte 9

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 9)

 
 Doctrina espiritual cisterciense. Parte 9

El esclavo, el mercenario y el hijo

 San Bernardo se sirve aún de otra imagen para evocar esta purificación del amor: el primer grado es el amor esclavo o servil, el segundo el amor mercenario, el tercero el amor filial, el cuarto el amor esponsal. En el inicio del reordenamiento del affectus, Bernardo compara el alma a un esclavo que actúa por temor: el servus timet sibi, está lleno de temor. Se ha creado una ley para sí mismo, contraria a la ley de la caridad, y así se ha hecho contrario a Dios (contrarium tibi), aunque de hecho no puede sustraerse de la ley eterna. Por eso, la ley que a sí mismo se impone es un yugo pesado e insoportable: no ama y vive en interna contradicción, “porque es propio de la Ley justa y eterna de Dios que quien no quiere regirse con dulzura, se rija a sí mismo con dolor, y quien desecha el yugo suave y la carga ligera de la caridad, se vea forzado a soportar el peso intolerable de su propia voluntad” (Cf. AmD XIII, 36).
 El temor que mueve el amor servil opera, según Bernardo, como un instrumento que aparta el corazón de los deseos carnales en los que se complace su cupídítas, de modo que ésta se empiece a orientar a Dios, único capaz de colmar el deseo del hombre. Al principio el temor es servil: es la actitud del servus, que teme el castigo de Dios y evita el pecado por miedo al juicio y al infierno. Cuando el temor se purifica, se convierte en temor filial (Carta 11,7); es decir, se tiñe de amor. Pues sin “el amor, el temor es un castigo, y el amor perfecto echa fuera el temor” (SCant 54,11). El amor puro absorberá el temor, junto con los otros cuatro  affectus del corazón (SCant 73,3). Por eso, a medida que el amor se purifica, triunfa también la fíducia o confianza sobre el miedo. Si el temor nos sobrecogía antes de terror ante la perspectiva del infierno (SCant 16,7), ahora las perspectivas son más felices (SCant 83,1).
 Después viene la figura del mercenario. El mercenario ama a Dios, pero en virtud de su cupiditas: el mercenario cupit sibi, codicia para sí. Su situación interna es la misma que la del esclavo, porque el punto de mira de su affectus, no es Dios ni el prójimo, sino su propio yo. Tanto uno como otro, se rigen por la misma ley egoísta: “los primeros no aman a Dios, los segundos aman otras cosas más que a Dios” (AmD XIII, 36). El mercenario no conoce la gratuidad y se aísla. En lugar de Dios, prefiere los bienes que se puede apropiar. Y del mismo modo que la ley de la caridad debe ordenar el amor servil, infundiéndole devoción, debe también ordenar el amor mercenario, ordenando su codicia (Ibid. XIV, 38).
 En cambio, el hijo todo lo refiere al padre: defert patri, honra al Padre. Los que temen y codician sólo se miran a sí mismos. El amor del hijo, en cambio, no busca su interés, y a esta noble disposición se llama ya caridad. “Solamente ella convierte realmente el corazón del hombre” (AmD XII, 34). Como los dos primeros piensan sólo en su provecho, no hay en ellos lugar para el amor puro. En cambio, el affectus del hijo es más noble, puesto que su movimiento va a Dios en virtud de Dios: “El siervo teme el rostro de su Señor, el mercenario espera la paga de su amor, el discípulo escucha a su maestro; el hijo honra a su Padre” (SCant 7,2). ¿Puede entonces considerarse ya el amor filial como un amor puro? San Bernardo comprueba que, frecuentemente, incluso en el amor del hijo se mezcla cierto interés bajo la forma de una esperanza de herencia, y que por consiguiente tampoco éste alcanza todavía la medida del amor puro, que sólo al amor esponsal, a la caridad extática corresponde, en la que ya no existe un yo y el alma “sólo se acuerda de tu justicia” (XV, 39).
 En un esbozo de sermón conservado en la colección De diversis, titulado “Un triple corazón”, esquematiza así la ascensión o purificación del amor:
 Suba el hombre a lo alto del corazón y Dios será exaltado (Sal 63,7-8). Hay un corazón elevado, un corazón humilde y un corazón intermedio. El profeta dice: Volved, rebeldes, al corazón (Is 46,8). La primera subida es la del siervo rebelde a un corazón humilde, impulsado por el juicio; la segunda es la del mercenario a un corazón intermedio, por la llamada del consejo. La tercera es la del hijo a un corazón elevado, elevado por el deseo. Entonces es exaltado Dios, es decir, se eleva sobre el corazón, para que, al no poder ser comprendido por la razón, sea al menos deseado por el affectus y el amor… Esta ascensión tiene cuatro etapas: la primera es hacia el corazón; la segunda en el corazón; la tercera desde el corazón y la cuarta por encima del corazón (de la razón). En la primera se teme al Señor, en la segunda se escucha al Consejero, en la tercera se desea al Esposo, en la cuarta se contempla a Dios (Var 115)

ESPIRITUALIDAD CISTERCIENSE. PARTE 8.

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 8)
 Los cuatro grados del amor
Anteriormente hemos visto una escala del amor en tres grados -carnal, racional, espiritual- desde el punto de vista de la configuración con la humanidad de Cristo primero, y con su divinidad después. Ahora veremos la conocida escala en cuatro grados, desde el punto de vista de la purificación que sigue el affectus del egocentrismo al amor puro. El restablecimiento del amor, perdido en la región de la desemejanza, exige el éxodo, la salida de la cautividad del pecado. En el affectus carnalis no existe libertad, pues el amor impuro mancha la voluntad; pero si se transforma en espiritual, los afectos humanos irán detrás y se transformarán también en sentimientos divinos (AmD XV,40). Al final del camino, el verdadero amor de sí y el amor de Dios son una misma realidad: “Al dárseme Dios a mí, me devolvió lo que yo era” (AmD V,15), su imagen restablecida.
            El retorno a Dios, la recuperación de la semejanza, requiere la puesta en orden del amor (ordinatio caritatis): “Semejante al Verbo por naturaleza, el alma procura también ser semejante a él por la voluntad, amando como ella es amada” (SCant 83,3). Mas para llegar a eso, el amor ha de ser puro y desinteresado: no ha de esperar nada que no sea el mismo amor: “Me resulta sospechoso un amor que espera recibir algo distinto de sí mismo” (SCant 83,5). La paga del amor sólo puede ser el amor; y lo que espera el amor es el amor. Del mismo modo, Dios debe ser amado con un amor puro y desinteresado, que no tenga otro motivo para amarle que el propio Dios:  “El motivo de amar a Dios es Dios; la medida de amarle, amarle sin medida” (AmD I,1).
            Dios es infinito, inmenso y sin medida, y no es posible amarle con amor limitado y parcial. Y añade:
“Hay dos razones por las que Dios debe ser amado en virtud de él mismo. Una porque es más justo; otra porque nada puede amarse con más provecho. Preguntarse por qué debe ser amado Dios plantea una doble cuestión: qué razones presenta Dios para que le amemos y qué ganamos nosotros con amarle. A estas cuestiones no encuentro otra respuesta más digna que la siguiente: la razón de amar a Dios es él mismo” (idem).
            Veamos un poco la ascensión del amor, tal como se describe en el tratado Sobre el amor de Dios.
            El primer grado o punto de partida de la purificación del affectus es el amor de sí en virtud de sí mismo, y el de llegada el amor a Dios y a todos los seres en virtud de Dios. “Ante todo, el hombre se ama a sí mismo por sí mismo” (propter seipsum) (AmD 8,23). Este es el primer grado que Bernardo enumera en su doctrina del reordenamiento del amor. Por pertenecer a la naturaleza, el amor debería estar vuelto ante todo al autor de la naturaleza:
Si procede de la naturaleza, lo más razonable es que sirva ante todo al autor de la naturaleza. Por eso, el mandamiento primero y más importante es: amarás al Señor tu Dios. (AmD VIII, 23)
            Pero como somos de carne y nacemos de la concupiscencia de la carne, nuestro amor, por impulso de las necesidades, empieza por lo carnal y sensible (AmD XV,39), en vez de por lo espiritual. La naturaleza es frágil y enfermiza, y las necesidades mueven al hombre a amarse preocuparse por sí mismo, antes que por ninguna otra cosa. (AmD VIII, 23). Y señala Bernardo que este amor carnal, centrado en la subsistencia y necesidad, no lo enseña ningún precepto de la Escritura, sino que está inserto en la naturaleza (AmD XV,39), ya que nadie aborrece su propia carne. Por eso no es malo, mientras no se salga de su cauce. El problema es que, debido al egoísmo, con facilidad traspasa la estricta necesidad y se desborda hacia al placer, convirtiéndose en egoísmo acaparador, que todo lo quiere para sí. Todo lo convierte en necesario, sin que para él ya nada sea superfluo ni esté de más. De este modo se vuelve codicia y avidez.
            Para educar esta tendencia y cohibir la superfluidad, es decir, lo que va más allá de la necesidad, sale al encuentro el segundo mandamiento: amarás al prójimo como a ti mismo, preocúpate de la necesidad ajena como te ocupas de la tuya (AmD VIII, 23). Enlazamos aquí con el segundo grado de la verdad, tal como vimos en el tratado Sobre los grados de la humildad y la soberbia, al tratar de la verdad en el prójimo y la compasión. Si el hombre se deja educar, su amor carnal se amplía y se transforma en amor social. Y al desprenderse de lo superfluo para atender a lo necesario, se vuelve desprendido, pobre, generoso.
Si atiendes el consejo del sabio y te apartas de las pasiones; si escuchas al apóstol y te contentas con tener lo necesario para comer y vestir; si no te pesa apartar, al menos un poco, tu amor de los deseos carnales, estoy convencido de que lo que sustraes al enemigo del alma lo compartirás sin dificultad con quien comparte tu naturaleza contigo. Tu amor, entonces, será puro y bueno: lo que sustraes a tu ambición, lo vuelcas en las necesidades de los hermanos. De este modo, tu amor carnal se convierte en social, porque se extiende al bien común (Ibid.).
            Privarse de lo superfluo es, por lo demás, una de las claves de la pobreza en san Bernardo. Él sabe que el amor carnal busca ante todo su propia seguridad y teme empobrecerse, verse carente de lo necesario si se pone a compartir y ser generoso con los demás. Por eso Bernardo apela con energía a vivir de una fe confiada, más que del miedo a la inseguridad, pues Dios “promete dar lo necesario al que se priva de lo superfluo por amor al prójimo” (Ibid.). Y añade que hay que buscar ante todo el Reino de Dios, con la confianza puesta en que lo demás se nos dará por añadidura. Eso implica una pobreza vivida como sobriedad y templanza, y como justicia del compartir los bienes de la naturaleza con los que tienen nuestra misma naturaleza.
            Este amor al prójimo es perfecto cuando nace de Dios y tiene en Dios su causa. Si no amamos al prójimo en Dios, no podemos amarle limpiamente, sino egoístamente. Y para amarle en Dios, hay que amar primero al Dios “que se hace amar y hace amables todas las cosas” (Ibid. 25). Por eso, su perfección requiere el ascenso a los grados superiores del amor.
            Llegamos así al segundo grado, que, iniciado al fin del primero, sirve de paso al tercero, purificando el affectus humano y asegurando así su ascenso. He aquí cómo san Bernardo lo describe: “El hombre ama ya a Dios, pero todavía por sí mismo, no por Él” (AmD IX, 26).
            El alma ama ya a Dios, pero un poco como a un objeto del que se saca beneficio: sus miserias y necesidades le impulsan a acudir a él: “comienza a buscar a Dios por la fe y amarle porque le necesita” (Ibid. XV, 39). Aquí hay ya cierta prudencia, que consistente en saber lo que puede hacer por sí mismo y lo que tiene que esperar de la ayuda de Dios. El que ha llegado a darse cuenta de que no puede bastarse a sí mismo y de que ha sido escuchado por Dios, llega poco a poco a amar a Dios, no solamente por su propio interés, sino por Dios mismo. A través de sus dones empieza a saborear su misma dulzura o caridad, y es atraído por ella.
            Aquí llegamos al tercer grado: “Éste es el tercer grado del amor: amar a Dios por él mismo” (AmD XV, 39). Por experiencia el alma está convencida de la bondad de Dios. Este gusto de la suavitas Dei es ya espiritual. Supone la conversión del alma arrancada de lo carnal. Ahora es ya el Dios-Bondad el que atrae: “Habiendo gustado qué bueno-dulce-suave es el Señor… retiene su sabor en el paladar de su corazón… con ello sucede que ya no desea ningún bien suyo, sino a él mismo” (Var 3,1). Para amar a Dios por encima del propio interés, se necesita haber experimentado de algún modo, pero realmente, su Bondad. Si no, no se podrá pasar del segundo, que es el más habitual. Cita aquí Bernardo el evangelio de san Juan, cuando dicen los samaritanos a la Samaritana: Ya no creemos por tu palabra, pues nosotros hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo (Jn 4,42). De esta experiencia de la gracia nace sin duda el tercer grado del amor.
            Aquí es a Dios y no sólo sus dones, a quien se ama: su amor se ha hecho desinteresado y libre, porque está liberado de las pasiones carnales, en una palabra, porque es puro y gratuito:
Ama a Dios de verdad y… todo lo que es Dios. Ama con pureza… Ama justamente y se adhiere de buen grado al mandamiento justo. Con razón es grato este amor, porque es gratuito… El que así ama, ama como es amado. Y no busca sus intereses, sino los de Jesucristo, como él mismo buscó los nuestros (Ibid. IX, 27).
            Y añade: “En este grado el hombre permanece durante mucho tiempo, y no sé si en esta vida puede hombre alguno elevarse al cuarto grado” (AmD XV, 39). El cuarto grado es el excessus mentis, la realización en el tiempo de la eternidad, el Reino de los cielos, la plena semejanza de la imagen de Dios en el alma.
            En el cuarto grado, el hombre ama a todas las cosas, incluso a sí mismo, por Dios: “El hombre sólo se ama a sí mismo por Dios” (Ibid. X, 27). Bernardo se pregunta si este grado de realización definitiva es posible alcanzarse en esta morada terrena, de carne y barro, y si aquellos raros que lo alcanzan, pueden permanecer mucho en él:
¿Puede conseguir esto la carne y la sangre, el vaso de barro y la morada terrena? ¿Cuándo experimentará el alma un amor divino tan grande y embriagador que, olvidada de sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin reservas a Dios, y uniéndose al Señor, sea un espíritu con él…? Dicho y santo quien ha tenido semejante experiencia en esta vida mortal. Aunque haya sido muy pocas veces, o una sola vez, y ésta de modo misterioso y tan breve como un relámpago. Perderse, en cierto modo a sí mismo, como si ya uno no existiera, no sentirse en absoluto, aniquilarse y anonadarse, es más propio de la vida celeste que de la condición humana (Ibid. X,27)
            El peso del cuerpo, los conflictos de la vida, las necesidades de la carne, la debilidad de nuestra corrupción y las exigencias de la caridad fraterna, nos reclaman para las humildes realidades de la vida. Habiendo Dios hecho todo propter seipsum, un día la criatura tendrá que conformarse enteramente y concordarse con su autor.
            Ahí está el amor enteramente espiritualizado, porque el hombre ya ama en espíritu, in spiritu (Ibid. XI, 39), más allá de lo sensible, e incluso de lo racional. Ahí es donde el alma quiere que, tanto ella como todas las cosas, sean sólo para Él, en total acuerdo con su Voluntad; ahí se sitúa la realización de su Voluntad en nosotros y a través de nosotros. Nuestra intención de amor será tanto más pura cuanto que en ella no vaya ya mezclado nada que nos sea propio (AmD X, 28). De acuerdo con la tradición, Bernardo utiliza aquí de buen grado la palabra divinización: “El amor carnal será absorbido por el amor del espíritu, y nuestros débiles afectos humanos se transformarán de algún modo en divinos” (AmD XV,40). Y concluye:
¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulce y suave afecto! ¡Oh pura y limpia intención de la voluntad! Tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de los suyo propio; y tanto más suave y dulce cuanto más divino es lo que se siente. Amar así es estar ya divinizado (AmD X,28).
            He ahí el Reino de los cielos incoado en la tierra. Ahora bien, Bernardo es de la opinión de que incluso los santos sólo alcanzarán la perfección de amor sólo después de la resurrección final, porque hasta entonces, el alma piensa todavía en la resurrección del cuerpo -material, sino glorificado- y por eso no está totalmente olvidada de sí misma, y por tanto subsiste en ella cierto ego. Cuando el cuerpo aparezca resucitado, entonces será el completo olvido de aquel yo desemejante a Dios que nació con el pecado original:
¿Qué le impedirá salir de sí misma, lanzarse toda hacia Dios y hacerse completamente desemejante a sí, porque se le concede asemejarse a Dios? (AmD XI, 32).
            Vuelto por fin semejante a Dios, ve el rostro de Dios en la propia imagen suya que él mismo es, perfectamente restaurada. Posee la verdadera sabiduría: Te saborearás a ti mismo tal como eres porque sentirás que no eres nadie para poder amarte sino en cuanto eres de Dios: tu capacidad de amar la volcarás en él (SCant 50,6).
            En esquema, los cuatro grados del amor siguen esta estructura:
                                            -amor de mí, por mí
                                            -amor de Dios, por mí
                                            -amor de Dios, por Dios
                                            -amor de mí por Dios

ESPIRITUALIDAD CISTERCIENSE. PARTE 6

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 6)

 Voluntad propia y voluntad común
 
 El trabajo de la conversión, que es, como hemos visto, un camino ascensional, una escala hacia la libertad, hacia la verdad y hacia el amor, tiene como fin la unión del alma con Dios: la unidad de espíritu con él mediante la unión de voluntades, a través de lo que Bernardo llama voluntas communis, voluntad común, es decir, caridad. Fuera del paraíso, en la región de la desemejanza y la deformidad, lo que existe es la voluntas propria, egoísta, codiciosa , curvada, centrada en sí misma, que nació cuando Adán dejó libremente de querer lo que Dios quería, y así diferenció su voluntad de la divina. La región de la desemejanza es la región del proprium, del amor propio y su compañero el propio consejo (proprium consilium), nacido de una autosuficiencia altanera, y propio de los no aceptan más juicio que el suyo y lo impone a los demás como si él sólo tuviera el Espíritu de Dios. Es decir, está en la línea de un juicio obstinado:
 En el corazón existe una doble lepra: la voluntad propia y el propio consejo. Ambas con pésimas, y además muy perniciosas porque son internas (Res 3,3).
Y a continuación da esta definición:
 Llamo voluntad propia a la que no es común con Dios y con los hombres, sino únicamente nuestra; cuando lo que queremos no lo hacemos por el honor de Dios ni por la utilidad de nuestros hermanos, sino para nosotros mismos, sin pretender agradar a Dios y aprovechar a los hermanos, sino satisfacer las propias pasiones del alma. Cosa diametralmente opuesta es la caridad, que es Dios (Res 3,3).
 Bernardo ve en ella la fuente de todo mal, pues vicia todo el comportamiento ético del hombre. Al ser lo opuesto a la caridad, es lo opuesto a Dios, al volverse independiente y autónoma de él. Y como está movida por la cupiditas, su avidez y ambición no conoce límite, como hemos visto al tratar de la insaciabilidad, de modo que “al que se deja llevar de la voluntad propia no le basta el mundo entero” (Ibid.). Por eso es semejante al diablo y hasta se hace una con él (Sal 90, 11,5). De ahí que escriba:
 Lo único que Dios odia y castiga es la voluntad propia. Cese la voluntad propia y no habrá infierno para nadie (Res 3,3).
La voluntad propia hace relación directa a términos como cupiditas, proprium, proprietas, singularitas, angulus: codicia, propio, apropiación, singularidad, indivudualismo o automarginación:
Donde hay amor propio, allí hay individualismo (singularitas). Donde hay individualismo hay rincones. Y donde hay rincones, hay basura e inmundicia (AmD XII, 34).
Y para evitar confusiones, Bernardo aclara que voluntad propia no es sinónimo de voluntad sin más, ni de libre albedrío, sino que éste se somete a ella. Por tanto, se trata de una corrupción del uso de la voluntad, que va tras sus deseos y concupiscencias. Ahora bien, si esa voluntad se convierte y se deja purificar podrá llegar hasta la pureza de corazón, como hemos visto en el tratado Sobre la conversión, y entonces volverá a ser voluntad común (Res 3,3), caridad partícipe de Dios, porque Dios es Caridad. Y porque cuando cesa lo propio, aparece lo participado: “cuando el hombre no tiene nada propio, todo lo que tiene es de Dios” (AmD XII, 35).
En el tratado Sobre el amor de Dios define la caridad en estos términos:
La caridad auténtica y verdadera, la que procede de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe sincera, es aquella por la que amamos el bien del prójimo como el nuestro propio. Porque quien sólo ama lo suyo, o lo ama más que a los demás, es evidente que no ama el bien por el bien, sino por su propio provecho… En cambio, la caridad convierte las almas y las hace también libres (AmD XII,34).

ESPIRITUALIDAD CISTERCIENSE. PARTE 7

Historia del Cister (parte 7) – desafío de la Escolástica

Dentro de las órdenes monásticas renovadas, los cistercienses ofrecían lo que millares de almas piadosas reconocían como la elección más remunerativa, una forma de vida que conducía con toda seguridad a la salvación. De acuerdo con algunos estudiosos de la piedad y poesía de aquella época, Claraval sirvió de modelo a Cristián para el castillo místico del Santo Grial, y Parsifal hablaba el mismo lenguaje de san Bernardo. Sea como sea, el mensaje de gran Abad, con su autoridad irresistible, llegó al corazón de sus contemporáneos más calificados. En 1139 se dirigió a un grupo de eruditos de París y prometió a la audiencia, fascinada, sabiduría y felicidad; no como Abelardo, por medio de la razón y la lógica, sino por el amor. Los invitó a ir a Claraval, donde podrían «encontrar el santuario admirable donde el hombre se alimenta con el pan de los ángeles, el paraíso de delicias establecido por Dios…, un paraíso no destinado a los sentidos, sino de felicidad interior. Éste es jardín al que no se puede entrar con los pies, sino en alas del amor».
Mientras éste fue el ideal buscado por los novicios cistercienses, no hubo necesidad de enseñanza formal alguna dentro de las abadías. Aquellos que ya habían recibido instrucción en el mundo antes de su «conversión», sintieron con más intensidad el atractivo del Cister.
El advenimiento del siglo XIII anunciaba un cambio drástico en esta atmósfera cultural enrarecida. El vergonzoso fracaso de la Cuarta Cruzada, desviada por los intereses comerciales de los venecianos, de Tierra Santa hacia Constantinopla, enfrió el entusiasmo de los guerreros del siglo XIII por aventuras similares. Después de la muerte prematura de Inocencio III, el papado se convirtió en instrumento y eventualmente en víctima de intereses políticos antagónicos. Federico II, el último de los grandes Hohenstaufen, en franco contraste con su abuelo, el cruzado, fue capaz de cambiar el Sacro Imperio Romano por una monarquía siciliana altamente centralizada, y vivió y gobernó independientemente de las normas de la moral cristiana. La piedad popular, en especial la fascinación que ejercía la pobreza, tomó un giro particularmente peligroso en la herejía antisocial y anticlerical de los albigenses. Los medios de defensa de los misioneros cistercienses resultaron ineficaces frente a esos formidables adversarios. Santo Domingo luchó contra esa herejía de excentricidad emocional con las armas de una lógica despiadada, completada con la fuerza, cuando resultaba insuficiente. La represión armada de los disidentes y la Inquisición fueron fenómenos tan nuevos como la teología «escolástica», basada no ya en las enseñanzas neoplatónicas de los Padres de la Iglesia, sino en la filosofía de Aristóteles, que se acababa de descubrir. La nueva enseñaza se desvió del misticismo afectivo y de la espontaneidad informal del siglo XII, y transformó la teología en una disciplina rígidamente controlada por profesionales, quienes firmemente establecidos en las nuevas universidades dictaban en todas partes el mismo tipo de clases, basadas en los mismos textos. El racionalismo triunfante imprimió su huella en todo campo del quehacer intelectual o artístico. Todo lo que fuera digno de ser conocido se recopilaba en summas o enciclopedias sistematizadas. La música era una rama de la ciencia; la arquitectura fue dominada por la maestría de la ingeniería, y aun la poesía tuvo que disfrazarse de erudición. La comercialización de la economía y el desarrollo posterior de las ciudades, habitadas por una burguesía bien educada, próspera y ambiciosa, no estaba relacionada directamente con las corrientes intelectuales renovadoras, pero, con toda seguridad, se sumaron también para caracterizar la diferencia tan llamativa que distingue al siglo XIII del anterior.
Es evidente que las abadías cistercienses, en su aislamiento rural y rústica simplicidad, no podían estar ya en la primera línea de los acontecimientos del siglo XIII. Los dominicos se adaptaban mejor para servir a la Iglesia como misioneros y teólogos; los franciscanos podían hacer llegar el mensaje de pobreza a las masas urbanas con mayor efectividad. El laicado o la clerecía secular, educada profesionalmente podía reemplazar fácilmente a los cistercienses como consejeros, agentes papales o reales. Y lo que es más importante, la flor de las vocaciones religiosas se unían a los mendicantes, más que a las órdenes monásticas tradicionales y, aun los hermanos conversos encontraban un trabajo más remunerador en los conventos urbanos de las nuevas órdenes, que en las granjas cistercienses. Los cambios en las constituciones y en la administración habidos dentro de la Orden cisterciense, indican claramente que el Capítulo General no sólo estaba al corriente de lo que exigían los nuevos tiempos, sino que estaba dispuesto a adoptar las modificaciones pertinentes. Pero, en el filo de 1230, se hizo evidente por primera vez, que la vieja imagen pública de la Orden necesitaba ser restaurada, si quería ser lo suficientemente atractiva como para mantener y poblar las abadías con el personal adecuado. Durante el resto del siglo, la figura del asceta cisterciense, pasando su día en oración y duro trabajo manual, fue reemplazada por la del monje erudito, que distribuía sus horas de trabajo entre la escuela y la biblioteca.
Buscando razones de más peso para fundar el primer instituto educativo cisterciense, Mateo Paris, un testigo contemporáneo bien informado, llega a la conclusión de que «los cistercienses, para evitar el menosprecio de los dominicos, franciscanos y seculares eruditos, especialmente hombres de leyes y canonistas…, deberían poseer casas en París y otros lugares donde florecieran las escuelas, y entonces establecerían allí sus propios colegios, donde pudieran estudiar teología, cánones y Derecho Romano con mayor devoción, porque no querían parecer inferiores ante los demás». El cronista mostraba ciertas reservas acerca de las tendencias de las órdenes monásticas, y recordaba que el autor de su Regla, san Benito, había abandonado la escuela en Roma para retirarse al desierto. Sin embargo, no censuraba a las órdenes, sino a la influencia corruptora de un mundo que ya no respetaba la simplicidad monástica.
Si duda alguna, el gran historiador inglés se hacía eco de la opinión de sus perplejos contemporáneos, quienes creían, con toda razón, que la existencia de elementos de rivalidad entre las principales órdenes religiosas estaba íntimamente relacionado con la búsqueda de niveles superiores de educación. En el caso de los cistercienses, se unieron otros dos factores para agravar el problema que necesitaba la más urgente solución. Uno de ellos fue la experiencia negativa de muchos abades que habían predicado contra los albigenses, y cuya falta de conocimientos teológicos era reconocida abiertamente como una de las causas del fracaso cisterciense. Mas el factor decisivo lo determinó la aparición de la personalidad extraordinaria de Esteban Lexington, otro gran inglés en la historia de la Orden, quien no sólo comprendió la necesidad imperiosa de monjes cultos, sino que poseyó la energía y el celo necesarios para iniciar un programa afortunado enfrentándose a una poderosa oposición.
Esteban Lexington pertenecía a una familia prominente de oficiales de alto rango que habían servido a la iglesia inglesa y el gobierno real. Recibió una educación excelente, estudiando primero en París y después en Oxford, donde fue discípulo de san Edmundo Rich de Abingdon, luego arzobispo de Canterbury. En 1214, recibió una prebenda en la iglesia de Southwell, pero probablemente bajo la influencia de su santo maestro, se unió pronto a los cistercienses, conjuntamente con otros siete compañeros, en la Abadía de Quarr, en la isla de Wight. En 1223, se convirtió en el abad de Stanley y, desempeñando este cargo, recibió del Capítulo General la misión de visitar las turbulentas abadías irlandesas. Su gira de visitas en 1228 resultó una experiencia en extremo difícil, y el Abad llegó a la conclusión de que la mayoría de los desórdenes se originaban por razón de la total ignorancia y la torpeza de los monjes, con los cuales ni siquiera se pudo comunicar, porque los irlandeses ni hablaban ni entendían latín, inglés o francés. En 1229, fue elegido abad de Savigny, y aprovechó su mayor autoridad para mejorar el número y la calidad de las vocaciones por intermedio de la red que formaba la extensa familia de Savigny. Sin pérdida de tiempo, emprendió una .gira de visita, y en cada abadía ordenó que, después de completar el noviciado, el joven monje debía pasar dos años más «leyendo, meditando y estudiando las leyes y costumbres de la Orden, durante cuyo tiempo, ninguna otra actividad debía interferir esos estudios». En 1241, se unió con los abades de Cister, Claraval y otras casas para concurrir a un sínodo romano convocado por Gregorio IX. Los barcos genoveses que conducían a los prelados fueron interceptados por la flota imperial comandada por Enzio, hijo natural de Federico II. La mayoría de los abades fueron capturados, pero Esteban pudo escapar gracias al valor de su hermano, Juan Lexington. Hacia fines de 1243, Esteban alcanzó la culminación de su carrera, cuando fue elegido abad de Claraval. Su influyente posición le brindaba la oportunidad de !dar una nueva orientación y perspectiva a la vocación cisterciense, abriendo un nuevo camino a la institucionalización de la educación superior.
Este paso inevitable era una idea largamente acariciada por Esteban. Como abad de Stanley, alrededor de 1227, había escrito al abad Raúl de Claraval previniéndole sobre «la amenaza de ruina y de extinción de nuestra Orden por razón de los defectos de sus miembros, y justamente es así… porque ya no tenemos hombres recomendables por su piedad e ilustración, como en la época de san Bernardo; hombres que pudieran tender una mano, en esta situación, a nuestra Orden vacilante y envejecida». Los rumores de una herejía que se había difundido entre los cistercienses del sur agravaron la situación. Escribiendo a Juan, abad de Pontigny (1233-1242), Esteban llama la atención sobre siete monjes herejes de Gondon (filial de Pontigny), que habían caído en el error a causa de su ignorancia. «Es de temer – agregaba – que se cumpla la horrible predicción que nos hizo uno de los dirigentes dominicos; a saber, que dentro de una década ellos estarían obligados a tomar la dirección y reformar nuestra Orden, porque durante los últimos trece años no se nos ha unido ningún estudioso eminente, en especial ningún teólogo, y los que todavía tenemos, son muy ancianos».
Como conclusión, el Abad Esteban le pidió a su colega de Pontigny que movilizara sus relaciones en Roma, para que sus amigos informasen al Papa de los graves problemas de la Orden, con la esperanza de que el Pontífice presionara al Abad de Cister y a los protoabades, y los impulsara a actuar. El propósito concreto de Esteban era una asamblea de abades «cerca de París, de modo que los dirigentes de la Orden pudieran discutir el asunto entre ellos mismos y hallar los medios para contrarrestar el peligro creado por la falta de instrucción».
No se conocen los detalles de los hechos posteriores, pero debió triunfar su iniciativa, porque el Capítulo General de 1237, a petición del abad Everardo de Claraval (1235-1238), permitió que él, Everardo, enviara a sus monjes a París para estudiar, y con ellos otro monje más y dos hermanos legos, para atender las necesidades materiales de los estudiantes. Esta medida se hizo extensiva a otros abades que quisieron mandar a sus estudiantes a París, para unirse con los de Claraval. En realidad, Claraval ya poseía una casa en París, adquirida en el año 1227 cerca de la Abadía de Saint-Germain-des-Prés, y es muy probable que se haya formado allí el primer grupo de estudiantes cistercienses.
La institución se desarrolló a pasos agigantados inmediatamente después de la elección de Esteban como abad de Claraval, el 6 de diciembre de 1243. Sin pérdida de tiempo, informó a Inocencio IV de su intención de construir un colegio completo para los cistercienses en París, y consiguió el más decidido apoyo del Pontífice. Una bula fechada el 5 de enero de 1245 autorizaba al Abad de Claraval a establecer en París un studium «para la salvación y honor de la Orden [Cisterciense], y para esplendor y gloria de la Iglesia universal». Debido a que la propiedad original de Claraval no estaba bien equipada para este propósito, Esteban la trasladó primero a una casa cercana a la abadía de San Víctor. Luego, en 1246, adquirió una gran extensión de tierra en Chardonnet, en la orilla izquierda, cerca del lugar donde las fortificaciones construidas por Felipe Augusto alcanzaban el Sena. Sospechando que esta iniciativa no sería aprobada por la mayoría de los abades de tendencia más conservadora, se dirigió al Papa pidiendo su respaldo. En vísperas del Capítulo General de 1245, Inocencio IV dirigió una carta a la asamblea elogiando la casa parisina de estudios y recomendando calurosamente su sostenimiento. Esto aseguraba el éxito, por supuesto, aunque los abades recalcaron que eso se aceptó «por orden de su Señor, el Papa, y a petición y por consejo de numerosos cardenales, especialmente del Señor Juan (de Toledo), titular de San Lorenzo in Lucina». Es igualmente significativo, que el mismo estatuto estimulara a todos los abades a promover estudios dentro de sus propios monasterios, y ordenara que una abadía de cada región, por lo menos, fuese designada para el estudio de la teología. Aunque todos los abades pudieran elegir entre enviar sus estudiantes a esos centros regionales o a la casa de París, ya en funcionamiento, la medida no se imponía de forma obligatoria y, de esta manera, los estudios formales seguían siendo completamente voluntarios.
Durante la década siguiente, el nuevo colegio, que llevaba el nombre de san Bernardo, hizo progresos notables. Donaciones importantes ensancharon sus perspectivas financieras, mientras que los privilegios papales realzaban su status entre los demás colegios de París. El documento más valioso fue firmado por Inocencio IV el 28 de enero de 1254, garantizaron al Colegio de San Bernardo todos los derechos y privilegios que hasta ese entonces habían gozado los colegios de los dominicos y franciscanos, status que lograron los cistercienses antes que ninguna otra orden monástica, inclusive Cluny. Siguiendo la costumbre parisina ya establecida, el Colegio de San Bernardo estaba dirigido por un preboste, que tenía amplia autoridad tanto en materia disciplinaria como escolar y era nombrado por el Abad de Claraval. El primer preboste fue Guillermo, anteriormente procurador de Claraval, quien dirigió una comunidad de veinte jóvenes estudiantes. Un breve papal que data de comienzos de 1254 autorizaba al Colegio a admitir novicios y conversos. Esta disposición fue aprobada por el Capítulo General del mismo año, pero nunca se llevó a cabo, debido probablemente al prematuro retiro del abad Esteban.
De acuerdo con el testimonio de Mateo Paris, el Colegio de San Bernardo no sólo prosperó, sino que los estudiantes cistercienses fueron más apreciados por las autoridades universitarias que los provenientes de los mendicantes. A pesar de esto y a pesar de todo el apoyo que el abad Esteban poseía en Roma, halló una hostilidad creciente entre los miembros del Capítulo General, que estaban obviamente perplejos acerca de la influencia que los estudios superiores podían ejercer sobre la herencia de todo un siglo de tradiciones cistercienses, y que estaban resentidos por el hecho de que, durante el proceso de fundación, el Abad de Claraval se dirigió únicamente al Capítulo cuando ya contaba con el pleno apoyo de las autoridades de Roma. Aunque las crónicas del Capítulo General guarden absoluto silencio sobre el particular, la sesión de 1255 se volvió contra Esteban Lexington y lo depuso como Abad de Claraval, después de lo cual el digno prelado se retiró a la abadía de Ourscamp. Es muy probable que la actitud del Capítulo estuviera motivada en gran parte por la muerte de Inocencio IV, sólido defensor de Esteban, acaecida en diciembre de 1254. A Inocencio sucedió Alejandro IV, quien se suponía no tomaría parte en la controversia. Sin embargo, el nuevo papa, atento a los acontecimientos de Cister, se puso firmemente de lado del depuesto Abad de Claraval. En una carta a Guido, abad de Cister, exigía la restitución de Esteban, y cuando Guido se negó a actuar, se dirigió a Luis IX. El rey, sin embargo, tomó partido por Cister, mientras Esteban para evitar a la Orden complicaciones posteriores, puso fin a la cuestión permaneciendo en Ourscamp, donde falleció poco después.
A pesar de todos estos obstáculos, el Colegio de San Bernardo continuó desarrollándose, y hacia finales de siglo un grupo de edificios bastante grandes alojaban a unos treinta y cinco monjes. Las donaciones iniciales fueron insuficientes para mantener una institución de tal envergadura, y su financiación llegó a ser tan costosa para Claraval, que lo vendió al Capítulo General en el año 1320, siendo dirigido desde entonces en forma directa por éste y para beneficio de toda la Orden. El apogeo de la institución coincidió con el reinado de un papa cisterciense, Benedicto XII (1334-1342), quien inició la construcción de una iglesia monumental, nunca terminada. La Guerra de los Cien Años y sus penosas consecuencias, entorpecieron enormemente su funcionamiento, y esta situación difícil se agravó durante las turbulentas décadas de guerras civiles y religiosas del siglo XVI. La renovación operada en el siglo XVII restituyó sin embargo a la institución su esplendor medieval, y continuó como un colegio bien atendido y administrado hasta su supresión en 1791. En el transcurso de cinco centurias, el Colegio de San Bernardo de París graduó alrededor de quinientos doctores en teología; pocos de ellos llegaron a ser pensadores originales y prolíferos, o eruditos, pero casi todos ocuparon posiciones claves en la administración de la Orden, tanto en Francia como en el exterior.
Aunque la idea de una educación a nivel superior encontró obstinada resistencia en el Capítulo General de 1255, la tendencia era irresistible y, después de algunos años, el mismo Capítulo colmó de alabanzas el esfuerzo, e hizo todo lo posible para propulsar los estudios en toda la Orden. En 1260, el cardenal Juan de Toledo estimulaba a la abadía de Valmagne para abrir un colegio anejo a la Universidad de Montpellier. El Capítulo General estuvo de acuerdo, y la institución comenzó a funcionar en 1265. La sostenían los abades del sur de Francia, pero siempre quedó muy a la zaga del studium parisiense, de mayor significación, y se cerró después que los hugonotes capturaron la ciudad en 1567. El Colegio de San Bernardo de Tolosa del Languedoc fue una institución más importante, iniciada por Grandselve, y aprobada por el Capítulo General en 1280. Después de un devastador incendio de 1533, el edificio quedó vacío durante varias décadas, pero las clases fueron reanudadas, y así continuó hasta mediados del siglo XVIII. En 1281, las abadías inglesas fundaron un colegio en Oxford. Pocos años más tarde la abadía alemana de Ebrach construyó un colegio en Würzsburg y Camp erigió una institución similar en Colonia.
La Fulgens sicut stella de Benedicto XII (1335) proporcionó la primera carta para los estudios superiores cistercienses, y como tal inspiró una ola de nuevas construcciones de residencias universitarias. El Papa, renombrado canonista de su época, otorgó el rango de studium generale a los colegios ya existentes en París, Orxford, Tolosa y Montpellier, transfirió el colegio español de Estella de la diócesis de Pamplona a la de Salamanca, ordenó la fundación de un colegio en Bolonia para los italianos y otro en Metz para las casas alemanas de Morimundo. Cada uno de estos colegios debía ser sostenido económicamente por los abades de una zona específica, pero el colegio de París quedaba abierto para todos los cistercienses, de cualquier nacionalidad. No se trataba ya de una recomendación mandar estudiantes a esos colegios, sino de una obligación. Las abadías que tuvieran por lo menos treinta monjes tenían que mantener uno o dos estudiantes en París, y las comunidades más pequeñas podían elegir entre mandar uno a París, o al colegio más próximo. No estaban sujetas a esta obligación las casas que tuvieran menos de 18 miembros. La administración de los colegios, cada uno bajo la supervisión de un abad, estuvo regulada cuidadosamente, como también lo estuvo el montante de la bursa o arancel, y la remuneración del personal administrativo. Se planeó también el curso de estudios, los requisitos para la graduación y los principios básicos de disciplina, y se dio un renovado énfasis a la prohibición tradicional de estudiar derecho canónico. Los profesores estaban severamente advertidos de abstenerse de cualquier «tipo de vida ostentosa y turbulenta, debían enseñar con humildad y devoción, y conformarse con la comida a su disposición y con los servicios de un clérigo». Tanto en ésta como en otras partes del mismo documento, Benedicto XII se preocupó mucho de los detalles de la administración de las rentas, y tenía buenas razones para ello. El mantenimiento de los estudiantes en París o en cualquier otro lugar exigía un tremendo esfuerzo a cada comunidad, debido a la larga duración de los estudios y a los gastos de graduación. A más de los seis años requeridos para estudiar Artes, el curso de Teología exigía otros seis años antes que el estudiante pudiera ser promovido al grado de licenciado. Los estudios formales de licenciatura concluían después de dos años adicionales de enseñar las Sentencias de Pedro Lombardo; y por lo menos debía pasar otro año hasta que pudiera llegar a ser «maestro» o doctor en teología. La condición de la Benedictina, fijando el límite de 1.000 libras de Tours para los gastos de graduación puede explicar muy bien la fuerte tentación que los abades experimentaban de retirar a sus estudiantes antes que completaran todo el curriculum.
El siglo XIV no fue una era de prosperidad para los cistercienses, pero la escolástica estaba tan en boga, que la publicación de la Benedictina motivó la fundación de un cierto número de colegios, particularmente al este del Rhin. De este modo, poco antes de establecerse la Universidad de Praga en 1348, se había inaugurado un colegio cisterciense en una casa llamada «Jerusalén», donada por el emperador Carlos III. Siguiendo el estilo de la de París, fue organizada bajo la supervisión del Abad de Königsaal. Cuando irrumpieron los husitas en 1409 y expulsaron a los monjes de la ciudad, los estudiantes cistercienses de la zona se dirigieron a la Universidad de Leipzig, donde Altzelle apadrinó un nuevo colegio, completado en 1247. De acuerdo con los registros de la Universidad estudiaron teología más de trescientos cistercienses entre 1428-1522, a los que se debe sumar los estudiantes de Artes.
En Viena, gracias a la generosidad del duque Alberto III, abrió sus puertas el Colegio de San Nicolás en 1385, poco después de que se organizara la facultad de teología en la Universidad de Viena. Dado que el antiguo colegio de Würzburg había dejado de atraer estudiantes, el Abad de Ebrach inició en 1387 otra institución en Heidelberg con más éxito: el Colegio de Santiago. Otras universidades alemanas, tales como Erfurt, Rostock y Greifswald formaron también a muchos otros estudiantes cistercienses, mientras la Universidad de Cracovia recibía a los monjes polacos, y hacia fines del siglo XV se construyó allí un colegio bajo la autoridad del Abad de Mogila. Las abadías de los Países Bajos, ricas y muy pobladas, enviaban sus estudiantes a París, y tras la fundación de la Universidad de Lovaina en 1425, los mandaron allí, aunque los estudiantes cistercienses no vivían en un colegio, sino con más frecuencia en las hospederías de sus respectivas abadías
Estrécheles económicas y la disminución del número de monjes hicieron cada vez más difícil el mantenimiento de los colegios y hacia el fin del siglo XV muchos de ellos luchaban por subsistir. El destino del studium generale en Oxford puede servir como ilustración de las condiciones, que empeoraban cada vez más. Esta institución se inició en 1280 gracias a la generosidad de Edmundo, conde de Cornwall. El Capítulo General de 1281 aprobó el proyecto, y reglamentó que se establecería un monasterio regular como casa de estudios bajo el padrinazgo del Abad de Thame. La nueva abadía de Rewley, formada por quince monjes de Thame, abrió sus puertas el 11 de diciembre de 1281 y, para la Fiesta de San Miguel, 29 de septiembre de 1282, llegaron los primeros alumnos, que pagaban sesenta chelines anuales en concepto de manutención y habitación. Se suponía que la casa iba a servir para todas las abadías británicas y, en 1292, se decretó que toda comunidad que tuviera más de veinte monjes debía enviar allí por lo menos uno. Pero la institución nunca se granjeó la simpatía de los estudiantes, ni consiguió apoyo entre los monasterios. La mayoría de los estudiantes jóvenes iban a la deriva entre las distintas tabernas y hospedajes de Oxford, mientras su número disminuía considerablemente. Ricardo II, observando una procesión universitaria, alrededor de 1399, se escandalizó sobremanera cuando vio sólo a cinco cistercienses en la misma. Como consecuencia, una asamblea reunida en Oxford hizo un llamamiento para reunir fondos destinados a mejorar las condiciones de Rewley, y un capítulo cisterciense nacional aprobó en 1400 un plan para recaudar para tal fin ciento doce libras anuales. Las mejoras no se materializaron hasta que Enrique Chichele, arzobispo de Canterbury, presionado por cierto número de abades cistercienses, donó en 1438 una propiedad en Northgate Street para la construcción de un nuevo colegio, puesto bajo la advocación de san Bernardo. Los comienzos fueron prometedores y, en 1446, el abad visitador, Juan de Morimundo, promulgó una serie de estatutos, muy bien estudiados, para el funcionamiento del colegio, aunque los gastos de la construcción seguían siendo un problema serio. En 1482, estaba todavía sin terminar, a pesar de lo cual se presionó a todas las comunidades que tuvieran más de doce monjes para que mandaran uno; monasterios con veintiséis miembros o más debían pagar por dos estudiantes. Finalmente, se pudo avanzar mucho en el proyecto gracias a la generosidad de Marmaduke Huby, después que fue elegido abad de Fountains en 1494. Tenía la forma de un edificio cuadrangular de dos pisos, con un patio central y una torre cuadrada sobre la entrada principal, bien visible. Su capilla fue consagrada en 1530, y el colegio estuvo listo para albergar a cuarenta y cinco estudiantes, al preboste y al personal administrativo. La Disolución de 1539 terminó con su vida, pero fue reabierto, sin embargo, en 1577 como Colegio de San Juan Bautista. Entonces, la estatua de San Bernardo, sita sobre la entrada, fue modificada para asemejarla a su nuevo patrono, san Juan.
Intriga el hecho de que, mientras se ejercía presión sobre las comunidades monásticas para difundir los estudios, el estudio del Derecho estuvo incluido en la misma categoría que la Medicina, y por ende estrictamente prohibido. Entre los cánones del II Concilio de Letrán (1139), se condenaba tales estudios por parte de los monjes, invocando como justificativos la avaricia y la gran tentación de emplear la inteligencia con fines tortuosos. El Capítulo General Cisterciense de 1188 señala en particular algunos trabajos de Derecho Canónico y especialmente los Decreta Gratiani como libros que no debían estar en las bibliotecas monásticas, «por los diversos errores que pueden generar». Durante el Medioevo prevaleció la misma actitud oficial, pero no pudo menguar la fascinación que los estudios de Leyes, ejercían sobre las mentes ávidas. El procedimiento normal para sortear esos obstáculos era procurarse una dispensa papal, que, según parece de acuerdo a las crónicas disponibles, eran otorgadas liberalmente. En otros casos, los estudiantes cistercienses seguían simplemente cursos de derecho canónico fuera de sus propios colegios, y sin que sus superiores lo supieran. Tal fue el caso de por lo menos siete estudiantes del Colegio de San Bernardo en Tolosa, que estudiaron clandestinamente, pero fueron descubiertos y despedidos sin más del colegio por orden del Capítulo General de 1334. Pero acciones tan drásticas no lograron el fin deseado. Los monjes tenían amplia oportunidad de estudiar leyes en sus propias bibliotecas. De acuerdo con un catálogo confeccionado en 1472, la biblioteca de Claraval contenía no menos de ciento cuarenta y tres códices de Derecho Canónico y Romano, sobre un total de mil setecientos catorce volúmenes. La existencia de una colección de trabajos sobre leyes tan respetables difícilmente se puede explicar sin suponer que, a pesar de las prohibiciones, se los buscaba y usaba con frecuencia.
La fundación de un colegio en Aviñón destinado especialmente a la enseñanza del Derecho infligió un duro golpe a la actitud oficial negativa. Fue obra de Juan Casaleti, abad de Sénanque, quien se había graduado en la Universidad de Aviñón como doctor decretorum. Abrió en 1496 el Colegio de San Bernardo de Sénanque con la estrecha colaboración del cardenal Juliano della Rovere, el futuro papa Julio II, y sólo en 1499 se dirigió al Capítulo General para su aprobación; la cual, dadas las circunstancias no pudo ser denegada. Se había planeado una institución para albergar a doce estudiantes adelantados, quienes, de acuerdo con las costumbres de Bolonia, líder de las escuelas de Derecho de su época, se gobernaban a sí mismos, eligiendo a uno de ellos como «prior». Casaleti proporcionó un edificio amplio, biblioteca adecuada y dotación considerable, pero el sistema de encomiendas en franca expansión arruinó las abadías vecinas, incluyendo Sénanque. Una vista regular halló en 1603 que sólo había tres estudiantes bajo un «rector», y poco después la institución, que luchaba por subsistir, cesaba de funcionar; aunque la propiedad continuó en manos cistercienses hasta 1790.
No puede evaluarse categóricamente la medida en que este afán de conocimientos influyó en la rutina tradicional de la vida monástica. Sin embargo parecía cierto que el impacto del cambio de perspectivas fue acusado en forma gradual y esporádica. El número de graduados universitarios fue siempre reducido; las comunidades pobres nunca pudieron afrontar la educación de ninguno de sus miembros, a menos que los familiares u otros benefactores pagaran los gastos. Más aún, la crisis económica casi universal de postrimerías del siglo xlv y comienzos del XV, redujo definitivamente la asistencia a los colegios. Con frecuencia, se estimulaba la organización de escuelas de Filosofía y Teología en las grandes abadías, pero las crónicas a nuestra disposición guardan silencio acerca de su cantidad real, nivel de educación o número y calidad de sus estudiantes. Por otro lado, los que retornaban a sus abadías después de haber completado con éxito sus estudios eran premiados con honores. Gozaban de preeminencia sobre otros miembros de la comunidad, se los prefería para la misión de visitador, se los estimulaba a continuar sus estudios y recibían fondos para libros y material para escribir. En algunos casos, gozaban del privilegio de poseer una celda aparte del dormitorio común, como en el caso de Raimundo Torti, un bachiller en Derecho Canónico en Boulbonne, a quien el Capítulo General de 1402 permitió cerrar con llave su celda, «porque debía preparar con frecuencia sus sermones, y temía que se perdieran sus libros y alguna otra cosa perteneciente al monasterio».
Desde el punto de vista de los estudiantes, la mayor compensación por los duros y largos años transcurridos en los colegios era la casi inevitable promoción a las dignidades de prior o abad. Los padres capitulares de 1560 estaban muy en lo cierto al hacer notar, echando una mirada retrospectiva que «el famoso colegio parisino de nuestra Orden, como se lo conoce comúnmente, ha servido de caballo de Troya, del cual salieron la mayoría de los héroes, nuestros padres más sobresalientes, tanto del pasado como del presente».
Sin embargo, es muy difícil aceptar que la influencia de los estudiantes haya sido siempre constructiva en relación con la disciplina monástica. A todo lo largo de los siglos XIV y XV, los archivos del Capítulo General están llenos de amonestaciones y medidas punitivas contra los estudiantes culpables, en particular los del colegio de San Bernardo de París, donde la influencia de la ciudad y la vida universitaria eran más notables. Los estudiantes que tenían parientes ricos y poderosos tenían sus propios servidores y eran pródigos en las fiestas para sus compañeros, muchos de los cuales vivían en la miseria. Los bachilleres exigían un status privilegiado dentro del Colegio, y daban mal ejemplo a los estudiantes más jóvenes. Se había notificado al Capítulo de 1453, que los bachilleres no sólo se negaban a aceptar la autoridad del preboste, sino que trataban de dominar y abusar de aquellos de menor jerarquía. Con frecuencia, descuidaban participar en los oficios divinos y pasaban el tiempo en sus propios cuartos comiendo, bebiendo y jugando a los naipes o dados. En épocas de algazara general entre los estudiantes universitarios, como el 6 de enero, Festividad de los Reyes Magos, era difícil en extremo mantener la disciplina entre los estudiantes. Probablemente, en tales ocasiones salían éstos a hurtadillas del colegio, se confundían con los grupos que iban vestidos con trajes civiles y se ponían máscaras o se pintaban las caras. El Capítulo de 1456 infligió el castigo de excomunión para tales excesos. La cofradía tradicional de los estudiantes de primer año, llamada bejani (béjaunes: picos amarillos), con sus detalladas iniciaciones, fantásticas dignidades, títulos, rangos y absurdos trabajos fue motivo constante de travesuras y chanzas, y blanco a la vez de medidas represivas, hasta que toda la organización fue severamente suprimida en 1493. Pero había excesos de otra naturaleza, que hasta las autoridades se vieron obligadas a perdonar, como los banquetes y otros agasajos cuando llegaba el momento de la graduación. Las costumbres inculcadas ejercieron tal presión, que la pobreza ya no era una justificación. El joven abad de Rigny, graduado en 1478, trató a sus huéspedes con tal generosidad, que su abadía tuvo que ser dispensada del pago de impuestos y contribuciones durante tres años.
El grado de desarrollo de las bibliotecas monásticas podría darnos la pauta de la influencia de la escolástica entre los cistercienses. Disponemos en verdad de un cierto número de cifras, pero únicamente son concluyentes en el caso de Claraval, aunque es difícil que pueda considerársele un caso típico, por tratarse de la mayor abadía cisterciense. En las postrimerías del siglo XII, poseía cerca de trescientos cincuenta códices, sin contar los libros litúrgicos. Al concluir el siglo XIV alcanzaban a ochocientos cincuenta, y a mediados del siglo XV se elevaban a mil quinientos, llegando a los mil setecientos catorce volúmenes en 1472. Todavía están a nuestro alcance más de un millar de ejemplares de esta impresionante colección, diseminados en distintas bibliotecas del mundo occidental.
En las abadías más pequeñas, el armarium constituía el núcleo de la biblioteca. Muchas veces era un nicho en la pared de la sacristía, indicando claramente que, al principio, la mayoría de los libros eran de naturaleza litúrgica. Dado, sin embargo, que el horario diario de cada comunidad incluía la lectura espiritual, aun las bibliotecas más primitivas deben haber tenido tantos libros como monjes existentes.
A consecuencia de los estudios escolásticos las bibliotecas se vieron bien pronto enriquecidas con textos filosóficos y teológicos, así también con una colección de clásicos latinos populares. Durante el transcurso del siglo XV, el Capítulo General animó repetidas veces a los abades a organizar y mantener grandes bibliotecas, porque tales colecciones debían ser consideradas como el auténtico «tesoro de los monjes» (1454). En 1495, el Capituló autorizó al Abad de Fountains para que solicitara a cada casa inglesa por lo menos de ocho a diez libros, «buenos y decentes, dignos de ser incluidos en una biblioteca», para uso del Colegio de Oxford.
Hacia las postrimerías del siglo XV, muchas de las abadías más prósperas añadieron a la planta monástica tradicional una biblioteca espaciosa, dotada de un número impresionante de manuscritos. De este modo, Cister poseyó mil doscientos códices, y la construcción de una biblioteca se terminó cuando moría el siglo, 1480, bajo el abad Juan de Cirey. En la Biblioteca Municipal de Dijon, existe todavía un fragmento de lo que fuera una rica colección. La biblioteca de Himmerod contó más de dos mil volúmenes en 1453, y la construcción de su nueva biblioteca data de comienzos del siglo XVI. Contemporáneamente, la biblioteca de Lehnin, con mil códices, era considerada la más completa en Brandenburgo. El scriptorium de Heilsbronn era reconocido como uno de los mejores de Alemania; más de seiscientos volúmenes cuidadosamente copiados en pergamino pertenecen en la actualidad a la Universidad de Erlangen. Durante el siglo XV, la abadía de Altzelle llegó a ser un centro de promoción de la enseñanza humanística, albergando gran número de clásicos latinos en su biblioteca en franco desarrollo. Por el año 1514 contaba novecientos sesenta volúmenes sumados al conjunto habitual de textos litúrgicos. Después de la supresión de Altzelle en 1540, la colección enriqueció la biblioteca de la Universidad de Leipzig.
En Portugal, Alcobaça desarrolló una actividad única en el progreso cultural del país. En el siglo XIII, la abadía estableció un colegio en Lisboa y participó activamente en la organización de la famosa Universidad de Coimbra. La biblioteca de la abadía estaba considerada como una de las más grandes del país. Aunque su rica colección fue saqueada en 1810 y nuevamente en 1833, el catálogo de la Biblioteca Nacional de Lisboa contiene todavía cuatrocientos cincuenta y seis manuscritos de Alcobaça, la mayoría de los cuales fueron copiados en el siglo XIII.
Aun las casas más pequeñas estaban orgullosas de sus respetables bibliotecas; la abadía austríaca de Zwettl poseía casi quinientos libros en 1451; la inglesa de Meaux tenía trescientos cincuenta volúmenes en 1396. Para apreciar estas cifras debemos recordar que las bibliotecas seculares más ricas de la misma época raramente igualaban una biblioteca monástica común. La famosa colección de Carlos V de Francia reunía solamente novecientos diez códices en 1373; y la de la familia Médici en Florencia, casi un siglo más tarde, sólo albergaba ochocientos ejemplares.
La Orden hizo uso de la imprenta poco después de su invención. La primera se estableció en 1492, en Zinna, Alemania, a la que siguió otra en Francia en 1496, que funcionó en La Charité. En los siglos posteriores, algunas de las abadías más ricas hicieron funcionar regularmente sus propios talleres de imprenta. La gran producción de material impreso hizo que bien pronto se tomaran medidas rigurosas para prevenir la circulación de libros y panfletos que defendieran el protestantismo. Para proteger a las monjas, a las que se consideraba incapaces de reconocer la orientación teológica de sus lecturas espirituales, el Capítulo de 1531 les prohibió poseer otros libros que los escritos en latín, y aun éstos requerían la aprobación especial de las autoridades legítimas.