miércoles, 23 de marzo de 2016

LA FAMILIA QUE ALCANZÓ A CRISTO



LA FAMILIA
QUE
ALCANZÓ A CRISTO
Traducción y adaptación de la edición americana
por
FELIPE XIMENEZ DE SANDOVAL









ÍNDICE
GRATITUD....................................................................................................5
INTRODUCCIÓN..........................................................................................7
PRIMERA PARTE L O S P A D R E S.................................................12
EL VIEJO GUERRERO (VENERABLE TESCELÍN)................................13
LA MADRE QUE LLEGÓ A SER SANTA (BEATA ALICE)........................45
SEGUNDA PARTE L O S H E R M A N O S M A Y O R E S............73
EL HERMANO MAYOR DE BERNARDO (BEATO GUY)....................74
EL HOMBRE DE LA IDEA FIJA (BEATO GERARDO).........................110
TERCERA PARTE B E R N A R D O...................................................155
EL HOMBRE QUE SE ENAMORÓ DE DIOS (SAN BERNARDO).......156
CUARTA PARTE L O S H E R MA N O S P E Q U E Ñ O S.......223
COLABORADORES EN EL SERVICIO DEL AMOR (BEATA
HUMBELINA).....................................................................................................224
EL HOMBRE QUE GUARDABA LA ENTRADA (BEATO ANDRÉS) 256
EL HOMBRE SIN ARTIFICIOS (BEATO BARTOLOMÉ)....................284
EL POBRE NIÑO RICO (BEATO NIVARDO)........................................316


COMO AGRADECIMIENTO
A
MI PADRE CELESTIAL,
DIOS,
QUE ME DIO A SU ÚNICO RIJO
COMO
MODELO
Y
A
MI PADRE TERRENAL,
QUE ME ENSEÑÓ A MODELARME
SOBRE
Él,
PIDIÉNDOLES
ENCONTRARME CON ELLOS
EN EL CIELO


GRATITUD
Las palabras resultan insuficientes para expresar las deudas
de gratitud que tengo contraídas primero con el reverendo John P.
Flanagan, S. J., de Boston (Mass.) quien con su generosidad
jesuítica y su caridad, a imitación de la de Cristo, releyó una y otra
vez las páginas de este manuscrito, para valorar expertamente,
corregir con gran juicio y brindarme continuamente sus sugestiones
de erudito para una mejora de la obra. Sacó tiempo de su precipitada vida de ocupadísimo misionero y director de ejercicios,
robándoselo al descanso a que tenía derecho, para ayudar a los
que necesitaban su ayuda y mejorar todo lo susceptible de mejora.
Declarando mi estimación al intelecto del hombre y mi amor al
corazón del fraternal sacerdote, me complazco en manifestar a los
lectores de esta obra que "La Saga de Citeaux" se debe en gran
parte a él y a su estímulo.

Luego viene el Padre Mauricio María, O. C. S. O., del
monasterio de Nuestra Señora del Valle, Lonsdale, R. I., el "censor
deputatus", que con su meticuloso esmero en lo concerniente a
todas las reglas ha demostrado ser mucho más que un censor
concienzudo. Superando con mucho lo que la obligación le exigía,

fue un colaborador entrañable.

Con el Padre Amadeo María, O. C. S. O., del monasterio de
Nuestra Señora de Getsemaní, tengo también una gigantesca
deuda de gratitud. En realidad, la mayor parte de los hechos
básicos de este libro son fruto de sus largas horas de investigación
paciente y heroica, en las que, repasando antiguos manuscritos,
registros, documentos originales y volúmenes varias veces
centenarios, sacó a luz una valiosísima información "sine qua non",
desplegando un esfuerzo y un celo infatigables, todo con un
verdadero espíritu de colaboración y amor fraternal.

También hago constar mi gratitud hacia el primer "censor
deputatus", Padre Alberico María, O. C. S. O, del monasterio de
Nuestra Señora de Getsemaní, por su generosa ayuda, sus útiles
sugerencias y su fraternal cooperación.
No quiero que deje de figurar aquí mi agradecimiento a
"American Press" por haberme autorizado las citas del poema del
5

reverendo Alfred Barret sobre San Bernardo, que aparecen en su
libro de poesías Mint By Night.
Finalmente, he de dar las gracias más rendidas a Nuestra
Señora de Citeaux. ¡Atendió con tanta frecuencia mis súplicas de
ayuda! Que Ella guíe esta "Saga" y a todos cuantos la leyeren,
conduciéndolos a través de su bondad hasta el Corazón del Héroe
inspirador de Citeaux, su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo,
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INTRODUCCIÓN
La Hermana Superiora dejó el libro cuidadosamente. Era una
"Vida de San Bernardo de Clairvaux". Después, con tono de
reproche, exclamó:
—¡Ya le daría yo una buena a ese autor!
Su Hermano la contempló con un guiño divertido, y exclamó a
su vez:
—¡Vaya expresión y vaya tono, Hermana! ¿Qué es lo que le
parece mal del libro?
—El autor ha convertido a un santo de Dios en cualquier cosa
menos en un santo. Ha tomado las tonterías infantiles y la extravagancia
del noviciado de Bernardo, y ha escrito sobre ellas como si
se tratara de los hechos heroicos de un santo. Escuche usted esto.
Y tomando el libro, pasó rápidamente unas cuantas hojas,
leyendo a continuación:
"Era tal la heroica modestia de sus ojos, que al cabo de un
año de noviciado no sabia cuántas ventanas había en la capilla..."
¡Qué tontería! ¿Y quién lo sabe? Yo he sido novicia dos años; he
vuelto al noviciado todos los veranos durante veintidós años, y
ahora mismo no sabría decirle cuántas ventanas hay en nuestra
capilla. Pero nadie me atribuirá nunca la heroica modestia de los
ojos, y no creo que nadie me canonice. Por lo menos —añadió con
una sonrisa— por ahora.
No —rió su Hermano—, por ahora, no. Pero, vamos a ver, ¿no
le parece ese detalle demasiado insignificante para condenar por él
todo un libro? Admito que demasiados autores de vidas de santos,
desconociendo íntimamente la vida religiosa o la espiritual, cometen
errores semejantes. Pero ¿va usted a poner ese libro en su lista
negra sólo a causa de esa tontería?
—¡Oh!, eso es sólo un ejemplo—repuso la Hermana—. Todo
el libro me molesta. Dice lo que hizo Bernardo, no lo que fue.
—Pero Hermana, usted no debe nunca olvidar su filosofía
"agere sequitur esse". (Dime lo que hace un hombre o una mujer, y
te diré lo que son.)
7

—En absoluto —respondió rápidamente la Hermana—.
Mientras el mundo sea mundo, habrá escribas y fariseos, publicanos
y pecadores; y si sólo sabemos lo que hacen, nunca sabremos
lo que son. Porque si yo interpreto debidamente mi Nuevo Testamento,
muchos de los escribas y fariseos eran los más grandes
pecadores, mientras que algunos de los publicanos y pecadores se
convirtieron en verdaderos santos. ¿Comprende usted, Padre? Son
demasiados los autores que no aciertan exactamente con el punto
en que estriba la santidad. Escriben como si se tratase de algo
exterior, relatan las maravillas que el santo realizó, hablan interminablemente
de los milagros que obraron y parecen proclamar
constantemente que eran santos a causa de aquellas maravillas.
—Es que ¿no admite usted, Hermana, que los milagros son el
sello de la aprobación divina?
Claro que sí. Pero haga el favor de comprender mi punto de
vista. Ustedes, los teólogos, establecen toda la cuestión con una
clara distinción entre "gratiae gratis datae" y "gratiae gratum
facientes". Pero sin emplear el latín, le diré que los milagros
pueden mostrarme al santo, pero no cómo llegó a ser santo, que es
precisamente lo que yo quiero ver. Lo que me intriga no es el
resultado de un proceso, sino el proceso en sí; porque como usted
comprende, mi tarea no es ser santa, sino llegar a serlo. No creo
que esto le resulte excesivamente paradójico.
En absoluto —repuso el Hermano—. Comprendo también su
punto de vista sobre los milagros.
Mire usted. Padre: cada vez que leo un libro repleto de hechos
milagrosos, me entran ganas de escribir al autor y hablarle de un
viejo maestro de retiros que tuvimos, hombre con un profundo
sentido del humor y un sentido no menos profundo de la Teología.
Hablando precisamente sobre esta cuestión, decía que si los milagros
fueran la única prueba de la santidad, habríamos de llegar a la
conclusión de que el asno de Balaam fue un santo más grande que
San José y hasta que la Virgen Santísima. El asno realizó lo
milagroso: hablar. Mientras que ni José ni María realizaron un solo
milagro que los acreditase como tales santos. Pero el prudente
maestro de retiros añadía: "Sin embargo, yo estoy convencido de
que semejante prodigio no convirtió al asno de Balaam en más ni
menos burro de lo que era."
8Su Hermano rió de buena gana y dijo a continuación:
—Hermana, es la primera vez que la veo en este estado de
ánimo. Habla usted con soltura, con facilidad y con gracia. Ahora
bien: dígame qué clase de vida de santo le gustaría a usted.
—Pues una que diga verdaderamente la verdad. Una que me
muestre al hombre convirtiéndose en santo, no al santo ya hecho.
Una que me lo muestre modelándose sobre Jesucristo, no sobre
los absurdos de una escuela de hagiógrafos. ¿Sabe usted lo que
quiere decir esto, Padre? Pues quiere decir ¡que me gustaría ver a
un santo con la humanidad de Jesucristo! ¡Ay, esas biografías que
hacen que lo sobrenatural consista en lo antinatural! ¡Que Dios perdone
a sus autores por el daño que han hecho al mundo! ¿No
dicen ustedes, los teólogos, que "la gracia perfecciona la naturaleza,
pero que no la destruye?"
—Si.
—Entonces, ¿por qué son tantos los autores que retratan a
sus héroes dedicados casi exclusivamente a "matar sus pasiones"
y a anularse a sí mismos?
—Pero, Hermana..., hemos de tener penitencia y castigo.
—¿Me lo va a decir a mí? ¿Es que de novicias no hemos
intentado todas "matar" una pasión cada día?
—En efecto —rió su Hermano—, ésa era la práctica del
noviciado.
—Querrá usted decir que era la mala práctica del noviciado—
interrumpió la Hermana Superiora—. Y era consecuencia de esas
biografías de que estamos hablando. Cuando descubríamos que
nuestras pasiones no quedaban muertas, que eran peores que el
fantasma de Banquo y tenían más vida que un gato, ¿no desesperábamos
de poder llegar a ser santos? Y en cuanto a la anulación
de nuestro yo... Escuche, Padre, yo solía hacer novenas de
autoanulación. De veras. Antes de cada gran fiesta. Pero cuando
aprendí un poco de Filosofía y algo de Teología, cuando aprendí la
identidad del "ego" y del alma, la incomunicabilidad de nuestras
personalidades individuales y la inmortalidad de nuestras almas
personales, empecé a comprender la esterilidad de mis novenas, lo
absurdo de algunos escritores ascéticos que nunca hacen
distinciones claras, y la verdadera sabiduría de San Francisco de
Sales.
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—¿Sobre qué? —preguntó su Hermano.
—Dijo algo así como que el "ego" muere un cuarto de hora
después de nosotros; y yo llego hasta a sospechar que sus
cálculos son un poco prematuros. Estoy segura de que el "ego"
morirá tres días después que estemos en la tumba. Cualquier otra
opinión me resulta sólo altamente probable.
Está usted segura en su opinión, Hermana, pero hasta ahora
sólo me ha dicho lo que no quiere leer en la vida de los santos; no
me ha dicho lo que pretende.
Me parece que se está usted burlando de mí. Pero ya que
presume un poco de autor, le desafío. Escríbame una "verdadera"
vida de un santo —dijo la Hermana, recalcando el adjetivo—.
Expóngame la vida interior de un gran hombre que llegara a ser un
gran santo. Dígame qué era lo que se revolvía en su alma mientras
combatía con el egoísmo y los tentáculos del pecado hacia el gran
Corazón de Dios. Hágalo líricamente si quiere, pero no repita
ninguna leyenda. Expréselo por todos los medios posibles, con
amor. Pero no me proporcione extravagancias ni explosiones tontas
de sentimentalismo; sea sencillo y popular en su estilo, aun
manteniendo siempre su dignidad; sea sólo lo suficientemente
elevado para ser auténticamente bueno, sea siempre docto, pero
sin caer jamás en la pedantería. Cuente la verdadera historia de un
hombre que llegó a ser santo, y cuéntela con un encanto tal que se
apodere de mí desde el principio hasta el fin. Para conseguirlo,
haga si quiere sobrenatural a su héroe, pero no antinatural; ponga
todos los hechos ante las piedras de toque de la Teología
aceptada, la verdadera Filosofía, y sobre todo, de la verdadera
psicología humana. En otras palabras, Hermano mío: ¡diga la
verdad! Que nunca pueda existir la desilusión en relación con su
obra; no me deje usted abrazar entusiasmada lo que escriba para
que más adelante, en mis años maduros, me dé cuenta de que
abracé a una sombra y alimenté un sentimentalismo pueril. Haga
usted que su santo sea para mi la vereda que me conduzca a la
Divinidad. No me importa, a la larga, lo cansada o la empinada que
pueda Ser, con tal que me conduzca a mi Dios. Pero le suplico que
no me proporcione un senderito atractivo y encantador que sólo me
lleve a una compasión sentimental...
Fue una tarea tremenda la que usted me impuso, Hermana
María Clara; pero aquí está mi honrado esfuerzo.
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Sí algún mérito tiene, a usted le pertenece. Los defectos los
declaro míos.
* * *
Sólo quiero dar un aviso a mis lectores. Este: ¡no os engañéis!
Por el molde en que he forjado este libro puede pareceros una
novela; pero no os dejas engañar. "¡Es una historia!" Los hechos
son "hechos". Muchas de las palabras "son las propias palabras de
San Bernardo" sacadas de sus sermones o de sus cartas. He
dramatizado mucho; he inventado poco o nada. Así, habéis de
tomarla como lo que es, una "historia perfectamente cierta".
Quizá preguntaréis: ¿Por qué la forma de cuento? Mi única
respuesta es que ya hemos tenido bastantes novelas históricas y
biográficas; así que, ¿por qué no tener alguna historia novelesca
en una biografía novelesca? ¡Esta familia "vivió"! Entonces, ¿por
qué no representarla como "viva"? Además, puesto que solamente
mediante nuestra vida de cada día habremos de convertirnos en
"santos", tenía que proporcionarnos un modelo de fiar. Estoy seguro
de que vosotros y yo y todos los hombres podemos aprender
mucho de esta "vida cotidiana" de la familia de San Bernardo, que
nos enseña cómo podemos hacer sobrenatural lo natural. ¡Qué
familia!
Ahora bien: recordad que trazo unos bocetos y no vidas
enteras. Sólo San Bernardo necesitaría un tomo doble que el
presente. Espero, sin embargo, que esos bocetos os satisfagan y
estimulen. Por ml parte, como yo nunca había conocido una familia
semejante hasta entonces, estoy seguro de que gozaréis con que
os la presente.
Fr. M. RAYMOND, O. C. S. O.
El cumpleaños de Nuestra Señora.
8 de septiembre de 1992.
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PRIMERA PARTE
L O S P A D R E S


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EL VIEJO GUERRERO
(VENERABLE TESCELÍN)
“...su honradez subyuga."
¿Qué te pasa? Tienes una cara de dos varas de larga, estás
gruñendo para tus adentros y estropeando la puntera de tus magníficas
botas de montar al patalear para quitarte el barro. ¿Qué te
pasa?
—¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡Vete, y no me molestes!... Y Gerardo
de Fontaines volvió sobre sus talones y echó a andar.
—No corras tanto, pequeño —dijo su hermano Guy, estirando
el brazo y cogiéndole por el hombro—. Los mozos de cuadra me
han dicho que tu caballo estaba bañado en sudor cuando llegaste y
que te arrojaste de la silla y echaste a correr sin decir una palabra.
Ya tienes edad para saber que ésa no es manera de tratar a un
caballo. Y yo también la tengo para darme cuenta de que te pasa
algo importante. Suéltalo ya. ¿De qué se trata?
—¡Oh, algo importante, sí!... ¡Lo mismo te pasaría a ti si
acabaras de ver lo que yo he visto!
—¿Qué has visto?
—He visto a nuestro padre obrar como un cobarde.
El rostro de Guy perdió el color. Entornó los ojos mientras su
mandíbula se adelantaba y su labio superior temblaba. Después,
de entre sus dientes apretados salieron las palabras:
—Si no fueras mi hermano, te estrangularía por lo que acabas
de decir. ¡Dímelo pronto, o te cruzo el rostro con el látigo!
Gerardo se estremeció bajo las rudas manos que le estrujaban
y zarandeaban con furia. Su rostro estaba como la grana y
sus ojos despedían chispas al exclamar:
—¡Anda, azótame! ¡No te detengas! ¡Hazlo! No me importa
ahora lo que me pase. Estoy asqueado hasta la punta de los pies y
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avergonzado hasta lo más hondo del alma. Y ti también lo estarás
cuando oigas la horrible verdad. Pero yo no te la diré. Me ahogaría
si la dijese.
Y mientras decía esto, levantó rápidamente el brazo izquierdo,
sacudiendo de su hombro la mano de Guy Pero Guy estaba verdaderamente
furioso. Haciendo girar a su hermano pequeño, y mirándole
a los ojos, repitió colérico:
—¡Y yo te ahogo si no me lo dices! ¿Qué ha hecho padre?
Las lágrimas —lágrimas de rabia— brotaban en los ojos de
Gerardo. Repitió:
—Ha obrado como un cobarde.
Guy volvió a zarandearle violentamente, gritándole:
—Como repitas eso, te apaleo...
Y apretando la garra con que sujetaba el hombro de su
hermano hasta que sus propios nudillos se quedaron blancos, le
volvió a zarandear, diciéndole:
—¡Cuéntame lo que ha pasado!
Gerardo se retorcía de dolor por la presión y las sacudidas de
la mano férrea de su hermano. Las lágrimas rodaban por sus
mejillas mientras decía:
—Nuestro padre no quiso luchar. Le dio la mano a su
enemigo. Estamos deshonrados.
Los ojos de Guy se abrieron, y su labio inferior cayó con gesto
de estupor. Todo su ser parecía haber experimentado un cambio
cuando logró balbucir:
—¿Que nuestro padre no ha querido luchar? Gerardo, Gerardo,
¿qué estás diciendo? Dime qué significa eso...
Su tono era lastimero ahora. Ya no parecía un hermano mayor
enfurecido, sino un suplicante ansioso y horrorizado.
—¡Ay, Guy, yo no sé lo que ha pasado!... —exclamó Gerardo
—. El otro día oí decir a los escuderos que nuestro padre tenía que
batirse en duelo. Me dediqué a olfatear, hasta que averigüé él sitio
y la hora del desafío. Esta mañana me escapé hasta el claro del
bosque donde Alfredo tiene su choza. Me escondí en la espesura.
Sabía que mi caballo se estada bien quieto. Entonces llegaron
nuestro padre con sus dos escuderos y un caballero solitario con
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los suyos, al que nuestro padre podía haber aplastado sólo con una
mirada. ¿Y qué hizo? ¿Qué hizo el gran Tescelín el Moreno,
consejero del duque, y uno de los caballeros más famosos del
ducado? ¿Qué hizo mi padre, nuestro padre?... ¿Oyes, Guy?... Mi
padre... extendió la mano derecha, dirigió unas palabras suaves a
aquel entristecido caballero (¡a quien yo hubiera atravesado!), y los
dos se estrecharon las manos. Luego se dirigieron a la choza, y
firmaron unos papeles. Vi al caballero alejarse con su montura.
Quise correr tras él y estrangularle. ¡Bien fácil me hubiera sido!
Pero estaba tan lleno de vergüenza, que galopé hasta aquí. Guy,
Guy, ¿cómo podremos llevar alta la cabeza por las tierras del

ducado? ¡Nuestro padre es un cobarde!
El revés de la mano de Guy golpeó la boca de Gerardo. Fue
un golpe fuerte y doloroso, que, al aplastar el labio contra los
dientes, hizo brotar la sangre. Gerardo quedó más asombrado por
el hecho de que su hermano le pegara que dolorido por el golpe
mismo. Se quedó mirando asombrado la sangre que le corría por la
barbilla.
Cuando Guy vio correr la sangre por la barbilla de Gerardo, le
tomó por los hombros, y estrechándole contra sí, le dijo:
—Lo siento, Gerardo, lo siento de verdad. Esa bofetada ha
sido involuntaria. Completamente involuntaria e instintiva. Perdóname,
por favor. Pero ¡nunca, nunca, nunca digas eso de padre!
¡Nunca! En la guardia del duque no hay cobardes, y padre forma
parte de esa guardia desde mucho antes que tú y yo hubiéramos
nacido. No sé lo que habrá pasado en el bosque. Acepto tu versión
de que padre no ha combatido; pero no digas nunca que no ha
querido combatir. Habrá alguna explicación. Confía en él. Me
avergüenzo de ti por haber podido pensar eso de él; pero perdóname
por esa bofetada.
—¡Hummm...!—gruñó Gerardo—. ¿Crees que tiene ahora alguna
importancia una insignificante bofetada? Nada importa. Yo he
visto lo que ha pasado en el bosque. Padre no ha querido batirse.
Los labios de Guy se apretaron, y lo mismo hicieron sus
puños.
—Gerardo..., te voy a...—exclamó amenazador; pero no dijo
más, porque en aquel momento su padre doblaba la esquina de la
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cuadra. Se paró en seco al advertir las actitudes de sus hijos.
Mirando rápidamente a uno y a otro preguntó:
—¿Qué os ocurre?
Fue una pregunta tranquila hecha con tono frío y profundo;
pero Guy observó que la voz parecía cansada. Miró más atentamente
a su padre, y advirtió en sus facciones cierta relajación.
Las arrugas de su frente aparecían más profundas, los ojos
hundidos, la boca distendida, las mejillas demacradas. Guy frunció
el ceño, siguió escudriñando, y le pareció que su padre estaba
envejecido y fatigado... Tragó saliva, y dijo:
—Yo creo que deberíamos preguntártelo a ti, padre. ¿Qué te
ocurre? Pareces enfermo.
Su padre se enderezó al oírle, levantó la cabeza, cerró la boca
de golpe y sus labios quedaron plegados en una estrecha línea. De
nuevo fue el guerrero, con perfecto dominio de sí. Pero el esfuerzo
había sido notorio. Sin responder a Guy, miró a Gerardo, que se
habla vuelto y parecía no interesarse en la conversación.
—Gerardo —exclamó—, ¿qué ocurre?
—Nada —respondió, sombrío, el mozo, mientras se sacudía
con fuerza el polvo.
—Vuélvete y dímelo...
Al decir esto se interrumpió, porque Gerardo se habla vuelto, y
en su barbilla aparecía la sangre acusadora.
—¿Cómo? —exclamó el padre—. ¿Os habéis peleado?
—No es eso, exactamente, padre —intervino Guy—. Le he
dado, en efecto, un golpe en la boca; pero ha sido una bofetada
imprevista. Me ha perdonado.
—¿Por qué has golpeado a tu hermano?
—Preferiría que te lo dijera él, padre.
Tescelín miró a Gerardo; pero por toda luz sólo percibió que
enrojecía hasta ponerse como la grana. Esperó. El silencio se hizo
denso y embarazoso. Guy, tan pronto se apoyaba en un pie como
en otro. Gerardo seguía dando patadas al polvo, mientras el padre
miraba a uno y a otro con el ceño fruncido.
—Vamos —dijo finalmente—. Esta no es forma de proceder
en unos hijos míos.
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—Pues, padre —dijo al fin Guy—, Gerardo ha dicho algo
sobre ti...
—¡Ah!—interrumpió el padre—. ¿Conque yo soy el causante?
Y ¿qué es lo que ha dicho de mí?
—Pues... —dijo al fin Guy, vacilante— ha dicho que tú no has
querido combatir...
Los ojos de Tescelín se cerraron. Era corno si acabara de
recibir un golpe en pleno rostro, y palideció al preguntar:
—¿Que no quería combatir contra quién?
—Eso no ha sabido decirlo... Dice que se trataba de algún
pobre caballero...
—Gerardo —interrumpió el padre—, ¿estabas hoy en el
bosque?
La pregunta estaba cargada de tristeza.
—Estaba —respondió Gerardo con vehemencia—. Estaba, y
lo vi todo... Y le he dicho a Guy que te has portado como un
cobarde. Por eso es por lo que me ha golpeado.
Tescelín pareció vacilar. Su faz se tornó grisácea. Se podía
apreciar cómo se tensaban los músculos de sus mejillas al apretar
los dientes. Suspirando profundamente, dijo:
—Habrá otros que dirán lo mismo...
Después, dirigiéndose a Gerardo, le echó el brazo sobre los
hombros, y, limpiándole la sangre del mentón, añadió:
—Hijo mío, quiero que me ames siempre lo mismo que me
amas en este momento. Lo que Guy toma por deslealtad es
solamente tu profunda lealtad y cariño; al tiempo que su propia
lealtad y cariño le hicieron golpearte. Lamento que estuvieras hoy
en el bosque. Lamento aún más que hayas hablado de ello; pero
ya que lo has hecho, habéis de venir a mi aposento y permitirme
que os explique. Trataré de enseñaros a ambos una lealtad más
profunda todavía y un amor aún más grande.
Los tres abandonaron el patio en silencio, dirigiéndose hacia
el castillo. Recorrieron en silencio el corredor, y subieron la
escalera; en silencio penetraron en la cámara de Tescelín. Una vez
que hubo cerrado la puerta sin hacer ruido, el padre hizo una seña
a los hijos de que ocuparan dos asientos, y empinándose alcanzó y
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tomó una lanza astillada que de la pared pendía. Dirigiéndose a
Gerardo, la puso en sus manos, preguntándole:
—¿Sabes cuándo se astilló esta lanza y cómo fue?
—Sí, padre —respondió secamente Gerardo, que seguía
furioso.
Entonces sabrás, hijo mío, que casi perdí la vida a causa de
esa lanza. Sabrás que me hirió aquí, en el costado derecho, y de
no haber saltado el mango, habría penetrado hasta mi corazón.
Ese es el único trofeo que conservo de las batallas en que he
combatido. ¿Sabéis por qué?
No, padre, no lo sé —respondió Gerardo con un poco menos
de aspereza.
—¿Lo sabes tú, Guy?
Tampoco, aunque con mucha frecuencia me lo he preguntado.
Has vencido en incontables batallas, y sólo conservas como
recuerdo esta lanza que casi te causó la muerte.
—Sí, y es el único trofeo que siempre atesoraré. Conservo
esa lanza astillada para que me recuerde siempre lo agradecido
que debo estar a Dios. Como sabéis, me he enfrentado infinidad de
veces con la muerte; pero si ese mango no hubiera saltado aquel
día memorable, ¡hubiera tenido que enfrentarme con Dios! De
haber ocurrido en aquella ocasión, mucho me temo que mis manos
hubieran estado vacías. Por eso, esa lanza es mi censor; me dice
que habré de enfrentarme a Dios algún día y que mis manos no
deberán estar vacías. Me dice que debo estar agradecido por la
vida al recordarme lo cerca que me hallé de la muerte. No guardo
trofeos de mis propios éxitos; sólo guardo éste como recuerdo de la
gran misericordia de Dios. ¿Has comprendido, Gerardo?
Si —fue la contestación adusta, ya que Gerardo se hallaba en
aquel momento muy lejos todavía de la cordialidad.
Está bien, hijo. Ahora quiero que contemples a otro Hombre
cuyo costado fue traspasado también por una lanza; ¡pero por una
lanza que no se astilló! Penetró y penetró hasta su mismo
corazón...
Mientras hablaba, Tescelín descolgó de la pared un gran
crucifijo y se lo acercó a Gerardo. El muchacho levantó la vista casi
asustado. Su padre nunca le había hablado con tanta solemnidad
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como ahora. Guy escuchaba también atentamente, pues aun
siendo el primogénito, jamás rió a su padre actuar de aquella
forma.
Tescelín el Moreno era hombre de emociones profundas, pero
las mantenía profundamente ocultas. Se le conocía como el pacífico
y siempre acogedor señor de Fontaines, cuyo ardor sólo se
ponía de manifiesto en el combate. En efecto, la metamorfosis que
parecía producirse en el Moreno al entrar en combate intrigaba a la
mayoría de las gentes, que no tenían ni idea de que el famoso
consejero del duque de Borgoña era hombre que había luchado y
había alcanzado el dominio de las emociones más fuertes y más
hondas de su alma. Ahora, en pie ante sus dos hijos mayores, con
un enorme crucifijo en la mano y señalando la herida del costado
de Cristo, manifestaba un sentimiento de una intensidad que jamás
pudieron apreciar en él sus hijos en todos los días de los dieciocho
años de Guy y los dieciséis recién cumplidos de Gerardo.
—Hijo mío —dijo el padre—, contempla con frecuencia esta
herida y déjala que te hable y te diga que existe una victoria más
grande que la de vencer a un enemigo; que existe un enemigo más
difícil de vencer que el que viene hacía ti desde fuera vestido con
armadura y empuñando el acero; que existe una batalla más amarga
que todas cuantas se libran en campo abierto. Has dicho que no
quise combatir hoy con un pobre caballero. Tienes razón, hijo mío.
No quise combatir, y éste es mi motivo.
Y al decir esto, levantó el crucifijo.
—Tú me llamas cobarde. Espero que en eso no tengas razón,
hijo mío. Mi enemigo no era un oponente digno de mi acero. No fue
miedo al hombre lo que me hizo tender la mano en gesto amistoso,
Gerardo; lo hice como un acto de amor a Dios. Sí, hijo mío, déjame
decirte que existe una victoria mayor que la de vencer a un
enemigo e insistir en que es mucho más costosa. ¿Empiezas a
comprender?
—Yo si, padre—interrumpió Guy—. Perdonaste a tu enemigo
por amor a Cristo.
—En efecto, hijo, por amor a Cristo. Y tú, Gerardo, ¿comprendes?
—No —fue la abrupta réplica del mozo—. Un duelo es un
juicio ante Dios. Quisiera que hubieras luchado hoy.
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Tescelín suspiró mientras colgaba de nuevo el crucifijo en su
sitio. Lo contempló amorosamente, después cogió la lanza de
manos de Gerardo y la colgó cerca del crucifijo Entonces se volvió,
diciendo:
—Ya lo comprenderás algún día, Gerardo; pero hasta que ese
día amanezca, recuerda que Cristo no bajó de la cruz a pesar de
que sus enemigos le tentaron para que lo hiciese, como prueba de
que Dios no le habla abandonado. Lamento, hijo mío, haberte
herido hoy tan profundamente con esa acción mía, y como bálsamo
para tu herida, te autorizo a entrar en este mi aposento a cualquier
hora para que puedas contemplar la cruz y mi lanza astillada. Ellas
pueden llegar a enseñarte la lección que yo no te he sabido
enseñar.
Gerardo saltó de su asiento, y se echó en brazos de su padre
sollozando:
¡Oh padre, padre, yo creo en ti! Tengo confianza en ti. Yo te
amo y te respeto... Pero ¿por qué no has combatido?
Tescelín dio unas palmadas sobre el hombro de su hijo y
sonrió. Era una leve sonrisa triste, porque tenía pena de este hijo y
simpatizaba totalmente con el pequeño corazón tempestuoso que
quería ser leal, pero no podía desprenderse de sus ideas
preconcebidas.
—Vamos, hijo mío —prosiguió cuando hubo dejado que el
tumulto del dolor, de Gerardo se extinguiera—, tu madre no ha de
saber lo que ha ocurrido hoy ni nadie más en esta casa. ¿Me lo
prometes?
—Lo prometo —respondió Gerardo, llorando.
—Muy bien. Entonces anda, vete con Guy y borra de tu cara
las huellas de la sangre y las lágrimas. Algún día lo comprenderás
todo.
Y volviendo a dar a los dos unos cariñosos golpes en la espalda,
les hizo salir de su cámara y cerró la puerta tras ellos. Una vez
solo, se apoyó sobre la puerta, miró al crucifijo y exclamó en voz
alta:
—Es doloroso que nos puedan juzgar cobardes, y, sobre todo,
que eso lo piense el propio hijo; pero lo soporto por Ti. Dame fuerzas
para soportarlo todo por Ti.
20
El recuerdo de las cicatrices.
Gerardo mantuvo su promesa, por lo que el resto de la familia
nunca tuvo noticia de cómo Tescelín, con una exhibición de
sorprendente valor moral, había ganado reputación de cobarde
ante su hijo segundo. Un día, muchos meses después, encontró a
Gerardo en su aposento estudiando el crucifijo y la lanza astillada.
Al preguntar al muchacho lo que hacia, le sorprendió su respuesta:
—Intentaba descifrar un enigma; pero todavía no he logrado
sacar nada en limpio.
Dicho lo cual, el joven abandonó la estancia. Tescelín se echó
a reír, y dijo a las paredes, que no podían atenderle:
—Ese muchacho será un hombre con una idea fija ¡Espero
que sea una gran idea!
El señor de Fontaines no consiguió enseñar a Gerardo la
lección que se había propuesto hacerle aprender. Pero el inconveniente
era psicológico, no pedagógico. En la mente de Gerardo, la
memoria y la imaginación estaban repletas de cosas; era preciso,
pues, desalojar algunas antes de dar entrada a otras. Mas las ideas
que las ocupaban parecían fuertemente aferradas. Así, su concepto
de la caballerosidad no accedía a inclinarse ante el de la caridad.
Ya comenzaba a mostrarse Gerardo hombre de ideas fijas
Tescelín tuvo muchos más éxitos con el resto de la familia y
especialmente con Humbelina, la única hembra en una prole de
siete hijos. Si la influencia del elemento masculino, preponderante
en el hogar, la había hecho intrépida como un muchacho, conservaba
intacta su delicadeza femenina, a la que su padre dedicaba
unas galanterías de verdadero cortesano. La llamaba "mi reinecita",
tratamiento que la niña aceptaba con toda la gracia de una auténtica
soberana.
Un día, el padre se le acercó cuando se hallaba arrodillada
ante una urna de San Ambrosio, mandada erigir por él. La
contempló un rato con asombro, y luego exclamó:
—¡Oh Humbelina, mi reinecita!... Por un momento me has
quitado veinte años de encima. Al verte ahí arrodillada creí que
eras una muchacha a la que quise mucho.
—¡Ay, cuéntamelo, padre!...
21
Humbelina tenía entonces quince años, una edad en la que la
palabra "amor" implica mundos enteros de misterio y romanticismo.
Tescelín sonrió al contestar:
—Ven, siéntate a mi lado, y te hablaré de ella.
Humbelina se dirigió desde la urna del santo al rústico banco
que ocupaba su padre. Una vez que se hubo acomodado mimosa a
su lado, él comenzó:
—Tenía el cabello exactamente como tú, reinecita: suave,
sedoso y negro; tenía los ojos exactos a los tuyos, y en ellos
siempre lucían las radiantes estrellas; su piel era tan blanca y
transparente como la tuya; su boca, un capullo como la tuya, y
cuando sonreía brillaba entre sus labios la misma sarta de perlitas
que en los tuyos. Sí, Humbelina, se parecía extraordinariamente a
ti, hasta en este denotase hoyuelo, que, según dicen, es la huella
del beso de un ángel.
—¡Oh! —exclamó Humbelina casi sin respirar—. ¡Debía de ser
hermosísima!
La risa de su padre era cristalina y alegre. Sabía que su
pequeña reina no se refería exactamente a la complacencia que
expresaba su exclamación. Pero era tal su sentido del humor, que
no podía pasarle inadvertida la ingenuidad.
—Eso es lo que te decía, Humbelina, que era sumamente
hermosa, porque se parecía muchísimo a ti.
—¿Era rica?
La pregunta fue formulada tan rápidamente, que Tescelín vio
que su hija se hallaba tan absorta en la otra mujer, que se había
olvidado totalmente de sí misma, por lo que prosiguió:
—Sí, era muy rica. Era hija de un poderoso señor que se
preocupaba de que fuese educada de tal forma, que su inteligencia,
su memoria y su voluntad fuesen tan hermosas como su
aspecto exterior. Era tan rico en ideas y en ideales como lo era en
propiedades. En conjunto, era una damita encantadora.
—...¿la amaste mucho, padre?
Tescelín se estaba divirtiendo. Venía que su reinecita se
hallaba enfrascada en el relato.
—La amé con toda mi alma y con todo mi corazón —¿Cuál
era su nombre?
22
¡Oh!, era un nombre hermosísimo; un nombre que la
descubría perfectamente, porque significaba "verdad"; un nombre
que brota de los labios del amante con límpida armonía, porque
está compuesto de una exclamación y un suspiro. ¿Comprendes,
reinecita mía? Tu nombre es como una canción en los labios del
amante; pero el de aquella joven era una exclamación de
admiración y un suspiro de añoranza. Se respiraba como
maravillado y en adoración.
¡Oh, qué bonito! —palmoteó Humbelina—. ¡Respíralo para
que te oiga papá!
—¡"Ah...liss"!—respiró el padre, haciéndolo sonar como una
caricia.
Humbelina se irguió de un salto, diciendo:
—¡Pero si ése es el nombre de mi madre!
—Si —dijo su padre—, y la joven que he descrito, aquella a
quién tú me has recordado con tanta vehemencia, aquella que yo
amaba entonces y amo ahora, es tu madre.
Humbelina quedó suspensa un instante. Después se echó a
reír diciendo:
—¡Qué viejo bromista! Yo creí que me estabas descubriendo
alguna intriga. Te has burlado de mí. Pero qué hermoso es oírte
hablar así de mi madre!
También he dicho unas cuantas cosas de su hija —dijo
Tescelín—. Sinceramente, reinecita, eres igual a tu madre cuando
yo la cortejaba. Cuando te vi rezando ante la urna del santo creí
hallarme de nuevo en Montbar hace veintidós años, contemplando
a Alice, a mi encantadora Alice1. Dime: ¿por quién rezabas tú
ahora?
—Le daba las gracias a San Ambrosio por haberte salvado la
vida. ¿Estuviste muy enfermo entonces, padre?
—Tan malo, hija, que no sabia dónde estaba, lo que era o si
era siquiera; pero no me importaba.
—Cuéntamelo...
—Volvíamos de Jerusalén...
1 Se conserva la forma francesa del nombre para justificar la
exclamación anterior de Tescelín —(N. del T.)
23
—Vamos, padre, ésa no es manera de empezar... ¿Quiénes
volvíais y qué es lo que hacíais en Jerusalén?
—¡Vaya! Quieres la historia completa, ¿eh? Está bien.
Escucha. Era en el año del Señor de 1075. El mundo andaba por
entonces muy revuelto, y todos estábamos muy nerviosos, inquietos
y ansiosos. En aquellos tiempos yo tenía veinticinco años, y me
hallaba en toda la plenitud de mis fuerzas juveniles. ¡Oh, cómo me
traían y llevaban en aquellos días! Me reclamaban de Inglaterra,
porque Guillermo el Conquistador, anteriormente duque de
Normandía, había sido coronado rey de la Gran Bretaña y los caballeros
franceses eran muy bien acogidos por el nuevo régimen. La
emoción se prometía abundante, pues los sajones se aferraban a
las antiguas costumbres y a sus tierras, dispuestos a defenderlas a
sangre y fuego. Al mismo tiempo me atraía Alemania, pero por
motivo muy distinto. Era emperador de Alemania el joven Enrique
IV, y yo hubiera dado mi ojo derecho por librar singular combate
con él, pues había ultrajado hasta el mismo nombre de la nobleza
al sublevarse contra Hildebrando, que había sido su tutor durante
su infancia, y que hacia muy pocos años habla sido elegido Papa.
Hizo una pausa, y prosiguió:
—Era una época en que la sangre hervía y por todas partes
se luchaba. Tampoco estaba en paz nuestra patria. Muchos de sus
obispos y príncipes se sentían ofendidos por los decretos del Papa
contra la horrible conducta del clero. Como te decía, Humbelina, mi
sangre ardía. Quería luchar, pero no sabía con quién ni contra
quién. Aquélla era, además, una época triste, Humbelina, tanto
para la Iglesia como para el Estado. Precisamente entonces, el
obispo de Langres, llamado Raynardo, me hizo una pregunta que
cambió toda mi vida. Su aguda mirada había penetrado en mi alma,
y su pregunta fue, sencillamente, si no se me habla ocurrido alguna
vez luchar por Dios. No supe qué responder. La pregunta me
inspiró temor; ¡contenía posibilidades tan maravillosas!... El obispo
comprendió mi reacción, y me dijo: "Luchemos contra Enrique IV en
Tierra Santa. Luchemos por Hildebrando con las armas espirituales
de la oración y la peregrinación. Hagamos algo por Dios, ya que
son tantos los que parecen empeñados en hacer algo contra El."
Tescelín continuó:
24
—Me uní a él, y con un pequeño grupo hicimos nuestro
camino hasta el sepulcro de Cristo, donde oramos por su Cuerpo,
que es la Iglesia. Fue la primera batalla sin sangre que yo libraba;
pero Dios no estaba dispuesto a dejarme escapar sin una cicatriz.
¡Quia! Así, en nuestro camino de regreso, al pasar por
Constantinopla, caí con fiebres. Nadie pudo hacer nada por
aliviarme. Mi cuerpo abrasaba y mi pensamiento deliraba; pero aún
me quedaba un resquicio de razón para pedir una reliquia de San
Ambrosio. No sé lo que pasó después. Mis compañeros dijeron que
me daban por muerto, pero que el obispo consiguió una reliquia y
me la aplicó a la cabeza, A la mañana siguiente yo estaba
arrodillado ante la urna del santo, diciendo lo mismo que tú le
decías hace un rato: ¡gracias!
—¿Y estabas completamente curado? —preguntó Humbelina
con asombro.
—Totalmente, reinecita. Me sentía bastante débil, es cierto;
pero proseguimos nuestro camino, y cada día me fui fortaleciendo.
Conservaba la reliquia en mi poder, y ahora se encuentra ahí, en la
urna. ¿No fue Dios muy bueno conmigo?
—Sería porque tú habías sido muy bueno con El, padre.
—¡Oh, no! ¡Ojalá pudiera yo ser muy bueno con Dios! Pero sé
lo que quieres decir, reinecita, y tienes razón. Dios nunca olvida ni
un solo esfuerzo. Por eso, cada vez que te arrodilles ante su urna
tienes que hacer dos cosas: tienes que dar a San Ambrosio las
gracias por mi curación, y tienes que orar como yo oré hace
veinticinco años en Palestina; tienes que orar por la Iglesia de Dios,
Humbelina, pues no todo marcha bien todavía. Y rogar por
nuestros príncipes y nuestros prelados, ya que mucho depende de
ellos.
—Así lo haré, padre... Y ahora, dime qué se siente al hallarse
sobre el monte Calvario.
—¡Ay hija mía! Las palabras nunca podrán expresarlo —
repuso Tescelín con un tono tan solemne como un cántico sagrado.
—Bueno; pero si podrás decirme por qué no fuiste con los
cruzados en 1098.
Tescelín sonrió con tristeza, sacudió la cabeza y exclamó:
—¡Cómo deseaba marchar con ellos! ¡Cómo lo deseaba!
25
—¿Qué fue lo que te retuvo? —preguntó Humbelina.
Tescelín la contempló fijamente, y rompiendo al fin en una
discreta carcajada, contestó:
—Una princesita con reflejos de oro en sus negros cabellos y
el brillo de las estrellas en los ojos. Una pequeña reina a la que
todos llaman Humbelina, pero a quien yo, con frecuencia, siento la
tentación de llamar Alice. Ella me retuvo. Mi corazón me impulsaba
a la marcha; pero el deber estricto me decía: "Quédate." ¿Lo
lamentas?
—Claro que no, Padre. Todo lo que tú haces está bien
siempre. Pero con frecuencia me lo he preguntado. Enséñame la
cicatriz que te dio Dios por tu peregrinación.
—Acabo de mostrártela, hija mía. Está en mi memoria. Es una
cicatriz que nunca se borrará. Como tú sabes, reinecita, el tejido de
las cicatrices es siempre más áspero que el resto; por eso es por lo
que digo que la cicatriz que Dios me dio en Constantinopla no se
borrará nunca. Es profunda y mellada y muy, muy áspera. Siempre
tengo presente el hecho de que El casi me llamó a su presencia
cuando sólo tenía veinticinco años. Apenas si hubiera tenido algo
que mostrarle, ¿no te parece?
—No lo sé, padre.
—Bueno, por lo menos, no te hubiera tenido a ti ni a aquella
otra joven que tanto se te parecía, ni a ninguno de tus hermanos.
—¿Es que nosotros te vamos a ayudar a ir al cielo?
—Mucho más que mi peregrinación, mi titulo o mis estados.
En realidad, Humbelina, si no he ganado el cielo con lo que hice
por vosotros y con vosotros, mucho me temo que nunca lo ganaré.
Porque la única escalera que conozco para subir al cielo —aparte
de la escala de Jacob— es la escala del más estricto deber.
Siempre he intentado subirla; y tú y tus hermanos sois los peldaños
más seguros. O para expresarlo de otro modo: yo miro la vida
como otra peregrinación. La primera que hice fue al Jerusalén terrenal;
mi segunda peregrinación es hacia la Jerusalén celestial. Y
lo mismo que mis compañeros me salvaron la vida consiguiendo
una reliquia de San Ambrosio en la primera, así mis compañeros
de la segunda me salvarán el alma. ¿Conoces a mis compañeros,
Humbelina?
26
—Pues sí. La joven cuyo nombre era una exclamación y un
suspiro, seis buenos mozos con frecuencia rudos y revoltosos y
una reinecita.
—¡Muy bien! Y ¿qué es lo que la reinecita tiene que hacer
ante la urna?
—Agradecer a San Ambrosio el haberle dado mi madre a mi
padre y rogar por la Iglesia.
—¡Excelente!—exclamó Tescelín—. Eres una buena alumna.
Me gustaría poder decir lo mismo de todos tus hermanos.
—Desde luego, no estarás pensando en Bernardo —dijo
Humbelina—. Bernardo es el primero de toda la escuela.
—No —rió su padre—, estaba pensando en Gerardo. Pero
ahora, voy a dejarte. El duque me aguarda. Pon tu lección en
práctica inmediatamente, porque hoy mismo he de juzgar un caso
concerniente a la Iglesia. Reza para que lo haga con justicia.
Y con estas palabras besó a su hija, mientras murmuraba:
—Alice... Humbelina... Mi reinecita...
Y se fue.
El duque se enfurece.
Unas diez horas después de haber besado Tescelín a su hija
murmurando su nombre con tanto cariño, se escucharon las voces
furiosas del duque de Borgoña, mezcladas frecuentemente con el
nombre de Tescelín el Moreno. Eran las primeras horas de la tarde,
y la servidumbre del duque remataba apaciblemente las faenas del
día, pero la sala del Consejo privado del duque puede asegurarse
que no tenía nada de apacible.
El duque recorría el aposento como un león enjaulado, y sin
dirigirse a nadie en particular, decía:
—Me gustan los hombres rectos, pero no tan rectos que se
inclinen hacia atrás. Tengo la creencia de que hay que tener las
manos limpias; pero esto no quiere decir que haya que rasparse el
pellejo. Yo sé bien lo que vale la honradez: pero eso no significa
que haya de acabar en la miseria, y eso es precisamente lo que me
va a ocurrir si ese Tescelín el Moreno sigue dictando sentencia en
contra mía. Ese hombre no tiene ya la conciencia delicada; la tiene
27
extremadamente tímida. Se queda pálido ante la sola idea de
parcialidad y se avergüenza sólo de oír nombrar el favoritismo.
Puede que la diosa de la Justicia tuviera los ojos tapados y las
manos atadas; pero aún hay alguien más maniatado y con los ojos
más vendados: el señor de Fontaines.
—Pero, excelencia, solamente se trata de unos campos.
Después de todo, los monjes los necesitan, así como sus diezmos
—dijo Seguín de Volnay, conciliador.
—Yo les darla los campos y los bosques; les daría los
diezmos y las cosechas. Pero no es eso lo que me duele, Seguín.
¡No! ¡Lo que me duele es perder la batalla! ¡Y con mi propio
consejero como juez! ¿No fui yo, prácticamente, quien fundó esa
abadía de San Benigno de Dijón? Mi padre, Odón I, y mi tío, Hugo
I, cuyo nombre llevo, no hicieron más que dar y dar a la Iglesia. No,
Seguín, entiéndeme bien. No son los campos, sino la batalla, la
que me importa perder. Y la culpa de que la pierda la tiene Tescelín
el Moreno. Es demasiado recto.
—Bueno, señor —intentó suavizar Raniero, el senescal—, hay
una manera de poner coto a eso. Tescelín no ha nacido siendo
miembro de vuestro Consejo ni es preciso que muera en tal cargo.
—¡Hummm...! —gruñó Hugo—. Es un Consejo brillante. Prescindir
de uno de los más valientes y esforzados guerreros que haya
conocido jamás el ducado; de un caballero que, a lo que parece, no
conoce otro temor que el de Dios; deshacerse del hombre más
profundo de todos mis dominios, del hombre que ve con la agudeza
del águila, y... todo, ¿por qué? ¡Por conservar unos campos que yo
no utilizo o unos diezmos que no necesito! No, Raniero; eso, no.
Barba Morena seguirá en el Consejo; pero me gustaría poder
alejarle del sitial de juez, o, al menos, conseguir que se inclinase
una fracción de pulgada. ¡Es demasiado honrado!
Raniero respondió, riendo:
—Excelencia, me recordáis mucho más a vuestro tío que a
vuestro padre. Hugo I siempre pretendía "alzarse con el santo y la
limosna", y eso no puede ser. Si queréis a Tescelín como caudillo y
como consejero, tendréis que soportarlo como juez. Si queréis
serviros de su temeridad y de su vista agudísima, tendréis que
aceptar también su honradez inquebrantable.
28
—¡Ay!, de eso me quejo —gruñó el duque—. Su honradez no
se doblega. Si acaso, ¡se inclina hacia atrás! ¿No hubieras podido
darme hoy tu decisión? ¿No se trataba solamente de una pura
cuestión técnica? ¿No podrías habértelas arreglado para decir que
en cuanto al pasado yo tenía razón, pero que en el futuro los
monjes de San Benigno de Dijón podrían disponer de los campos y
de los diezmos? ¿No podrías haberlo hecho así?
—Podría haberlo hecho, señor; pero yo no soy Tescelín.
—¿Acaso no eres honrado?
—Sí, señor; pero con un sí es, no es de adulador. Tescelín no
es así. Vos decís que se inclina hacia atrás, y yo os comprendo...,
¡pero le envidio! Me gustaría prescindir totalmente de hombres
como Tescelln, que sólo miran a Dios. Siempre ha sido así,
excelencia. Fue igual con vuestro padre antes que con vos y con
vuestro tío antes que con él. Tescelín ha sido el mismo desde que
le conocí, y le conocí cuando casi no era más que un muchacho, a
su vuelta de Tierra Santa. Barba Morena es todo lo que vos decís
de él, excelencia: es valeroso, temerario, recto, previsor, profundo.
Pero no habéis dicho todo; ni siquiera habéis dicho la mitad, y son
muchos los que no ven lo que vos habéis omitido: ¡Tescelín es un
santo!
El duque se detuvo en su recorrido por la cámara, miró
fijamente a Raniero y casi gritó:
—¡Por el cielo, que estas en lo cierto! Y eso es lo que le hace
ser distinto Es tan pacífico y se domina tanto en eso como en todo,
excepto en el combate. Pero cuando reflexiono sobre su urna de
San Ambrosio, su peregrinación a Jerusalén, su honradez casi
ofensiva y su adoración por su familia, sólo encuentro una
explicación, y es la que tú has dado. ¡Hay más oro en Tescelín que
pelos en su cabello y barba! Y, sin embargo, me gustaría que no
fuese tan exageradamente honrado cuando yo soy el demandado
de un juicio.
La sala del Consejo resonó con las risas de Seguín y Raniero
ante los comentarios de su señor y sus sentimientos
contradictorios.
—Podéis reír —dijo el duque—. Podéis reír cuanto queráis,
pero no lograréis cambiarme ni yo podré cambiar nunca a Tescelín.
Yo sé perder, y él (utilizaré tus palabras, Raniero), él es un santo.
29
Así, que bebamos por el santo que sirve tan bien a su duque, que
llega a enfurecerle.
Bebieron y brindaron, y entre las bromas y las risas Hugo II de
Borgoña recuperó su ruidoso buen humor.
Las bodas de plata.
Pasaron varios años. Cierta noche, el castillo de Fontaines
aparecía recortado sobre el oscuro azul del cielo tachonado de
plata. Dentro, sólo brillaba una luz. La noche era profunda, y sólo
interrumpía su silencio el prolongado aullido de un perro que
ladraba a la luna. Los contornos que del castillo se apreciaban bajo
la claridad de los astros parecían inspirar confianza y fortaleza y
prometer verdadera paz. Probablemente, eran estas cualidades las
que le prestaban el aspecto de algo vivo. Bajo aquella única luz
que se apreciaba en su interior se hallaban sentados Tescelín el
Moreno y su esposa, Alice de Montbar. Acababan de celebrar sus
bodas de plata, y ahora, mientras la luna recorría su camino por el
intenso azul del cielo nocturno, disfrutaba de los ecos de la jornada
y de los recuerdos de los años transcurridos.
—¿Te parece a ti que han pasado veinticinco años, Alice mía?
—preguntó Tescelín.
—No, ni siquiera veinticinco meses —respondió Alice rápida
—. Y, sin embargo, parece que haya sido siempre y que nunca
haya existido otra vida que ésta en el castillo contigo, con los
garzones y con Humbelina. Ya sé que esto suena a contradictorio
—añadió, riendo—; pero, en realidad, no lo es. A veces, me parece
que fue ayer cuando mi padre me dijo que le habías pedido mi
mano; pero luego, al pensar en los pequeños, me parece que
nunca he tenido otra vida ni otro cariño.
—Lo que quiero decir, Alice, que te has convertido en madre
totalmente; que de la muchacha no queda más que un recuerdo
vago y borroso; y lo comprendo perfectamente. Tu época de
muchacha fue corta; fuiste madre antes siquiera de que terminara.
Sólo tenías quince años cuando nos casamos. ¿No te parece que
resulta sumamente reciente?
30
—Como si fuera ayer, Tescelín. No obstante, cuando contemplo
a Humbelina y pienso que a su edad ya era yo madre de
Guy y de Gerardo, empiezo a pensar que soy muy vieja.
Tescelín soltó una breve carcajada antes de responder:
—Entonces, ¿qué diremos de mí? Yo te doblaba la edad
cuando nos casamos... Si tú eres vieja ahora, yo debo resultar una
verdadera antigualla. Pero no, Alice, Dios ha sido bueno con
nosotros dos. Para mi sigues siendo hoy tan hermosa como lo
fuiste hace veinticinco años.
—Si, porque me miras con ojos de enamorado. Pero mi
espejo me dice la verdad. Como tú aseguras, Dios ha sido muy
bueno. Oye, dime, Tescelín, ¿te sigues preocupando tanto ahora
del mundo de Dios como te preocupabas hace veinticinco años?
—Exactamente igual, Alice. No se ha arreglado en absoluto.
¿Recuerdas lo que ocurrió el año que nos casamos?
—¿Te refieres a la muerte de Hildebrando?
—Si, y a todo cuanto a ella condujo y a todo cuanto la siguió.
En aquellos tiempos tenía yo verdadero miedo y temblaba por el
Papa. ¡No me faltaban motivos para ello! ¡Imagínate! El Vicario de
Cristo hubo de morir en el destierro, al que le condujeron los
mismos que le llamaban Santo Padre. Piensa en aquel ingrato de
Enrique IV. Hildebrando hizo por él todo cuanto puedan hacer un
padre o una madre, y ¡fíjate cómo le correspondió! ¡Oh, qué sacrilegio!
¡Tener la arrogancia satánica de destronar al Papa y poner
a otro hombre en su puesto! ¡Todavía, al pensar en ello, se me
enciende la sangre!
Alice sonrió tímidamente al decir:
—Mucho temo que el señor de Fontaines no haya aprendido
aún su lección. No has mejorado nada al contemplar el panorama
en estos veinticinco años. ¡Qué mal discípulo haces! ¿O tal vez soy
yo la mala maestra?
—¡Oh, ya sé, ya se! —repuso Tescelín con viveza—. Tú
siempre dices que Dios equilibra las cosas, y tienes razón.
Hildebrando tuvo a su condesa, Matilde de Toscana, una segunda
Deborah, mientras al mismo tiempo, un Pedro Damián en Italia, un
Lanfranc en Inglaterra, un Esteban de Muret, un Hugo de Cluny y
un Bruno con sus compañeros en Chartreuse, aquí, en nuestra
propia patria, ponían de manifiesto que el hombre no había
31
olvidado completamente a Dios, y que Dios no había abandonado
el mundo a su propia maldad Pero supongo que podríamos
emprender ahora nuestra discusión exactamente en el punto en
que lo hicimos hace veinticinco años, sin adelantar más que
entonces. Nunca llegamos a ponernos de acuerdo sobre quién era
el que miraba las sombras y quién el que miraba la luz, ¿verdad?
Al decir esto, Tescelín sonreía. Luego prosiguió:
—Sin embargo, mirando las cosas en conjunto, se puede uno
consolar, Alice, aun cuando sigo sosteniendo que se derivan más
daños inmediatos de las acciones de los pecadores que de las de
los santos. Fíjate, para uno que esté dispuesto a imitar a Bruno y a
sus cartujos, encuentro doscientos, si no dos mil, dispuestos a
imitar a nuestro rey y sus desenfrenos.
—¡Fíjate en las figuras señeras!—repuso su esposa—. Felipe
fue una vergüenza para la nobleza. Eso es incuestionable. Era, por
lo menos, tan malo, por no decir peor, que el Herodes antiguo.
¡Pero fíjate en el equilibrio! Felipe repudia a su legítima esposa y se
apodera de la del conde de Anjou, pero inmediatamente surge un
nuevo Juan Bautista en la persona de Ives de Chartres. Felipe
ponía de manifiesto al animal que dormita en todo hombre; Ives
ponla de manifiesto al ángel. Y a pesar de lo que dices de esos
doscientos o esos dos mil, yo sostengo que la protesta universal
que se ha levantado contra el rey muestra cuánto bien puede
derivarse del mal.
—Me gustaría contagiarme de tu optimismo, Alice. Pero hasta
cuando contemplo el aspecto general de las cosas me asusto. Tal
vez no sea yo suficientemente espiritual, porque aun viendo el
equilibrio de Dios en Inglaterra, temo que las cosas sigan
desequilibradas en dicho país. William Rufus se apodera de las
propiedades de la Iglesia, y casi al mismo tiempo surge un
Anselmo. "Equilibrio", dices tú, pero yo digo "desequilibrio", porque
Anselmo tuvo que partir desterrado y Rufus continúa reinando.
—¡Ay, Tescelín, veo que sigues tan corto de vista como
siempre! Un hombre santo vale tanto como un centenar o un millar
de esos reyes de quienes hablas. Anselmo influirá en las gentes
para que obren bien, mientras tu Rufus no representará en la
Historia más que un hombre borroso. Vives demasiado cerca de los
soberanos, Tescelín. Los crees todopoderosos, ¡y no lo son! Hacen
32
mucho ruido, pero también un tambor hueco lo hace. Producen casi
una conmoción, pero eso ocurre también con un viento pasajero.
—Sí, querida —respondió su esposo con viveza—. Pero yo he
visto tambores huecos que reunían ejércitos devastadores y
vientos pasajeros que arrasaban zonas enteras.
—Entonces, sería voluntad de Dios. Y donde esos ejércitos
devastaran ciudades, la civilización habrá surgido de nuevo. Y
donde esos vientos arrasan, habrá brotado una nueva cosecha.
—Pero ¿qué ocurre si los vientos y los ejércitos persisten?
—No persistirán.
Tescelín se echó a reír ante la rotunda afirmación de su
esposa, y exclamó:
—Hemos vuelto exactamente a donde nos encontrábamos
hace veinticinco años. Cuando llegamos a un cierto punto ya no
discutes, aseguras. Y tu afirmación terminante siempre es Dios.
Naturalmente, tienes toda la razón, Alice. La última palabra es
siempre Dios. Pero, querida mía, hablando muy seriamente, temo
por su Iglesia, ¡Oh!, ya sé que las puertas del infierno no han de
prevalecer; pero pueden causar —y causan— un daño espantoso.
La Iglesia permanecerá. Dios nos ha dado su palabra sobre este
punto; pero de lo que nos ha dado palabra es del estado en que
permanezca. Y eso es lo que me preocupa... En este momento, a
mi juicio, las cosas están tan mal como bajo Hildebrando. Enrique
V de Alemania es exactamente igual de arrogante que Enrique IV,
y preveo grandes sufrimientos para Pascual II, que habrá de
enfrentarse con iguales sacrilegios que Gregorio VII. Enrique I de
Inglaterra es una amenaza. Ese hombre es un político calculador e
intrigante. No me fiaría de él ni un ápice. Y aquí, en Francia...,
bueno..., sólo nos queda esperar que la combinación de Luis VI y
Felipe I sea menos nociva que el reinado de Felipe solo. Lo malo
es que mis esperanzas sólo se basan sobre unas arenas
movedizas. Los soberanos quieren tener demasiado poder sobre
los prelados de la Iglesia. Eso es lo malo. Esta cuestión de la
investidura laica es un escándalo.
—A mi me parece —intervino Alice— que lo malo está en el
Sacro Imperio Romano, esa institución que no tiene nada de
imperio, nada de romano y mucho menos de sacro. Pero ¿qué fue
33
lo que decidimos hace hoy veinticinco años? ¿No hallamos
entonces un sistema de reformar el mundo?
Tescelín se detuvo, caviló un momento, contempló a su
risueña esposa, y repuso, riendo a su vez:
—Si, lo recuerdo. Decidimos que había una forma de cambiar
al mundo entero: cambiándonos a nosotros mismos. Nos decidimos
por el principio cardinal de que el alma de toda reforma es la
reforma del alma del individuo. Decidimos que Dios nos había
puesto en este pequeño punto del mundo ciñe llamamos Fontaines,
con el único propósito de embellecer este pequeño punto para Él.
SI, Alice, lo recuerdo. No lo he olvidado nunca. Y, sin embargo, no
puedo dejar de preocuparme por estos puntos.
—Sí, pero piensas demasiado en ellos. Piensa menos y ruega
por ellos y tendrás más paz.
—Tú ganas —rió Tescelín—, como siempre. Lo que dices es
cierto. Debería rezar más. Y me he dado cuenta de que Humbelina
sale a su madre.
—Conforme. Como la mayoría de los varones han salido a su
padre. Estás criando una gran familia de caballeros, cuando yo la
quería de sacerdotes o prelados.
—¿Es que tu equilibrio no funciona en ambos sentidos, Alice?
¿No son necesarios un centenar o un millar de caballeros por cada
alma santa?
—Pero no en una sola familia —contestó Alice—. Aunque no
me quejo. Estoy verdaderamente orgullosa de Guy y de Gerardo. Y
estoy convencida de que Andrés será armado caballero pronto.
Pero Bernardo es mío.
—No estés tan segura de eso —repuso Tescelín—. Bernardo
no es robusto; pero tiene un espíritu más osado que ninguno de
ellos. Además, la forma en que consigue los honores en la escuela
me hace pensar a veces...
—Bueno, pues no vayas a dedicarte a imbuirle tus ideas
Déjame eso a mí. Casi lo has dejado todo en mis manos durante
los últimos veinticuatro años. No te detengas ahora, Bernardo es
mío. El resto, para ti.
—Ya, y me figuro que a eso lo llamarás equilibrio —bromeó su
esposo.
34
—Nada de eso —repuso Alice—; estoy haciendo trampa. Tú
no sabes el fuego que arde en el alma de Bernardo. Educa a los
demás para caballeros; serán dignos de ti. Pero déjame a mi niño.
—Si Bernardo tiene ese fuego, ya sé dónde lo adquirió. No
procede enteramente del señor de Fontaines; también la menuda
castellana tiene una hoguera en su alma. En fin, todo lo que digo
de Bernardo, por el momento, es: que se haga la voluntad de Dios.
—Y lo que yo digo es: HAZLA —subrayó Alice rápidamente—.
Todas sus inclinaciones muestran claramente dónde le quiere Dios.
Tescelín contempló con admiración a su menuda esposa.
—Veinticinco años no te han cambiado lo más mínimo, a Dios
gracias.
—Sí, y yo digo, además, ¡gracias sean dadas a Dios por esos
veinticinco años!
—Antes de unirme a ti en ese ruego, Alice, quiero hacerte una
pregunta muy personal.
—¿Cuál?—preguntó su esposa.
—Ésta: Hace veinticinco años cabalgué hasta Montbar a
preguntarle a tu ilustre padre, Bernardo, si podía casarme contigo.
El vaciló, movió la cabeza y me contestó: "No lo sé. Creo que se ha
consagrado a Dios. Yo tenía intención de que entrase en un
convento." Ahora, dime sinceramente: en este vigésimo quinto
aniversario, ¿lamentas que tu padre cambiase de opinión?
Alice tardó un poco en contestar. Cerró los ojos, cruzó las
manos sobre la falda y reclinó su cabeza sobre el pecho como si
intentara contemplar las profundidades de su corazón. A Tescelín
le pareció muy larga aquella pausa, que, en realidad, duró
solamente un minuto. Al momento levantó la cabeza, abrió los ojos
de par en par, unos ojos hermosísimos, azules e inmensos, en
cuyo fondo brillaba una luz interior. Luego abrió los brazos y,
levantándose, abrazó a su marido.
—Durante estos veinticinco años he estado precisamente
donde Dios tenía dispuesto que estuviera, haciendo lo que Él
quería que yo hiciese; ¿podría dejar de ser feliz? Estoy convencida
de que la voluntad de Dios es que yo te ame y críe a tus hijos e
hijos suyos. Tescelín de Fontaines el Moreno: me siento feliz en
este momento y me he sentido feliz cada momento de estos
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veinticinco años que han volado; feliz de que mi padre cambiase de
idea, porque estoy segura de que era la voluntad de Dios.
Y con estas últimas palabras se besaron. Era un beso de
jóvenes amantes.
Tescelín, oigo latir tu corazón. No sé si podrás descifrarme
una adivinanza —dijo Alice, apoyando su negra cabeza sobre el
pecho de su esposo.
—Lo intentaré —repuso Tescelín dulcemente.
—A ver si me dices por qué se celebran estos maravillosos
años de oro con unas bodas que llaman de plata.
—Eso es lo que yo llamo el delicado tributo de Alice de
Montbar, y mi corazón te dice gracias. Ahora, mujer mía, corre al
país de los sueños, y ojalá sean de oro en tus bodas de plata
¿No puedes rezar?
Ocho años más tarde, Tescelín volvía a encontrarse sentado
bajo una luz solitaria. Pero esta vez ardía en el castillo del duque
de Borgoña, no en el de Fontaines. Enfrente de él no se sentaba
Alice, sino el ruidoso y malhumorado Hugo II.
—Pero, Moreno, eres demasiado viejo para esas cosas —
murmuró el duque—. Tu decisión me hace pensar que te estás
volviendo algo infantil.
—Excelencia —repuso Tescelín riendo—, ¿no dijo el Señor lo
que nos pasaría si no nos volviésemos todos como niños?
—Sí —fue la rápida y seca respuesta—. ¡Pero no se refería a
la segunda infancia! Lo que nos pedía era la sencillez, no la
senilidad. Y en esta acción suya, lo único que veo es la senilidad.
Vamos, ¡vuelve en ti!
—¿No es extraño, señor, que hayáis empleado la misma
expresión que mi hijo Bernardo? Su respuesta a todas las
objeciones y su exhortación final fue: "¡Vamos, padre, vuelve en ti!"
—Ese hijo tuyo, Bernardo, me ha producido más preocupaciones
que un ejército sitiador. Empezó por llevarse treinta de
mis mejores hombres a Citeaux. Desde entonces mi ducado se ha
vuelto fanático. Todo caballero presente o futuro se marcha a
Citeaux, a Clairvaux o a cualquiera de sus filiales. Ahora te lleva a
36
ti, a mi mejor consejero. ¿Dónde y cuándo piensa detenerse?
¿Seré yo su próximo prosélito?
La voz de Tescelín sonaba alegremente al responder:
—Hugo I terminó sus días en Cluny, ¿por qué Hugo II no
habría de terminarlos en Clairvaux?
—¡Porque es de locos! ¡Por eso! ¡Porque sería una verdadera
locura!... Vamos, Tescelín, tienes casi setenta años. ¿Qué puedes
hacer tú en la abadía?
Tescelín, al oírlo, se puso en pie, cruzó las manos a la
espalda y comenzó a recorrer la sala arriba y abajo delante del
duque de Borgoña.
—Excelencia —dijo finalmente—, voy a relataros una historia.
No me interrumpáis, a menos que sea necesario. Tengo, como
decís, casi setenta años. He vivido una vida feliz, una vida larga y
colmada. Claro es que en ella no han faltado pesares, sombras y
amargas desilusiones. Pero mirándola en conjunto, ha sido una
vida feliz. Nací de padres nobles, eso he de agradecerlo a Dios. De
mi padre recibí la fortaleza del cuerpo y de mi madre, Eva de
Grancy, toda la piedad de alma que haya tenido. Cuando tenía
veinticinco años vi el sepulcro de Cristo y pisé el monte Calvario.
Esto hace su efecto en un hombre, excelencia. La vida parece ser
distinta después. En mi viaje de regreso de Tierra Santa estuve a
punto de morir de fiebres. Fui curado por una reliquia de San
Ambrosio, y permitid que os diga que también eso produce en un
hombre su efecto...
El duque le miraba en silencio.
—Ya sabéis, excelencia —prosiguió Tescelín—, que nosotros,
los nobles guerreros, con nuestras hazañas llegamos a sentirnos
muy pagados de nosotros mismos, e incluso llegamos a olvidar que
somos seres dependientes. Una escaramuza con la muerte o una
visita a los lugares en que Nuestro Señor murió le hacen variar a
uno de opinión. Pues bien: apenas mi alma había asimilado estas
dos experiencias cuando me desposé con un ángel, si es que
alguna vez han existido los ángeles en la tierra. Me enseñó más
piedad práctica de la que me había podido enseñar mi
peregrinación. Alice de Montbar, señor, era un alma con una fe
ardiente. Veía el mundo y todas las cosas del mundo a través de
unos ojos que ni vos ni yo, ni casi ninguno de nosotros, empleamos
37
por lo general; ella lo veía todo a la luz de la fe, lo veía todo como
parte del plan de Dios. Nada podía turbarla, porque para ella todos
los sucesos eran —en una u otra forma— "una venida de Cristo". El
contacto constante con una persona así también produce sus
efectos sobre un hombre. Ella hizo mi vida diferente; si, me hizo
diferente.
Tescelín interrumpió su perorata, mas no su recorrido por la
sala. Después de darle otras dos vueltas, continuó su narración en
tono más bajo, pero más cautivador:
—Alice murió joven —dijo al fin—. Sólo contaba cuarenta años
cuando nos dejó. Eso me dolió mucho, excelencia; me hizo mucho
daño: daño en la oscuridad de la noche y en la gloriosa luz del día.
Y sigue doliéndome. Dicen que el tiempo cierra las heridas; tal vez
sea verdad. Pero es que yo puedo aseguraros que se necesita mucho
tiempo para cerrar algunas heridas. Comprendedme, señor;
me refiero a la soledad, no a la falta de resignación. Yo sé que fue
la voluntad de Dios que ella nos dejara cuando lo hizo; tuve entonces
resignación y sigo teniéndola Pero la resignación no llena el
vacío. ¡En absoluto! Y, sin embargo, Dios equilibra las cosas. He
tenido en Humbelina una segunda Alice; obraba como ella, se
parecía a ella físicamente y casi pensaba como ella. Creí entonces
que mi vejez iba a ser vibrante al ver a mis hijos armados
caballeros. Primero Guy, después Gerardo y más tarde el joven
Andrés. Creí que mis últimos días estarían llenos del retumbar de
cascos de los caballos y el chocar de las armaduras, ya que mis
hijos harían lo mismo que yo había hecho y aún más. Pero vos
sabéis lo que ha ocurrido. Bernardo se los ha llevado a todos.
Imaginad, señor, ¡a todos! Yo me quedé completamente solo en un
castillo retumbante de ecos vacíos. ¿No creéis que eso sea
también doloroso?
De nuevo Tescelín interrumpió sus palabras, pero no su
paseo. Sin embargo, de pronto se paró ante el sitial del duque, y
dijo:
—Ahora, excelencia, voy a deciros una cosa. Yo he tenido una
vida que la mayoría de los hombres llamarían "bendita". ¿Y por
qué? Porque nací noble, heredé enormes posesiones, conseguí
una esposa encantadora, fui siempre afortunado en las armas,
disfruté del alto favor de mi soberano y señor y de una familia que
era un orgullo. Pero, excelencia, quienes dijeren tal cosa, no saben
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en qué consiste la verdadera bendición de mi vida. ¡No!... Pero yo
voy a decírosla. Voy a deciros que las mayores bendiciones que he
recibido en mi vida son aquellas cosas que la mayoría de los
hombres llamarían pesares. Es mucho lo que puedo agradecer a
Dios, señor; pero nunca podré agradecerle bastante que me haya
hecho caer de rodillas, que haya llenado de lágrimas mis ojos y mi
corazón y me haya obligado a exclamar: "¡Tú eres el Señor Dios de
todas las cosas...!" Excelencia, nada hay en todo el ancho mundo
que pueda hacernos comprender lo que somos (insignificantes
criaturas dependientes de Dios) como nos lo hace comprender el
dolor.
Y diciendo esto, dio un puñetazo sobre la mesa ante el rostro
mismo del duque de Borgoña. Y después de una breve pausa,
continuó:
—Han pasado cinco años desde que Bernardo y mis otros
hijos se fueron a Citeaux. Han sido los años más largos y más
solitarios de mi vida. Pero, sin embargo, seguramente han sido los
más provechosos. ¡Ah, señor!, nada hay como la soledad para
alumbrar el pensamiento. Mi enorme castillo vacío era una inmensa
soledad para mí, en la que se alumbró este gran pensamiento: "La
vida sólo consiste en acercarse a Dios. ¡Ninguna otra cosa importa!"
Volvió a recorrer la sala en toda su longitud, y exclamó:
—Bueno, volviendo a mi objeto, ya sabéis que Bernardo
estuvo en Fontaines hace poco. Sabéis también que predicó un
tremendo sermón sobre el infierno. Pero lo que acaso ignoréis es
que él y yo sostuvimos una extensa conversación, en la que le dije
gran parte de lo que ahora os he dicho. Su respuesta fue que Dios
me estaba llamando al claustro. No puedo decir con exactitud que
aquello me sorprendiera; pero le hice muchas objeciones, y casi
muy parecidas a las que dos me habéis hecho esta noche. ¿Qué
puede hacer en la abadía un hombre de setenta años?... ¿Y sabéis
cuál fue su respuesta?
—¿Cuál?
—Una sola pregunta. Me miró, y me dijo: "¿Es que no puedes
rezar?"
Tescelín dejó que estas palabras hiciesen su efecto sobre el
duque antes de proseguir:
39
—Un niño de siete años (siguió diciéndome Bernardo) puede
elevar su corazón y su mente a Dios; supongo que un hombre de
setenta podrá hacerlo también. Tenemos suficientes trabajadores
jóvenes y fuertes; nos hacen falta más viejos que recen con ardor.
Marta preparó la cena para el Señor; pero María escogió la mejor
parte. Después, señor, me dijo algo que me ha dado mucho que
cavilar desde entonces; es la verdad más consoladora que yo haya
meditado en meses, ¡ay!, en años; es el hecho más inspirador que
yo haya pensado en toda mi vida. Me dijo: "En todo el mundo de
Dios no existe eso que se llama un viejo inútil. Dios nunca hace
nada inútil ni prolonga la vida a nadie que sea inútil. Mientras un
hombre respire, Dios obtiene de él una utilidad especial." ¿No encontráis
que es de sentido común, señor? Y, sin embargo ¡con
cuánta frecuencia miramos a las personas, especialmente a los
viejos, como inútiles! Todos estamos equivocados. ¡Dios nunca da
la vida a algo inútil! Así, ya veis por qué marcho a Clairvaux:
porque no soy inútil y puedo rezar.
El duque quedó muy impresionado por el discurso y las
maneras de Tescelín. Observaba atentamente cada uno de los
movimientos de su consejero y absorbía cada una de sus palabras.
La última frase le causó tanta impresión, que se sobresaltó
visiblemente. Pero antes de que pudiera hablar, Tescelín reanudó
su historia, diciendo:
—Y ahora, excelencia, un último motivo. Toda mi vida he
sentido gran preocupación por la Iglesia de Dios. Y durante toda mi
vida me ha dolido el corazón a causa del daño que los príncipes
han causado a la Iglesia. Por eso, cuando mi hijo pronunció estas
palabras: "Ven a Clairvaux, y pide por la Iglesia de Dios; ven, y llora
por loa pecadores", fue como si me hablase mi propio corazón. Ahí
tenéis, señor, el resumen de por qué un hombre de setenta años va
a entrar como lego en la abadía. No es la soledad en que me han
dejado mis hijos; es el amor por mi Dios. Mis brazos son débiles y
mí paso lento; pero mi corazón y mi alma pueden elevarse a Él. Y
eso es la oración. No seré inútil. Haré penitencia y oraré. Eso será
dar gloria a Dios, y glorificar a Dios es el único fin de la existencia.
¿Puede un hombre de mis años responder de otra forma a esa
pregunta breve, inspiradora, aguda, de ¿es que no puedes rezar?
Todo el aspecto del duque había cambiado mientras Tescelín
hablaba. Nunca hasta entonces viera a su consejero tan animado
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ni tan profundamente serio, ni tampoco le oyera hablar con tanta
fuerza y sentimiento. Ante la última pregunta de Tescelín, se puso
en pie, tendió su mano y dijo:
—Dame tu mano, Moreno, y permíteme decirte que el haberte
conocido ha sido para mí un favor de Dios. ¡Vete! Si; no lo dudes,
¡ve! Yo cuidaré de tus propiedades como me has indicado y
cuidaré de Humbelina como si fuera mi propia hija. Ve, y sírveme
de una nueva manera. Ruega por mí. Y dile a tu hijo Bernardo que
su pregunta de "¿es que no puedes rezar?" y su observación de
que no hay ninguna criatura inútil, significan mucho para mí. Nunca
las olvidaré.
Y con estas palabras, los dos nobles caballeros se
estrecharon las manos, diciendo mucho más con la presión de sus
dedos y la luz de sus miradas de lo que hubieran podido pronunciar
sus labios.
La muerte en el más amargo
campo de batalla del mundo.
A los dos años justos de separarse Tescelín y Hugo de
Borgoña, Gerardo, el hombre de las ideas fijas, se hallaba
arrodillado junto al montón de tierra fresca que cubría una tumba
reciente. En pie, enfrente de él, se hallaba Geoffrey de la Rocha,
prior de Clairvaux. Gerardo llevaba un rato arrodillado, inmóvil,
como una estatua; sólo se movían sus ojos; iban de la cruz de
hierro que se erguía a la cabecera de la tumba a la tierra húmeda
que la cubría. De pronto, se echó cuan largo era sobre la tumba,
besó la cruz y la tierra y prorrumpió en tristísimos sollozos mientras
decía:
—Perdóname, padre, por haber llegado a pensar que eras un
cobarde...
Las lágrimas corrían de sus ojos. El monje duro y ascético
volvía a ser un chiquillo. El prior había aguardado algo por el estilo.
Se inclinó, puso su mano sobre el hombre robusto sacudido de
sollozos, y le dijo:
—Venid, Gerardo; venid a mi celda, y contádmelo todo
Apenas entraron en la celda, Gerardo prorrumpió de nuevo en
sollozos:
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—No lloro de dolor, Geoffrey; lloro de vergüenza. No lloro por
mi padre; lloro por mí. ¡Imaginad! Una vez le dije que era un
cobarde... ¿Cómo pude ser tan estúpido? El me respondió que
algún día lo comprenderla... ¡Y ese día es hoy, Geoffrey!
Geoffrey esperó sabiamente a que aquel hombre conmovido
le relatara la historia a su manera. Gerardo prosiguió:
—Vos lo habéis visto durante dos años. Era un hombre
metódico, ¿verdad?
—De lo más metódico— fue la respuesta.
—Cualquiera que no lo supiera ¿habría podido sospechar que
este anciano lego, conocido por Tescelín, era el padre del abad de
Clairvaux y de otros cinco miembros de la comunidad?
—No, nunca lo habría sospechado.
—¿Habéis pensado alguna vez lo que eso significaba,
Geoffrey? Mi padre, que toda su vida había mandado sobre
centenares de hombres, que era consejero y amigo intimo del
duque de Borgoña, señor de Fontaines y de los territorios que de
Fontaines dependían, ¡obedecía las órdenes de sus hijos! Para eso
se necesita mucho heroísmo, Geofirey. Todos podemos llegar a
acostumbrarnos a las exigencias de nuestro voto de pobreza y no
encontrar graves dificultades para observar el de castidad. Pero
¿quién es el que teniéndose por hombre y habiendo tenido
experiencia del mando no admita que se siente rebelar casi instintivamente
ante la idea de obedecer al prójimo?
—Es el brote de nuestra independencia innata —convino
Geoffrey.
—Sí, y ¡cómo brota cuando el que manda es en muchos
aspectos nuestro igual! Entonces, ¿qué no le habrá costado a mi
padre obedecer a sus hijos? ¡Es algo milagroso, Geoffrey!
—Si, lo es —repuso el prior—. Y lo digo, no porque fuera
vuestro padre, sino porque conocí algo de su vida anterior a su
ingreso en la abadía. Si comparáis sus dos últimos años con
cualesquiera otros años de su vida, aún tendréis mayores motivos
para asombraros. Pensadlo, Gerardo, vuestro padre se levantaba a
las dos de la mañana. ¿Y para qué? Sólo para alabar a Dios.
Trabajaba en la alquería y con el ganado durante largas horas ¿Y
para qué? ¿Por qué él, que había sido caballero, señor y consejero
de señores, había de ensuciarse las manos y cansar su espalda
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con trabajos tan humildes? ¿Por qué? Sólo para alabar a Dios.
Guardaba silencio durante casi el día entero, estaba satisfecho con
las ropas más pobres y los manjares más sencillos. ¿Y por qué?...
¿Por qué Tescelín, señor de Fontaines y favorito del duque, habría
de pasar sus últimos años haciendo aquellas labores aparentemente
tan tontas que cansaban su cuerpo con el trabajo rudo y
negándole todos los regalos de la vida, descansando en un
durísimo lecho unas breves horas y alimentándose sólo con los
vegetales más sencillos? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?... ¡Sólo
para alabar a Dios! ¡Qué inspiración ha sido él para todos nosotros!
Los libros y los manuscritos son buenos para ayudarnos hacia la
santidad. Mejor todavía es la voz del maestro vivo. Pero para
obtener verdaderos resultados nada tan útil como contemplar a un
viejo caudillo realizando el monótono trabajo del día con los ojos
iluminados por la luz del amor y una canción en el corazón. ¡Eso es
lo mejor de todo! Y todo eso era tu padre, Gerardo.
—Gracias, Geoffrey —contestó Gerardo, secándose las
lágrimas—. Yo soy su hijo, y es natural que yo le admire: pero el
escucharos ese tributo que yo creo le es debido, me llena de
consuelo. Mi padre era un guerrero de los pies a la cabeza. Y sus
últimos años lo han probado con mucha más fuerza que los setenta
y ocho precedentes. El ha muerto en lo que voy empezando a
considerar como el más amargo campo de batalla, en el que
hombre debe vencer, no sólo al mundo y al demonio, sino también
a sí mismo. Mi padre me dijo una vez que había una victoria mayor
que la de vencer al enemigo que viene de fuera vistiendo la
armadura y espada en ristre. ¡Bien me lo ha probado durante estos
dos últimos años! Pero de lo que me avergüenzo, Geoffrey, y de lo
que me avergonzaré eternamente, es de haber pensado de él un
día que era cobarde. Entonces era yo joven. No sabía lo que era el
valor. Desde entonces lo he aprendido al aprender lo que necesitamos
para probar nuestro amor a Dios. Mi padre me lo ha
enseñado. También mi vida ha de ser digna de tal señor. Me dijo
que había de enseñarme una lealtad más profunda y un amor más
intenso. Así lo ha hecho. Lo que hace grande la vida de un hombre
y lo que hace que un hombre viva grandemente es el amor a Dios.
Mi padre lo tuvo.
Y al decirlo, en los ojos de Gerardo ardía una nueva luz.
43
Geoffrey se alegraba de haber esperado junto a la tumba.
Aquella entrevista había cambiado en admirador a un hombre
apesadumbrado. Gerardo se dirigió luego en busca de su hermano
Bernardo. Y mientras la puerta se cerraba tras él, Geoffrey
exclamó:
—Sí, vuestro padre poseía ese amor por Dios Y yo, sin miedo
a equivocarme, digo: De tal palo, tal astilla.
¿Os parece mal que la agradecida y apreciativa Orden de
Citeaux llame venerable a aquel viejo guerrero?
44
II
LA MADRE QUE LLEGÓ A SER SANTA
(BEATA ALICE)
"La sangre habla."
El abad Jarenton, viendo que la discusión no conducía a
ningún fin, decidió cambiar de tema; pero el abad Federico, que
quería finalizar todas las discusiones, decidió que el tema no debía
cambiarse. Y, sin embargo, como no era más que un huésped en
San Benigno de Dijón y hacía poco tiempo que conocía al abad
Jarenton, hubo de emplear toda su maestría en el arte de
conversar para parecer rendirse ante su huésped, cuando, en
realidad, seguía manteniendo tenazmente su posición. Federico
era diestro; pero Jarenton había vivido entre los hombres durante
demasiado tiempo para no descubrir sus maniobras, y tenía
demasiado sentido del humor para no prestarse al juego de
Federico. Así, la discusión prosiguió, aunque hablaran de otros
temas.
Para uno resultaba divertido, para el otro enfadoso. Jamás
mosca y araña, gato y canario se espiaron más cuidadosamente
que aquellos dos abades mientras hablaban del tiempo, de las
cosechas, de los prelados, de los príncipes y de los poderes del
gobierno, aunque, en realidad, no hacían otra cosa que seguir
discutiendo sobre la santidad. Federico proclamaba que era casi
enteramente obra de Dios; que los santos eran sus favoritos sobre
quienes derramaba una gracia tal, que difícilmente podrían ser de
otra manera; Jarenton, en cambio, insistía en que cada hijo de
Adán y cada hija de Eva tenían en su mano la posibilidad de ser
santos sólo con decidirse a pagar el precio.
Federico era alemán, física y mentalmente. Por tanto, su
esforzado sistema de pensar y de hablar, ponderado y persistente,
ofrecía un gran contraste con el sutil y locuaz francés Jarenton,
vivísimo de ingenio. La discusión había ocupado la mayor parte de
la mañana, durante la cual habían comparado un texto de la
45
Escritura con otro, un santo con otro y un ejemplo con otro. Apenas
Federico habla citado, triunfante: "Porque fue Dios quien obró en
vosotros dos la voluntad y la consecución", cuando Jarenton le
replicaba de buen humor: "Sí, pero no olvidéis el versículo anterior
y el siguiente. ¡Ambos son imperativos! Si mal no recuerdo, el
anterior dice: "Trabajaste tu salvación con temor y temblor", y el
siguiente continúa: "Haz todas las cosas sin murmurar."
Entonces, Federico intentó resumir toda su tesis en una sola
frase de San Pablo: "Yo soy lo que soy por la gracia de Dios." Pero
Jarenton le pidió recordar el resto de ese mismo versículo: "Y su
gracia en mí no cayó en vacío, sino que yo he trabajado más
abundantemente que todos ellos." El abad francés dio gran relieve
a esta réplica, acentuando marcadamente las palabras "yo he trabajado".
Federico le dejó disfrutar de su triunfo; pero a poco le pagó
en la misma moneda, preguntando:
—¿Y cómo termina ese versículo? ¿No es con algo así como
"sin embargo, yo no..." Pero ¿me escucháis, señor abad?... "Sin
embargo, yo no..., sino la gracia de Dios conmigo."
Todo transcurría con la gracia más encantadora. Dos mentes
agudas se hallaban en duelo y toda la mañana había sido ataque,
defensa y contraataque. Cada santo había sido parangonado con
otro; Juan el Bautista, comparado con San Pedro; los Apóstoles
que respondieron a la llamada, con el joven rico que se alejó
tristemente. Tan pronto como Federico señalaba las tendencias
pelagianas en las tesis de Jarenton, éste le recordaba los
maniqueos a su huésped. Cuando Federico preguntó si era el
hombre quien habría de determinar a Dios Todopoderoso, Jarenton
repuso sí es que Dios iba a destruir el libre albedrío de su criatura.
Para terminar la discusión, Jarenton propuso:
—Venid, vamos a visitar la iglesia.
Federico se levantó; pero mientras se dirigía a la puerta, dijo:
—La iglesia, donde las almas son santificadas por Dios a
través de sus Sacramentos.
—Sí —repuso Jarenton, riendo—. La iglesia donde las almas
se santifican a sí mismas, recibiendo los Sacramentos Y alabando
a Dios.
La discusión sufrió un paréntesis mientras el abad de San
Benigno señalaba las muchas bellezas de su iglesia, y tal vez le
46
hubieran puesto fin, de no haber tropezado con dos siervos que
charlaban ante seis estatuas de piedra. Jarenton hizo seña a su
compañero de que guardase silencio, y le condujo a un pequeño
hueco desde donde podían ver y oír sin ser vistos ni oídos.
—Escuchad —murmuró Jarenton—, esto tiene que estar bien.
Sólo esperaron un momento antes de escuchar la voz clara
del primer siervo, que decía:
—Esta tercera estatua representa a Bernardo. No era nada
extraordinario con la lanza o el hacha de combate; pero tenía
talento. El fue quien condujo a toda su familia al claustro.
Federico elevó las cejas en signo de pregunta, y Jarenton, con
un gesto afirmativo de cabeza, respondió:
—Eso es cierto.
Entonces, el abad alemán escuchó más atentamente,
mientras el siervo proseguía:
—Era un muchacho maravilloso y fue un hombre más
maravilloso todavía. Captó a la flor de nuestra nobleza, a treinta de
los mejores hombres del ducado, y los llevó al monasterio del
pantano de Citeaux. Eso fue sólo el principio. Unos cuantos años
más tarde, cuando fue elegido abad de Clairvaux, tenía el valle
entero atestado de monjes. Ahí tienes retratada a toda su familia en
esas estatuas.
Mientras el siervo señalaba a las seis figuras de piedra,
prosiguió:
—Allí tenía Bernardo a gran parte de sus parientes; un
verdadero enjambre de nobles y caballeros y tantos siervos, que no
se podrían contar. ¡Incluso tuvo allí a su padre!...
Tescelln el Moreno, señor de Fontaines, murió hace unos
cuantos años como hermano lego en la comunidad de Clairvaux.
—¡Su padre! —exclamó el segundo siervo, asombrado—. ¿El
consejero del duque de Borgoña?
—Si, eso es, el consejero del duque de Borgoña— repuso el
primer siervo con aire de superioridad y complacencia—. ¡Oh, el
hijo es una maravilla!... Esta estatua siguiente es la del joven
Andrés. ¡Qué muchacho tan prometedor era! ¡Imagínate! ¡Fue
armado caballero antes de cumplir los diecisiete años! ¡Qué
guerrero hubiera sido! Pero marchó con Bernardo y con Bernardo
47
se quedó... Este es Bartolomé, un mozo todo lo encantador que
puedas imaginar. Tenía la corpulencia de su padre, pero el carácter
de su madre. Todos le querían... Este último es Nirvado, a quien
concedo más méritos que a todos los demás.
—¿Y por qué? —preguntó el segundo siervo.
—Porque tenía mejores perspectivas que todos los demás y
más tiempo para poner en práctica lo que abandonaba. Figúrate
que cuando todos sus hermanos marcharon, él era el único
heredero de Fontaines. Imagínate todo lo que hubiera poseído. El
gran castillo es lo de menos Habría heredado más territorios de los
que se pueden recorrer en dos días; siervos suficientes para crear
una colonia; la amistad y el valor del duque... Hubiera tenido todo
cuanto un hombre puede desear, todo lo que el hombre lucha por
conseguir y todo lo que el hombre puede esperar. Y, sin embargo,
también se fue. En cuanto tuvo edad suficiente se fue.
—¿Crees tú que tendría edad para saber lo que hacía?
—Desde luego. Tuvo dos años para pensarlo. No era ningún
niño. Casi tenía diecisiete años, y ningún hijo de Tescelín llegó a
esa edad sin saber cuántos son dos y dos. Sabía perfectamente lo
que hacia y lo sabía casi aún mejor que los otros, porque tuvo
tiempo de contemplar los dos lados de la tapia. Visitaba a sus
hermanos en Citeaux, y veía cómo era aquello; y, por lo que me
han dicho algunos amigos, en su casa tenía que combatir la
oposición de su padre, que constantemente le recordaba que todo
aquello habría de ser suyo. Naturalmente, Tescelín quería que
algún hijo suyo perpetuase el nombre de la familia y conservase las
propiedades.
Federico volvió a mirar a Jarenton con las cejas elevadas e
inquisitivas, y recibió la misma respuesta afirmativa. El abad
alemán era ahora la encarnación del interés; se había puesto de
puntillas, y, en su ansiedad para no perder sílaba, se hallaba
inclinado hacia adelante. Jarenton sonrió.
—Bueno, pues ya está —dijo el segundo siervo—. Aunque, en
verdad, no está, ya que el buen abad Jarenton no ha completado
su obra, pues aún faltan dos estatuas más: una del propio Tescelín,
y otra, de Humbelina, la única hembra de la familia. Una verdadera
reina, lo que se dice una reina. Te hubieras enamorado de ella. Se
casó con Guy de Marcy, y toda la comarca dijo que era la mejor
48
boda que se pudiera soñar. Pero ¿sabes dónde se encuentra la
buena señora en este momento?
—No, no lo sé.
—Está en el convento de Jully.
—¿Cómo? —exclamó el primer siervo, asombrado—.
¿Después de casarse?
—Después de casarse —respondió el otro con orgullo—. Y
ahora, ¿qué te parece? ¿No es cierto lo que te dije? ¿No es cierto
que la mayor gloria de Dijón está fuera de Dijón? ¿No merece la
pena hablar de la familia de Fontaines? ¿Has oído otro caso igual?
—Debo confesar que no. Pero estoy intrigado, y tienes que
ayudarme. Aquí hay seis estatuas representando a los seis hijos. Y
dices que debería haber dos más, una del padre y otra de la
hermana. Está bien. Todos son religiosos, de manera que supongo
tendrán un puesto u otro en la Iglesia. Pero ¿quieres decirme qué
hace ésta aquí?
Y señalaba la tumba de la madre.
Ella era la única que no fue religiosa. ¿Qué lugar tiene en esta
iglesia?
—¿Que qué lugar tiene en esta iglesia? —repitió el otro,
indignado y gruñendo—. Ya voy viendo, mi buen amigo Clontof, por
qué no se te da bien la cría de ganado. No me extraña que tu amo
te enviase aquí a aprender un poco. ¿No has oído nunca decir que
la sangre habla?
—Lo he oído —repuso Clontof, ligeramente ofendido—; pero
me gustaría saber qué es lo que la cría de ganado y la sangre
tienen que ver con mi pregunta.
—Pues claro, hombre; si lo supieras era tu respuesta.
—Durtal, déjate de bromas sobre una cuestión tan sagrada y
en tan sagrado lugar.
—¿Bromas? ¿Bromas?... En mi vida he estado más serio. Tu
pregunta me asombra. Tú dices que ellos tienen un sitio porque
eran religiosos, pero que a ella no le corresponde por no haberlo
sido. ¡Hombre, Clontof, eso es demasiado! ¿Quieres decirme de
dónde sacaron ellos sus méritos? ¿Es que no sabes que de los
padres se hereda, no sólo el azul de los ojos, el cabello rubio o la
blancura del cutis, sino también la limpieza de corazón, de
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pensamiento y de conciencia? ¿Ignoras que el honor, el valor y la
virtud vienen de los padres? ¿No sabes que no sólo la belleza del
cuerpo, sino la del alma, son cuestión de raza? ¿No sabes que la
sangre habla en las cuestiones de religión lo mismo que en las
otras? ¿Que qué hace ella aquí?... ¡Pues hombre, si no hubiese
sido por ella, no estarían aquí los otros!... Ella dio a luz a esos seis
hijos y a esa hija que te he dicho. Ella fue la esposa de Tescelín el
Moreno, y tuvo una gran parte en hacer de él el hombre que llegó a
ser... ¿Y me preguntas que qué es lo que hace aquí? Esa pregunta
es una tontería. ¡No, hombre! Al contemplar las seis estatuas, lo
primero que hubieras debido preguntar, de ser medianamente
inteligente es: "¿Quién fue su madre?"
Clontof se mordió los labios y no dijo palabra.
—La herencia —continuó Durtal—no termina con la carne y la
sangre y las características de raza. Nunca. Se filtra a través de la
carne y de la sangre en el pensamiento y en la voluntad del alma.
La herencia espiritual es un hecho, Clontof, un hecho tan real como
la herencia física. Claro está —añadió en tono más reposado—,
que todo es una cuestión muy extraña, porque lo mismo que en
una carnada de animales hermosos encuentras un enano, lo
mismo en una familia magnifica encuentras una oveja negra. Pero
eso no varía el hecho de la herencia espiritual, lo mismo que la
presencia de los animales desmedrados no varía la preocupación
por criar pura sangres.
—Entonces, ¿tú quieres decir que la santidad es sólo cuestión
de nuestros mayores? —comentó Clontof en tono que no sólo
implicaba duda, sino beligerancia.
Durtal lo miró pensativo, y dijo lentamente:
—Amigo mío, si siembro la mejor simiente del mundo en tierra
mala, no conseguiré una cosecha famosa; pero si tengo el mejor
terreno del mundo y siembro en él mala simiente, ¡ya sabes qué
clase de cosecha puedo obtener! Pues con los hombres ocurre
algo análogo. Algunos que tienen los mejores padres del mundo,
salen malos por las compañías o por el abandono que los rodea;
pero para lo que se necesita un milagro de primera categoría es
para que un hijo de una mala mujer sea santo. ¡Hay mucho,
Clontof, hay mucho en la sangre! No digo que todo; pero si digo
que mucho. Yo puedo injertar una rama silvestre en un árbol bueno

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y tomará muchas de las características de ese árbol, pero siempre
se conocerá el sabor silvestre en la fruta que dé.
—Hombre, ¿conque te parece que somos lo mismo que los
árboles y el ganado? —preguntó Clontof, enfurecido.
¡No! —repuso Durtal, riendo—. Pero casi estoy a punto de
decir que algunos sí lo son. Escucha, hombre, te lo diré así:
Bernardo era un mancebo muy hermoso. Tenía ojos azules
enormes, el cabello rubio y un cutis blanco y suave. ¿De dónde los
sacó?
—Pues me figuro que de sus padres —rezongó Clontof.
—¡Bien! —exclamó el bueno de Durtal—. Pues su padre era
llamado Tescelín el Moreno; pero tenía el cabello y la barba rubios,
mientras que su madre, Alice de Montbar, tenía los ojos más
hermosos que yo haya visto nunca en rostro humano. Y ahora te
diré que Bernardo tenía uno de los espíritus más orgullosos, más
atrevidos y más osados que te hayas echado a la cara, mientras al
mismo tiempo era tan considerado, tan amable y tan generoso, que
los siervos de sus estados nunca conocieron otro igual. A ver, ¿a
qué achacas tú esas características?
—¡Yo qué sé! —repuso Clontof, malhumorado.
—Pues puedes calcularlo lo mismo que los ojos, el cabello y el
cutis —contestó Durtal, riendo—. Piensa: "sus padres", y tendrás
toda la razón, porque Borgoña no puede hacer gala de caballero
más noble que Tescelín el Moreno, y durante los siglos venideros,
no sólo Fontaines, sino Dijón entero cantarán las alabanzas de
Alice, la generosa Alice. Así, que si quieres saber por qué la madre
de estos seis monjes está enterrada en esta iglesia, la respuesta
es, sencillamente: por ellos seis. Pues como Dios es Dios, estoy
seguro de que su santidad se debía en gran parte a la madre. Y
¡qué madre, Clontof ! Crió a cada uno de sus hijos a sus pechos,
cosa que muy pocas damas nobles hacen en nuestros días. Yo
tengo la seguridad de que esos hijos sacaron de tal crianza mucho
más que el alimento material. Cuando crecieron, las rodillas de su
madre fueron su única escuela. Lo mismo que había rechazado las
nodrizas mercenarias para la crianza de sus hijos, rechazó los
maestros para su enseñanza. Sólo cuando ya eran fuertes mental,
física y espiritualmente, les permitió alejarse. Y aun entonces
seguía manteniéndolos vigilados. Vamos, Clontof, que Alice de
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Montbar era un madre convencida de que su labor no terminaba
más que con la muerte, y el mas grande monumento a su gran
maternidad no son estas seis estatuas, ¡no! El más grande es la
dedicación que estos seis hijos hicieron a Dios. Estas estatuas no
están aquí por la santidad de los que representan, sino por la
santidad de aquella que los trajo al mundo. El abad Jarenton no las
mandó hacer para honrar a los hijos; lo ha hecho para honrar a la
madre. Y ha hecho muy bien. "Los conoceréis por sus frutos." Pero
ven, pues veo que las palabras de un viejo como yo te causan poca
impresión. Ven, y le preguntaremos a Ángela, la joven viuda, y a
Joan, la huerfanita, por qué está enterrada Alice de Montbar en la
iglesia, ¿no es cierto? ¿Qué opináis de la teoría del siervo?
Los siervos se marcharon, y el abad Federico se volvió a
Jarenton con los ojos iluminados por la ansiedad y la voz vibrante
de entusiasmo, y le dijo:
—Vamos a seguirlos.
Jarenton rió suavemente y le preguntó:
—¿No teméis que Durtal turbe vuestra teoría sobre la
santidad? Parece que él dice que la santidad no es cuestión de
Dios ni del hombre, sino de nuestras madres. Pero no, Federico; no
es preciso que los sigamos. Podéis escuchar a Ángela y a la
pequeña Jean en mi despacho. Pero antes cenaremos si os
parece. Venid.
Hágase la voluntad de Dios.
Después de la cena, Jarenton, antes de abrir un grueso
volumen que había sobre su mesa, se preocupó de que su
huésped se sentara cómodamente. Pasó unas cuantas hojas, halló
lo que buscaba e hizo girar su asiento para poder mirar a Federico
y al libro. Cuando se hubo acomodado, dio comienzo diciendo:
—Abad Federico, he disfrutado muchísimo con vuestra
discusión de esta mañana. Podría haber discutido el tema
varias veces desde los dos puntos de vista. A veces discuto
como vos lo hicisteis diciendo que los santos son favoritos
de Dios, que han sido abrumados con sus divinas gracias.
Tanto mediante las Escrituras como mediante los ejemplos, este
argumento tiene mucha fuerza. Y, sin embargo, en el fondo de mi
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corazón presiento que el punto de vista que he defendido hoy es
cierto. Hasta en mis propios huesos siento que todos nosotros
poseemos gracia suficiente para ser grandes santos sólo con
cooperar a ella. Al invitarnos a seguirle, Cristo se obligó a darnos la
fuerza suficiente para hacerlo, para ir tras Él, no como lo hicieron
los Apóstoles en la época de la Pasión, sino tan de cerca como lo
hizo el Cirineo. O como lo expresa Bernardo Fontaines: "Lo
suficientemente cerca de Él para alcanzarle." Bernardo hace bien
en decir que de poco ha de servirnos seguirle si no le alcanzamos.
Pero, sea como quiera, esta mañana habéis escuchado algo nuevo
en la iglesia, ¿no es cierto? ¿Qué opináis de la teoría del siervo?
—¿En cuanto a la herencia espiritual?
—Exactamente —repuso Jarenton.
—Pues yo querría —contestó Federico— meditar el asunto
antes de hacer ninguna declaración terminante; pero de momento
diría que es sumamente plausible. Si yo heredo mis características
físicas, ¿por qué no he de heredar las espirituales? Algunos dicen
que no es así, porque sólo el cuerpo es engendrado por los padres,
mientras el alma procede directamente de Dios. Y eso es verdad.
Pero así y todo, la acción combinada del alma sobre el cuerpo y del
cuerpo sobre el alma es tan intima, que el siervo puede estar en lo
cierto. Además, tenemos el refrán que dice: "De tal palo, tal astilla",
cuya evidencia se ha probado tantas veces en el orden moral como
en el físico, Hijos guerreros de padres guerreros e hijas virtuosas
de madres virtuosas. Es una idea que merece tomarse en consideración.
Pienso estudiarla a fondo en mi propia abadía y entre
mis propios hombres. Pero Durtal, como le llamaron, ha hecho algo
más que darme una idea esta mañana: ha picado mi curiosidad
hasta el extremo. Quiero saber todo lo referente a esa Alice de
Montbar que le ha arrancado tales elogios. Me encantaría escuchar
lo que hayan de decir la viuda y la huérfana.
—Os prometí que las oiríais, ¿verdad? Pues las oiréis. Pero
antes de escucharlas a ellas, escuchadme a mí. Abad Federico,
como sabéis llevo ya muchos años en religión, y, sin embargo,
puedo asegurar que aprendí muchas más cosas divinas de esa
mujer, Alice de Montbar, de las que pudieron enseñarme los
maestros de novicios, abades e instructores religiosos y los libros
piadosos.
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—Eso tanto puede ser un gran elogio a esa mujer como la
triste confesión de una situación deplorable.
—Tomadla como lo primero —replicó Jarenton—y sabed que
la lección no la aprendí de sus labios, sino de sus costumbres. La
primera gran verdad que me enseñó fue la de que aunque "la
caridad empieza por uno mismo", no termina ahí. Y ésa es una
lección como las de Cristo, que nosotros, los seguidores de Cristo,
no solemos aprovechar. Alice era una dama noble con una familia
bastante numerosa y enormes propiedades. Tenía siervos
suficientes Para utilizar constantemente los cuidados de dos
personas, y, a pesar, de ello, casi a diario se la encontraba en las
miserables chozas de los pobres o a la cabecera de los enfermos
de Dijón. Y habéis de daros cuenta, Federico, de que Dijón está a
más de tres millas de distancia del castillo de Fontaines. Ya habéis
oído hablar a Durtal, el siervo, de la viuda Ángela y de la huérfana
Joan. Son gentes de Dijón. Son feligreses mías; y aquí —añadió,
señalando las páginas del libro— tengo otros muchos nombres de
viudas y huérfanos, de pobres y enfermos pertenecientes a mi
parroquia, que, prácticamente, podrían hablaros uno por uno de la
amabilidad de Alice y de su caridad cristiana.
—¿Les enviaba cosas? —interrogó Federico.
—No; lo que quiero decir es que acudía a visitarlos
personalmente. ¡Ah, si nosotros supiéramos hacer el papel de
Cristo como aquella mujer lo hacía! —suspiró Jarenton—. Sin
dramatismos, sin exhibicionismos. Sin pretensiones ni presunción,
sino con una naturalidad, una facilidad y una gracia que hacían
encantadores sus gestos. Ya sabéis, Federico, que nadie es más
orgulloso que los pobres. ¡Cómo los molesta la piedad! Y ¡cómo
rechazan cualquier cosa que se les dé si el dador lo hace
solamente por lástima! Es un orgullo que no me atrevería a
condenar, ya que tiene su fundamento en una justa apreciación de
su innata nobleza. Los pobres se dan cuenta de que son personas,
y aunque carezcan de bienes terrenales, poseen un alma inmortal,
y en todo lo esencial son iguales al señor, al barón, al conde o al
rey. No condeno en absoluto, por tanto, el noble y legitimo orgullo
del pobre. Más bien digo: ¡Que el cielo los bendiga por él! Si
analizamos debidamente ese orgullo, advertiremos que es la
conciencia de ser hijos de Dios y hermanos de Jesucristo. No obstante,
esa conciencia puede hacer sumamente difícil la posición de
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quien desee ayudarlos. Me he convencido de que ayudar a los
pobres es una de las misiones más delicadas de nuestro ministerio.
Dar sin ofender es un verdadero arte, que todavía yo no he logrado
dominar. Pero, en cambio, si he visto dominarlo a la perfección a
esa mujer de Fontaines. Alice de Montbar daba y daba y daba a los
pobres, y por alguna magia especial, ellos recibían y recibían y
recibían con placer. Jamás se sintieron humillados por sus
donativos. La habilidad de Alice consistía en que la mayor parte de
los beneficiados se sintiesen donantes, creyendo ser ellos mismos
quienes le hacían el favor y le proporcionaban la felicidad de
ayudarlos. Eso es lo que yo llamo el genio y el ingenio de Cristo.
Vos, Federico, conocéis el Evangelio, sabéis cómo Cristo daba v
daba siempre: un día, la salud del cuerpo o la salud de un miembro
a un paralítico o a un tullido; otro, una piel limpia y sonrosada a un
leproso repugnante; otro, tal vez la revelación de la luz al ciego, de
la melodía al sordo o la maravilla de la palabra a la lengua del
mudo. La verdad es "que iba haciendo el bien", con lo que sólo
molestaba a quienes pudiendo aliviar el sufrimiento de los pobres o
los enfermos no lo hacían. Los orgullosos fariseos y los despreciativos
escribas se sentían molestos por Él y por cada una de
sus obras de misericordia; pero los parias, los desheredados de la
fortuna a quienes concedía su amistad y por quienes obraba sus
milagros de misericordia, no consideraban que Cristo fuese
condescendiente al compadecerlos. Poseía el arte de dar hasta tal
punto, que el que recibía, nunca se sentía molesto...
Hizo una pausa y prosiguió:
—¿No sigue haciendo esto mismo hoy día? Sigue dando,
dando y dando. ¡Incluso se da a Sí mismo! Y lo hace en tal forma,
que ni vos ni yo, ni ningún otro mortal nos sentimos atemorizados
ni presumimos. Esto es lo que yo llama el arte divino, y digo que
Alice, la castellana de Fontaines, lo poseía a la perfección. Ángela,
la viuda, os dirá lo feliz que hacía a la señora al permitirle que la
vistiera con ropas de abrigo limpias y jugara con su muñeca.
—¿Que jugara con su muñeca? —preguntó Federico
incrédulo.
—Si, que jugara con su muñeca. Eso formaba parte de su
magia; podía obrar como una criatura sin perder jamás su dignidad.
En su presencia, todos (hombres, mujeres o niños) se sentían a
sus anchas. ¡Si hasta me dijeron que ella en persona limpió la
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choza, el lecho y el cuerpo de un pobre anciano paralítico! Y al
parecer, tanto la choza como el cuerpo y el lecho necesitaban una
buena limpieza.
—Seria naturalmente generosa y compasiva como muchas
mujeres en las que eso es una especie de instinto.
—Desde luego, ése puede haber sido el caso de Alice. Dios
pudo haberla dotado de uno de esos caracteres compasivos y
sensitivos, dándole además una tendencia natural a la bondad.
Pero debo decir que ella sobrenaturalizaba esa naturaleza y
supernaturalizaba esa tendencia convirtiéndola en caridad divina.
—¿Cómo probáis eso, Jarenton? Es una afirmación muy
amplia.
—Los alemanes sois científicos y os gusta tener pruebas de
todo, ¿verdad? —repuso Jarenton de buen humor—.
Perfectamente. Haré que la pequeña Joan pruebe mi afirmación.
Joan es una criatura encantadora. La verdad es que todo Dijón
esta enamorado de ella. Tiene una imaginación siempre en
movimiento y es más romántica que cualquier adolescente enferma
de amor. Un día preguntó a la castellana por qué venía siempre
sola a sus visitas. "¿Por qué no venís seguida de algún hermoso
escudero o acompañada por algún osado paladín? Las damas tan
grandes y tan hermosas como vos deberían llevar grandes y
gallardos rodrigones." La dama sonrió, tomó a la pequeña en sus
brazos y le dijo: "Amor mío, a mi me escolta el mejor Caballero del
mundo, al que tú habrás de conocer y amar también" "¿Dónde
estar —preguntó la niña, asombrada. "Aquí mismo" —murmuró
Alice, señalándose al corazón. Luego prosiguió diciendo: "Mi
querida Joan, yo voy sola con Dios a hacer las obras de Dios. No
quiero que me vea nadie más que Él." Es natural que la niña no
comprendiese todo el significado de tan santa respuesta, pero tuvo
la agudeza suficiente para preguntar: "¿Cuál es la obra de Dios?" Y
la dama repuso: "Tú, hija mía; tú eres la obra de Dios, porque
cualquier cosa que yo haga por ti, la más insignificante de las
criaturas, la hago por Él."
Es un prueba magnifica y admiro la profunda piedad de esa
mujer —comentó Federico, pensativo— Pero, no os ofenderéis
conmigo sí os digo, Jarenton, que los elogios escuchados esta
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mañana en la iglesia de boca de ese Durtal me impresionaron más
aún que vuestras palabras.
—¿Ofenderme? —contestó Jarenton, riendo—. ¿Ofenderme?
En absoluto. Estoy encantado. Porque mientras veo la santidad en
sus actos de caridad verdaderamente heroicos, y mientras estas
cinco páginas —añadió, señalando al libro que tenía delante—
podrían deciros casi lo mismo que os han dicho Ángela y Joan, yo
sé que la mayoría de las gentes no verán más que una piedad
profunda. Son muchos los hombres de discernimiento que fían en
las obras exteriores...
—Bien expresado —prosiguió diciendo Jarenton— no es tan
importante lo que hacemos como el porqué lo hacemos; la cantidad
como la calidad de nuestras obras; la energía, sino el amor
empleado; las montañas que movemos como el móvil que nos
impulsa a moverlas. Todo eso es de lo más cierto, Federico; pero
hemos de recordar que tenemos que mover las montañas; las
buenas intenciones solas no sirven para nada.
—Veo que he tocado un tema atractivo para vos —observó el
abad visitante con una sonrisa.
—Más que un tema, Federico; una verdad y un principio que
han de servir de guía. Un principio que repito para mí y para mis
monjes día tras día. No son nuestros trabajos lo que Dios quiere,
sino el amor con que esos trabajos son realizados, y subrayo las
palabras "amor" y "trabajo", sobre todo la palabra "amor", porque si
hablara con la lengua de los ángeles y los hombres no tuvieren
caridad… Si distribuyera mis bienes para alimentar a los pobres y
entregara mi cuerpo a la hoguera y no tuviera caridad...
—…no os serviría para nada —terminó Federico.
—Absolutamente para nada —dijo Jarenton con énfasis—.
Pero os aseguro que cualquier cosa que hiciera Alice (e hizo
muchísimas más de las que sospechan los habitantes de Dijón), las
hacía con caridad. No hablo de un alma piadosa, Federico. Hablo
de un alma santa, y la distancia entre la piedad y la santidad es
infinita.
—Cuanto más habláis, Jarenton, veo con más claridad que
sois un hombre completamente acorde con mi propio corazón.
También yo sostengo que la diferencia entre la beatería y la
santidad es esencial. Muchos dicen que se trata solamente de
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grados diferentes. Yo digo, y vos parecéis decir también, que es
parecido. Yo encuentro que el mundo religioso está bien
pertrechado de almas beatas. Pero encuentro muy pocos santos.
—De acuerdo. Pero para ser fiel a vuestra tesis de esta
mañana, tendríais que echar la culpa a Dios de tal situación. ¿No
es así?
—Así es —contestó el sincero Federico—, y ahí estriba la
debilidad de mi tesis. Se le puede echar la culpa al hombre y decir
que su culpa consiste en no cooperar con la gracia de Dios.
—Yo digo que no somos suficientemente sensitivos a la gracia
de Dios —argumentó el francés—. Yo creo que nuestros deseos
son buenos, pero que nuestras inteligencias no son suficientemente
delicadas para captar los susurros de la Divinidad; que no están
sensibilizados como para captar cada rayo de luz celestial que Dios
les envía. He comprobado que la mayoría de los monasterios están
llenos de buenos deseos, pero no de agudas percepciones... Lo
que nos impide llegar a santos es más la lentitud del pensamiento
que la remolonería de la voluntad. Por eso es por lo que con
frecuencia me entran ganas de interrumpir a esos predicadores que
gritan: "¡Sed hombres de oración! ¡Amad a Jesús! ¡Sed santos!",
hasta ponerse morados, y decirles: "Eso es precisamente lo que yo
quisiera ser y hacer. Mi corazón está dispuesto. Mi voluntad es
buena. Su obligación es decir "cómo" he de ser hombre de oración,
"cómo" he de ser santo, "cómo" he de amar a Dios y a su Cristo."
Federico arqueó los labios ante la elocuencia de su colega.
Sé lo que queréis decir, Jarenton. Y sé lo que sentís. Pero y
Alice de Montbar, ¿predicaba en el sentido que pretendéis?
—Absolutamente.
—¿De veras?
—Sí, y sin proferir jamás una palabra. Alice me enseñó a ser
santo siendo una madre perfecta.
—¿Qué queréis decir?
—Que la llave del cielo, o si lo preferís el secreto de la
santidad, no estriba en oraciones ni en prácticas piadosas. Nunca.
Estriba en hacer la voluntad de Dios con buena voluntad. Y eso
resume totalmente a Alice de Montbar. Como estaba convencida
de que la voluntad de Dios era que fuese esposa de Tescelín el
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Moreno y madre de seis muchachos y una joven, mientras vivió fue
precisamente eso, esposa y madre, una esposa y una madre
perfecta, ya que, a su manera de ver, eso era lo que Dios quería de
ella.
—¡Vaya una manera de simplificar la santidad! —dijo
Federico.
—Sí, pero también de santificar la simplicidad —añadió
Jarenton—. ¡Ah, si el mundo aprendiera solamente lo que Alice nos
enseña! Si un abad se diera cuenta de que para él la santidad
consiste no en ser abad, sino en ser abad porque la voluntad de
Dios respecto a él es que lo sea; si los monjes se percatasen de
que lo único que han de hacer para ser santos es ser monjes,
porque la voluntad de Dios con respecto a ellos es que lo sean; si
los padres y las madres fuesen verdaderos padres y madres, no a
causa de la naturaleza, sino por la gracia de Dios, ¡qué mundo tan
diferente sería éste y qué lugar tan distinto sería el cielo! Pero,
generalmente, los abades creemos que nuestra misión es construir
grandes monasterios, crear grandes comunidades, realizar penitencias
extraordinarias y ser lámparas brillantes mediante nuestro
comportamiento externo. Los monjes son peor aún, y los legos casi
llegan a olvidar el elemento sobrenatural que hay en los papeles
naturales que han de representar en la vida. La falta de sencillez es
lo que cercena la lista de los santos y ensancha la de las
mediocridades. La madrecita que crió a la familia de Fontaines nos
da una tremenda lección. Viene a decirnos: "¡Sed vosotros mismos,
porque ésa es la voluntad de Dios!" pero ¿cuántos de nosotros
podremos santificarnos siendo nosotros mismos?
—Pocos, muy pocos, desde luego. Siempre estamos soñando,
deseando, esperando y haciendo planes, e incluso
atreviéndonos a ser algo o alguien distinto.
—Y por eso precisamente no vamos a ninguna parte en la
vida espiritual con rapidez sorprendente. Si Dios quiere que yo
vaya detrás de un arado, nunca llegaré a ser santo si aspiro a ser
poeta. Y, por el contrario, si quiere que sea poeta, la única manera
que tendré de alcanzar la santidad será siendo el mejor poeta que
pueda. Esa es la lección de la parábola de los talentos. Hemos de
trabajar con lo que Dios nos da. Si sólo me ha dado un talento, no
me excluirá del cielo por no poseer dos. Si quiere que sea abad,
nunca llegaré a Él despojándome del báculo pastoral para tomar
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con falsa humildad un cayado de porquero. He de utilizar mi báculo
como llave para el cielo, pues ningún otro cayado, bastón o báculo
podría abrirme aquella cerradura. ¡Esto es lo que hemos de
aprender y recordar! Lo que estropea nuestras vidas es enterrar
nuestros talentos, como luchar por ser lo que no fuimos creados
para ser, estropea nuestros amores. Es decir, lo que nos impide ser
santos es querer ser lo que no somos, pues eso significa estar
insatisfechos con la voluntad de Dios con respecto a nosotros.
—Difícilmente aprenderemos del todo esa lección —dijo
Federico.
—Y, sin embargo, tal verdad nos mira cara a cara desde cada
página del Evangelio —prosiguió Jarenton—. Pedro nunca habría
llegado a ser San Pedro si hubiera luchado por ser tan manso
como Bartolomé o tan delicado como San Juan. No. Precisamente
tenía que ser Pedro (la piedra) osado, tumultuoso y jactancioso.
Tenía que amar con amor de hombre, porque ése era el molde en
que el Señor le había vaciado. Nada de tiernos abrazos, nada de
apoyar su cabeza sobre el regazo del Señor. ¡Nunca! En lugar de
eso, habían de ser su camino la desafiante explosión de fe en sus
palabras: "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo", el rápido y
entusiasta abandono de su frase: "Yo debería morir contigo...", y la
humilde y desgarradora de "Tú sabes todas las cosas, Señor; Tú
sabes que yo te amo." ¡No podría haber ido por otro para alcanzar
su meta...! Lo que nos hace santos es ser justamente lo que Dios
ha querido que seamos encajando del modo más exacto en el
hueco que dispuso para nosotros. Los cáncamos cuadrados son
para los agujeros cuadrados, y la salvación sólo se conseguirá si
nos sentimos satisfechos de ser un insignificante cáncamo
cuadrado y de encajar perfectamente en nuestro agujerito.
Rendición.
—Os he envuelto —rió Federico.
—No, decid más bien que Alice me ha enseñado la verdad.
Me proporcionó la mejor exégesis de la Escritura que nunca había
recibido al verla alcanzar la santidad por ser sencillamente la
madre que era la voluntad de Dios que fuese. La lección que no
llegamos a aprender es la de que Cristo ganó la salvación, no por
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morir en la cruz, sino porque la muerte en la cruz era la voluntad de
Dios respecto a Él. De nuevo no se trata de lo que Cristo hizo, sino
por qué lo hizo. No nos redimió por su sufrimiento, sino por su
sujeción, o, si preferís, por la rendición de su voluntad ante la
voluntad de su Padre.
—Bien dicho. Pero ahora demostradme cómo se puede
aplicar todo eso a Alice.
Jarenton comenzó. Estaba enfrascado en su idea; quizá más
enfrascado de lo que Federico pensaba, y la mención de Alice le
turbó un momento; mas luego, sonriendo dijo:
—Que el cielo os bendiga a los alemanes. No hay duda de
que sabéis ateneros a un punto, y esta vez me habéis atrapado en
el punto exacto. "Rendición" era el último pensamiento que había
llegado a mi mente. Pues bien: puedo decir que Alice de Montbar
comenzó su vida real por una rendición, una rendición completa,
sin condiciones, a Dios. Y tal rendición le proporcionó la única
victoria real de la vida: la santidad.
Jarenton hizo una pausa; pero Federico estaba demasiado
interesado para ser paciente.
—Vamos, proseguid. Contádmelo todo.
Su huésped sonrió. Viendo emocionado a Federico, continuó:
—Alice de Montbar había sido destinada al convento por sus
padres. Con ese fin la educaron como muy pocas doncellas, pues
deseaban que reuniera condiciones para ocupar un puesto entre
las más cultas religiosas. Alice era una joven dócil e inteligente, y
había hecho grandes progresos en sus estudios. Un día, su padre,
como un rayo del cielo, le anunció que Tescelín el Moreno, señor
de Fontaines y consejero del duque, había pedido su mano, y él se
la había concedido. Alice se sometió. Acató la voluntad paterna sin
replicar. Cuando, años más tarde, le preguntaron qué sintió al
anunciarle su padre su casamiento, repuso: "Lo mismo que si me
arrancaran el corazón" Aquella rendición le costó un dolor horrible.
Pero cuando le preguntaron cómo lo soportó sin protesta, su
respuesta fue una pregunta: "¿Cuál es el cuarto mandamiento?"
Veinticinco años después de aquel acontecimiento manifestó su
alegría por haber hecho lo que hizo, pues había llegado al
convencimiento de que tal era la voluntad de Dios respecto a ella.

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Jarenton hizo una pausa antes de resumir su punto de vista. Federico le observaba atentamente. —Como veis, Federico, Alice de Montbar comenzó en plena juventud a llevar una vida muy sencilla, una vida guiada sin vacilaciones por su estrella polar, que era la voluntad de Dios. —Es un buen paso inicial —admitió el abad alemán—; pero es necesario algo más para beatificarla. Claro que sí, Federico; pero después de las premisas que he expuesto no debéis esperar obras extraordinarias, pues no las conseguiríais. —No las necesito. Lo que si quiero es algo más que ese consentimiento para contraer matrimonio después de haber sido destinada al convento. Jarenton contempló el serio semblante de su invitado, y sintió la tentación de bromear; mas se contuvo a tiempo, y dijo: —¿No querríais modificar esa frase, mi señor abad? ¿No sería mejor decir esa rápida rendición a la voluntad de Dios, aunque con ella destrozase los planes de una vida entera? Tened en cuenta que estoy construyendo mi tesis principalmente sobre ese punto. Alice fue santa, no porque fuera madre, sino por haberlo sido de acuerdo con la voluntad de Dios. —Considerad modificada la frase y seguid con vuestra argumentación —sonrió Federico. —Resumiré todo lo posible. Alice de Montbar estuvo a las puertas de la muerte siete veces sin una queja. —Otras muchas han hecho lo mismo. Algunas hasta han hecho más. Conozco mujeres que han dado a luz diez, doce y catorce hijos —repuso Federico fríamente. —¿Lo hicieron porque era la voluntad de Dios? ¿Lo consideraron como una tarea impuesta por Dios a su vida o lo aceptaron solamente como obra de la Naturaleza? Lo que cuenta no es el "qué", Federico, sino el "cómo". Alice de Montbar sabía lo que significaba tener un hijo. Sabía que había de sufrir y sufrir intensamente; pero sabía también que así cooperaba con Dios en uno de sus más grandes actos. Para ella era un acto religioso, un acto que la unía más aún a su Hacedor. Sí, y no me hagáis deciros algo más Federico. Si alguna vez una mujer llegó a acercarse al 62
sacerdocio, esa mujer es la señora de Fontaines, porque en cuanto daba a luz apretaba al hijo sobre su seno como cualquier madre y pronunciaba esas palabras maravillosas, llenas de significado maternal, "hijo mío"; pero inmediatamente, como si reaccionara, elevaba al niño en la patena de sus manos y se lo ofrecía a Dios diciendo las palabras de la consagración: "Este es tu hijo, Dios mío. A mí me lo has confiado. Te agradezco esa confianza y con tu ayuda seré fiel a ella." Después bajaba al niño al nivel de su corazón y entraba, como si dijéramos, en comunión con él. La verdad es que con aquella actitud recordaba la misa enormemente. —Eso ya es algo diferente —admitió Federico, sacudiendo la cabeza—. Eso si es verdaderamente religioso. —Luego hizo honor a aquella confianza como habéis oído decir a Durtal esta mañana. De hecho, esas estatuas son la historia en piedra de Alice de Montbar. El mejor elogio de una madre serán siempre sus hijos. Seis hijos en Clairvaux, su hija única en Jully y su esposo muerto después de dos años de hermano lego, dicen mejor que nada la clase de madre católica que era la señora de Fontaines. Las vocaciones proceden de Dios, Jarenton —arguyó Federico con cierta seriedad. —Cierto; pero si los oídos no estuvieran afinados para oír las voces de Dios, las vocaciones quedarían sin contestar. Y los oídos los afinan las madres al decir a sus pequeñuelos de dónde proceden, por qué están aquí y adónde van, Cierto que las vocaciones proceden de Dios, Federico; pero con frecuencia, casi siempre podríamos decir, Dios habla a través de otros. Son muchas las almas que oyeron la llamada de Dios, porque el corazón de una madre le hizo eco. Durtal aseguraba algo que tal vez sea exagerado, o mejor diríamos inadecuado. Yo creo que, en efecto, existe la herencia espiritual; pero el hombre, no sólo es producto de la herencia, sino una combinación de la herencia; el ambiente y la educación moldean el alma. Y Alice, al participar en los tres elementos para formar las almas de sus hijos, cumplió su deber rigurosamente. —Pero eso es tan sólo un sentido militar del deber. Yo quiero la santidad —objetó Federico.
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—Admito que el deber cumplido hace al soldado —contestó Jarenton—; pero el deber que se cumple con amor, el deber que se cumple porque es la voluntad de Dios y se realiza solamente para glorificar a Dios, no puede decirse que se cumple con un sentido militar. Y eso es lo que hizo Alice de Montbar. Hay millones de madres, Federico, que son madres nada más, pero que podrían ser "madres santas" si sobrenaturalizasen lo natural. Aman con locura a sus hijos y hacen por ellos todo lo que pueden; pero no lo hacen por el mayor honor y gloria de Dios. Preparan a sus hijos para esta vida, pero no para la otra. Les preparan para ocupar su puesto debido en la sociedad y su posición en el mundo, olvidando con demasiada frecuencia que tiene un lugar en la sociedad de los santos y una posición que obtener en el otro mundo. Alice de Montbar preparó a sus hijos para ambos mundos y ambas sociedades, y lo hizo sin sermones ni beaterías. Jarenton hablaba con vehemencia. Sus palabras y sus ojos llameaban. Trataba un tema grato a su corazón, y Federico respondía a su entusiasmo con un agudo interés. Tras su rigurosa expresión sobre la beatería, el abad francés se inclinó hacia adelante, y tocando a su invitado en la rodilla, le dijo: —Federico, ¿recordáis la regla de Retórica que dice: "Si quieres que yo llore, habrás de llorar delante de mí"? —Si vis me flere, fiendum est tibi primum— repuso el alemán. —Ya imaginé que tendríais el aforismo en la punta de la lengua— dijo Jarenton riendo—. Pues, a mí juicio, encuentro que su equivalencia es perfectamente aplicable en el orden espiritual. "Si quieres que sea santo, muéstrame cómo con tu ejemplo." O más sencillamente: "Sé tú santo primero." Ahí estriba todo el secreto del éxito de Alice. Haber criado una familia santa. Eso es evidente para todos. Lo que muy pocos saben es cómo lo hizo. ¡Consiguiendo que lo sobrenatural resultase natural para sus hijos, porque lo era para ella misma! Todos ellos hablaban de Dios con la misma naturalidad que del tiempo, y hablaban a Dios con la misma facilidad e intimidad con que se hablaban unos a otros. ¿Por qué? Porque así era como obraba su madre. Federico se echó hacia atrás, y murmuró con tristeza: —Ese es un arte que cultivan muy pocos seres humanos, Jarenton. Somos muy pocos los que hacemos natural lo 64
sobrenatural. Nos dedicamos a buscar lo sobrenatural en lo antinatural, y de ahí que haya tantas almas descarriadas. —Es lamentable ver tantas caras hurañas en la religión. Aseguran servir al Dios del amor, y, no obstante, parece que corre por sus venas vinagre en lugar de sangre. Eso no podrá decirse de ninguno de los hijos de Alice, pues jugaban más que rezaban; estaban con más frecuencia a lomos de un caballo que hincados de rodillas, y sabían cargar con una lanza tan bien como ir a la iglesia. Alice era una mujer piadosa, pero no con una piedad femenina. Sostenía que la trinidad de la salud, la felicidad y la santidad deben darse en cada individuo. Por eso, el castillo de Fontaines y sus patios siempre estaban vibrantes de gritos saludables y risas alegres. Todos sus habitantes llevaban una vida natural, pero traspasada y vuelta a traspasar de lo sobrenatural. Alice se percataba de algo que más de un alma piadosa olvida; que como el Dios creador y el Dios redentor son uno y el mismo ¡la naturaleza ha de ser buena! —Parece que conocierais muy íntimamente el castillo y sus habitantes, señoría —dijo Federico. —Mejor quizá de lo que me conozco a mi mismo —respondió, sin dudar, el abad Jarenton—. Porque estudié a doña Alice en la vida y en la muerte. —¿En la muerte? —repitió su huésped como un eco—. ¿Os hallabais presente acaso cuando murió? —Estuve presente, gracias a Dios, y creo que jamás volveré a presenciar otra muerte más feliz ni más santa. —Contádmela —rogó Federico con ansiedad.
Yendo hacia Dios.
—Empezaré por decir que Alice no murió. Marchó con Dios sencillamente. Esa fue la última lección que me enseñó en vida: mostrarme como nadie lo había hecho hasta entonces que la muerte es una marcha hacia Dios. Habéis de saber, Federico, que la familia de Fontaines tenía una profunda devoción por San Ambrosio. El día de su fiesta, todo el clero de Dijón se reunía en el castillo para celebrarla solemne y socialmente. Tras una mañana de devociones y rezos, se servía un modesto banquete. En 1110 65
fuimos Invitados como de costumbre; pero nadie sospechaba que aquel día nacería otro santo, pues a ninguno se nos había comunicado que Alice tenía anunciado marchar con Dios aquel día... Lo había anunciado hacía meses; pero por uno u otro motivo (yo sospecho que principalmente por su robusta salud) ni Tescelín ni los hijos prestaron atención a sus palabras. La víspera de la fiesta, sin embargo, cayó de pronto con fiebres altas. Tescelín trató de retrasar para el día siguiente la fiesta organizada; pero Alice no quiso ni oír hablar de ello. Por la mañana, y aunque la fiebre había cedido un tanto, Alice pidió el Viático, no la Comunión. Está petición impresionó a Tescelín y a los hijos mayores; pero las apariencias les engañaron. La fiebre no era alarmantemente aguda, y Alice aparecía tan tranquila y tan imperturbable como siempre. Después de recibir el Viático, Alice pidió la Extremaunción. Yo dudé, pero sólo un momento. Si el estado de la enferma no me animaba a administrar el Sacramento, el buen juicio y la santidad de Alice sí lo hacían. Yo sabía bien que nunca había sido aficionada a los dramas, y por eso comprendí que debía tener algún motivo muy serio para pedirlo. La ungí Nunca he visto tal recogimiento y fervor. Luego insistió en que todos acudiésemos a las devociones y al banquete. La obedecimos y salimos. Todo transcurrió normalmente, hasta que al final del almuerzo me di cuenta de que Guy, el hijo mayor, era llamado aparte por un criado. Volvió justo cuando el banquete terminaba. Rara vez he visto semejante mezcla de asombro, de solemnidad y de seriedad en un rostro como en el de aquel muchacho mientras susurraba algo a su padre. Entonces, Tescelín nos pidió a todos acudir inmediatamente a la cámara de Alice. Pocos sospecharon lo que suponía aquella llamada; pero para mí sonó como el toque de difuntos. Todos nos dirigimos a una mujer que llevaba el cielo en sus ojos y quedamos como paralizados ante el radiante fulgor que su rostro despedía. Cuando habló, su voz tenía una dulzura maravillosa: "Reverendos Padres —nos dijo—, muy pronto voy a irme con Dios. ¿No querrían apresurar mi camino recitando la Letanía de los santos?" Jarenton hizo una pausa. Tal vez en aquel momento volvía a escuchar la dulce voz con el dulcísimo acento. Tal vez volvió a contemplar el rostro extrañamente refulgente. Pero Federico rompió el ensueño con una súplica apremiante: —Continuad, continuad. Relatádmelo todo. 66
El abad francés miró a los ojos de su huésped con una sinceridad perturbadora, y añadió con acento solemne: —Federico, he pasado toda mi vida en santuarios; pero debo decir que cuando aquella mujer habló, comprendí que me hallaba en el más santo de ellos. Y cada uno de los presentes sintió lo mismo. La atmósfera sobrenatural era abrumadora. Dios estaba muy cerca. Nos arrodillamos, y rezamos la Letanía como nunca hasta entonces la habíamos rezado. Los patriarcas y los profetas eran algo más que unos hombres; los Apóstoles y los evangelistas eran como personas vivas a quienes se llamaba, y los mártires, confesores y vírgenes, como nuestros hermanos y hermanas mayores mientras permanecíamos arrodillados escuchando la voz de aquella mujer respondiendo a nuestras invocaciones. Seguimos con firmeza, con seguridad, con igualdad. Del otro extremo de la habitación nos llegaban las respuestas cálidas, sinceras, sentidas. Todos los ojos se hallaban fijos en el rostro de Alice de Montbar y los suyos se hallaban fijos en el cielo. Alcanzábamos la estrofa "Mediante tu Pasión y muerte, líbranos, Señor", cuando Alice se incorporó de repente, hizo la señal de la cruz con profunda reverenda, elevó sus brazos al cielo y se recostó de nuevo, pero esta vez en el largo y tranquilo sueño de la muerte. ¡Su alma había subido a Dios! Un santo silencio se apoderó de todos. Aquello era un misterio. Aquello química sutil de la muerte. Allí estaba Dios. En el silencio de terror que siguió se produjo un sonido que penetró hasta las profundidades de todas las almas; era el sonido de un corazón desgarrado: el de su hijo Bernardo. Jarenton volvió a hacer una pausa. Esta vez Federico no le interrumpió, sino que se mantuvo quieto y silencioso como envuelto en profundos pensamientos. Al fin se movió, y dijo: —Eso, mi querido Jarenton, tiene el aspecto de la muerte de una santa. Jarenton cambió de postura, y prosiguió en otro tono de voz: —Y la prueba de ello, Federico, es el testimonio de la gente. La gente humilde no se engaña fácilmente. A la hora de adjudicar santidad no se equivoca nunca. Tiene una intuición extraordinaria que les permite discernir lo verdadero de lo falso, penetrar en el subterfugio o el fingimiento y reconocer infaliblemente a quienes de
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verdad se encuentran cerca de Dios. Cuando el pueblo llano proclama santo a alguien, podemos aceptar su aclamación. —Estoy conforme. Y ¿qué hizo el pueblo en el caso de Alice? —¿Qué hizo el pueblo? —repitió Jarenton como un eco—. Una revelación que sorprendió a todo el vecindario. Al lado del lecho de Alice acudió toda la nobleza, como era de esperar; pero lo que no se esperaba era que todo el cuerpo de siervos, tanto de Fontaines como de Dijón, apareciera con lágrimas en los ojos y esta única frase de adoración pronunciada entre sollozos: "¡Era nuestra madre!" Hasta el mismo Tescelín quedó sorprendido del número y la categoría de los que daban aquel titulo posesivo de "madre" a su pequeña esposa. Pero lo que más me confirmó en la opinión que yo tenía formada desde tiempo atrás sobre aquella mujer fue la forma en que las pobres gentes llegaban a su presencia y se arrodillaban a su lado. Mostraban más respeto, más reverencia y un temor más auténtico del que muestran en el templo. Eso fue lo que me impulsó a tomar una determinación que a muchos pudo parecer atrevida. Vine a la abadía, reuní a los monjes, y con ellos hice las tres millas de camino hasta Fontaines. Entramos rezando. Mientras la comunidad se arrodillaba junto a los restos de la difunta, llamé aparte a Tescelín, y le dije: "Mi señor, el cuerpo de vuestra santa esposa no debería colocarse junto a los cuerpos de los cristianos corrientes. Permitidme que lo coloque en el lugar que le corresponde, en mi iglesia, entre los muertos santos y honrados." Tescelín vaciló. Nunca fue hombre precipitado en sus decisiones, y además, era humilde. Temí que se negara a mi petición. Parecía estar pesando cuidadosamente la cuestión; al fin, inclinó la cabeza en señal de consentimiento, y mi corazón saltó de alegría. Mis monjes levantaron el cuerpo sobre sus hombros. Entonamos el "Benedictus", y así iniciamos una solemne procesión desde Fontaines hasta Dijón. Al aproximarnos a la ciudad nos salió al encuentro toda la población, que había venido con cirios y cruces a recibir a la que abiertamente proclamaba bienaventurada. Nos dirigimos a la iglesia, y la colocamos en el lugar en que esta mañana sorprendimos a los siervos. Y he de deciros, Federico, que al hacerlo me parecía que depositaba unas reliquias sagradas en un lugar sagrado.
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El abad alemán permaneció inmóvil un momento. Sus ojos miraban fijamente sin ver. Estaba como perdido en sus pensamientos. De pronto, se irguió, miró a Jarenton y dijo: —¿Tenéis una hoja y una pluma para escribir? Me gustaría tomar unas notas. Me habéis relatado la historia de una gran esposa y madre. Quisiera recordarla. —Os he relatado la historia de una gran santa —repuso Jarenton, alargando a su huésped lo que le había pedido—. De una gran santa, precisamente por haber sido una gran esposa y una gran madre. Pero aún no he terminado. —¿Ni aun después de dejarla enterrada? —Ni aun así, porque su maternidad no terminó son la tumba, lo cual es una prueba positiva de su santidad. Federico miró a su huésped con curiosidad, y preguntó con rapidez: —¿Qué prueba es ésa? Y se dispuso a tomar sus notas. —No la omitiría por nada del mundo —repuso el abad francés —. "Porque demuestra que el amor de madre es más fuerte que la muerte, y que el amor siempre encuentra medios para todo."
El amor siempre halla un camino.
Jarenton aguardó hasta que Federico estuvo dispuesto para escribir apoyándose en un libro, y entonces dijo: —Tengo mucha más fe en los actos "post-mortem" que en los prenatales, Federico. —¿Qué queréis decir con eso?—preguntó el abad alemán, levantando la vista de su escritura. —Que aun cuando la encina esté contenida en la bellota, no construimos nuestras paredes ni hacemos nuestros sólidos pavimentos con las bellotas. Significa que aunque el muchacho llegue a ser padre del hombre, prefiero mirar al hombre y decir qué clase de muchacho ha sido, que mirar al muchacho y adivinar la clase de hombre que será. Significa que la mayoría de las cosas que dicen nuestras crónicas de santos acerca de las visiones y profecías vistas y oídas sobre ellos antes de su nacimiento pueden 69
ser perfectamente ciertas; pero me parecen más seguros los milagros y visiones acaecidos después de su muerte. —Es un punto de vista interesante —sonrió Federico. —Interesante y muy adecuado a nuestro objetivo —insistió Jarenton—. Decís que os he relatado la historia de una gran madre. Yo afirmo que os he relatado la historia de una gran santa, y ahora os lo probaré demostrándoos cómo siguió cuidando de sus hijos aun después de muerta. —Eso promete ser interesante —dijo Federico, colocándose para tomar sus notas—. Continuad. —Bernardo, que la adoraba, había sido su preferido. En cada gran decisión de su vida, Bernardo recurrió siempre al consejo y a la dirección de su madre. Dos años después de la muerte de Alice, el joven meditaba el paso más importante de su vida; estaba pensando en recluirse en Citeaux. Pero el mundo le llamaba con insistencia; la carne le llamaba también y se rebelaba. Bernardo se sentía desgarrado, como en casos análogos les ha ocurrido a todas las almas grandes, y necesitaba una mano que le condujera. Pero ¿dónde hallarla? Su padre y sus hermanos mayores se hallaban en Grancy luchando por el duque, y sólo tenía junto a sí a Humbelina y a sus hermanos pequeños. Luchó solo con su inclinación, y cuando creyó estar decidido, se dirigió a Grancy a anunciar a su padre su resolución. A mitad del camino se detuvo; todas sus dudas reaparecían de pronto y las viejas dificultades aún parecían mayores. Ya no estaba seguro de su decisión. Entonces vio ante sí el rostro de su madre, y tomó su decisión definitiva. A pesar de lo profundo de la sepultura, a pesar de lo horriblemente terminante que es la muerte, el amor de una madre encontró la manera de seguir cuidando a su hijo. —¿Fue una verdadera visión? —preguntó Federico. —Por lo menos, lo suficientemente real para fijar la decisión de Bernardo. Pero no fue la única, pues el amor de una madre no muere nunca, y siempre encuentra un camino para manifestarse. Alice volvió a Andrés cuando más la necesitaba, —¿Cuándo fue? —volvió a preguntar Federico. —Cuando Bernardo discutía con su hermano tratando de convencerle para que ingresara también en Caceas. Andrés ambicionaba ser armado caballero, y la meta de sus ambiciones 70
era bien clara. El estruendo de las armas y el clamor de la fama le atraían mucho más que todos los cuadros de Citeaux que Bernardo le pintaba. Parecía que Bernardo llevaba las de perder, hasta que, inopinadamente, Andrés alzó la cabeza y vio ante él a su madre. Se le acercó silenciosa, le besó como tantas veces lo hiciera durante su infancia y luego señaló a Bernardo. Fue lo suficiente. Nada importaron ya a Andrés ni la gloria ni el ser armado caballero: Andrés marchó en busca de Dios. El amor había rebasado otra vez la tumba, y Alice seguía haciendo el papel de madre con sus hijos. —Es suficiente —dijo Federico, terminante—. Vos ganáis con vuestro argumento. Aquí he anotado el resumen de una santa. Y le tendió la amarillenta hoja de sus apuntes. —¿Puedo leerlo? —preguntó Jarenton. —Naturalmente —repuso Federico, entregando su nota al abad francés. Jarenton vio escritas con letra clara, menuda y firme estas diez líneas: 1070.— Nació Alice de Montbar. 1085.— Casó con Tescelín el Moreno, señor de Fontaines. 1110.—Murió el día de San Ambrosio.   Enterrada en la iglesia de San Benigno, de Dijón. Hijos: seis, todos en Clairvaux. Hijas: una, en Jully, monja después de su matrimonio. Esposo: murió como hermano lego en Clairvaux. Dos apariciones a sus hijos después de muerta. Gran esposa, gran madre, gran santa. Sobrenaturalizaba lo natural.
Las leyó en voz alta, y comentó, riendo: —Típicamente alemán, mi querido Federico, típicamente alemán, Los hechos fríos en su orden cronológico. Sistemático. Científico. Sobrio. Firme y muy juicioso Sí, en efecto, es típicamente alemán. —Bueno, amigo Jarenton —replicó Federico, bromeando también—. ¿No os habéis pasado el día diciéndome que sólo existe un camino para la santidad, el de ser uno mismo, siendo lo que Dios nos ha hecho? Yo quiero ser santo; así, que no tengo más remedio que ser típicamente alemán.
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—¡Ah, ah! —exclamó el abad francés—. ¿Admitís al fin mi argumento, eh? Confesáis que depende de vos mismo, que sois vos quien habéis de conseguirlo. —¿No olvidáis algo? —sonrió Federico. —¿El qué? —preguntó Jarenton: —Parecéis olvidar quién me hizo alemán. ¡Yo creo que fue Dios! Jarenton contestó riendo de buena gana: —Sois algo más que alemán, Federico. ¡Sois incorregible! * * * El cuerpo de la bendita Alice permaneció donde Jarenton lo colocara hasta el 17 de octubre de 1250, cuando una santa envidia movió a los monjes de Clairvaux a obtener un Breve del Papa Inocente IV que les permitiera trasladar los venerables restos al monasterio donde su esposo y sus hijos habían vivido. Finalmente, el 21 de marzo de 1251, el cuerpo de esta gran madre fue colocado en una tumba enfrente del altar de nuestro Salvador, en la iglesia abacial de Clairvaux. Era el último toque de naturalidad a lo sobrenatural de su maternidad.
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SEGUNDA PARTE L O S  H E R M A N O S M A Y O R E S
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I
EL HERMANO MAYOR DE BERNARDO (BEATO GUY)
"¿Lo dices en serio?"
Esta situación es de lo más anormal —exclamó Tescelín bajando los ojos hacia su sonriente esposa, que mecía a su primera nieta sobre su corazón. —La anormalidad será tuya entonces, viejo Barba Morena, porque la pequeña y yo estamos en la gloria. ¿Verdad, Adelina? — preguntó Alice mimosamente en los oídos de aquel regordete pedacito de humanidad que apenas contaba un mes de edad. —No, sonrió Tescelín—, la anormalidad no es mía, sino tuya, solamente tuya, querida. Eres demasiado joven para ser tan vieja. —¿Vieja? ¿Vieja? ¿Quién es vieja? Me siento como si tuviera veinte años. —Y pareces tenerlos —repuso él alegremente—. Y en eso estriba precisamente la anormalidad. El papel de "abuelita" no te sienta en absoluto, Alice. Tendremos que buscar algo que exprese mejor la verdad. —Vamos, déjate de galanterías. Soy lo bastante vieja para adorar a este ángel, y como eso es lo que importa, llámame lo que quieras. Y con estas palabras dedicó toda su atención a la criatura que tenía en brazos. —No te estoy galanteando. Lo que hago es reprochar a este hijo nuestro que te haga tan vieja cuando, en realidad, eres tan joven. Guy, que se hallaba en pie detrás de su madre, con los ojos brillantes de orgullo, de posesión y de verdadera delicia al verla tornarse joven acunando a su primera hija, miró a su padre, y dijo:
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—Hablas como su señoría, padre. Nadie sabe nunca cuándo nuestro duque hace un cumplido preciso o prepara una agresión. Su padre se acercó a la mesa, y dejó sobre ella sus guantes. —Pues, mira, hijo, ha sido su señoría quien me ha dado la idea. Está preocupado por ti, y por eso la emprende conmigo. —Eso es muy corriente en él. Siempre hace las cosas indirectamente. Y ¿qué es lo que le preocupa ahora? No es precisamente que esté preocupado. Lo que intentaba era hacernos un cumplido a tu madre, a Isabel, a ti y a mí. Por eso tenía que mostrarse gruñón, áspero y criticón. Así es como Hugo hace siempre las cosas, no indirectamente, sino contradictoriamente. —Y ¿qué era lo que tenía que decir? —preguntó Guy. —Me saludó con un "¿Cómo va el viejo esta mañana?" Yo le contesté: "No tan viejo, señor, pues sólo tengo un día más que ayer." "No, nada de eso —repuso él con su hosca voz—. Tienes un título de más viejo." Eso me intrigó. Podía querer decir muchas cosas. Como sabéis, nuestro duque es muy aficionado a confundir a la gente con títulos significativos, con frecuencia cáusticos y cortantes, aunque a veces también suponga recompensa. Como quise dejarme atrapar en algún cepo, fingí una gran seriedad, y le dije: "Y ¿qué es lo que le place a su excelencia llamarme esta mañana?" "Abuelito" —gruñó. Todos se echaron a reír por la manera en que Tescelín lo dijo. Era un verdadero gruñido, que expresaba en su tono toda la repulsión que un hombre es capaz de manifestar. —Ya ves, Isabel —dijo Guy a su esposa—, qué preocupación has producido a mi padre. —Nada de eso —exclamó Tescelín—. Devolví al duque la jugada. Primero le dije que la edad estaba en los huesos y no en los recién nacidos. Y después, que si se había de molestar con alguien a causa de mi nuevo titulo, tendría que hacerlo consigo mismo. Eso le intrigó tanto, que hubo de preguntarme por qué. A lo que le contesté: "Si no hubierais hecho un hombre de mi hijo antes de llegar a los veinte años, yo no sería abuelo ahora." "Y ¿quién le ha hecho hombre?" —rezongó su excelencia—. "Vos lo hicisteis, señor —le replique—, al golpear el hombro con la espada de plano y armar caballero a un chiquillo." "Bueno, bueno —contestó más 75
afable—. Lo que quisiera es disponer de más hombres como el de vuestro hijo para golpear con la espada de plano." "Pero —repuse —, ¿no advertís lo atractivo que hicisteis al muchacho para todas las jóvenes del ducado?" —¡Qué presuntuosos sois los hombres! —exclamó Isabel de Forez, la joven, vivaz y bellísima esposa de Guy—. Mi padre me dijo que Guy había pedido mi mano. Y vos habláis como si fuese yo quien hubiera pedido la de él. —¡Vaya por Dios! Prefiero luchar con el ingenio de su excelencia que con el de vuestra señoría, Isabel. Eres demasiado lista para mí. —Tal vez te estés haciendo viejo —terció Alice, levantando momentáneamente la vista de la pequeña que tenía en sus brazos —. Insinuar que las bien educadas hijas de los condes ponen sus ojos en los chiquillos que han sido armados caballeros por casualidad, me hace sospechar que el duque tenía razón. —Vaya, parece ser que he dado un paso en falso, Guy —se lamentó cómicamente Tescelín—. Las damas se han sulfurado. Por eso es por lo que me encanta hablar con el viejo duque gruñón. ¡Los hombres son tan comprensivos…! —...unos con otros —completó Isabel—. Lo profundo llama a lo profundo, las profundidades de la vanidad a las profundidades de la presunción. —Pues en este momento —le dijo Guy a su esposa— me hallo en las profundidades de la curiosidad. Me gustaría saber lo que contestó el duque. —Al hablar de ti como caballero, te hizo un cumplido... —Sí —repuso Guy, sonrojándose—, ya me he dado cuenta. Pero creí que lo pasarías por alto. —Pues cuando hablé de las jóvenes del ducado hizo otro cumplido mucho mayor a Isabel. Isabel se coloreó visiblemente, y sus largas y sedosas pestañas sombrearon sus brillantes ojos. Tescelín miró a la orgullosísima madre, y exclamó: —¡Por Dios, que el duque tiene razón, Isabel, hija mía! ¡Me siento orgulloso de ser vuestro suegro!
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Isabel dirigió una mirada a Tescelín, y se sonrojó más intensamente aún. Guy, advirtiendo la turbación de su esposa, se colocó detrás de su asiento, diciendo: —Bueno, y ¿qué tenía el duque que decir de mi esposa? —Dijo que si él te había granjeado la admiración de todas las damas al armarte caballero, yo había conseguido que todos los hombres te envidiaran al permitir que desposaras a la más hermosa hija que ningún conde haya criado jamás. —¡Oh, los hombres me producís tedio! —exclamó Isabel, mientras enrojecía hasta la raíz del cabello, lo que hizo resaltar más el fulgor de sus ojos, que lucían como zafiros. —Y tú nos dejas a los hombres sin respiración —repuso Tescelín, mientras se dirigía a la joven y posaba la mano sobre su cabeza como si la bendijera. Después, clavando los ojos en los de su hijo mayor, que se hallaba detrás de su turbada esposa, le dijo: —Guy, nuestra pequeña Isabel se ha vuelto más hermosa aún desde que es madre. Te felicito. Alice observó el efecto que las palabras de su esposo causaban a su joven nuera y el efecto que la belleza evidente de su nuera producía sobre su esposo. Se emocionó de la modestia de Isabel y de la galantería de su señor. Le hubiera gustado prolongar el juego de discreteos; pero el cuidado de la joven madre la indujo a disolver el pequeño grupo, diciendo: —Y la pequeña Adelina, lo mismo que su madre, dice que los hombres la aburren. Anda, Isabel, toma a tu angelito. Estos hombres la están fastidiando, y quiere dormirse. Isabel, encantada de cambiar de postura, se deslizó a través del aposento, y tomando en sus brazos a la niña, comenzó a decirle esas tiernas incoherencias que sólo una madre es capaz de pronunciar en presencia de una criatura. Formaba un cuadro verdaderamente notable, en el centro de la sala, en plena floración de su primera maternidad y olvidada de todo cuanto no fuera la criaturita que tenía en sus brazos. Tescelín y Guy mostraban su admiración con la mirada, mientras Alice resplandecía de amor. El señor de Fontaines se inclinó sobre su hijo, y murmuró: 77
—La bella Madonna... Guy sonrió apreciando el tributo, y se dirigió a su esposa, diciendo: —Ven, motivo de envidia; vamos a acostar a nuestra hija Cuando se hubieron retirado, Tescelín se volvió a Alice, y repitió: —Sí, amor mío, eres demasiado joven para ser tan vieja. El titulo de "abuelita" nunca te resultará adecuado. Alice sonrió, y repuso: —Tus ojos parecen especialmente abiertos esta tarde para la juventud y la belleza, y tu lengua, excepcionalmente dispuesta a las galanterías. ¿A qué se debe? ¿Al hermoso florecer de Isabel? —¿Verdad que hoy está extraordinaria? Nunca me había dado cuenta hasta hoy; pero es una joven enormemente hermosa. ¿Qué es lo que ha mejorado su aspecto? ¿Es la maternidad? —Tescelín —repuso Alice—, a veces pareces un niño. Claro que es la maternidad. Ha rellenado su figura, confiriéndole nueva dignidad y aplomo. —No, no es eso, querida —replicó Tescelín—. Es la luz que hay en sus ojos; es el resplandor de su rostro; es ese brillo, ese color, esa gloria que envuelve todo su ser. Es otra persona. Su esposa, conocedora de su modo de ver, sabiendo que, a pesar de su torrente de palabras, continuaba buscando una explicación, le preguntó tranquilamente: —¿Qué les ocurre a los jóvenes que se reúnen con nobles caballeros? —Que adquieren sus hábitos —repuso Tescelín con una vacilación que mostraba claramente su curiosidad. —Y ¿qué les ocurre a las jóvenes que entran en estrecho contacto con una duquesa, una condesa o una reina? —Pues lo mismo —repitió su señor aún intrigado. —Entonces, ¿por qué te maravilla la nueva belleza de tu nuera? Durante casi un año ha estado en estrechísimo contacto con el Autor de la vida y el Dios de la belleza. Ya sabes que las madres trabajan mano a mano con Dios para que los habitantes del cielo puedan ver la luz en la tierra. Tienes razón, querido. Hay un 78
nuevo resplandor en Isabel: el resplandor de Dios. Ha estado cooperando nueve meses con el Creador de los hombres. Y ahora, ¿no te da pena haber nacido hombre y no mujer? Tescelín contempló a su esposa prolongadamente. En sus ojos resplandecía el amor. Después, con dulzura mezclada de solemnidad, repuso: —Amada mía, gracias por una explicación tan cierta y tan deliciosa. Y gracias a Dios, que te puso. a mi lado.
¿Hablas en serio?
Unos cinco años más tarde, Guy tuvo ocasión de recordar las palabras de su padre respecto a la viveza del ingenio y la expresión de su esposa. Había vuelto a su hogar cabalgando como un conquistador, porque tenía conciencia de haber tomado una magna decisión y estaba a punto de emprender una magna aventura. Isabel le recibió efusivamente. Exclamaciones sobre su pronto regreso, preguntas sobre su estado, palabras de júbilo se atropellaban en sus labios cuando él se inclinó a coger en sus brazos a sus dos hijitas para besarlas. La vida se le antojaba muy amable mientras escuchaba el alborozado recibimiento de su encantadora esposa y contemplaba los rientes ojos de sus dos pequeñas. Sintió su pulso acelerarse al responder con un "no" a la pregunta de si había sido herido, con otro "no" a la de si Grancy había sido tomada, porque sabía que la siguiente pregunta sería: "Entonces, ¿qué es lo que te ha traído a casa?" En efecto, ésa fue, y hubo de responder que habla venido a despedirse porque iba a meterse monje en la abadía de Citeaux. Al principio, Isabel se echó a reír, y preguntó con qué mezclaban el vino en Grancy. Pero cuando Guy prosiguió diciendo que su tío Gaudry, su hermano Andrés y otros varios caballeros se iban con Bernardo, cesó su risa. —¿Hablas en serio? —preguntó. Y recibió la respuesta de que hablaba completamente en serio. Entonces Guy relató cómo Bernardo había llegado a Grancy hablando de vivir por Dios con tal fuerza y tal ardor, que Gaudry había soltado sus armas, uniéndose a su hermano menor. Luego le
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siguió Andrés, y, finalmente, él mismo había determinado hacer lo propio si Isabel le otorgaba su consentimiento. Hasta entonces, Guy no habla visto nunca a una mujer apasionada enfurecida. La explosión de cólera de su esposa le asustó como jamás lo hicieran las cargas del enemigo armado hasta los dientes. Retrocedía mientras su mujer avanzaba hacia él con ojos llameantes y gesticulando ferozmente. Lo furioso y repentino de su ataque le sorprendieron de tal manera, que no logró entender todas sus palabras, pero sí lo bastante para darse cuenta de que había quedado a los ojos de Isabel como un imbécil por hacer caso de su hermano pequeño, y más todavía por haber llegado a soñar siquiera que ella le darla su consentimiento. —Monta a caballo —le dijo—, y vuelve a Grancy, donde aún es posible que recuperes el juicio. Y que no vuelva yo a verte el rostro hasta que no estés dispuesto a arrastraste de rodillas y suplicar el perdón de estas dos niñas por tu locura... Las últimas palabras que Guy escuchó fueron: —¡Márchate! Montó a caballo, pero no se dirigió a Grancy, sino a Fontaines, en busca de Bernardo, para comunicarle las nuevas. Encontró a su hermano en su aposento, haciendo una lista de nombres. Al entrar, Bernardo le saludó, diciéndole: —Me alegro que hayas venido, Guy. Me puedes ayudar a hacer esta lista. Tengo aquí unos cuantos parientes y amigos a quienes quisiera alistar en nuestra empresa. ¡Mira!... Ya tengo una docena. Están el tío Gaudry, el pequeño Bartolomé y Andrés. Gerardo vendrá con el tiempo. Además, están Hugo de Macon, Geoffrey de la Roche, el primo Roberto, tú... —¡Alto la compañía! —exclamó Guy tratando de sonreír alegremente. —¿Eh? —murmuró Bernardo, levantando los ojos de la lista. —Tendrás que borrar el último nombre, Bernardo. —¿Y por qué? —preguntó el hermano menor, mostrando resistencia. —A causa de tres mujeres —replicó Guy, riendo.
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—¿Qué tres mujeres son ésas?—preguntó Bernardo, enfadado. —Isabel de Forez y sus dos encantadoras hijas —dijo Guy, complacido—. Lo siento, Bernardo, pero Isabel no quiere dar el consentimiento y, como es natural, sin su consentimiento no puedo ir. La sonrisa de Guy se desvaneció, y una seriedad profunda sombreaba su rostro, al decir: —No estuve muy diplomático en mi gestión. Solté la noticia demasiado bruscamente y a mi buena esposa por poco le da un ataque de histerismo. —Pero, ¿no discutiste con ella? —exclamó Bernardo con impaciencia—. ¿No le dijiste cuánto espera Dios de nosotros? ¿No le has hecho ver que esta empresa es la más noble que pueden emprender el corazón, la mente y el ser del hombre? Pero..., ¿no...? Bueno, ¿qué es lo que le has dicho, vamos a ver? Viendo que Bernardo se enfadaba, Guy optó por tomar la actitud de hermano mayor, al decirle: —Amigo mío, tú no conoces a las mujeres, pues, de lo contrario, no hablarías así. Es dificilísimo discutir con una mujer furibunda, e imposible con la que se halla al borde del histerismo, que es como dejé a mi Isabel al marchar de casa. —Yo discutiré con ella —exclamó Bernardo, con tono autoritario— y la convenceré. —No seas tonto, Bernardo. Escucha a un hombre más viejo y que sabe más que tú. Isabel tiene la justicia de su parte. Soy su marido. Soy el padre de sus dos hijas. Estoy ligado a ella y a ellas por toda la vida. —¡Bah! —le replicó Bernardo de mal humor—. Todo eso ya lo hemos trillado estos días pasados. Ella puede irse a un convento. Las niñas pueden irse con su abuelo o venir aquí. Humbelina estaría encantada con ellas. —Eso está bien, Bernardo —dijo Guy, con perfecta calma y dominio de sí—. Podrían, pero no quieren hacerlo. Esto tiene que ser una cuestión de verdadero consentimiento voluntario. Lamento, que mi esposa no dé el suyo, porque tú me has persuadido de que deberla dar a Dios más de lo que hasta ahora le he dado, y bien 81
quisiera darle mi todo, como tú has planeado. Pero ya conoces el viejo dicho: "La caridad —que es amor de Dios— empieza por casa, por uno mismo." Tendré que quedarme atrás, pero tengo un proyecto. —¿Cuál?—preguntó Bernardo. —Viviré de una manera distinta. Serviré a Dios en el mundo como esposo y como padre. Abandonaré la persecución de la vanidad y de la fama; rehusaré los honores del duque; daré todo lo que sea superfluo a los pobres; seré tan monje como pueda ser un hombre viviendo fuera del monasterio. Ese es el pensamiento que Dios me ha inspirado mientras cabalgaba hacia aquí. —Dios nunca inspira contemporizaciones —interrumpió Bernardo—; y aunque tu resolución sea heroica, para mí no es más que eso: una manera de contemporizar. —Pues, ¿qué otra cosa puedo hacer? Soy casado. —También lo es tío Gaudry, y, sin embargo, no retrocede. —El tiene el consentimiento de su esposa. —Ya conseguiremos el de la tuya... —No digas tonterías. Conozco a Isabel de Forez. Ha tomado su determinación, y ningún hombre del mundo será capaz de hacérsela variar. —Pero, Guy, es indispensable que vengas. ¡Tengo que tenerte en mi bando, o todo se habrá perdido! —exclamó, impetuoso, Bernardo. Y en seguida, cambiando de tono, prosiguió: —Tú eres el hermano mayor. Durante toda nuestra vida todos hemos mirado hacia ti. Lo que tú hacías estaba siempre bien hecho; lo que tú decías era ley para nosotros. ¿No comprendes lo que será para los demás que tú te vuelvas atrás ahora?. —Pero, Bernardo, yo no me vuelvo atrás. Yo quiero ir; pero está mi mujer y mis hijas... Bernardo se levantó de la mesa, cogió su sombrero y su capa, y se dirigió a la puerta. —¿Adónde vas? —le preguntó Guy. —A ver a tu mujer —respondió con decisión Bernardo, saliendo del aposento a toda prisa. 82
—No será sin mí —gritó Guy, mientras volaba tras los precipitados pasos de su hermano pequeño. Cabalgaron aprisa hasta la mansión de Guy. Durante el camino no cambiaron una sola palabra; pero los pensamientos volaban por su imaginación más rápidos que el apresurado batir de los cascos de sus corceles. Guy iba preocupado por Bernardo y por su mujer. Comprendía que su hermano era demasiado vehemente y se hallaba demasiado absorto en su proyecto para hablar con calma, y sabía también que su espesa no pondría freno a su lengua una vez que la hubiese puesto en movimiento sobre la persona de Bernardo. En conjunto, aquel galope hacia su casa resultó muy desagradable para Guy, y, a pesar de la prisa que se dio en llegar, Bernardo se tiró de la silla y estuvo a la puerta antes que él. Entonces se sucedieron una serie de sorpresas. Bernardo saludó a Isabel con una sonrisa y una galantería: —Las rosas enrojecerían de vergüenza si pudieran contemplar las flores de tus mejillas, Isabel —le dijo—, y tus hijas— prosiguió, mientras se inclinaba para tomar a Adelina en sus brazos — son su madre en miniatura. Isabel era mujer, y aunque aún no se había repuesto totalmente de su acceso de cólera, a juzgar por la forma en que miraba a su esposo, los modales y el saludo de Bernardo la ablandaron lo suficiente para hacerle decir en tono bastante amistoso: —Y ¿qué es lo que pretende mi hermoso cuñado a cambio de sus galanterías? Guy se quedó sin poder articular palabra. Aquello era exactamente lo contrario de lo que él había anticipado y temido. Bernardo siguió riendo mientras depositaba en el suelo a la pequeña Adelina y le decía: —Sigue siendo tan hermosa como tu madre, Adelina; pero no adquieras nunca su mente suspicaz. Isabel hizo eco a su risa en una octava más alta, y añadió: —Sé tan prudente como tu madre. Adelina, y ten por sabido que todo adulador es un pedigüeño, por muy hermoso o muy elocuente que sea. ¿Qué tienes en la cabeza, Bernardo?
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—¡Y vuelta Adelina! —dijo Bernardo, dirigiéndose aún a la miniatura de Isabel de cinco años—. Aparezco para una visita cordial, y desde el primer momento resulto sospechoso. Sé que no has venido para admirar las rosas de mis mejillas ni las estrellas de los ojos de mis hijas —repuso Isabel—, y sé también que tu presencia aquí en compañía de este marido loco que tengo —añadió, señalando can la cabeza despreciativamente en dirección de Guy —significa una discusión. Pero estoy dispuesta a sostenerla. Empecemos. —¿Has oído eso, Adelina? —comentó Bernardo, agachándose para poder mirar a su sobrina a los ojos—. Tu madre está llamando cosas malas a tu padre. Yo creo que es mejor que vayas con tu hermana al jardín a recoger esas hermosísimas hojas doradas, rojizas y castañas que el otoño ha llovido tan fantástica y generosamente. —¡Ah!, si es eso todo lo que deseas...—dijo Isabel—, ya está hecho. Con tono autoritario llamó. Una criada apareció inmediatamente. —Llévate a las niñas al jardín. Hemos de estar solos un rato. La criada sonrió a las pequeñas, que parecieron entusiasmadas con la perspectiva de recoger las desparramadas riquezas multicolores de octubre. Tan pronto como hubieron desaparecido, Isabel se sentó con gran compostura, y, señalando graciosamente un sitial, preguntó a su cuñado: —¿No quieres sentarte? —Si no te importa, prefiero quedarme en pie —respondió Bernardo—, pues pienso ser muy breve. —Pues yo me sentaré —dijo Guy—, porque estoy seguro de que no habrás de serlo. —¡Hombre! ¡Tienes lengua!... Creí que la habías perdido al mismo tiempo que el juicio... ¡Has estado tan mudo desde tu llegada!... —Por favor, Isabel —interrumpió Bernardo con todo suave—. Seamos sensatos sobre este asunto. —¿Sensatos? ¿Sensatos? —gritó Isabel—. ¡Yo no quiero otra cosa! Pero cuando uno de los caballeros más prometedores de 84
Borgoña abandona el sitio de Grancy para volver al hogar y decir a su preocupada esposa y a sus dos hijitas que se va a hacer monje, no creo que se le pueda llamar sensato. —Pero, Isabel, ¿has llegado a pensar en serio en este asunto? —preguntó Bernardo en el mismo tono dulce y suave. —¿Pensar en serio?—exclamó Isabel. Se interrumpió de pronto, y adoptando un tono de fina burla, dijo con gran calma: —¡Pobre muchacho! Eres hermoso e inteligente según dicen. Pero yo me alegro de que tu madre no viva para verte en este estado. Deberías volver despacito al castillo, Bernardo querido, meterte derecho en la cama y que alguien llamase a un doctor. Y con voz aguda y ojos inflamados, concluyó: —¿Porque estás loco! —Ya lo sé —respondió Bernardo tranquilamente—. Como lo estarías tú si vieras a las personas que quieres interponiéndose entre los designios de Dios. ¿Te das cuenta de que tu esposo quiere servir a Dios todopoderoso? —¿Y a quién crees tú que sirven los que están casados? ¿Al diablo?... —No —contestó Bernardo rápidamente—, pero esto es distinto. Guy quiere dedicar su vida exclusivamente a Dios. —¿Y cuántas vidas tiene? —preguntó Isabel con una mirada desdeñosa dirigida a Guy—. Yo creo que ya ha jurado dedicar una. ¿No dijiste algo parecido a "hasta que la muerte nos separe" el día de nuestro matrimonio, querido esposo? Las últimas palabras de Isabel estaban impregnadas de sarcasmo e hicieron a Guy adelantarse en su asiento. —Sí, Isabel, lo dije y pienso vivirlo, a menos que tú estés dispuesta a hacer algo más noble. No quería que Bernardo viniese... —Pero Bernardo ha venido —intervino su hermano— y ha venido a ver si la noble hija del conde de Forez no está dispuesta a hacer lo más noble respecto a Dios. ¡Piénsalo bien, Isabel! Una oportunidad de realizar un sacrificio por Dios todopoderoso, una ocasión para probar tu amor por quien te amó hasta la muerte, una ocasión de mostrarte digna de tu noble sangre, tanto de la que he85
redaste de tu nobilísimo padre como de la que heredaste de Jesucristo. ¿No querrás mostrar tu nobleza? Isabel había colocado las manos sobre su regazo, estaba sentada muy rígida y observaba cada movimiento de Bernardo. Cuando éste llegaba al punto culminante de su pregunta, se echó hacia atrás y dijo con gran sosiego: —Ya veo que en el colegio de San Vorles de Chatillon-surSeine enseñan la Retórica y el arte de la declamación. ¿No es una lástima que no enseñen Lógica también?... Pero, mi querido Bernardo, ¿nunca te dijo algún sacerdote que la ligadura del matrimonio es indisoluble? Claro que eso son palabras mayores para un niño como tú, pero significan que una vez que un hombre y una mujer han sido hechos marido y mujer por el gran Sacramento de Dios, marido y mujer siguen siendo hasta la muerte. Y eso por ley de Dios, ¿entiendes? Y elevó la voz mientras abandonaba su calma al inclinarse hacia adelante y preguntar: —Entonces..., ¿cómo puede Dios llamar a Guy al claustro, cuando hace seis años le llamó para desposarme? ¿Es que Dios se contradice? ¿O es que en Chatillon enseñan una nueva Teología? —No —contestó Bernardo pensativo—, no es una nueva Teología, Isabel, sino la antigua Teología y muy profunda. ¿No recuerdas haber oído alguna vez estas palabras: "Amigos, elevaos más"? —Sí —contestó Isabel con voz que no denotaba el menor cariño por Bernardo—, pero no recuerdo haberlas escuchado nunca aplicadas a un esposo con el agravante de que su esposa hubiera de descender en lugar de elevarse. ¿Cuál es el papel que se me asigna cuando Guy se haya ido a Citeaux a ser tu compañero de juegos? ¿He de quedarme aquí a tejer medias y mitones para vosotros dos? ¿Y Adelina y su hermana? ¿Habré de decirles: "Ahora, preciosas, echad a correr y casaos inmediatamente para que vuestro padre pueda vivir tranquilo con Bernardo en los deliciosos pantanos de Citeaux"?... Vamos, Bernardo, compórtate conforme a la lógica y a la edad que tienes. —Eso es lo que estoy intentando hacer —contestó Bernardo con mayor fuerza y calor—. Pero el ambiente está en contra mía. 86
En fin, Isabel, perdóname y no discutamos tan acaloradamente. Discutamos este asunto lo más frescos posible. —¿Frescos? ¿Frescos? —exclamó Isabel. Y encogiéndose de hombros, añadió: —No frescos, Bernardo, sino con la mayor frialdad posible. Ahora escucha. Yo acepté a Guy "para lo bueno y para lo malo". El sigue siendo mío, sellado con el sello sagrado del gran Sacramento de Dios. Aquel día hicimos un voto que me propongo mantener. Yo soy suya y él es mío "hasta que la muerte nos separe". —Sí, Isabel, lo que dices es absolutamente cierto. Pero ¿ese voto significa necesariamente que hayáis de vivir juntos? ¿Es que no podéis ser un alma como sois una carne? ¿No puede ser Guy tu inspiración y amarte como monje dedicado a Dios, y tú ser la gran inspiración y el amor de Guy como monja?... —¿Como qué has dicho? —gritó Isabel. —Como monja —repuso Bernardo con ardor—. Es decir: como una mujer que ama a Dios más que a sí misma; una mujer que sabe lo que valen este mundo y esta vida; una mujer capaz de ver a lo lejos, por lo que sus ambiciones son más elevadas que las de tener un hombre, un hogar y un puesto en la sociedad; una mujer que ansía conseguir un verdadero nombre, una mansión celestial y un puesto entre los santos; una mujer... —... que no haya estado nunca casada ni haya criado a dos hijas para Dios —contestó Isabel como un relámpago. Bernardo hizo una pausa. Se aproximó a Guy, que se hallaba convertido en un desconsolado auditorio de aquel apasionado choque de mentalidades y corazones, y le dijo: —¿Es que tu mujer no ha oído nunca hablar de mujeres casadas que se han ido al claustro? ¿No conoce la disciplina de Dios sobre esta cuestión? Guy levantó la vista, y con dolor en los ojos y en la voz, contestó: —Es inútil, muchacho. Isabel tiene razón en su postura. Tú la tienes en la tuya. Pero los dos contempláis el mismo objeto desde dos ángulos opuestos. Yo lo miro desde el ángulo de Dios —dijo Bernardo.
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—¿Y yo? —preguntó a su vez Isabel—. ¿Queréis hacer el favor de decirme desde qué ángulo lo miro yo? ¿Es acaso desde el del diablo? —No, Isabel. Yo no he dicho eso; ni siquiera lo he insinuado. Pero sí digo que tienes una oportunidad para hacer algo grande por Dios y la estás desperdiciando. Tienes una oportunidad de mostrarte verdaderamente noble, de sacrificar algo próximo y amado, de ser la heroína de Dios... —Vamos, ¡deja ya la Retórica, que me aburre! —interrumpió Isabel—. Guy puede hacerse monje cuando yo me haya muerto... Y con estas palabras se levantó e hizo ademán de salir del aposento, pero Bernardo, cuyo rostro estaba acalorado, se plantó ante ella y con voz ahogada por la emoción contenida, le dijo: —Isabel de Forez: he de decirte con toda sinceridad de mi alma que tu marido será monje y eso con tu autorización; bien la que acabas de otorgarle, es decir, con tu muerte, o bien otra dada más en consonancia con la nobleza de tu persona. —Tratas de intimidarme... —contestó Isabel altanera. —No. No hago más que predecir. Recuerda mis palabras: antes de Pascua de Resurrección será libre. ¡Bien con tu autorización o por tu muerte! Y con tan graves palabras, Bernardo se inclinó ante su cuñada, hizo un gesto a Guy y salió apresurado de la estancia. Isabel se quedó parada en el sitio en que él la detuviera. Sus ojos se clavaban fijamente en la puerta por la que saliera Bernardo. La rapidez de su respiración denunciaba la agitación de su alma. Su voz era firme, pero la palidez de su rostro desmentía las palabras que dirigió a su inquietísimo esposo: —Dile a ese hermanito tuyo que no me asusto con facilidad. Y salió de la sala como una reina.





Por caminos extraños.


Las hojas doradas y castañas que Adelina y su hermanita amontonaron aquel memorable día de octubre se hallaban cubiertas por las primeras nieves del invierno, cuando Bernardo cabalgó de nuevo por el camino de Fontaine. Esta vez, sin 88
embargo, había sido requerido por su cuñada, y fue bien recibido en la mansión silenciosa con el silencio de una enfermedad temida. En seguida se le condujo a la cámara de Isabel, donde encontró a Guy inclinado sobre su palidísima esposa. Apenas entró, Isabel se incorporó y le tendió ambos brazos, diciendo: —¡Cuánto me alegro de que hayas venido, Bernardo! ¡Cuánto me alegro!... Después que Bernardo le hubo besado las manos, volvió a dejarse caer sobre las almohadas y alisó un lugar sobre la colcha para que se sentara. El monje giró la vista en busca de otro asiento, pero Isabel movió la cabeza, y dando unas palmadas sobre la colcha, le dijo: —No, no... Siéntate aquí, a mi lado... Bernardo obedeció. Guy se encontraba al otro lado del lecho, sosteniendo la mano de su esposa. Isabel tendió su mano izquierda a Bernardo. Cuando él la tomó, cerró los ojos y suspiró profundamente. Durante un momento reinó el silencio. Después, sin abrir los ojos y con voz débil, murmuró Isabel: —Todavía no ha llegado la Pascua, ¿verdad, Bernardo? —No, Isabel. Y, sin embargo, estoy enferma. Muy enferma. Enferma de muerte. —No digas eso, Isabel— le atajó Guy con voz entrecortada. —Si que lo digo —contestó Isabel—, y os pido a los dos que me escuchéis. Estoy muy fatigada, y apenas puedo hablar. —Te escuchamos—dijo Bernardo suavemente tras una pausa en la que los suspiros de Isabel sonaron mates como sollozos ahogados. —Mis ojos se han abierto —dijo la enferma—, y veo como nunca había visto antes. La última vez que nos vimos, Bernardo, creí que estabas loco y que tus palabras antes de marchar eran de cólera. Ahora veo que la loca fui yo y que tus palabras fueron una profecía.
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Se detuvo para tomar aliento. Los ojos de Guy y de Bernardo se encontraron por encima del lecho. —Los caminos de Dios son muy extraños —siguió diciendo la enferma—, y no pretendo comprenderlos. Pero si veo con claridad que Dios quiere a Guy... Hizo otra pausa, tras la cual, con voz un poco más firme, prosiguió: —¡Y yo quiero dárselo a Dios! Con estas palabras pareció perder el sentido. Bernardo y Guy cambiaron una rápida mirada, y después dirigieron la vista al pálido rostro que reposaba en la almohada. Bernardo le puso la mano sobre la frente, e Isabel abrió los ojos. Al hacerlo, dos lágrimas cristalinas rodaron por sus demacradas mejillas. Elevando a Bernardo sus ojos apagados, dijo: —Los caminos de Dios son muy extraños, ¿verdad? Y volviéndose a Guy, murmuró: —"Hasta que la muerte nos separe..." Pero Dios te reclama más arriba, y he de dejarte ir. Cerró los ojos de nuevo, y en el silencio de la cámara se escuchó esta plegaria: —¡Oh Dios mío, es tuyo! Podías haberte apoderado de él con la lanza, con el hacha de combate o con un accidente, y yo no hubiera protestado. Ahora te digo: ¡Tómale? ¡Tómale vivo!, y ámale en la vida y en la muerte. Volvió a abrir los ojos, y las lágrimas corrieron de nuevo. Soltó su mano de la de Bernardo, y tendiendo los brazos a su marido, le dijo: —Bésame, Guy, querido mío, y sellemos este sacramento como sellamos el otro. Guy se inclinó reverentemente, y sus lágrimas se mezclaron con las saladas de las mejillas de Isabel al besarse con una solemnidad sagrada. Soltando su brazo de alrededor del hombro de Guy, tendió la mano a Bernardo diciéndole: —Y tú, profeta de Dios, ¿quieres testimoniar mi acto de renuncia con un beso de hermano? Bernardo se Inclinó sobre ella, y precisamente, antes de que sus labios tocasen a Isabel, le dijo: 90
—Isabel, querida hermana, esta enfermedad no es de muerte. Dios te tiene preparada otra tarea. Yo sé que la realizarás noblemente. Cuando Bernardo se irguió después de besarla, Isabel abandonó sus manos, una en la de su marido y otra en la de su hermano menor. Descansó así un momento, y sonrió con tristeza mientras decía: —Me siento feliz, mucho más feliz. Ahora voy a descansar. Vosotros podéis salir. Los dos hermanos salieron de la cámara de la enferma de puntillas. Cuando hubieron alcanzado el salón principal, Bernardo se volvió a su hermano mayor, diciéndole: —Los caminos de Dios son caminos seguros. ¡Al fin estás libre! El semblante de Guy no reflejaba el entusiasmo de Bernardo. Era evidente su pesar. —¿Crees que sanará?—preguntó. —¿Sanar? ¿Sanar? ¡Pero si puede decirse que está curada ya! Te lo digo de verdad. Ésta es la mano de Dios, que te señala el camino. —Me gustaría tener tu fe, Bernardo. Por el momento, lo único que consigo ver es una esposa muy enferma, y tal vez un poco supersticiosa. Bernardo se sobresaltó al oírlo. Miró a Guy con un relámpago de cólera en sus ojos, y exclamó: —¡Y tú eres mi hermano mayor! ¡Avergüénzate! ¿Qué es lo que pretendes que haga Dios? ¿Aparecerse en persona y hablar contigo?... Tu mujer rehusó el consentimiento. Cayó enferma. Ahora te autoriza a marchar. Se pondrá bien. ¡Y hablas de superstición! ¡Lo mejor que puedes hacer es confesarte y acusarte de presunción! Espero que te unas a nosotros en este mes. Nos encontraremos en Chatillon-sur-Seine. Y vente preparado para entregarte enteramente a Dios. Tras estas palabras, Bernardo apretó la mano de su hermano, saltó sobre la silla, volvió grupas y sólo se vio el polvo de nieve que levantaban los veloces cascos de su cabalgadura.
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El acomplejo» del hermano mayor,
En 1122, diez años después de aquel día en que Bernardo le recomendara acusarse de presunción, Guy recorría el sendero que serpenteaba entre los árboles del valle de Clairvaux con Guillermo de Saint-Thierry, abad de la fundación cluniacense en aquella ciudad. Era primavera; los nuevos brotes asomaban por entre las hojas ennegrecidas que habían sido la gloria del verano anterior; las tímidas anémonas levantaban vergonzosas sus cabezas de cinco pétalos contemplando con maravilla y asombro el extraño mundo de sol y de sombras; aquí y allá, en los sombríos barrancos, parches de nieve sin derretir aún anunciaban que el rey invierno acababa de hacer su presurosa retirada. El abad cluniacense tenía ojos para todas aquellas pruebas que hablaban tan vivamente de la vida y de la muerte; pero Guy parecía ciego para la Naturaleza. Caminaba monótonamente con la cabeza inclinada y los ojos sin ver. Su mente era presa de hondas preocupaciones. Guillermo le permitió caminar en silencio durante un buen trecho. Luego, con una carcajada que levantó un batir de alas, exclamó: —Lo que os sucede, Guy, es que habéis nacido antes que Bernardo. Ni vuestro cabello estaría tan salpicado de gris ni vuestro ceño aparecería fruncido con tanta frecuencia si hubierais nacido con él o algún año después. Padecéis de lo que yo llamo "afección de hermano mayor". —¿Se trata de alguna enfermedad? —replicó Guy secamente. —Sí —repuso, riendo, el abad Guillermo—, una enfermedad incurable. He oído hablar a ancianos de ochenta años muy preocupados por "su hermano pequeño", y luego he averiguado que su hermano pequeño tenía setenta y seis años. ¿Por qué tenéis que preocuparos tanto por Bernardo? Creo que ya pasa de los veintiuno. Y, además, es vuestro abad. —Ya lo sé —repuso vivamente Guy—, y como abad le respeto, le honro y le obedezco. Pero no olvidéis que es mi hermano menor, y que, como tal, me preocupo por él. —¡Ahí lo tenéis! —exclamó Guillermo—. ¡Lo que acabo de decir! Padecéis la "afección de hermano mayor". —También vos la padeceríais si hubierais visto lo que yo este año pasado... —replicó Guy. 92
—Por ejemplo... —Por ejemplo, caminaba yo con Bernardo por la ciudad de Chateau-Laudon, cuando, de pronto, se nos acerca un muchacho, y mostrándonos una horrible fístula, pidió a Bernardo que le curase. No le dijo que pidiera por él, no que le bendijera, ¡fijaos bien!, sino que le curase. Y ¿qué fue lo que hizo ml humilde hermano? ¿Qué es lo que hizo el que se pasa la vida predicándonos la humildad? Sin un momento de vacilación, levantó la mano y trazó la señal de la cruz sobre el pie del muchacho. ¡Para mí eso no es ya una imprudencia, sino la máxima presunción! —¡Hummm...! ¡Hummm...!... —carraspeó el abad—. Y ¿qué le ocurrió al pie? Guy le miró cauteloso de reojo, y murmuró: —Se curó. La alegre risa de Guillermo volvió a sonar en el silencio del bosque solitario, haciendo esta vez que una ardilla que se esponjaba a los primeros rayos del sol primaveral se precipitara en su agujero. —¿De qué os reís? —preguntó Guy. —De la gran presunción que obra milagros —replicó Guillermo. —¿Milagro?... ¡Cuento!... —refunfuñó Guy—. Yo os digo que tal acción es tentar a Dios. —Pero Dios respondió a la tentación, ¿no? —preguntó Guillermo, sonriendo. —Si, pero eso no autoriza a ml hermano para tomarse las libertades que se está tomando. Fijaos: ¿habéis oído hablar de Josbert, el vizconde de Dijón? —Ya lo creo que he oído hablar de él. Creo que es un hombre duro como el hierro —contestó Guillermo. —Lo sé muy bien, pues es pariente nuestro. A principios del año pasado cayó con parálisis. La familia nos envió a buscar inmediatamente a Bernardo y a mí. Fuimos, llevando con nosotros al tío Gaudry. Cuando llegamos a la casa encontramos a Josbert sin poder hablar. La familia estaba preocupadísima porque Josbert no había frecuentado los Sacramentos desde hacía mucho tiempo, y el ataque parecía muy grave. Pidieron a Bernardo que hiciera 93
cuanto estuviera en su poder por ayudarle. Y ¿sabéis lo que hizo mi humilde hermano? —No, no —repuso el abad, reprimiendo una sonrisa para pesar de Guy. —Pues decir: "Este hombre ha ofendido gravemente a Dios; ha sido tirano con los pobres y altivo al tratar de los asuntos de la Iglesia y sus propiedades Prometed restituir y anular todos sus abusos; garantizad que pondréis fin a sus injustas exacciones, y os prometo que tendrá oportunidad de confesar. Lo prometo en nombre de Dios." ¿Habéis oído jamás presunción semejante? — preguntó Guy—. "¡Lo prometo en nombre de Dios!" Bueno, y ¿qué pasó?—preguntó el abad Guillermo. Naturalmente. prometieron corriendo, y aunque Gaudry y yo dijimos a Bernardo que era temerario, imprudente, presuntuoso y osado ante Dios, se limitó a sonreír y a murmurar: "Tened confianza. Lo que encontráis tan difícil de creer, Dios puede hacerlo fácilmente." Ese es el nombre que le ha puesto ahora a la presunción: ¡confianza! —Ya me he dado cuenta. Pero seguid el relato. —Nos dirigimos a una iglesia cercana, y Bernardo celebró misa por el enfermo. Apenas había terminado, cuando el hijo mayor de Josbert se precipitó en la sacristía, exclamando: "Mi padre puede hablar. Pide confesión. Venid." —Por lo visto, la presunción obró otro milagro... —¿Milagro? ¿Milagro? ¡Tonterías!... ¡Fue obra de la misa! —exclamó, indignado, Guy. —Claro, claro —dijo Guillermo—. Ahora, Guy, decidme: ¿qué opináis de todas esas historias que circulan sobre vuestro hermano diciendo que obra milagros? Está la del muchacho de la fístula, la del vizconde paralítico, la de... —¡Fábulas! —interrumpió Guy—. ¡Todas fábulas! —¿Todas? —preguntó el abad. —Bueno, no sé si todas... —repuso Guy, vacilando—. Pero, mirad, señor abad, no hablemos de cosas de las que nadie puede estar seguro. Yo no sé si estas historias serán ciertas o falsas; pero me gustaría que cesaran. No pueden servirle a mi hermano para nada. Quizá para inducirle a falsos errores. Yo sé que es santo, 94
muy santo, y puedo asegurar que durante la oración recibe numerosas revelaciones. Pero detengámonos ahí. Desconfío de lo extraordinario. —Guy —dijo el abad—, es inevitable estimaros por vuestra bendita sinceridad. Es vuestra virtud más señalada. En cuanto a mí, os ganáis mi afecto con la agudísima "afección de hermano mayor" que padecéis. Pero ahora respondedme con toda sinceridad a esto: ¿es difícil esta vida cisterciense? Tan pronto como su compañero hubo cambiado la conversación desviándola de Bernardo y sus milagros, la actitud total de Guy cambió también. Su paso se hizo más animado, levantó su frente, y hasta su voz perdió la hostilidad. Volvía a ser el antiguo Guy, el soldado. —Es una pregunta muy amplia, señoría —repuso—. Para algunos esta vida sería imposible; para otros, fácil; para los que se hallen entre ambos extremos, bastante dura. —¿Cómo la habéis encontrado vos? Guy se detuvo, y arrancó una anémona, que parecía temblar en la sombra de un roble. La hizo girar un momento entre sus dedos, y prosiguió mirando a Guillermo. —Para mí, al principio, esta vida fue imposible. —¿Qué queréis decir? —preguntó el abad. —Exactamente lo que digo. Que al principio esta vida se me hacía imposible. Habéis de recordar, mi buen abad, que fui armado caballero cuando aún no contaba diecinueve años; que me desposé antes de los veinte y antes de tener la mayoría de edad. Habéis de tener también en cuenta que pasé muchos días y muchas noches entre hombres que vivían la vida con ritmo acelerado. La acción, la energía, la excitación, flotaban en el aire que respirábamos. Mientras servía al duque, hube de cruzar mis armas con más de un enemigo valeroso, y conocí la embriaguez producida por el fuerte vino de la victoria. Mi vida se deslizaba entre el campamento, la batalla, el hogar y la batalla de nuevo. Nunca conocí un momento de ocio. Entonces vino lo de Citeaux. ¡Qué diferencia! En lugar de la compañía de los ruidosos, bravos y encantadores compañeros de armas, me encontré con la compañía de ascetas silenciosos. En lugar del chocar de las espadas y de las escalofriantes escaramuzas con la muerte, en lugar de los 95
momentos cargados y sobrecargados de tensión, me encontraba con el silencio del terreno pantanoso, con el orden diario y mortal del canto de los salmos, el cultivo del campo y el canto de los salmos otra vez. Os puedo asegurar, señor abad, que aquellos primeros meses fueron enloquecedores para mí. Guillermo de Saint-Thierry quedó totalmente sorprendido. En toda su vida no había escuchado una confesión tan sinceramente desnuda. Tampoco había esperado nada tan reciamente humano de un monje de Citeaux. Sólo pudo murmurar: —Si, lo comprendo. El contraste sería tremendo. Debisteis echar mucho de menos el combate y el excitante chocar de las armas. ¿Cómo conseguisteis perseverar? Guy tiró la flor que había arrancado, y sonrió un poco tímidamente: —A mi juicio, el motivo fundamental fue esa enfermedad que decís. Creo, en realidad, que mi "afección de hermano mayor", como vos lo llamáis, me mantuvo en filas haciendo frente al enemigo durante aquellos primeros meses terribles. Tenía que pensar en Bernardo, Gerardo, Bartolomé y Andrés; no podía defraudarlos. Yo era su hermano mayor. Si yo hubiera retrocedido podrían haber perdido el valor. Ese es un motivo humano —contestó el abad, que sonrió al añadir—: Luego esa enfermedad puede resultar saludable, ¿no es cierto? En aquellos días lo fue, en efecto, y yo la tengo por un don de Dios. Un gran don, a pesar de que vos la llamáis afección. Yo me pregunto, mi buen abad, si Nuestro Señor Jesucristo no sentiría algo parecido a esa "afección de hermano mayor", como vos decís, cuando se hincó de rodillas en el huerto de Getsemaní aquel primer Jueves Santo por la noche, y contempló la muerte cara a cara. Me pregunto si no sentiría una llamada imperiosa que le dijese: "No decepciones a tus hermanos." Me gusta pensar que fue eso lo que le espoleó a decir: "No se haga mi voluntad, sino la tuya." Puede que yo esté equivocado; pero ésa es mi manera de sobrenaturalizar lo natural. —Es un pensamiento hermosísimo, Guy —alabó el abad—, que nos aproxima a Jesús mucho más que pensar en El solamente
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como Dios y Señor. ¿Teníais también estos pensamientos al principio? —Creo que no —respondió Guy sinceramente—. Al menos, no con tanta claridad. Indudablemente, Dios estaba cerca, y muy profunda, en el fondo mismo de mi ser, debía hallarse la determinación inquebrantable de ser leal a Dios en esta vida cisterciense. Yo no tengo la imaginación ni la fantasía de Bernardo, como veis. Soy más viejo y no sé responder a algunas de sus frases de mando ni de sus gritos de ánimo. Era, y sigue siendo aún, bastante romántico sobre este particular. Pero he de deciros, abad Guillermo, que no eran los ecos del combate o los recuerdos de aquellos que habían combatido a mi lado lo que más me dolía. No. Era el eco de la risa de una criatura y el alegre parloteo de unas niñitas; el recuerdo de los suspiros de la mujer, de quien yo enamoré y  a la que conquisté, era lo más difícil de soportar de todo. Hizo una pausa, y añadió: —Nosotros mismos somos nuestros peores enemigos, y la memoria, nuestro verdugo más cruel. —No me es difícil imaginarlo —convino Guillermo—. Pero ahora debéis sentir un consuelo extraordinario al pensar, en dónde se encuentra esa mujer y lo que está haciendo. —Así es —repuso Gay pensativo—. Dios me humilla más y más con sus mercedes. También me proporciona más intenciones por las que rogar. ¿Os habéis enterado de que mi buena Isabel ha sido elegida Superiora de Jully? —Y no sólo de eso, sino de que es un modelo y una verdadera madre para todas. Espero grandes cosas de Jully, Guy, porque, como sabéis, la espiritualidad de una casa depende casi totalmente de la santidad de su Superiora. La pequeña Adelina está con su madre, ¿verdad? —Sí, la niña padece algo parecido a mi "afección de hermano mayor" —rió Guy—, aunque supongo que a lo suyo habrá que llamarlo "afección de hijita". Quería estar junto a su madre. —De nuevo parece que Dios quisiera servirse de lo natural para producir lo sobrenatural, ¿no es cierto? Pero contadme más de vos y de vuestra vida de cisterciense.
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—El primer año fue el peor. Lo más doloroso no eran las austeridades físicas de esta vida, abad Guillermo. El cuerpo puede acostumbrarse a cualquier cosa. La comida es sencillísima y escasa. Los lechos son duros. Las horas en el coro y en el campo son largas. Pero con frecuencia había pasado horas más largas y dormido en lechos más duros mientras combatía por su excelencia el duque. No, esto no es terriblemente difícil. Pero los sufrimientos mentales... ¡Ah, eso es otra cuestión! —¿Cómo es eso? —preguntó el abad. —Habéis de saber que Esteban Harding fue un abad muy comprensivo y muy compasivo. Sabía lo que más había de turbarnos; y así, con gran prudencia, ocupaba nuestros días por completo. Apenas teníamos un momento para nosotros mismos durante los primeros meses de noviciado. Nos tenla tan ocupados, que carecíamos de tiempo para pensar en lo que habíamos abandonado. Los días pasaban ligeros; pero las noches… ¡Ay, qué noches aquellas en que el sueño era ahuyentado por los recuerdos y los ecos del pasado!... ¡Oh!, pero vos no os interesaréis por mis pesadillas de los años transcurridos. —Creo que las comprendo perfectamente. Lo que ignoro es cuánto tardaron en desaparecer para vos todas las dificultades. —¿Todas las dificultades? —repitió Guy como un eco, acentuando la palabra "todas"—. Pues, mi buen abad, "todas" las dificultades habrán terminado para mi cuando haya muerto. Cada época de la vida tiene sus dificultades propias. Las de mi noviciado fueron las más crueles, porque la tentación consistía en retroceder. Pero en cuanto salimos de Citeaux nos encontramos con la nueva cosecha de dificultades que nos esperaba en Clairvaux. Nuestros primeros años fueron terribles. La pobreza era extrema. No teníamos alimentos suficientes ni ropas bastantes. Para empeorar las cosas, Bernardo se hallaba en su peor fase ascética. ¡Exigía más aún que la perfección! Pero tan pronto como volvió a la realidad y se levantó la pobreza absoluta, me encontré con nuevas dificultades. Yo soy lo que llaman el "subdespensero" de este monasterio. Mi hermano Gerardo es el "despensero". Eso significa que Gerardo y yo hemos de cuidarnos de todo lo temporal relacionado con esta comunidad siempre creciente y con este amplio y profundo valle. A veces me pregunto qué es lo que soy en
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realidad: un monje, un campesino, ml leñador, un pastor, un albañil o qué. No habléis siquiera de la desaparición de las dificultades. —Ya veo —interrumpió el abad, sonriendo—. Pero, decidme, Guy, en cuanto a la vida en sí, el silencio, el claustro, los ayunos, el trabajo...: ¿os fue todo tan difícil, en realidad? Guy se volvió en el sendero, y se quedó mirando al monasterio antes de responder. Sólo cuando hubo atravesado un riachuelo que murmuraba con el salpicar de sus aguas, se aventuró a hacerlo. —La vida cisterciense es imposible, a menos que se haya contemplado a Cristo en el Calvario. Todo lo referente a ella está un poco exagerado, ¿no os parece, abad Guillermo? —Hablando comparativamente, sí —repuso el abad—. Vuestra Orden hace una penitencia mucho más estricta que ninguna otra en la Iglesia actualmente. Pues esa exageración necesita algunas justificaciones — concluyó Guy—. Y sólo hay una. Es, como dice Bernardo, la invitación que los amantes reciben como orden. Es el "venid y seguidme" de Jesucristo. Se detuvo y apoyó la mano sobre un roble corpulento, como si estuviera estudiando su corteza. Después de una breve pausa, se volvió al abad, que se había detenido al mismo tiempo, y le dijo: —El único motivo, señoría, que puedo exponer para justificar el dar un beso de despedida a dos niñitas y decir un adiós para siempre en vida a la mujer que prometí tener y sostener "hasta que la muerte nos separase", es la tremenda exageración que forjó la Redención; la horrible exageración de un Dios clavado a un árbol. Estoy tratando de alcanzar a Jesucristo, como Bernardo nos exhorta con tanta frecuencia a hacer. Ahora, para cualquiera que capte el concepto, para cualquiera que haya captado la verdad del Calvario, esta vida cisterciense es una delicia, a pesar de que pinche, de que duela, de que canse. —Entonces, no todo es cuestión de la "afección de hermano mayor", ¿verdad? —comentó Guillermo, mientras seguían la última curva del camino y aparecían ante sus ojos los edificios del monasterio. —Pues... espero que no os moleste que contradiga a vuestra señoría; pero yo creo que, en realidad, lo es todo; que es 99
precisamente esa "afección de hermano mayor" de Jesucristo la que nos estimula a nosotros, sus hermanos pequeños, para que nos apresuremos y le alcancemos. —¡Y decíais que no erais tan idealista como Bernardo! Bernardo es un idealista realista —contestó Guy—. Pero Jesús es el Primogénito de muchas confraternidades. —¡Basta! —exclamó el abad—. Bernardo os está contagiando a todos su arte para citar la Escritura. Ahí viene. Tengo que verle. Muchas gracias, Guy, por vuestra sinceridad y vuestra inspiración. —¿Mi qué? —preguntó Guy, sorprendido. Pero ya Guillermo había marchado.
Mi hermano mayor puede ayudarnos ahora.
Guy había acertado al resumir su vida como una cadena de dificultades. El año de noviciado fue duro; el primer año en Clairvaux más duro todavía, y éste —su vigésimo primer año allí— el más duro de todos. Pero a Guy no le importaba, porque Guillermo de Saint-Thierry no estaba equivocado al asegurarle que padecía una incurable "afección de hermano mayor". Es claro que dicha "afección" la adquirió en el castillo de Fontaines hacía unos cuarenta y cinco años, cuando su madre empezó por poner al pequeño Gerardo a su cuidado. Guy se convirtió aquel día en "hermano mayor'', y al seguir a Gerardo, Bernardo, Humbelina, Andrés, Bartolomé y Nivardo, pocas probabilidades le quedaban de curación. El primogénito de cualquier familia numerosa conoce la responsabilidad desde la infancia, y no suelta su carga ni en la ancianidad. Esto le ocurrió a Guy. Se preocupaba por Bernardo. Se preocupaba por Gerardo. Se preocupaba por Andrés, por Bartolomé y por Nivardo, a pesar de que Bernardo era su abad, Gerardo su superior en el oficio de despensero, y el resto, por lo menos, sus iguales en la comunidad. Se preocupaba por su bienestar físico, y, como hemos visto, se preocupaba hondamente por su salud espiritual. Siempre había sido así, y siempre seguiría siéndolo. Era inevitable. Y todo por haber nacido antes. Para muchos, su postura de hermano mayor resultaba divertida. Para otros resultaba con frecuencia molesta; pero para todos era realmente admirable. Porque, aparte el 100
inexpresable amor y cuidado de una madre, tal vez no existe en todo el mundo de Dios un cariño más entrañable que el del "hermano mayor". A mediados del verano de 1135, cuando Clairvaux jadeaba bajo un sol implacable, Bernardo envió a buscar a Guy, y lo hizo con un gesto irritado y voz enfadada. El "complejo de hermano mayor" no se daba sólo de una parte. Bernardo y los demás confiaban en Guy de muchas maneras. El hábito de la juventud había madurado en la justa apreciación de la edad adulta, y a Guy se le requería para que aconsejara, guiara y ayudara. Bernardo le había hecho subdespensero, no tanto por su posición en la familia como por su prudencia y su espíritu práctico. Y por eso, a pesar de ser padre espiritual de Guy, Bernardo seguía dependiendo de aquel a quien siempre había vuelto los ojos desde la infancia. Este era poco más o menos el pensamiento que se iba abriendo paso en la mente de Bernardo cuando escuchó al otro lado de la puerta las inconfundibles pisadas de Guy. Fueron seguidas por su conocida llamada. Bernardo dio la señal de entrar con un gesto que denotaba decisión. Guy entró. Venía empapado en sudor. La humedad calaba su hábito blanco; su rostro estaba como la grana y surcado por chorros de sudor. Guy tenía calor, mucho calor, y estaba cansado. Se arrodilló, recibió la bendición de su hermano y preguntó: —¿Estáis cavilando algo, reverendo Padre? —Mucho —repuso vivamente Bernardo—. ¿Qué es lo que me han dicho del monje que ha muerto en Normandía? ¿Es cierto que has dado orden de que sea enterrado allí? —Lo es —repuso Guy tranquilo, pero con gran firmeza. —¿Por qué? —volvió a preguntar Bernardo bruscamente. —Estimé que era lo más práctico y prudente. Estamos ocupados con la construcción del monasterio, y necesitamos todas las manos de que podemos disponer. También me pareció que la pobreza lo exigía. Normandía está a mucha distancia. No tenemos caballos que pudieran hacer el viaje; hubiéramos tenido que alquilar relevos. —¡Hummm...!... —musitó Bernardo—. Entonces, ¿ha sido cuestión de caballos y dinero?
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—Eso sin hablar de hombres. Tenemos una tarea gigantesca en este edificio nuevo. No podemos prescindir de una sola alma. Además —insistió Guy—, ¿no es de sentido común? ¿Qué puede importar donde repose su cuerpo mientras su alma haya ido a Dios? —El había solicitado ser enterrado en Clairvaux, aquí, junto a sus hermanos —repuso Bernardo. —¡Sentimentalismos! —¿Qué? —preguntó Bernardo vivamente. —He dicho "sentimentalismos" —replicó Guy—. Y tú sabes que no es otra cosa. ¡Cuántas veces te he escuchado decir a los postulantes que dejen sus cuerpos en la puerta, que aquí sólo habían de encontrar sitio para sus simas!... ¡Y tienes razón! Entonces, ¿por qué preocuparse por un cadáver? Fue un buen monje. Su alma está segura. —Así es como tú lo enfocas, ¿verdad?... Pues, mira, voy a decirte una cosa. También tú te verás privado de la satisfacción que este hermano ansiaba. No serás enterrado en Clairvaux. Guy contempló a su hermano, estudiándole atentamente, y le encontró sumamente decidido. Sus ojos despedían fuego y sus cejas se unían en un gesto malhumorado. Guy se enjugó el sudor, y consiguió sonreír mientras decía: —No me agrada ese tono de voz, reverendo Padre... —¡Vamos! Llámame Bernardo. No son necesarias las formalidades entre nosotros. —Ya, reverendo Padre —repuso Guy—. Digo que vuestro tono de voz me hace retroceder veintitrés años. Fue con esa misma voz con la que predijisteis la capitulación o la muerte de mi esposa. ¿Estáis profetizando ahora, o es solamente el calor? —No es el calor —respondió Bernardo con presteza, y sonrió. El ambiente de la habitación cambió totalmente con aquella sonrisa. No parecía la misma persona que hablara dos segundos antes. Había una dulzura, un encanto, una serenidad radiante en su semblante que requería la respuesta de otra sonrisa de Guy, que exclamó: —Eso está mejor. ¡Mucho mejor!
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—Hace un poco de calor, ¿verdad, Guy? Pero ¿por qué has de hacer esto más caluroso aún con tu tacañería? ¡Oh Guy, la pobreza nunca exige unos brazos de más cuando se trata de un hermano! ¡Nunca! La economía y la parsimonia no son siquiera parientes lejanos de la pobreza religiosa. Pero ya está hecho. Dejémoslo. —Lamento haberte defraudado, Bernardo —dijo Guy—. Pero ésas son las consecuencias de hacer subdespensero a un bobalicón. Mi puesto está entre los últimos... —Tu puesto está donde te han colocado —interrumpió su hermano menor—. Y ahora dame tu opinión. ¿Qué te parecería el que se le enviase al joven Nivardo a Bretaña? Un tal duque Connor nos ha donado un terreno para un monasterio en De Buzay. He meditado seriamente sacar a Nivardo de Vauvelles y enviarle de prior a De Buzay. ¿Qué te parece? —Es la primera vez que se te ocurre hacer Superior a alguien de la familia. —Ya lo sé —repuso Bernardo—. No me gusta el nepotismo. —Desde luego —dijo Guy—, el muchacho ha hecho una labor magnífica en Vauvelles... —Sí —convino Bernardo—, todos estaban entusiasmados de su manera de entrenar novicios. Muchos le llaman "el perfecto maestro de novicios". —Entonces, ¿por qué no dejar las cosas como están? —Porque creo que pueden mejorarse —replicó Bernardo—. Creo que Nivardo es un verdadero jefe. Ha tenido unos años de experiencia modelando novicios. Creo que con monjes tendría un gran éxito. ¿Qué opinas? —Sé que hará cuanto esté de su mano. Es un mozo que sabe lo que hace. También tiene don de gentes. Todos le quieren. Les inculcará tu doctrina sobre el amor por Dios. Les... —¿Mi doctrina? —preguntó Bernardo—. Querrás decir la doctrina de Dios. Yo no hago más que predicar el primer mandamiento. —Ya lo sé. Quería decir que Nivardo les predicará el primer mandamiento de Dios al estilo de Bernardo. El único motivo que tengo para vacilar es que se trate del más pequeño de nuestros 103
hermanos. ¿Exclamarán las mentes mezquinas "favoritismo de familia"? —No lo creo —repuso Bernardo, caviloso—. En veintiún años no he escuchado ni la sombra de una acusación... —Sí, pero sólo nos has dado cargos que representaban una verdadera carga. Gerardo, cillerero; yo, subcillerero; Andrés, portero; Bartolomé, sacristán; Nivardo, maestro de novicios. ¡Ninguno de estos oficios representaba la menor gloria! Por eso es por lo que no has oído nunca nada. Pero hacer a Nivardo prior... Y, sin embargo, ¿por qué no? En mi opinión, está perfectamente calificado para serlo. —Eso es exactamente lo que yo he pensado —dijo Bernardo —. Y creo que voy a seguir mi viejo principio de colocar al hombre adecuado en su puesto adecuado sin tener en cuenta el parentesco, el cariño o la crítica. —¡Hummm...! —gruñó Guy—. ¿Conque ése es tu principio? Entonces, puedo sacar la conclusión de que Gerardo y yo no somos más que unos buenos percherones, ¿no es eso? Bernardo miró a su hermano mayor, y en sus hermosísimos ojos apareció un reflejo de regocijo al responder: —Gerardo es bueno; pero has de recordar que tú no eres más que un subdespensero. Y luego, después de compartir con Guy una mirada de la más perfecta comprensión, le dijo: —Mira, Guy, con la mayor seriedad te digo que de buena gana te enviaría a ti a Bretaña. Pero me sentiría perdido sin mi hermano mayor. —¡Basta, basta! —exclamó Guy, levantando la mano— Casi me has hecho un cumplido. Si se te ocurriera hacer cosa semejante, estaría seguro de que el calor de Clairvaux o tu trabajo en Italia o ese horroroso cisma te habían afectado. Dime: has conseguido saber algo de Humbelina en tus viajes? —Directamente, no —repuso Bernardo—; pero tengo noticias de Jully. Al volver de Italia supe que la comunidad de Jully está observando muy interesada lo que ellas llaman "una carrera para alcanzar a Cristo". Isabel, Humbelina y Adelina parecen rivalizar en
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sus esfuerzos por ser santas. Y, según mis noticias, Adelina parece ir en cabeza. Los ojos de Guy relampaguearon. Todo su semblante resplandecía al decir: —¡Qué extraños y qué maravillosos son los caminos de Dios!... ¿Le damos alguna vez las gracias suficientes? ¡Imagínate!... Mi esposa, mi hija y mi hermana sirviéndole a El, y sólo a El en un convento. Es arrebatador. Es humillante. ¡Es inspirador! ¡Me alegro de que se hayan prendido en tu chispa y corran para alcanzar a Cristo! —¿Mi chispa? —sonrió Bernardo—. ¿Mi chispa?... No he oído decir algo sobre "tu" mujer, "tu" hija y "tu" hermana, Guy... ¡Tú sí que eres divertido! Pero antes que te enfrasques en más rapsodias o éxtasis, márchate y déjame trabajar un poco. Y... haz el favor de rogar por el final de este horrible cisma. * * * Transcurrieron el verano y el otoño sin que sobreviniera cambio alguno en el cisma causado por el anti-Papa Pedro de Leone. Durante aquellos meses, Bernardo comenzó sus sermones sobre el Cantar de los Cantares, que producían en Guy cierto temor de que no resultara práctico abrir el corazón y mostrar profundidades cuya existencia ni siquiera muchos sospechaban. Fue una época de prueba para los dos hermanos. El cisma pesaba sobre el pensamiento de Bernardo, y todo lo que preocupaba a Bernardo preocupaba a Guy. Por otra parte, se estaba construyendo un nuevo monasterio destinado a albergar unos setecientos monjes, y los príncipes y prelados solicitaban grupos de hombres de Clairvaux para fundar nuevos monasterios en sus dominios. Cada nueva fundación significaba nuevos trabajos y preocupaciones para Guy, pues había de preparar a los monjes para la jornada. En 1136 creía tener ya demasiados quehaceres y problemas en el propio Clairvaux; pero Bernardo, que era de otra opinión, llamó un día a su hermano a su celda para decirle: —Guy, quiero que vayas a la diócesis de Bourges a ocuparte de la construcción del nuevo monasterio. Comprueba si se construye como es debido y de acuerdo con las tradiciones cirtercienses. 105
Lamento ser tan precipitado, pero tienes que apresurarte si quieres acompañar al donante. A Guy le sorprendió un poco aquel laconismo; pero como estaba habituado a las órdenes perentorias de Bernardo, partió al momento. Cuando los vientos de octubre desnudaban a los árboles de sus hojas amarillas y escarlatas, Guy había cubierto aguas en el nuevo monasterio de Bourges, y pensó que ya podía volver a Clairvaux y a sus hermanos. Emprendió el regreso; pero la víspera de Todos los Santos dirigió su caballo hacia el monasterio de Pontlgny, por sentirse acometido de una alta fiebre que le aceleraba el pulso y le hacía vacilar sobre el arzón. A la puerta del monasterio cayó de bruces sobre el cuello del caballo, resbalando hacia el suelo precisamente en el momento en que acudía el portero. Era tan grave el estado del enfermo, que fue trasladado a un lecho en la enfermería. Todos los recursos del monasterio fueron puestos rápidamente en servicio, ya que se trataba del hermano mayor del abad de Clairvaux. Pero por más que hicieron, la fiebre no cedió. A la hora de Completas, Guy, mirando en torno suyo con ojos cargados de dolor, consiguió sonreír mientras decía: —Dios viene. Inesperado como un ladrón, pero no tan recatado. MI lámpara está encendida. Estoy preparado para el Esposo. A la misma hora, y a unas cien millas de distancia al Este, la comunidad de Clairvaux se hallaba, reunida en la sala capitular. Bernardo dirigió la vista sobre las cuatro hileras paralelas de monjes encapuchados y hermanos legos, y con un sollozo en la voz dijo: —Orad conmigo las preces por los moribundos. Nuestro hermano mayor, Guy, está en la agonía. Comenzaron las plegarias. El fervor de Bernardo causó la admiración de más de uno. Todos rezaban con sinceridad, suplicantes y solemnes. A cuantos se hallaban reunidos en la sala capitular les parecía que el cielo estaba precisamente sobre ellos y que Dios se inclinaba a recoger cada sílaba que pronunciaban sus labios. La voz cálida y conmovedora de Bernardo, que dirigía las oraciones, parecía anegada en lágrimas al pronunciar petición tras petición. De pronto se detuvo. Un murmullo de sorpresa corrió por 106
la sala. Los monjes, sorprendidos, contuvieron la respiración. El silencio denso lo cortó la voz de Bernardo, que ahora decía con tono triunfal: —Hermanos míos, cambiemos de oraciones. ¡Pidamos ahora a Guy que interceda por nosotros con Dios! Nuestro hermano mayor ya ha llegado al lugar donde puede hacerlo efectivamente. Los monjes se miraron con extrañeza, sin captar de momento el sentido de las palabras de Bernardo. Sólo los más agudos comprendieron que con una sola frase les había anunciado la muerte y la beatitud de Guy. Gradualmente, como una llama que se abre camino entre la maleza, la comprensión corrió de monje en monje. Los rostros se iluminaron y los ojos se inundaron de lágrimas de júbilo y de gratitud al contemplar las estrellas, y el suspiro de "gracias a Dios" fue casi imperceptible. Guy fue enterrado en Pontigny, lejos de su amado Clairvaux, como Bernardo profetizara aquella calurosa mañana de 1135. Pero no creo que la felicidad de su hermano mayor en el cielo fuese grandemente turbada por la falta de una tumba en el Valle de la Luz. Unos dieciséis años después, Bernardo se hallaba muy enfermo en Clairvaux, y gran número de miembros de su comunidad creía llegada su última hora. Uno de ellos vio de pronto llegar junto al enfermo a cuatro hombres, a quienes Identificó como Geoffrey de Lanares, Humberto de Igny, Guy y Gerardo, los dos hermanos de Bernardo. Aquellos cuatro hombres abrazaron a Bernardo y conversaron con el enfermo durante largo rato. Cuando se alejaban, Bernardo les preguntó: —¿Os vais sin mí? Y le respondieron: —Esta vez, sí Pero después de la nueva cosecha, nuestro deseo y el tuyo se verán satisfechos. Guy seguía en su papel de hermano mayor. Tenía que preparar a Bernardo para la muerte. En el mes de agosto siguiente se reunieron en el cielo.
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¿Puede ser esto una locura?
La mayoría de nosotros comprenderá y estará de acuerdo con las palabras que Isabel de Forez dijo a Bernardo aquel día de otoño de 1111. La petición hecha a una esposa joven, hermosa, llena de vida y madre de dos deliciosas chiquillas, de que otorgue a su esposo, valiente caballero, permiso para hacerse monje mientras ella ingresa en un convento, parece merecedora de la respuesta de "¡Estás loco!" Esa respuesta hallará eco en las mentes y corazones compasivos de la mayoría de nosotros. Pero no todos estaremos de acuerdo ni comprenderemos el permiso que otorgó unas semanas más tarde. Y serán contados los que comprendan o estén de acuerdo con lo que hizo unos años después. Alguno hasta sentirá la tentación de decir que se había vuelto loca. Pero escuchemos lo que relata la Historia: No muchos años después que Guy se fuera a Citeaux, Isabel de Forez entró en el convento benedictino de Jully. Su piedad y su celo eran tales, que poco después de profesar fue nombrada Superiora, mereciendo la calificación de "mujer de virtudes poco comunes y madre de muchas vírgenes", y más tarde el título de Beata Isabel, significativo de que su vida fue coronada con el único éxito por el cual merece la pena de luchar: la santidad. Su pequeña Adelina la siguió a Jully, y fue educada por ella en la vida religiosa. A su muerte, la hija se trasladó al convento de Poulagny, que adoptó la reforma de Citeaux, del que llegó a ser abadesa. Bajo su mandato, Poulagny fue famoso por su santidad. Hoy día, Adelina ostenta el mismo titulo que su padre y su madre; se la llama Beata Adelina. Si Isabel de Forez hubiera insistido en que Guy permaneciera junto a ella y Bernardo no se metiera en sus asuntos, jamás habría sido conocida más allá del estrecho círculo de siervos analfabetos que habitaban aquel minúsculo rincón del planeta llamado Fontaines en los breves años que duraron aquellas edades que la Historia ha tildado de "oscuras". Hoy, en cambio, ¡qué contraste! Indudablemente, los caminos de Dios son extraños, muy extraños. Pero ¿no es una extrañeza gloriosa? Indudablemente, la petición de Bernardo parecía una locura. Y lo era. Pero consiguió tres beatos para el cielo. En cuanto a la hermana pequeña de 108
Adelina, que permaneció en el mundo, la Historia ni siquiera guardó su nombre. Sólo sabemos de ella que se casó con alguien cuyo nombre también se ha borrado. Esto da que pensar, ¿no es cierto?
EL HOMBRE DE LA IDEA FIJA (BEATO GERARDO)
"Tenemos que ser exagerados."
Gerardo comprobó el último eslabón de su corselete de acero. Siempre insistía en hacerlo por sí mismo, pues afirmaba que su corazón era un tesoro demasiado preciado para confiarlo a los dedos descuidados de cualquier siervo. No había encontrado fallo alguno en la armadura, y, sin embargo, frunció el ceño al estirar el último eslabón. —¿Se te ha roto algo, Gerardo?... Si es así, hay un armero trabajando en la hondonada. Gerardo dejó caer su corselete sobre el tronco de un árbol que servía de banco, y repuso: —No, Dionís, no le pasa nada a la malla. Pero por aquí hay algunos eslabones sueltos que el armero no podrá unir. —¿Cómo que no? El que está trabajando allá abajo es el mismo David en persona. ¡No hay mejor herrero que él en todo el país! —Ya lo sé—repuso Gerardo—; pero David nunca ha trabajado en la clase de eslabones a que ahora me refiero. ¿Has visto por aquí a mi tío Gaudry? —No, hoy no le he visto. —Pues él es un eslabón... ¿Has visto a mi hermano Andrés o a Guy? —Tampoco. —Pues Andrés y Guy son dos eslabones más. —¿Que quieres decir, Gerardo? ¿Qué te pasa? No pareces tú. Hablas como si no fueras tú. Ni siquiera tienes tu aspecto acostumbrado. Vamos, ¡anímate, hombre! Este sitio no durará
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mucho. Tomaremos Grancy antes que la nieve desaparezca. ¡Vamos, hombre, ríete! —Dionís —dijo Gerardo—, tú, que llevas más tiempo que yo en el ejército, dime: ¿crees que están en su juicio los que abandonan el sitio para hacerse monjes? Monís apartó a un lado el corselete de Gerardo, y sentándose en el tronco, repuso: —En este ejército se puede ver cualquier cosa, Gerardo; pero yo diría que los hombres de verdad nunca abandonan un sitio. Pero ¿a qué viene tu pregunta? Y ¿a qué esa cara tan seria? ¡Ríete, hombre, que reír no hace daño! —A mi me mataría. Y para que se borre la sonrisa de tu rostro, te diré que Gaudry y mis dos hermanos han abandonado este sitio con el único propósito de hacerse monjes. ¡Monjes cistercienses! —¿Qué?—exclamó Dionís, poniéndose en pie de un salto y cogiendo a Gerardo por los brazos—. Repite eso. Repítelo despacio. Gerardo frunció el ceño impaciente, rechazando a Dionís mientras decía: —Cállate o despertarás a todo el campamento. Vuelve a sentarte y medita conmigo. Dionís protestó; pero Gerardo le hizo retroceder otra vez hasta el tronco caído y le obligó a sentarse. Dionís era un hombre menudo, altanero, agudo, rápido y fuerte como el acero. Gerardo, con su juventud, su constitución robusta y su fuerza evidente, hacia un gran contraste con su pequeño compañero. Cuando hubo logrado sentar al alborotador Dionís, Gerardo, en pie a su lado, dominándole con su estatura, le dijo: —Me llaman "Gerardo el de la idea fija", ¿verdad? Dionís movió la cabeza, profiriendo unos sonidos de afirmación. —Pues —prosiguió Gerardo—me alegro de que me lo llamen. Me alegro que sea verdad. De chico tenía una idea fija, y ahora que soy hombre sigo con ella en la cabeza. La idea de ser un hombre, un hombre de verdad, un caballero tan noble, tan bravo, tan temerario como mi padre. ¿Hay algo malo en ello?
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—En absoluto —replicó rápidamente Dionís con gesto de fastidio—. Pero ¿qué tiene que ver eso con Gaudry, con Guy y con Andrés? —Que ellos no son hombres de Idea fija —replicó Gerardo—. Empiezo a preguntarme si son hombres siquiera. —¡Alto ahí!— exclamó Dionís, irguiéndose rápidamente y adelantando una mano en señal de protesta—. Estás hablando de dos veteranos y de un novel sumamente prometedor. —Lo sé, lo sé —protestó Gerardo apresuradamente mientras volvía a obligar a Dionís a sentarse—. Y eso es lo que me intriga. ¿Qué les ha pasado? Si se hubieran marchado para hacerse hospitalarios, lo comprendería, pues no habrían tenido más que ponerse la capa negra con la roja cruz de Malta sobre los hombros, conservando sus armaduras y sus armas y toda la habilidad que adquirieron con los años para utilizarla a la mayor gloria de Dios. ¡Pero no! ¡Se han convertido en habitantes del pantano! Se han marchado abandonando sus armaduras y sus armas. Se han ido para ponerse la cogulla de los cistercienses, hacerse pastores y empuñar el arado... —¿Qué es lo que estás diciendo, Gerardo? ¿Vas a decirme que Gaudry, señor de Tuillon, se ha marchado para hacerse monje?... ¡Pero si está casado! ¡Si es uno de los primeros jefes del ejército! ¡O te equivocas, o estás loco! —Tienes razón, Dionís, debo estar equivocado o loco... o lo están ellos. Pero te diré que mi hermano Bernardo apareció hace tres días aquí, en el campamento, hablando como un fanático. Estaba encendido con la idea de servir a Dios como monje cisterciense, y prendió en su fuego a Gaudry, señor de Tuillon, hombre casado y con gran categoría en el ejército como dices; prendió a mi hermano Andrés, el muchacho que prometía ser el caballero más valiente de Borgoña. Hoy ha vuelto para tratar de convencerme a mí. Ahora quiero que me digas quién es el desequilibrado... —No te entiendo, Gerardo. ¿Quieres decir que tu tío y tus hermanos han abandonado el ejército para siempre? ¿Que se van a hacer monjes?... Gerardo puso los brazos sobre las caderas, inclinó la cabeza y miró desesperado a su pequeño compañero, diciéndole: 112
—¿Cuántas veces hay que repetirte las cosas, Dionís? Tres veces te he dicho que los tres han abandonado el ejército. Ya no están aquí. ¡Se han hecho monjes!... Y lo que quiero saber es quién está loco, si ellos o yo. —¡Yo si que estoy loco! —exclamó Dionís, saltando de su asiento y dando grandes zancadas a lo largo de la tienda—. Sí, estoy loco. Llevo una hora oyéndote decir tonterías, y tú nunca dices tonterías. —Siéntate ahí y habla en serio —ordenó Gerardo, señalándole de nuevo el rústico asiento. —¡No! —exclamó Dionís—. Yo seré como Godofredo de Bouillon. Me sentaré en el suelo, y que vengan tres o cinco emires a hablar conmigo. —¿Qué estás diciendo?... Godofredo de Bouillon..., emires.. y sentándote en el suelo... ¡Levanta de ahí! —¿Es que nunca has oído la historia? —preguntó Dionís sin abandonar su postura en el suelo—. Unos cuantos emires bajaron de sus montañas de Samaria a rendir homenaje y a presentar sus dones al nuevo rey de Jerusalén. Le hallaron sentado como yo estoy ahora, pero sin un soldado enfurecido delante como tú. Quedaron asombrados de hallar al rey solo y sin séquito, e hicieron una observación irónica sobre el asiento que ocupaba. Godofredo, con gran calma, a la manera oriental, preguntó: "Y ¿por qué no ha de servirnos la tierra de asiento mientras vivimos, si de ella hemos brotado y a ella hemos de tornar?" Los emires salieron maravillados de su sabiduría. Por eso estoy yo ahora en el suelo, amigo mío. Asómbrate de mi sabiduría y muéstrame la tuya. Cuéntamelo todo. Gerardo, con un suspiro de desaliento, se sentó sobre el tronco enfrente de Dionís y comenzó a decir: —Mi hermano Bernardo... —Es un joven delgado y bien parecido, de pelo rubio como tu padre y cutis blanco como tu madre, ¿no? —Sí, ése es Bernardo. Pues mira, hace tres días vino al campamento...
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—Encendido —concluyó Dionís—. Eso ya lo sé. Pero, ¿qué es lo que dijo? ¿Cómo consiguió que Gaudry escuchara siquiera sus proposiciones? ¿Cuáles fueron sus argumentos? —No te los podría repetir —contestó Gerardo, molesto—. Bernardo habla lo mismo que danza un derviche. Lo Importante no es lo que dice, sino cómo lo dice. No es sólo su boca la que habla, sino sus ojos, su cabeza, sus manos, todo su cuerpo y todo su ser. Decía muchas cosas acerca de ser grandes hombres y héroes generosos para dárselo todo a Dios, tanto nuestro ser caballeroso como nuestro servicio caballeresco. Hoy volvió con la misma cantilena... En aquel momento se oyó una voz que preguntaba: —¿Está ahí ahora?... Pues voy a verle. Al mismo tiempo, Dionís y Gerardo vieron abrirse la rústica entrada de su albergue y a Bernardo en persona, que entregaba las riendas a un mozo, y se dirigía a pie hacia ellos con la decisión pintada en cada movimiento de su cuerpo. Con sólo un saludo de cabeza para el rechoncho Dionís, se dirigió a Gerardo y le preguntó bruscamente: —¿Vienes? Gerardo se levantó lentamente, puso ambas manos sobre los hombros de su hermano, y le contestó: —Bernardo, si me pidieras unirme a los caballeros del Santo Sepulcro, organizados el año pasado por Balduino, rey de Jerusalén, meditaría tu proposición. Si me pidieras que marchase a Alemania e hiciera todo lo posible por aplastar al sacrílego Enrique V, no vacilaría en obedecerte. Pero cuando me hablas de Citeaux..., perdona que me sonría. Yo soy un hombre, un caballero, un guerrero, y eso pienso seguir siendo toda mi vida. ¿Lo oyes? Eso pienso seguir siendo toda mi vida. Así, que márchate corriendo y no pierdas más tiempo ni me lo hagas perder a mí. Es demasiado precioso para uno y para otro. —Habla el hombre de la idea fija, ¿eh? —repuso Bernardo mirando a su hermano. —Eso es, Bernardo. El hombre de una gran idea fija. Una idea que no es precisamente la de convertirme en monje de un pantano... De momento, ¿ves aquella ciudad con su castillo y sus fortificaciones? Es Grancy. ¿Ves todos estos guerreros? Son los 114
hombres del duque de Borgoña que la tienen sitiada. Así que ya ves que éste no es lugar para niños buenos que quieren ser monjes. Conque márchate. —Así lo haré, Gerardo —respondió Bernardo con los ojos inyectados—. Pero antes de irme quiero que oigas esto. Es evidente que sólo el sufrimiento será capaz de quitar de tu cabeza esa idea fija. Está bien. Pues escucha. Y avanzando un paso hacia su hermano, dijo proféticamente: —Muy pronto, este costado tuyo será traspasado —y puso la mano en el costado derecho de Gerardo, precisamente debajo de sus costillas—. Por esa abertura serán alcanzados tu corazón y tu cabeza. Gerardo soltó una breve carcajada: —Ya recordaré el sitio exacto, Bernardo —dijo, mientras apartaba la mano de su hermano de su costado—. Pero ahora sé un buen hermanito y márchate. Tengo que ocuparme de este parapeto. Bernardo giró sobre sus talones, y su silencio fue de lo más elocuente al dirigirse rápidamente al corcel que le aguardaba. Cuando el sonido de sus cascos se perdió en la distancia, Dionís hizo el primer movimiento después de la aparición de Bernardo. Levantándose del suelo, tomó el corselete de acero de Gerardo, y examinándolo atentamente, exclamó: —Asegúrate de que está en condiciones, Gerardo. Ase-garete de que está perfectamente. No me ha gustado lo que ha dicho tu hermano. ¡Qué antorcha encendida! Con que ése es Bernardo, ¿eh? Ahora comprendo por qué Gaudry y Guy y Andrés abandonaron el sitio. Ese joven Bernardo tiene más ardor que diez de nosotros. ¡Qué hombre! Tienes razón al decir que no sólo habla con la boca, sino con todo su ser. Estoy como si acabara de ver una catapulta. Me alegro de que no se dirigiera a mí. —Me figuro que te habrías ido con él —repuso Gerardo con soma. —No digo que si ni que no —replicó el menudo guerrero moviendo la cabeza—; pero tengo mis ideas propias sobre el particular.
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—Yo también, y ya las has escuchado. De manera que vamos a olvidarnos de Bernardo y a acomodarnos en este lugar lo mejor posible. Tal vez hayamos de pasar semanas en él. Con estas palabras se pusieron a la obra; pero mientras las manos de Dionís tocaban una y otra cosa y sus píes iban de un sitio para otro, su mente estaba ocupada estudiando los contrastes de aquellos caracteres. La primera impresión de Bernardo le había deslumbrado, maravillándole la fuerza concentrada en su esbelta figura. Luego miró a Gerardo, y sonrió al pensar lo bien que le iba el sobrenombre de "Idea Fija". El diálogo con su hermano le habla hecho ver a Gerardo como un hombre testarudo dispuesto a no ceder paso en tanto no se le muestren las pruebas positivas de que era absolutamente preciso hacerlo. Dionís hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras reflexionaba que tales mentalidades y tales hombres llevaban mucho a su favor. Reconocía que son tardos en arrancar; pero que una vez en movimiento, adquieren tal empuje que se convierten en fuerzas realmente irresistibles. De no haber estado tan absorto en su tarea, Gerardo hubiera visto bailar en los ojos de Dionís una risa irónica mientras examinaba su rostro. Por último, Dionís se dijo que los hombres del tipo de Gerardo no padecen un proceso de pensar lento, sino unos prejuicios demasiado arraigados. Se apodera de ellos una idea, llega a persuadirlos y se convierte en una completa obsesión. Cuando alcanzó este punto en su análisis, soltó una carcajada. Gerardo, sorprendido, se volvió y le preguntó: —¿De qué te ríes? Estaba pensando en que para sacudir a ciertos hombres y liberarlos de sus ideas fijas es menester Dios y ayuda. —¿Te refieres a mí? A ti y a otros como tú —rió Dionís—. Todo lo que tengo que decir antes de dejarte, señor caballero, es que tu actitud mental es tan peligrosa como beneficiosa. Te conducirá a la santidad o al suicidio. ¡Adiós! Y diciendo estas palabras, hizo una inclinación mientras salía a gatas del rústico cobijo, dejando a Gerardo en la duda de si echarse a reír por su cómica salida o enfurecerse por el esquema que había trazado de su carácter. Optó por reírse.
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Dionís habla atinado en sus observaciones. Gerardo era de esos individuos que sólo tienen un fin, un objetivo y una ambición. Y tales individuos terminan en santos o en suicidas. Gerardo estuvo a punto de ser ambas cosas.
Tiempo para pensar.
Aquella alegre tarde de otoño de 1111, Bernardo regresaba a Fontaines desconsolado, porque tenía empeñado el corazón en conseguir que su hermano favorito se uniera a él en la gran aventura cisterciense. Gerardo, el segundo de los hermanos, era el más querido y el más encantador de todos. Las gentes le llamaban "el simpático Gerardo", porque la alegría resplandecía siempre en sus ojos e irradiaba de su persona. No era un ardiente caudillo como Bernardo ni poseía el carácter autoritario y aplomado de Guy; pero por su sencillez tranquila y su sociabilidad natural, era el más popular de los hijos de Tescelín. Bernardo le quería con ese cariño poco ostentoso, pero ardiente, que existe entre los hermanos de edad muy aproximada y caracteres dispares. Cuando Bernardo coronó la última cuesta de su larga cabalgata, el sol recortaba la silueta del castillo de Fontaines sobre un fondo de llamas bermejas. Era un espectáculo emocionante, y Bernardo se irguió sobre la silla mientras su corazón se elevaba y su espíritu se henchía. Hasta el caballo parecía afectado y sacudía la cabeza haciendo volar su negra crin a la vez que recorría el último trecho del camino con paso ligero y juguetón. Un soplo de brisa nocturna rozó las ramas de un copudo arce que se hallaba al borde del camino, haciendo que un puñado de hojas doradas por la placentera mano de octubre cayeran sobre el jinete y su montura. Bernardo contempló el chaparrón de hojas de oro y se echó a reír, exclamando: —Sí, ya sé que el espíritu de Dios soplará sobre Gerardo y le libertará como a estas hojas. Libertará completamente de esa idea fija a ese querido y testarudo grandullón. Casi en el mismo momento en que Bernardo hacía tal elogio del viento, Dionís, contemplando al objeto de la alabanza, le preguntaba: 117
—¿Quieres venir a mi tienda, Gerardo? Vamos a jugar una partida a la luz de las antorchas. —Esta noche no estoy de humor, Dionís. Me voy a recoger antes que salgan las estrellas. ¿Quién sabe lo que puede pasar antes que se hayan ocultado de nuevo? —¡Bah!—replicó Dionís despectivo—. No será mucho lo que haga esa ciudad dormilona. Prefieren los fuertes muros de los castillos a la llanura abierta. No nos molestarán. Te doy mi palabra. Luego, cambiando de tono, prosiguió: —Bueno, si no quieres reunirte con nosotros, estoy seguro de que no lo harás. Te conozco bien. Así que, duerme tranquilo, y que tengas felices sueños. Y se alejó. A pesar de los buenos deseos de Dionís, los sueños de Gerardo no fueron muy felices aquella noche, porque en ellos se le aparecieron Bernardo, Gaudry y Guy en las más increíbles combinaciones con los emires de Samaria, los guerreros de Grancy y los monjes de Citeaux. Pero fueron los guerreros de Grancy quienes le despertaron de improviso. Primero oyó débilmente su nombre pronunciado con gran excitación: —¡Gerardo! ¡Gerardo! ¡Gerardo! Luchando con el sueño, se arrojó del lecho, y terminó de despertarse al ver abalanzarse sobre él un pequeño grupo de hombres vestidos con cotas de malla. Hizo un movimiento para empuñar su hacha de combate; pero eso fue todo. Luego sobrevino la oscuridad. Dos horas más tarde, Gerardo yacía en una mazmorra de Grancy con grilletes en pies y manos y dos guardianes asentados junto a él. —Este hombre está malherido —dijo uno de ellos al volver a mirar el vendaje que le había pues puesto. —Pues hay que curarle —dijo el otro—; tiene que vivir y producir un buen rescate. —¿Quién es? —No lo sé. Oí que le llamaban Gerardo; pero a juzgar por sus cuarteles y sus armas, debe de ser muy noble. El primer guardián se inclinó sobre el costado derecho de Gerardo, y palpó el vendaje. Dio un gruñido de satisfacción, y dijo: 118
—Está herido justamente debajo de las costillas y con la punta de una lanza. Ha tenido suerte de que no haya penetrado más. ¿Quién lo ha capturado? —Yo fui quien le hirió. Entré en su tienda antes que los demás, y me había hecho a un lado para evitar la luz de la entrada cuando se despertó. Saltó del lecho de pronto, y como un rayo, su brazo trató de alcanzar al hacha de combate. Vi mi oportunidad, le clavé la lanza por debajo de su brazo extendido y ahí le tienes. En aquel momento, un gemido del prisionero interrumpió la charla. Gerardo se agitó, movió los labios inarticuladamente y abrió los ojos. Al cabo de unos instantes de mirar a su alrededor con espanto y asombro, gritó: —¡Oh! ¡Soy un monje, un monje cisterciense!... Sus guardianes se miraron entre sí, y el más joven prorrumpió en una sonora carcajada: —¡Ja, ja! ¡Esto si que es bueno! Creí haber capturado a un noble que habría de traernos un buen rescate, y resulta que sólo he herido a un monje. ¡Te lo regalo, Pedro! Enséñale tu arte para curar heridas. Yo me voy a acostar. Ha sido una noche de perros. Gerardo escuchó con toda atención, y las brumas de la confusión fueron despejando lentamente su cerebro. Trató de moverse, y descubrió que tenía los pies y las manos sujetos con grilletes, y sintió que tenía una ardiente cuchillada de dolor en su costado derecho, precisamente bajo las costillas, en el sitio en que Bernardo había puesto la mano. Cerró los ojos febriles, y mientras la puerta se cerraba tras del que le hirió, se dijo: —¡Quisiera ser monje cisterciense! Las semanas pasaron, y la herida de Gerardo cicatrizó. Pero la cabeza y el corazón le dolían mucho. Le preocupaba y disgustaba la exactitud con que se habían cumplido las palabras de Bernardo, que quería considerar como una extraña coincidencia y olvidar la predicción como ya casi iba olvidando la herida. No quería llamarlo profecía, porque eso significaría la renuncia a la idea fija de su vida, de ser un famoso caballero. Pero al convertirse los días en semanas y las semanas en meses sin tener otra cosa que hacer sino contemplar las cuatro paredes de su prisión, Gerardo comenzó a admitir poco a poco la posibilidad de vivir otra clase de vida que la de hombre de armas. En realidad, no creía 119
todavía en ella, pues para hacerlo necesitaría algo más que una profecía de Bernardo; pero sí dio mentalmente algunos pasos hacia su admisión. Concedió que, probablemente, la predicción de Bernardo era algo más que una mera predicción, y que la vida en un pantano no podría ser peor que en una celda. La nieve había caído una y otra vez desde el día en que Dionís anunciara que Grancy sería tomada, y Grancy no cayó. En cambio, las nieves de 1111 se iban derritiendo bajo el aliento cálido de marzo de 1112 cuando Gerardo recibió la noticia, no de que Grancy había sido tomada, sino de que Bernardo, con treinta nobles, partía para Citeaux. No podía dar crédito a sus oídos. A pesar de sus grilletes, recorría su celda murmurando furioso y admirado: —¿Treinta? ¿Treinta?... ¡No! ¡No, no puede ser!... Sin embargo, Bernardo no miente. Treinta... ¿Quiénes son?... Es maravilloso... Si, es maravilloso y horrible. ¡Por eso es por lo que Grancy no ha sido tomada! Ese hermano fanático ha revuelto todo el ejército. ¡Treinta!... ¿Cómo habrá llegado a conseguir treinta? ¿Sería una profecía lo que me dijo? ¿O sería puro accidente que me hiriesen exactamente en el sitio donde él puso la mano? ¿Treinta?... Bernardo me manda decir que debo confiar en Dios, y que todo saldrá bien. ¡Hummm...! ¡Eso se dice fácilmente, y, sin embargo...! Gerardo se llevó la mano al costado y a la cicatriz producida por la lanza. Cinco meses en una celda parecen una eternidad. Y eso es exactamente lo que le parecían al cautivo Gerardo. Su intranquilidad aumentaba con la cautividad, y se enfurecía con el ejército por no tomar la ciudad, al mismo tiempo que le indignaba que no pagaran su rescate. Naturalmente, Bernardo y sus proyectos sobre Citeaux ocupaban gran parte de sus pensamientos tiñéndole de todos los matices. A veces intentaba imaginarse a guerreros como Guy y Gaudry realizando el monótono trabajo del día monástico, y se reía y los compadecía. Pero al querer imaginar el motivo que los había impulsado a ir sentía nacer en su alma una conciencia de Dios que le aterraba. Su madre le había enseñado bien y su padre le proporcionó el mejor de los ejemplos. Pero fueron precisos cinco meses de prisión en una celda para que
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naciera esa conciencia de Dios y la sintiese en la medula misma de sus huesos. A medida que se desarrollaba, se decía que tal vez los caballeros pudieran convertirse en monjes y servir a Dios lealmente. Pero se preguntaba si no sería más propio de ellos profesar en Jerusalén como hospitalarios o guardianes del Santo Sepulcro que quedarse en Citeaux. Aquellas órdenes militares recién fundadas atraían mucho a Gerardo, y, más aún, a medida que la conciencia de Dios se desarrollaba en una prisión de Grancy, se dio cuenta de que debería devolver algo a Dios por cuanto Dios le otorgaba. Al amanecer de un día de marzo, precisamente antes que la última flor de pétalos de plata se marchitase en el firmamento que aclaraba, y mientras se revolvía en su duro lecho, Gerardo soñó que oía una voz que le decía: "Hoy serás liberado." Despertó con la aurora y pasó un día interminable preguntándose lo que podría significar aquel sueño. Al caer la tarde se hallaba en pie junto a la claraboya contemplando las primeras estrellas que parecían colgar del borde de algunas nubes heladas. Inconscientemente, se tocó los grilletes de las muñecas, y su sorpresa no reconoció límites al ver que se caían a sus pies. Miró ansiosamente a la puerta, pero nadie vino. Inclinándose, tocó, igualmente, las argollas de sus tobillos, que también cayeron solas al suelo. ¡Ya no soñaba! Aquellas palabras "hoy serás liberado" de su sueño resonaban en sus oídos. No se atrevía a creerlas, y, sin embargo, esperaba ansioso que fuesen verdad. Con gran cautela, se dirigió a la puerta, y su asombro subió de punto al hallarla abierta y el corredor vacío. Con todos sus nervios en tensión, avanzó por él a tientas, deslizándose pegado a la pared y de puntillas hacia el patio del castillo. El patio estaba también vacío; pero el corazón estuvo a punto de fallarle a Gerardo al contemplar cerrada su maciza puerta. Pero la frase "hoy serás liberado" volvió a sonar en sus oídos. Temblando de ansiedad y angustia, se aproximó a la enorme cerradura. Tímidamente, puso su mano sobre ella, y retrocedió de un salto horrorizado, porque había cedido a su suavísima presión. Con el corazón latiéndole con violencia, la abrió lo suficiente para poder filtrarse por ella. Una vez que se hubo cerrado tras él, Gerardo sintió verdadero pánico al encontrarse en medio de la que se le antojó la calle más concurrida del mundo. Todo Grancy parecía estar fuera de sus casas y encontrarse allí, precisamente 121
en aquella calle y en aquel lugar, en aquel preciso momento. Muchos se dirigían hacia una Iglesia, lo que proporcionó a Gerardo una idea desesperada. ¡Si pudiera llegar hasta aquella iglesia estaría seguro, pues el derecho de asilo no podía ser violado! Se sentía clavado al suelo, pero el instinto le impulsó a moverse; así que, respirando profundamente, se encaminó al sagrado recinto. Le parecía que todos le miraban fijamente; pero como nadie le detuvo, siguió adelante. Cincuenta varas, cuarenta, treinta, veinte, ya no le separaban del templo más que diez varas... En aquel punto, Gerardo se quedó de piedra, porque delante de él se hallaba precisamente el hermano de su carcelero. ¿Luchar? ¿Escapar?... Gerardo se sintió Impulsado a ambas cosas; pero antes de tener tiempo de decidirse por alguna, quedó sin respiración al ver que aquel hombre le saludaba diciendo: —Habréis de apresuraros, si no queréis perder el sermón. Gerardo no esperó más. Corrió a aquel sermón como jamás había corrido a otro en su vida. Alcanzó la puerta, dio un paso largo, y cuando hubo traspasado el umbral, lanzó el suspiro más profundo y más agradecido de sus veinticinco años. Estaba salvo, absolutamente salvo. ¡Un milagro lo había hecho! Gerardo aquella noche oyó muy poco del sermón, porque su mente se hallaba totalmente ocupada repasando los acontecimientos de los cinco últimos meses. Y hasta para su dura cabeza todo aparecía con claridad suma: ¡Dios le llamaba! Eso es lo que significaba la profecía de Bernardo y su exacto cumplimiento. Eso es lo que querían decir su sueño de aquella mañana y su asombrosa huida de aquella noche. Si, Dios le estaba llamando a gritos. Era cierto. Tenía que hacerlo. No tenía más remedio que abandonar la idea fija de su vida y liberarse del ideal que tan profundamente llevaba arraigado en el corazón. No tenía más remedio que renunciar a las hazañas de la caballería y a la fama que llevaban aparejadas y marchar a Citeaux. El hombre de la idea fija se estremeció, se hincó de rodillas, y, como acción de gracias, murmuró sencilla y emocionadamente: ¡Si, Dios mío, iré!
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Dionís visita Citeaux.
Unos catorce meses después de aquella heroica y simple acción de gracias, en la que no se pronunció una sola palabra de gracias, el pequeño Dionís se abría paso por entre los pantanosos bosques de Citeaux hasta el claro en que se alzaba el Monasterio. Después de una breve charla con Esteban Harding, el sonriente abad del monasterio, Dionís obtuvo permiso para visitar a su antiguo compañero de armas. El anuncio de la visita llenó de alegría a Gerardo, quien al ver a su antiguo amigo le tendió ambos brazos, y le levantó, estrechándole con fuerza hasta hacer crujir sus huesos. —¡Eh, cuidado, Gerardo, cuidado! —protestó Dionís—. No soy más que una criatura de arcilla, y me vas a romper. La risa de Gerardo resonó con la plenitud y el encanto de su dorada juventud, y mientras depositaba a Dionís en el suelo, le dijo: —Esa es mi dulce manera de darte la bienvenida, querido enanito. Ya sabes que aquí no hablamos, sino que empleamos un lenguaje de señas. ¡Esa es la seña con la que yo expreso mi alegría de verte otra vez! Y ahora dime, ¿cómo estás? —Soy yo quien ha de preguntártelo —repuso Dionís—. Tienes aspecto de haber hecho una dura campaña. ¿Qué te ocurre? Al mirarte, todo lo que se me ocurre pensar es "sitio largo y raciones cortas". ¿No te dieron de comer? —Claro que nos dan de comer. Me mantengo en perfectas condiciones para el combate. Ni una sola onza de sobra. Mira mis manos. Nunca estuvieron en mejores condiciones. Duras, callosas, unas garras de hierro. Y al decir esto, cogió a Dionís y le condujo a un banco. —Ya lo veo, ya! Una garra de hierro forjado —exclamó Dionís, sustrayendo su brazo a la presión de Gerardo. Cuando Gerardo arrimó una banqueta al extremo opuesto de la mesa, Dionís le miró y sonrió al decir: —Vaya, hombre de idea fija. Bernardo tuvo razón después de todo, ¿verdad? Fuiste herido, fuiste capturado. Capitulaste. —¡Oh, si! ¡Gracias a Dios, tenía razón! Le voy a decir que hable contigo. 123
—¡De ninguna manera! —gritó Dionís, horrorizado—. Ni siquiera quiero ver a Bernardo. Puede profetizarme algo. He venido a verte a ti, y sólo a ti. Cuéntame, Gerardo: ¿a qué te has dedicado este tiempo? —A matarme —repuso Gerardo, sonriendo. —Así parece —convino Dionís muy serio—. Has perdido peso. —¡Oh!, no me refiero a eso, Dionís. Cualquiera puede matar el cuerpo. Lo que yo trato de matar es al hombre antiguo que hay en mí. El otro yo que quiero mar quiere ser grande, ser contemplado y admirado. El ansía "ser alguien", ¿sabes? Es al viejo Gerardo a quien estoy tratando de matar. Y debo decirte, Dionís amigo, que es el enemigo más duro con el que nunca he combatido. Se resiste a morir. Dionís miró con enojo al sonriente Gerardo, preguntándole: —¿Se puede saber de qué estás hablando? Utiliza mi lenguaje, ¿quieres? Quiero saber lo que has hecho en este último año. Cómo es la vida que llevas aquí. —Como un torneo, Dionís. No hay un momento de aburrimiento. Adversarios por todas partes, y ¡lucha, lucha, lucha, lucha! Deberías unirte a nosotros. ¡Es algo realmente glorioso! —Debería, debería —repuso Dionís—. Pero dime una cosa: ¿lucháis con esas vestiduras? —Luchamos con ellas, trabajamos con ellas, dormimos con ellas, comemos con ellas y leemos con ellas. Nuestra campaña no permite lujos, Dionís. Te encantaría. —Supongo que si —afirmó el pequeño caballero con un tono que implicaba su clara negativa—. Pero no he venido aquí para alistarme, sino para averiguar lo que tú has hecho. Dímelo en términos sencillos, ¿quieres? —¡Qué seriedad tan desacostumbrada, Dionís! ¿Qué bicho te ha picado? —preguntó Gerardo, mientras posaba sus antebrazos sobre la ruda tabla que hacía las veces de mesa y se inclinaba hacia su compañero. —Llevo un año sin conseguir apartarte de mi imaginación... Supe lo de tu captura y tu fuga. Supe que te apresuraste a venir aquí, y durante catorce meses he esperado tu regreso. Cuando tu 124
padre me dijo que habías hecho los votos, comprendí que la suerte estaba echada. Tú no has faltado a tu palabra en tu vida; por eso he tenido que venir para averiguar qué ha ocurrido con tu idea fija. —Todavía la conservo —contestó Gerardo, sonriendo. —¿Qué dices?... Pero si tú siempre querías ser el caballero más famoso del ejército... —En efecto —interrumpió Gerardo—. Y sigo queriendo serlo. —Entonces, ¿por qué has hecho los votos? —Precisamente para convertirme en el más bravo caballero... —¡Haz el favor de hablar con sentido, Gerardo! —Con sentido te hablo, Dionís; pero eres tú quien no escucha con sentido. En el mundo hay más de un ejército y más de un soberano. Tú crees que yo hablo del duque de Borgoña y sus guerreros. No, Dionís; estoy hablando del ejército del Rey de reyes. —Ya veo que te has vuelto alegórico; pero aclárame la alegoría, Gerardo. —No tiene mucho que aclarar. —¿Es cierto que os levantáis a las dos de la mañana? —Pues en parte, sí —repuso Gerardo—; pero sólo en parte, porque los domingos lo hacemos a la una y media y los días de fiesta a la una. —Pero ¿por qué? ¿A qué viene ponerlo todo al revés? Dios hizo la noche para descansar. ¿Por qué turbarla con vuestros cánticos y salmos? Eso es lo que yo quiero saber. Llevo, por lo menos, un año cavilando sobre estas cosas. Dicen que os pasáis siete horas del día en la iglesia y casi otras tantas en los campos trabajando como siervos, que no coméis más que una vez al día y solamente un revoltijo de hierbas con vino aguado y pan negro. Y a mí, la verdad, todo eso me parece un poco estrafalario. Es inhumano ¿Por qué lo defendéis? ¿Por qué no sois como las demás personas? —Pues yo creo que uno de los motivos es porque las demás personas no son como deberían ser —repuso Gerardo, riendo. Luego, serio, prosiguió: —Has preguntado muchas cosas, Dionís. Demuestras haber pensado mucho en nosotros. Y me figuro que te sorprenderás si te 125
digo que esas mismas preguntas me las he hecho yo a mí mismo mil veces desde que te vi la última vez en Grancy. Sí, me he preguntado por qué estos cistercienses hacían las cosas al revés, como tú dices. Cuando los demás duermen, nosotros estamos despiertos y cantando. Mientras todos los demás tratan de elevarse sobre su puesto en la vida, mientras tratan siempre de subir y subir, nosotros ponemos todo nuestro esfuerzo en descender. Mientras los siervos quieren convertirse en nobles y los nobles ansían llegar a soberanos, nosotros, que éramos nobles, nos volvemos como siervos y aún más bajos que ellos. Mientras la mayoría de los hombres pretende librarse de los trabajos manuales y viles con el ganado, el grano y la áspera tierra, nosotros, los monjes de Citeaux, no trabajamos en otra cosa. La gente es social y busca siempre una mayor sociabilidad; nosotros somos silenciosos. La gente mima al cuerpo sirviéndole buenos alimentos y mejores vinos; nosotros nos contentamos con lo más sencillo, lo más vulgar y lo más ordinario. Como tú dices, hemos puesto las cosas del revés. —Eso es —convino Dionís—, exactamente del revés. ¿Por qué? —Pues tal vez sea porque la mayoría de la gente hace las cosas al contrario, lo de arriba abajo y lo de dentro afuera. Dime: ¿cuántas veces se nos ocurrió a ti o a mí volvernos hacia Dios, mientras poníamos sitio a esta ciudad o atacábamos aquella fortaleza? ¿Cuántas veces se nos ocurrió hacer algo por el Rey de reyes mientras servíamos al duque de Borgoña? —Siempre cumplimos nuestro deber. Nunca nos apoderamos de lo ajeno, nunca engañamos al vencido, nunca injuriamos a los débiles ni a los indefensos. Puede decirse que los hombres de Borgoña han sido siempre rectos, nobles y justamente orgullosos. "Noblesse oblige" significa mucho para nosotros —repuso Dionís con verdadero calor. —Ya lo sé. Pero no me has dicho lo que significa para Dios. ¿No comprendes, Dionís, que la mayoría de los hombres se sirven a sí mismos? No sirven al duque, ni al ducado, ni a Dios. Enfrentémonos con los hechos. No fueron el duque ni su causa los que nos impulsó a ser valerosos, a realizar mayores proezas cada vez. No se trataba más que de una oportunidad de obtener la
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gloria. Mira, Dionís, si tú o yo hubiéramos nacido en Normandía, lo más probable es que fuéramos ingleses a estas horas. —¿Qué quieres decir? —Que todo soldado es un soldado de fortuna. —¿Te has vuelto cínico?—tronó Dionís. —No, sincero nada más. ¡Mira! Si hubiéramos estado en Normandía, hubiéramos puesto nuestra atención en Inglaterra, donde nuestro gran duque, Guillermo el Conquistador, se hacía rey, ¿no crees? —Tal vez sí. —Y siendo como éramos hombres que amábamos la pelea, ¿no es lo más probable que hubiésemos cruzado el Canal para trasladarnos a un país que prometía lucha? —Puede que sí —admitió /Monís, turbado. —Entonces, ¿no comprendes que hubiéramos hecho lo mismo que cualquier hombre de armas vagabundo, cualquier soldado de fortuna, en busca de un combate y una fama, aun cuando nos llamáramos "hombres fieles a nuestro soberano"? —Bueno; pero ¿qué tiene que ver todo esto con Citeaux y con los monjes cistercienses? —gritó Dionís, empezando a irritarse. —Es el motivo de su existencia La mayoría de los hombres, Dionís, no se buscan más que a sí mismos; los monjes cistercienses matan el "ego". La mayoría de la gente sólo busca la fama, la fortuna y la satisfacción personal; los monjes cistercienses sólo buscan lo gloria de Dios. Son demasiados los que se convierten en dioses; nosotros luchamos por hacernos como Dios. Ahora dime: ¿quién tiene los términos más invertidos, el mundo o los monjes? —Si llevas las cosas hasta ese extremo, no puede darse más que una respuesta. Pero dime, Gerardo: ¿no crees que exageras? Hay muchísimas personas buenas en el mundo. ¡Muchísimas! Y ¿no exagera tu monasterio? Hay otros muchísimos monjes que no comen como vosotros, ni duermen como vosotros, ni trabajan como vosotros, ni cantan como vosotros. Dime: ¿es vuestra vida tan horrible como dice la gente? —Mirando desde afuera, tal vez parezca horrible; pero mirándola desde dentro, es un trozo de cielo. 127
—¿Hablas sinceramente? —preguntó Dionís más con el gesto de su cabeza y la luz de sus ojos que con su voz. Gerardo se había puesto serio. La sonrisa había desaparecido de sus labios y las ligeras arrugas de su rostro le hacían parecer sombrío. Ya no era el mismo Gerardo que frente a Grancy. Catorce meses de vigilias y régimen vegetariano habían convertido al robusto guerrero en un esbelto y demacrado monje. Miró con agudeza a su pequeño camarada, y le dijo: —Fíjate en la cáscara, Dionís, nunca se puede saber cómo es la almendra que contiene. Te he dicho que Citeaux, desde dentro, es un trozo de cielo; pero debo añadir que antes de contemplarlo desde una perspectiva adecuada, puede resultar un gran trozo de infierno. Dionís se irguió de su asiento. ¡Aquél era el antiguo Gerardo! Puso los dos codos sobre la mesa, y se inclinó hacia el joven monje, en cuyos ojos había aparecido la mirada de quien fija la vista a gran distancia y ve sombras tremendas. —Alguien, Dionís, ha resumido el año de noviciado en una sola frase, que dice: "Olvidando el mundo, del mundo olvidado." No es un mal resumen. Ha acertado con una feliz elección de vocablos y una lección de tiempos más feliz aún. Ese "olvidado" es inapreciable. De haber empleado otro tiempo del verbo, nos llevaría más tiempo leerlo del que el mundo emplea en olvidar, pues, si es que el mundo tiene memoria, es más breve que un suspiro. Cuando vinimos aquí, produjimos una cierta sensación en nuestro círculo de amistades, ya lo sé. Pero sé también que la mayoría, en realidad, todos, excepto los más íntimos, nos han olvidado. Y "¡olvidado!" con gran rapidez. Unos en doce horas, otros en doce días, el resto en doce semanas. No importa Eso nos abre los ojos para lo que verdaderamente cuenta. ¡Eso nos muestra al Amigo invariable! Gerardo, más bien que dirigirse a su amigo, murmuraba para sí. Tenía la vista fija en la ventana, pero sus ojos miraban sin ver. De pronto, se volvió hacia su camarada y exclamó: —Pero lo de "olvidando el mundo" es otra cosa. Para eso se necesitan más de doce días y más de doce semanas. Tal vez más de doce años. Algunos recuerdos resultan sorprendentemente largos, Dionís. Es muy duro olvidar a los amigos de la infancia y 128
más duro todavía olvidar a los de los años de juventud. A ti te he visto muchas veces con los ojos de la imaginación mientras araba, mientras cavaba o mientras desbastaba los árboles. He visto a Jorge, a Mauricio y a Carlos y a todos aquellos que estaban con nosotros, estribo junto a estribo y cargaban después a nuestro lado con el estrépito de la batalla. Sí, ¡hay cosas que no se olvidan fácilmente!... Recuerdas... ¡Pero, no! No hay que volver a empezar! Sólo voy a decirte que la emoción que apresuraba la sangre en nuestras venas cuando conquistábamos una posición era embriagadora. Y a veces, se echa de menos esa embriaguez. Te diré que recuerdo el hogar que era mío y el que podía haberlo sido; que recuerdo el sueño que me guió a través de la juventud y que se convirtió en un ardiente ideal al convertirme en hombre. Te diré que no he olvidado lo que era y lo que quería ser. No. Hay cosas que se resisten a abandonar el alma Gerardo hizo una pausa. Dionís no osaba moverse. Tenía los ojos fijos en el rostro del joven monje sin dejar de advertir cualquier luz o cualquier sombra que lo atravesara. En aquel momento escuchaba lo que había venido a escuchar. ¡Pero lo escuchaba en forma totalmente inesperada! El alma sincera de Gerardo hablaba con claridad absoluta y Dionís se hallaba absorto en su relato. El joven monje levantó rápidamente los ojos después de contemplar sus manos largo rato, y añadió: —Supongo que te preguntarás por qué sigo aquí, si no puedo olvidar completamente. —Así es —respondió con rapidez Dionís—. Y no sólo yo, sino un buen numero de caballeros que no te han olvidado con tanta facilidad como tú crees. —Dionis, te he hablado exactamente igual que a mi abad. Durante los últimos catorce meses, unos días fueron grises, otros azules y algunos negros, profundamente negros. Pero he aprendido algo de la inversión de términos del mundo y de los hombres. He vuelto a aprender lo que me enseñó mi madre; estoy aprendiendo a creer lo que tú y yo y todos nosotros hemos "profesado" creer siempre; estoy tratando de aprender a vivir el Credo, que con tanta frecuencia nos limitamos a recitar. —¿Qué quieres decir con eso?
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—Que estoy intentando vivir sólo por Dios, tratando de alcanzar a Jesucristo. Dios me creó para El. Me hizo para conocerle, amarle y servirle. Aquí precisamente puedo hacer las tres cosas. Dicen que los ángeles del cielo pasan sus vidas en un prolongado acto de adoración. Yo trato de rivalizar con ellos; y por eso digo que Clteaux es como un pedazo de cielo. Desde fuera de sus muros sólo se percibe la austeridad; ahora acabo de dejarte echar una rápida ojeada dentro para que aprecies qué aterrador resulta. Es posible que la cáscara sea dura y amarga; pero cuando se llega a la almendra... Gerardo suspiró y Dionís se agitó en su asiento. —Hablas como si estuvieras encantado, Gerardo. —Trato de amar a Dios; y como éste es un camino seguro para hacerlo, me encanta. El pequeño caballero se levantó, y dio una vuelta por la estancia. Luego se paró y dijo: —Así, pues, tienes que atravesar el infierno antes de alcanzar el cielo, ¿eh? —Algo por el estilo —sonrió Gerardo—. Pero para no decirlo con el lenguaje de campamento, decimos que el Calvario es el precio que hemos de pagar por la gloria de la resurrección. —Pero, ¿por qué ser tan extremados, Gerardo? ¡Por qué tanta exageración y tanta penitencia? Este monasterio sobresale como un faro. —Ya lo sé —repuso Gerardo, sonriendo—, y espero que lo sea, efectivamente. Tú todavía no has captado el secreto. Como nosotros somos los que equilibramos al mundo tenemos que ser exagerados. —¿Qué quieres decir con eso de que equilibráis al mundo? Gerardo tendió sus manos, y dijo: —En el mundo hay pecadores exagerados, ¿no es cierto? Dionís hizo un gesto afirmativo. Gerardo continuó: —Pues para igualar las cosas tiene que haber también penitentes exagerados. Nosotros somos esos penitentes exagerados. Intentamos equilibrar a los pecadores exagerados.
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—Ya, ya, ya —repuso Dionís, meditabundo. Luego dio unos pasos hacia la puerta, y de pronto giró en redondo y se enfrentó con Gerardo—. Espera un momento. Hace un instante has dicho que estabais rivalizando con los ángeles, que vuestro único trabajo era adorar a Dios. Decías que vivíais sólo para Dios. Ahora me dices que vivís para el mundo, para el díscolo mundo, y que queréis contrarrestar a los pecadores. Esos dos objetivos parecen contrapuestos, por lo que, en vez de equilibrar al mundo, es muy posible que resultéis la mayor contradicción del mundo. Será mejor que te decidas, Gerardo. Tú eras el hombre de la idea fija; pero ahora... ya no lo sé. —¿Cuántas personas hay en Cristo?—preguntó Gerardo, apuntando con un dedo a Dionís, que se hallaba perplejo. Una. —¿Y cuántas naturalezas? —Dos. —¿Y encuentras alguna contradicción en ello? —No. Pero, ¿qué tiene eso que ver contigo? —Te lo diré en seguida; pero de momento tengo que echar bien mis cimientos. Habíamos quedado en que dos cosas pueden estar en una sin contradicción, ¿no es eso? Pues ahora respóndeme a esto: ¿Quién te ha creado? —Dios. —¿Y quién te ha redimido? —Dios. —¿Y cuántos dioses hay? —Uno. —Entonces, ¿la creación y la redención pueden ser realizadas por el mismo Dios sin contradicción? —Claro que sí. Pero vuelvo a preguntarte qué tiene que ver contigo todo eso. —Lo verás dentro de un momento; pero me vas a permitir preguntarte si conoces el lema de San Benito. Ya sabes que nosotros somos benedictinos. —Sí, sí, ya lo sé... Aunque, no, ¡no lo sois! Cluny es benedictino y vosotros os parecéis a Cluny como la noche al día. 131
—Bueno, dejemos eso por el momento, y dime si conoces el lema de San Benito —apremió Gerardo. —"Ora et labora." Reza y trabaja —tradujo Dionís. —Ambas cosas en un solo monje y sin contradicción —añadió Gerardo con interés—. Ahora te diré, Dionís, que la oración "puede ser" trabajo y en ocasiones trabajo rudo, mientras el trabajo "debe ser" siempre una oración. Desde luego, no es necesario decir a un pecador como tú que muchas veces la oración se impone como penitencia… Así, ya ves que "ora et labora" significa oración y penitencia, las dos ocupaciones que forman toda nuestra vida. Son intercambiables y con frecuencia se intercambian. Pero lo que tú no has llegado a comprender hasta ahora es que el objeto y el fin de ambas sea el mismo. Rogamos a Dios que tenga misericordia de los pecadores y hacemos penitencia por ellos para aplacar a un Dios ultrajado. Y aun cuando pudiera parecer que tenemos dos objetivos a la vista, nuestra única ambición es glorificar a Aquel que nos hizo con ese propósito. ¿Comprendes? Dionís afirmó con la cabeza, y Gerardo prosiguió: —Nuestras vidas son actos prolongados de adoración y reparación, y a mi me parece que nuestra reparación es el mayor acto de adoración, y nuestra adoración, la reparación más satisfactoria. Luchamos por hacer algo más que rivalizar con los ángeles. Tenemos la sublime audacia de dedicar nuestras vidas al único propósito de ser como Jesucristo. Su vida fue la adoración y la reparación perfecta. Pero, ¿quién puede afirmar con certeza absoluta si su primer propósito fue el de glorificar al Padre o el de satisfacer por el hombre? A mi me gusta pensar que ambos fueron uno y el mismo, y sé que mi única razón de vestir este hábito y luchar bajo la bandera de Cristo en estos pantanos de Citeaux es la de hacer lo mismo que El hizo. Ya ves que sigo con mi idea fija. Continúo luchando por ser el caballero más valeroso entre todos, o, mejor dicho, ser "como" el más grande Caballero de cuantos lucharon por la salvación del mundo y la gloria de Dios. Dionís se frotó los ojos con las manos mientras decía: —¿Estoy escuchando a Gerardo de Fontaines?... ¿Es aquí donde os enseñan todas esas cosas? Pareces un combatiente y hablas como un combatiente.
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—Y lo soy, Dionís, no lo dudes. Sólo que he cambiado de armas, de ejército y de rey. Eso es todo. Sigo teniendo mi Ideal y mi idea fija, sólo que ahora son más elevados. ¿Sabes el suficiente latín para comprender el significado de este toque de clarín que es el "Domino Christo vero Regi militaturus"? —Combatir por Cristo, el verdadero Rey —tradujo Dionís. —Pues ésa es la consigna dada por San Benito a todos los que viven bajo su Regla. Me gusta esa palabra de "militaturus". En ella me parece escuchar el chocar de espuelas y de armaduras y el piafar y cocear de los caballos. Cada vez que la oigo, me parece presentir la batalla. —¡Por Dios, que no has cambiado, Gerardo! Sigues siendo humano. ¡No sabes cómo me gusta oírte hablar así! —exclamó Dionís con alivio. —Ya sé lo que has estado pensando, Dionís. Has visto algunos hombres apocados con hábitos de monje, y has creído que eran los verdaderos. ¡No! Esos no son más que caricaturas. Un monje es un seguidor de Jesucristo. Por tanto, tiene que ser varonil, pues su Jefe y su Rey fue el Hombre más grande del mundo. Ven conmigo, quiero hacerte ver a los monjes en su tarea. Dionís se dirigió a la puerta con Gerardo. En el momento en que iba a abrirla, se detuvo, y poniendo la mano sobre el brazo de su amigo, dijo: —Pero prométeme que Bernardo no me hablará. —Ni Bernardo ni ninguno de los demás te dirán una sola palabra. Es la Regla. Además —bromeó Gerardo—, no creo que seas lo suficientemente fuerte para equilibrar el mundo. Y aquí no admitimos más que hombres hercúleos. Y salieron de la estancia.
Uno solo.
Transcurrieron dos años. Gerardo se encontraba en Clairvaux sumamente preocupado. Los árboles de las laderas conservaban apenas unas cuantas hojas amarillentas y temblorosas bajo el viento cortante que traía olor a nieve.
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Los motivos de preocupación de Gerardo tenían su justificación. La despensa del monasterio estaba vacía, y el invierno se echaba encima. El año antes, Esteban Harding le envió con su hermano a fundar este nuevo monasterio, del que Bernardo, nombrado abad, designó despensero a Gerardo. Este no tardó en darse cuenta de que el puesto de despensero es sinónimo de trabajo y preocupación, ya que es el encargado de todo lo temporal en el monasterio, desde la granja, las construcciones y el ganado hasta la leña para la cocina inclusive. Su obligación consiste en ocuparse de que en la despensa no falten vegetales y legumbres, de que en el barril de vino no falte aunque sea un vino aguado, y que se pueda llevar al horno cada día una masa susceptible de convertirse en panes bastos y morenos. A Gerardo le habían salido las primeras canas durante su primer año de permanencia en Clairvaux, y ahora, a fines de 1115, tenía la frente surcada de arrugas. Por mucho que le molestase hacerlo, no tuvo más remedio que llamar a la puerta de Bernardo Y decirle: —Reverendo Padre, estamos en un desesperado apuro. — ¡Bah! —repuso Bernardo con una sonrisa—. Creí que venias a traerme noticias. —Estoy hablando en serio, Bernardo —contestó Gerardo sin responder a la sonrisa de su hermano—. La despensa está prácticamente vacía, y van a llegar las nieves. —Fíjate en los lirios de los campos... —comenzó a decir Bernardo, sonriente todavía. —Sí, ya lo sé —interrumpió Gerardo—, y en los pájaros del cielo. Pero en este momento no hay lirios en el campo y todos los pájaros han emigrado al Sur. Seamos prácticos. —Hagamos oración —repuso Bernardo, ampliando su sonrisa —. ¿Cuánto necesitaríamos para el invierno? —Así, de pronto, no lo sé exactamente, reverendo Padre; pero creo que si ahora mismo dispusiera de diez o doce libras, me podría enfrentar con el invierno con toda tranquilidad. —Yo no tengo ni un céntimo —contestó Bernardo—, pero si mucha confianza en Dios. Vuélvete a tu trabajo, y yo me ocuparé de las preocupaciones. Preocuparé a Dios con oraciones.
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Gerardo salió de la celda del abad y se dirigió al bosque, donde se encontraban los demás monjes Al aproximarse a ellos iba murmurando para sus adentros: "Marinero, ten confianza en Dios, pero rema hacia la orilla... Tal vez sea que yo no rezo bastante." Unas horas más tarde, mientras luchaba con un madero del tamaño de un hombre, oyó una voz que le preguntaba: —¿Sois el despensero de este monasterio? Gerardo dio un salto, dejó caer el madero y contemplo el rostro sonriente de su abad y hermano Bernardo. —"Benedicite", reverendo Padre —dijo Gerardo entrecortadamente. —"Dominus" —repuso Bernardo. —Me has asustado —dijo Gerardo. Y mientras subía al repecho en que Bernardo se encontraba, añadió: —Sí, soy el despensero de este monasterio, porque un hermano mío tenía que designar a alguien para el cargo, y no tenía a nadie a mano más que a mí. ¿Por qué me lo preguntas? —¿Sabes contar? —Sí que sabía antes. —Entonces, cuenta esto —repuso Bernardo, y le entregó una pequeña bolsa. Gerardo la abrió, se sentó sobre el madero y comenzó a contar unas monedas. Cuando hubo terminado, contempló a Bernardo aterrado y preguntó: —¿De dónde has sacado este dinero? —¿Cuánto hay? —¡Doce libras! —exclamó Gerardo, asombrado. —¿Cuánto dijiste que necesitabas para poder enfrentarte tranquilamente con el Invierno? —¡Exactamente doce libras!... —Entonces, ¿qué? —dijo Bernardo. —"Entonces", dime de dónde las has sacado —suplicó Gerardo. 135
—No creo que sea ésta la contestación adecuada, hermano. "Entonces" confía siempre en Dios, y en lugar de preocuparte, preocúpale a El con tus oraciones. Apenas me habla arrodillado en el oratorio para contar a nuestro Rey el apuro en que nos hallábamos, apareció Andrés a anunciarme que había en la portería una señora desconocida que deseaba verme. Bajé, y me encontré con una mujer que parecía llena de ansiedad y asustada. Me dijo sencillamente. "Padre abad, ¿querréis rogar por mi esposo que está muy enfermo?" "Ya lo creo" —le repuse. Y antes que tuviera tiempo de decirle nada, me puso la bolsa en la mano, y, apretándomela, añadió: "Por favor, acepte este pequeño obsequio. Creo que podrá serle de alguna utilidad" Y se fue sin decir más. No había abierto la bolsa, Gerardo, pero estaba seguro de que contenía nuestra provisión para el invierno. Gerardo se golpeó el pecho diciendo: —Yo no hago bastante oración. No confío bastante en Dios... No... —Son muchas las cosas que no haces. Eres un pecador terrible —le atajó su hermano. Ni siquiera esta broma consiguió alejar de los ojos de Gerardo una honda tristeza. Dándose cuenta de ello, Bernardo se sentó inmediatamente en el madero al lado de su hermano, y le dijo: —Oye, Gerardo, a ver si me das unas cuantas ideas para mañana, que debo hablar en capitulo. Me siento estéril. Dime algo que pueda interesar a todos, desde el viejo Gaudry hasta Guy y nuestro joven primo Roberto. Piensa en algo viril, en algo que a ti te impresione. —Cuéntales exactamente lo que acaba de pasar, y diles que no sean como yo. Yo no tengo bastante confianza... —Ya sé que no... Ya me lo has dicho antes. Y te he creído a la primera. Pero ahora, dime: ¿cuál es tu ideal? ¿Qué pensamientos son los que más te espolean? ¿Cuál es tu ancla de salvación cuando se levanta la tormenta? Gerardo guardó la bolsa del dinero en su faltriquera, se estiró el hábito y contestó: —Tienes el don de hacer las preguntas más inesperadas en los momentos menos indicados, Bernardo. Casi me pones en un
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compromiso. Sin embargo, te diré que el pensamiento que más me atrae es el de Jesucristo. —Demasiado vago, Gerardo, demasiado amplio —comentó Bernardo. —Pues no para mí. Casi todos los monjes consideran esta vida como si fuera "algo", ¿no es así? Tienen el coro, el claustro, la dieta, el dormitorio y el trabajo manual. Fíjate en que esa perspectiva no sólo resulta desalentadora, sino prácticamente repugnante. Yo lo considero todo ello como "Alguien". Para mí, el coro está vibrante de cánticos con Jesucristo, en Jesucristo y a través de Jesucristo. Mi cargo de despensero, con todo el trabajo y la preocupación que representa, no es más que un cargo que me ha dado Jesucristo y que he de cumplir por Jesucristo. Mi abad es mi hermano, sí, mi hermano Bernardo ¡y mi hermano Jesucristo! ¿No comprendes cómo ese punto de vista lo cambia todo? Sé que me expreso mal, pero creo que tú puedes captar la idea, ¿verdad? SI, comprendo la idea y aprecio mucho tu punto de vista; pero eso sólo es posible a la luz de la fe. —Ah!, Bernardo. Esta vida no se puede contemplar a otra luz. Si se la contempla sólo a la luz de la razón es una verdadera locura. En cambio, si se la contempla como respuesta a las palabras de Cristo "Venid y seguidme", entonces la veremos como la sabiduría más sublime. Ha de ser "Alguien" para que no sea un suicidio lento y estúpido. —¡Vaya una manera brusca que tienes de expresarlo, hermano! —comentó Bernardo. Y estrujó entre sus manos dos hojas secas. Mejor dirías "sincera" que "brusca" —puntualizó el despensero —. Si contemplamos esta existencia nuestra como una manera de "vivir" estamos locos. Pero si la contemplamos como una manera de "amar", de amar a Dios y de vivir en El, por El y para El, podemos trabajar, preocuparnos, pasar frío, calor o miseria y hasta morir de hambre si fuera preciso con la sonrisa en los labios y una canción en el corazón. Porque entonces es "Alguien" y no "algo". —Basta, Gerardo —dijo el abad, levantándose—. Si soy capaz de decirles todo lo que me has dicho y de decírselo en la misma forma que lo has hecho, mañana por la mañana no se
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dormirá nadie en el Capitulo. Ahora vuelve a tu trabajo, y no pierdas ese dinero. Y sonriéndole dulcemente, trazó sobre su cabeza la señal de la cruz y se alejó. Gerardo le siguió con la vista mientras se alejaba por entre los árboles, y cuando hubo desaparecido exclamó: —¡Vamos! ¡Pedirme a mí ideas cuando está rebosante de ellas! Y con una mirada hacia el cielo, que era una acción de gracias, prosiguió su lucha con el madero.
Gerardo visita la granja.
Aquellas monedas sirvieron para llenar la despensa lo suficiente para que la pequeña comunidad pudiera hacer frente a los rigores del invierno. Con la primavera, y la fama creciente de Bernardo, las preocupaciones de Gerardo disminuyeron, pero su trabajo aumentó. Clairvaux empezaba a ser Clairvaux. Una viña lucía sus bien trazadas hileras en una ladera, mientras en la opuesta, los trigales ondulaban al sol. Detrás de la abadía, en ordenada plantación, los frutales y a continuación se extendía la huerta recortada en cuadros por los plateados regueros de agua clara como el cristal procedente del Aube, cuya brillante corriente se divisaba al fondo del valle. Gerardo había hecho de leñador, de pastor, de granjero y hasta de pescador. Había construido canales, albercas y muros de contención, utilizando las aguas del Aube para regar, como vivero de peces y como fuerza motriz para los molinos. A falta de hombres, de caballos y de fuerza motriz en el valle de la Luz, se apoderaba de la hermosa corriente del río, la obligaba a realizar mil tareas diferentes y la devolvía después a su lecho con la satisfacción de un servicio bien cumplido. Pero sus actividades no se limitaban a las inmediatas cercanías de la abadía, pues por las laderas pastaban los rebaños y en los prados el ganado sesteaba a la sombra de los robles, de los fresnos y de los tilos o rumiaba lentamente las hierbas verdes como esmeraldas de la ribera. Gerardo era responsable de todo aquello. A medida que pasaron los años, los terrenos de la abadía se extendieron, y fue preciso construir alquerías en los terrenos 138
demasiado distantes de la abadía, porque los labriegos y los pastores no podían volver a ella por la noche. Gerardo tenía que visitar todas estas alquerías para cerciorarse de que sus hermanos estaban bien y el trabajo rendía. Y mientras cuidaba de esto, vigilaba lo otro y dirigía lo de más allá, se preguntaba riendo para sus adentros: "¿A quién se le ocurriría decir que los monjes somos unos holgazanes?" Un día del año 1125 llamó a uno de los hermanos, y le dijo: —Hermano Corvado, mañana tengo que hacer una visita a la alquería más distante, y quiero que vengáis conmigo. El hermano hizo una inclinación de cabeza. A la mañana siguiente se hallaba conversando con el prior del convento, Geoffrey de la Rocha, deudo de la familia de Fontaines. El prior señaló a su habitación y sacudió la cabeza. Penetraron en el edificio. Unos minutos más tarde, el hermano salía con un paquete cuidadosamente oculto bajo su capa. Gerardo se reunió con él poco después, preguntándole: —¿Estáis preparado? El hermano hizo un signo afirmativo. —¿Qué lleváis ahí? —preguntó Gerardo, señalando el envoltorio que había a los pies del hermano. —Unas cuantas provisiones para la granja. El prior aconsejó que las llevara. —¿Pesa mucho? Gerardo se inclinó para comprobarlo. —La alquería está muy lejos, y va a ser un día de mucho calor. ¡Vaya! No pesa demasiado —exclamó al levantarlo—. Ya nos turnaremos de cuando en cuando. Quiero que disfrutéis de esta salida, hermano. Para mi representa trabajo, pero no para vos. Vuestro papel es el de compañero y observador. Quiero que os fijéis en las tierras de la granja. El hermano dio las gracias sonriente, y se preparó a seguirle. Todo el mundo sonreía a Gerardo. Era inevitable, pues poseía un entusiasmo y una lozanía juvenil que rezumaban simpatía. Gerardo acertó en sus predicciones. "Fue" un paseo muy largo y "fue" un día muy caluroso. Durante el recorrido se las arregló para 139
quitar el paquete al hermano con más frecuencia de lo que éste hubiera deseado, porque Gerardo era su superior. Pero ¿qué podía hacer con un hombre que sonreía continuamente y decía cosas agradables cada vez que le quitaba el paquete de las manos? Cuando descendían la última cuesta llegando al nivel del campo abierto, el hermano, dando unas palmadas sobre el paquete que acababa de recibir de manos de Gerardo, exclamó con un guiño de satisfacción en los ojos: —Ya le buscaremos sitio, ¿eh? Como no les esperaban en la granja, sólo se hallaba en ella para recibirlos el hermano lego encargado de la cocina. Le alegró mucho ver a Gerardo, y lo demostró besándole en las mejillas, a la auténtica manera francesa. A continuación encargó a Conrado cuidar de las ollas que había al fuego, y saliendo precipitadamente del pequeño edificio, silbó suavemente, y un caballo acudió al trote desde el prado a su llamada. De un salto, estuvo sobre el animal y camino del bosque. Veinte minutos más tarde se hallaba de regreso con otros cuatro hermanos legos, que saludaron a Gerardo de la misma manera efusiva que el cocinero. El hermano Conrado se había mantenido alejado durante esta escena, y hasta que la mesa estuvo puesta para los siete y cada uno hubo ocupado su puesto, no deshizo el paquete que tan cuidadosamente hablan transportado Gerardo y él. Entre un variado surtido de provisiones, extrajo triunfante una botella del vino más selecto de Clairvaux. Con gran cortesía la colocó ante Gerardo, diciendo: —El Padre prior os envía esto como sorpresa. Gerardo miró la botella y después al hermano. —¿Para mi solo?... Cuando Conrado hubo respondido: "Hasta la última gota", Gerardo dio las gracias riendo mientras quitaba el corcho, cuyo sonido tentador hizo relamerse a dos hermanos de la alquería. La sonrisa de Gerardo se hizo más amplia, y dirigiéndose al recipiente de donde sacaban el agua de beber, levantó la tapa y echó en él hasta la última gota de aquel delicioso vino. Después fue tomando uno por uno los vasos de los seis hermanos y los llenó del recipiente, diciendo:
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—El Padre prior os envía esto como sorpresa por mediación mía. ¡Saboreadlo! Y con su rostro más alegre, ocupó su sitio. Los hermanos juraron que era el agua más sabrosa que habían probado en su vida. Conrado examinó la tierra, y dio sus expertas opiniones sobre ella. Dijo que era buena, pero que necesitaba abono. Gerardo observó algo más que la tierra. Observó a los hermanos, vio sus habitaciones, sus caballos, el equipo con que contaban y el sinfín de posibilidades que representaban el campo, el bosque y la cascada, resplandeciente que al saltar sobre las peñas y arremolinarse en las pequeñas pozas, producía una agradable melodía. Había sido una tarde larga y bien aprovechada. Cuando se disponían a abandonar la granja, el más anciano de los hermanos se acercó a Gerardo. Estaba encorvado. Llevaba la cabeza inclinada hacia adelante; pero cuando levantó la vista por debajo de sus cejas blanquecinas, en sus ojos se apreciaba un destello que hablaba de paz, de pureza y de presencia de Dios. Su voz era débil y rota; pero en sus palabras se percibía la suavidad y delicadeza que sólo brotan de las gargantas de quienes han madurado y envejecido en la estrecha compañía de Jesucristo. En aquel momento preguntó con serenidad: —¿Podría deciros unas palabras? —Naturalmente, Hugo —repuso Gerardo con voz que no denotaba el menor cansancio—. Pero supongo me dirás más de una palabra, porque tu presencia me recuerda a Fontaines y el sonido de tu voz me evoca a mis padres y a mi hogar natal. —Eso es lo que quería decirte, Gerardo —contestó suavemente el cariñoso anciano—. Serví a tu padre y a tu familia durante los mejores años de mi vida. Cuando se vino a Clairvaux, tuve que seguirle, pues para mi la vida era él. Supongo que más de un siervo tiene igualmente ligado su corazón a su señor. Yo quería a tu padre, Gerardo. El era mi orgullo, mi ideal. Si le quise como caballero, casi le adoré como monje; y lo único que quiero decirte ahora es que esa acción tuya de darnos el vino tan generosamente, con tanta exquisitez, con tan buen humor, me ha hecho retroceder treinta años. Has hecho lo mismo que tu padre hubiera hecho. Cada día te vas pareciendo más a él, Gerardo, y tengo 141
motivos para pensar que el parecido no es solamente físico. No creo que lo juzgues como un atrevimiento si te digo que pido todos los días que te haga exactamente como él. El era un santo. Los ojos de Gerardo se llenaron de lágrimas, mientras el anciano seguía hablando con dulzura. La única respuesta que pudo darle fue ponerle ambas manos sobre los hombros encorvados, sonreírle entre las lágrimas y besar las arrugadas mejillas de aquel humilde y santo hermano lego que en otro tiempo fuera su siervo.
Bernardo hace un trato con Dios.
El hermano lego aún habría tenido nuevos motivos para encontrar a Gerardo parecido con su padre de haber podido verle, en marzo de 1137, manejar en Viterbo a una muchedumbre abigarrada con la facilidad y el encanto del más refinado diplomático. Quienes sólo acudían por curiosidad eran rápidamente despachados por él, si bien con una palabra amable de explicación. En cambio, las almas sinceras víctimas de un dolor físico o mental, las apartaba a un lado, mientras a los que llevaban algún asunto urgente les conducía inmediatamente al reducido aposento en que se hallaba Bernardo. Gerardo había adquirido gran experiencia en el manejo de muchedumbres, porque ésa fue su misión en cada ciudad de Francia e Italia donde Bernardo se habla detenido. Su hermano no siempre predicaba al pueblo; pero en cuanto por las ciudades se difundía la noticia de la llegada del abad de Clairvaux —el campeón del Papa Inocente II—, las masas se congregaban ante la casa en que se hospedaba, pidiendo clamorosamente verle y oírle. Gerardo servía de amortiguador para Bernardo, y recibía tan de lleno el impacto de la muchedumbre, que el abad casi no se enteraba. Aquella mañana, en Viterbo, Gerardo, sentado ante una mesita, tomaba nota de los aspirantes. Había sido una mañana muy ajetreada, y se sentía fatigado. Acababa de despedir a una mujer muy habladora, y apuntaba su petición apresuradamente, cuando un hombre situado al final de la larga hilera avanzó hasta él. Sin levantar la vista, Gerardo le preguntó afablemente: —¿Qué desea? La respuesta fue sorprendente: 142
—Quiero saber si tengo suficiente peso para equilibrar el mundo. Miradme —continuó diciendo el desconocido, al tiempo que extendía los brazos y daba la vuelta, de forma que Gerardo, al levantar los ojos, sólo pudo ver la espalda de un hombre más bien bajo envuelto en una capa de peregrino. Gerardo quedó sorprendido por la pregunta, e intrigado por la voz del individuo, que parecía evocar en su memoria ciertos ecos. Estaba seguro de que no la escuchaba por primera vez; pero no podía precisar dónde la había oído antes de ahora. "Este hombre, ¿será un religioso fanático o un loco?" —se preguntó, intentando ordenar los recuerdos que pugnaban por surgir en su memoria. Contempló aquella espalda un momento, y repuso lentamente: —Conque queréis equilibrar el mundo, ¿eh? Dudo que os sea posible. Debéis saber que es algo bastante difícil. —Ya lo sé —replicó el peregrino—. Más difícil de lo que creemos la mayoría, Y, sin embargo, conozco a unos cuantos hombres que lo intentaron en un pantano. Gerardo se convenció de que trataba con un demente, y como no deseaba provocar una escena desagradable, decidió seguirle la corriente. —¿Y obtuvieron algún éxito?—le preguntó. —Sí. Al menos consiguieron enviar a un pecador desde Francia a Jerusalén —replicó el peregrino, volviéndose hacia su interlocutor. Gerardo se puso en pie de un salto, tendió ambos brazos, y, dirigiéndose al peregrino, exclamó: —¡Dionis! ¡Dionis! ¡Dionis!... Su voz estaba conmovida de asombro, alegría y cálido afecto. Abrazando cariñoso al viejo amigo, le preguntó mientras le daba palmadas en la espalda: —¿Qué haces? ¿Cómo estás en Viterbo, mi viejo Dionís? —Por lo pronto, dejándome golpear por un monje loco que no sabe la fuerza que tiene —respondió el peregrino con voz entrecortada. Los circunstantes sonreían ante el encuentro de los dos amigos. Todos eran latinos y habituados a las efusiones; pero el 143
vigor masculino y el calor que demostraba Gerardo afectaba hasta a los latinos. Gerardo tuvo la suficiente presencia de ánimo para pedir perdón a todos y llevarse a Dionís del aposento. Cuando pasaron a otra pequeña cámara, Gerardo volvió a abrazar a su antiguo compañero de armas, diciéndole: —¡Cuento me alegro de verte, Dionís!... Pero, ¿que significa esa capa que llevas encima? —Es una historia larga, Gerardo. Demasiado larga para contártela ahora. Lo único que puedo decirte es que tu familia privó al duque de Borgoña de un magnifico guerrero, al que hizo atravesar montes y mares para visitar los lugares en que Cristo vivió y murió. Hizo falta mucho para convertirme. No fuiste tú quien lo consiguió, ni el joven Nivardo, ni siquiera su padre. Pero cada uno de vosotros contribuyó algo. Me dediqué a considerar por qué te habías hecho monje; por qué tu hermano más joven se unió a vosotros; por qué tu noble padre murió en el monasterio. Pero lo que me hizo, finalmente, abandonar mi armadura y vestir esta capa de peregrino fue el ingreso de tu hermana Humbelina en Jully. Cuando la vi abandonar todo lo que poseía, me dije: Dionís, ya es hora de que emprendas tú también el viaje. Y aquí estoy. Pero el resto de mi historia tendrá que aguardar hasta mañana, si es que puedo verte. —Claro que podrás —contestó Gerardo—. Vente después de misa. Pero... —Sin "peros". Estaré aquí en cuanto acabe la misa. Ahora, cuéntame algo de ti. ¿Cómo estás? —Realmente, no lo sé —repuso Gerardo—. No tengo tiempo de averiguarlo. Bernardo se llama a sí mismo "la quimera de la época", porque dice que no es ni monje ni seglar. Y tiene motivos para decirlo, ya que está siempre en movimiento. Y como me ha designado para acompañarle a todas partes, yo podía nombrarme "el mayor camaleón del mundo". —¿A qué santo ese título fantástico? —Fíjate, Dionís: la última vez que nos vimos luchaba por ser un contemplativo enclaustrado. Para lograrlo tuve que cambiar mucho de color, ¿no crees? —Desde luego. Del rojo del guerrero pasaste al blanco del pacifico monje. 144
—Así fue. Pues fíjate, aún no me había convertido en lo que quería ser, cuando me enviaron a Clairvaux. Una vez allí, Bernardo me nombró despensero. ¡Más cambios de color! Tuve que ser Marta y María al mismo tiempo, y apenas había comenzado a serlo, mi hermano se convirtió en "la voz del siglo", y me designó como su portero plenipotenciario. Creo que ya he visto todas las grandes ciudades de Francia, de Alemania y de Italia. ¡Tengo tanto de contemplativo enclaustrado como tú! A Dionís le hicieron tanta gracia los gestos de Gerardo como su rápido resumen de los últimos veinte años —No sé si serás un camaleón, Gerardo; pero he de reconocer que si cambias de colores con la misma rapidez que de expresión, no cabe duda de que eres el más grande del mundo. —¡Ah! —exclamó Gerardo, irónico—. Ya me temía que fuese contagioso. —¿El qué? —La expresividad del rostro. Temo que me estoy volviendo como los italianos a fuerza de ver tantos. Aquí no es necesario conocer el idioma. Basta observar sus rostros para comprenderlos. Hablan más con los ojos y con las cejas, con sus movibles bocas y sus dientes brillantes que con la lengua. Me fascina mirarlos, y sospecho que me he vuelto como ellos. —Bueno, Gerardo, sé que estás muy ocupado, y quiero que mañana tengas el día libre para mí; así, que te dejo. Pero antes quiero que me digas la verdad: Bernardo ¿es todo lo que la gente dice de él? —No sé. ¿Qué es lo que dicen? —En Oriente le llaman "el taumaturgo del Oeste". Aseguran que hace milagros todos los días, casi a cada hora. —Eso son palabras mayores, Dionís. ¡Y grandes maravillas! No, yo no diría que obra milagros a cada hora ni siquiera diariamente. Pero no me gustaría tener que declarar exactamente el número de milagros que ha realizado. —Entonces, ¿es cierto? —¡Ah, sí, es absolutamente cierto! Bernardo es amigo íntimo de Dios. De eso estoy seguro.
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—Entonces, ¿de qué diablos te quejas y te llamas camaleón? —exclamó Dionís con gran parte de su antigua fogosidad. —No me quejo. Me estaba explicando solamente. Estoy encantado de permanecer junto a él, aunque sólo sea para poder defender su persona de los pecadores como tú. —¿Cómo tienes el corazón, Gerardo? —preguntó Dionís muy serio. —No sé. Creo que todavía sano y fuerte. —En ese caso puedo decírtelo sin temor. —¿El qué? —Que no vas a tener que defender la persona de Bernardo mucho tiempo de la mía. Quiero verle. —¿Que quieres verle?... ¡Entonces le pierdo otra vez! Dionís contempló la cara seria de Gerardo, y frunció el ceño. —¿Qué es lo que pierdes? —Mi título. Mi titulo ganado a costa de tanto trabajo —lamentó Gerardo burlonamente—. Yo no seré el mayor camaleón del mundo, Dionís. ¡El mayor camaleón del mundo lo serás tú! Y ambos se echaron a reír alegremente. Mientras Dionís abría la puerta, dijo: —Sí, ya lo creo que he cambiado. ¡Pero la culpa es de la familia de Fontaines! Hasta mañana, Gerardo, y no olvides reservarme media hora de conversación con Bernardo. —Eso no podría prometérselo ni al propio Papa Inocencio, Dionís. Pero haré todo lo posible por un camaleón como tú. ¡Hasta mañana, y que Dios te acompañe! A la mañana siguiente, después de oír misa, Dionís volvió a la residencia, en la que penetró sin dificultad; pero en lugar de Gerardo, fue Bernardo, el abad de Clairvaux, quien le recibió. Dionís contó después a unos amigos que Bernardo, atravesándole con la mirada, le dijo al verle: —Tú eres Dionís, antiguo caballero, actual peregrino y futuro monje. Gerardo ha delirado contigo toda la noche. —¿Delirado? —preguntó Dionís, asustado al ver que la sonrisa abandonaba el rostro de Bernardo y en sus ojos se reflejaba la ansiedad. 146
—Si, Dionís, se ha pasado la noche delirando. Ayer tarde le dio una fiebre repentina, que nada ni nadie ha podido aliviar. —Y ¿cómo está ahora? ¿Puedo verle? —No, Dionís, hoy no podrás verle; pero mañana será otro día. Gerardo estará lo suficientemente bien para ver al hombre de quien tanto hablaba. Dionís le miró con inquietud. —¿Estáis seguro? —Si, lo estoy. El abad acentuó notablemente la última palabra. —Pero habéis dicho que nadie ha podido hacer nada... Dionís se detuvo, cayó de hinojos y exclamó: —Reverendo Padre Bernardo, habéis de perdonar mi insistencia. Pero siempre he querido tanto a Gerardo... —Levanta, Dionís —le interrumpió Bernardo, bendiciéndole—, Comprendo perfectamente tu insistencia. Y para tranquilizarte te diré que anoche hice un trato con Dios. Le dije que necesitaba a Gerardo en este viaje. Le dije que si me lo conservaba ahora, podía llevárselo en cualquier otra ocasión y de cualquier otra forma. Yo sé que Gerardo estará bien esta misma noche. El peregrino, que se había incorporado ante la palabra imperativa de Bernardo, escuchaba la declaración del abad del trato que había hecho con Dios con los ojos y la boca abiertos de. par en par. En su vida habla oído hablar a nadie con Igual reverencia, con igual amor y con igual aplomo. Aquello le asustaba. Más tarde declaró haber sentido el mismo santo temor que cuando por primera vez pisó el monte Calvario. Comprendió que se hallaba en presencia de un hombre de Dios. Bernardo advirtió su desconcierto, y aflojó la tensión al decir con una sonrisa inefable: Gerardo estará encantado de verte mañana, Dionís, y yo también estaré encantado de verte en Clairvaux. Pero dime: ¿cómo un guerrero tan valeroso como tú no se unió a los templarios en Tierra Santa? —Estuve tentado de hacerlo, reverendo Padre; pero no podía apartar de mi pensamiento a vos y a Gerardo y a toda vuestra familia. Y, además, temí seguir siendo más guerrero que monje, 147
aunque me pusiera la capa blanca con la cruz roja sobre mi cota de malla. Cuando me arrodillé ante la urna de la Encarnación, me dije: "Si Citeaux permitió a toda una familia de guerreros convertirse en caballeros de Jesucristo, lo mismo hará por mi" Por eso he regresado, y en cuanto arregle mis asuntos debidamente os rogaré que me recibáis. —No, no lo harás. No tendrás que rogarme nada. Tú serás quien me hagas el favor de volver a ser el compañero de armas de Gerardo. Dionís le dio las gracias emocionado. El abad, después de bendecirle nuevamente, le acompañó a la puerta para despedirle.
Al encuentro de la muerte con una canción.
Justo un año después, Dionís se presentó en Clairvaux decidido a rogar como anunciara o a hacer un favor a Bernardo como éste había dicho. De un modo u otro, estaba dispuesto a hacerse monje. Esperó en la pequeña portería, mientras Andrés, que reconoció y acogió cordialmente al antiguo caballero, iba a informar a Bernardo de su llegada. El abad bajó y sorprendió a Dionís con un fuerte abrazo fraternal. —Dionís, Dionís, ¡cuánto me alegro de verte!—exclamó. Cuando se separó del recién llegado había lágrimas en sus ojos. —Ven, amigo mío, vamos a mi celda. Este no es lugar para conversaciones íntimas. Dionís le siguió a través del zaguán, subieron un tramo de escalera y penetraron en el pequeño aposento abuhardillado. Una vez que hubo cerrado la puerta y su huésped tomó asiento, Bernardo se sentó también, apoyó los brazos sobre un pequeño escritorio y empezó a decir: —Dios cumplió el trato, Dionís. Así que tengo que darte una doble bienvenida: la que Gerardo te hubiera dado y la mía. —¿Es que no está Gerardo? —preguntó Dionís sin captar el sentido de las palabras de Bernardo.
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—Sí; está ausente, muy lejos. Y, sin embargo, al mirarte lo siento muy cerca. Gerardo ha muerto, Dionís. —¡Ha muerto! —repitió Dionís, incorporándose en su asiento como movido por un resorte. —Sí, Dionís. Dios es muy estricto en sus tratos. ¿No te acuerdas de Viterbo? Le dije a Dios que podría llevarse a Gerardo en cualquier momento con tal que me lo conservase durante aquel viaje. —Sí, lo recuerdo... —murmuró suavemente Dionís. —Pues no hacía mucho que habíamos regresado cuando Dios se lo llevó. ¡Fue algo muy hermoso! —Contádmelo, os lo suplico. —Para poder apreciarlo completamente hubieras tenido que presenciarlo. Pero me gusta hablar de ello. Me parece tenerle más cerca... Volvimos de Italia, y nos metimos de lleno en el trabajo de aquí —comenzó el abad, mientras se acomodaba en el asiento—. Durante nuestra ausencia fue mucho lo que se nos había acumulado. Tal vez por hallarme absorto en aquellos quehaceres llegué a olvidar mi trato. Tal vez fue la bondad de Dios la que me hizo olvidarlo. Sea como sea, lo cierto fue que lo había olvidado. Hasta que una noche me sorprendieron con la noticia de que Gerardo se estaba muriendo. Nuestro enfermero no es hombre pesimista y ha atendido a suficientes hermanos para reconocer cuando la muerte está próxima. Por eso comprendí que su llamada era importante. Me apresuré a bajar, y mientras volaba escaleras abajo hablándole a Dios, recordé de pronto el trato que hicimos en Viterbo. Yo había propuesto los términos y El los aceptó. Ahora no me quedaba otro remedio que presenciar cómo se cumplía. Todo fue como un relámpago; pero al atravesar el zaguán rogué a Dios me permitiera hablar unas últimas palabras con Gerardo. Al llegar a la puerta me quedé parado, asombrado, porque le oí cantar... Sí, estaba cantando, Dionís. ¡Cantando mientras la muerte se acercaba! Pensé que tal vez fuese obra del delirio. ¡Pero no! En cuanto entré le miré a los ojos. Estaban clavados, radiantes, llenos de júbilo. Cantaba el salmo CXLVIII. Todavía me parece oírle... Bernardo hizo una pausa. Sus ojos estaban también claros, radiantes y jubilosos.
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—"¡Aleluya! ¡Alabad a Yavhé en los cielos, alabadle en lo alto!", cantaba con voz clara y suave. ¡Eso es lo que nuestro Gerardo cantaba mientras moría, y lo cantó hasta el final! Cuando terminó me miró sonriendo y me dijo: "Esto es el fin, Bernardo." Y empleando las mismas palabras del Señor, murmuró dulcemente: "En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu..." Entonces le ungí. ¡Qué hermosas son las palabras de ese Sacramento! Aquella noche, mientras trazaba la señal de la cruz sobre los cinco sentidos de mi hermano, abrieron un camino de fuego en mi alma. Al terminarlas, me incliné sobre él y murmuré: "Gerardo." Abrió los ojos, los volvió a cerrar y repitió como un murmullo: "Padre mío, Padre mío, Padre mío." Le costaba trabajo pronunciar, y lo hacia en voz baja; pero sus palabras estaban henchidas de amor, admiración y santo temor. Volví a llamarle: "Gerardo, Gerardo." Se volvió hacía mí, y con la última oleada de admiración exclamó: "¡Oh Bernardo! ¡Qué... bueno... es Dios... con... nosotros..., siendo nuestro Padre!", y cayó hacia atrás, muerto. Con sus últimas palabras, las manos de Bernardo cayeron sobre la mesa que le servía de escritorio, y quedó con la mirada clavada en el vacío. Dionís comprendió que estaba contemplando el rostro de Gerardo, y vaciló en romper el ensueño; pero, por último, susurró: —Sí..., una muerte hermosísima. —En efecto; pero he de decirte, Dionís, que pudo ser tan hermosa porque su vida había sido, igualmente, hermosa. Gerardo fue siempre el hombre de una idea fija. Durante años, sólo pensó en Cristo como en su Rey y su Capitán, considerándose un soldado de sus filas. Pero a medida que pasaban los años se fue convirtiendo más y más en hijo de Dios. La muerte le llegó como llega el sueño a un niño muy cansado que ama y confía totalmente en su padre. Lo sobrenatural es lo más natural, Dionís, y Gerardo había descubierto el secreto. Dicho esto, el abad guardó silencio, mientras Dionís se ponía en pie, irguiendo su reducida estatura y apretando los dientes. Bernardo vio al guerrero profundamente emocionado, y le preguntó, sorprendido: —¿Te vas?
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—Sí me lo permitís, reverendo Padre, quisiera estar solo un
rato.
Bernardo comprendió. Los dientes apretados y los labios contraídos de Dionís eran expresivos. El sabio abad accedió con dulzura: —Queda solo si quieres. O si prefieres, vete a charlar con Andrés. El te enseñará el monasterio y los alrededores. Dionís le dio las gracias con una inclinación de cabeza, y salió. Bajó las escaleras mucho más lentamente de lo que las habla subido, sintiendo que una gran soledad se apoderaba de su corazón al pensar cuántas veces Gerardo había subido aquellos mismos peldaños pensando en Dios, su Rey y su Padre. Pasó unos minutos dando vueltas por el zaguán; pero no tardó en comprender que necesitaba hablar de Gerardo con alguien, y se dirigió a la portería en busca de Andrés, al que encontró dedicado al estudio de unas notas. —¿Qué haces, Andrés? —le preguntó con el tono más alegre que le fue posible. El portero levantó la vista, sorprendido. Bernardo me ha enviado a charlar un rato contigo y a que me enseñes mi futuro hogar. —¿Te vas a quedar aquí? —Sí. ¿Tienes algo que objetar? —En absoluto. Salvo que tal vez le recordarás a Bernardo alguien a quien quiso mucho. —¿Te refieres a Gerardo, no?... ¿Bernardo le quería mucho? —Mucho más de lo que nadie suponía. Precisamente ahora estaba repasando el panegírico que hizo de él en el Capitulo. Lo ha escrito uno de los monjes. Es el desbordamiento de un corazón amante. Toma y léelo mientras atiendo a estas gentes. Andrés entregó al nuevo postulante una página de apretada escritura. Dionís ocupó la silla que Andrés acababa de dejar, y leyó con ansiedad: "¿Hasta cuándo habré de disimular? ¿Cuánto tiempo podré ocultar dentro de mi pecho el fuego que consume mi corazón 151
destrozado?... ¿Qué tengo yo que ver con el cántico del amor cuando me hallo sumergido en un océano de dolor?... Hasta ahora he violentado mis sentimientos, he luchado por ocultar mi dolor, no fuera a parecer que la fe había sucumbido ante el cariño natural. Por eso, mientras todos los demás llorabais, yo era el único que no vertía una lágrima. Con los ojos secos seguí el féretro; con los ojos secos permanecí ante la tumba hasta que se hubo cumplido el último rito. Con mis propios labios pronuncié sobre el cadáver las palabras de ritual. Con mis propias manos arrojé el primer puñado de tierra sobre el cuerpo de mi amado Gerardo, que tan poco tardaría en convertirse en tierra. Los que me observaban lloraban preguntándose por qué no lloraba yo... Traté de resistir mi pena con todas las fuerzas que la fe podía proporcionarme...; pero, hermanos míos, debo confesarme vencido y dar rienda suelta a mi inmenso dolor... Ya sabéis, ¡oh hijos míos!, lo razonable que es ese dolor y qué digna de lágrimas la pérdida que he sufrido, pues todos os dais cuenta del amigo fidelísimo arrebatado de mi lado... Era mi hermano por la sangre; pero mucho más por la profesión religiosa... ¡Compadeceos de mi suerte, vosotros para quienes este trance es desconocido! Yo era débil de cuerpo, y él me sostenía. Yo era cobarde, y él me alentaba. Yo era perezoso y negligente, y él me espoleaba. Yo era olvidadizo y poco previsor, y él asesoraba y dirigía... ¡Oh! ¿Por qué te has alejado de mi lado? ¿Por qué has sido arrebatado de mis brazos? Si nos amábamos tanto en vida, ¿por qué ha de separarnos la muerte? ¡Oh divorcio cruel, que sólo la muerte tiene poder para provocar!... ¿Por qué estuvimos tan unidos por el cariño fraternal? Y si lo estábamos, ¿por qué teníamos que separarnos? ¡Oh tristísima suerte!... Pero la digna de compasión es la mía, no la tuya. Porque tú, hermano mío, si te has separado de algunos seres queridos, estás ahora unido con otros más amados aún. Pero, ¿cuál puede ser mi consuelo si te he perdido a ti, que eras mi único apoyo?... ¿Quién me asegurará una rápida muerte para seguirte pronto? Yo no hubiera sido capaz de pedir morirme antes que tú, pues eso habría sido perjudicarte retrasando tu entrada en la gloria. Pero sobrevivirte no es más que dolor y trabajo. Mientras viva viviré con amargura y con tristeza. Corred, pues, lágrimas mías, porque aquel que con su presencia evitaba que abrasarais mis mejillas no está ya en este mundo. Derramad vuestro río salobre para lavar la suciedad de mis pecados, que 152
provocaron la justa cólera del cielo... Y vosotros, los virtuosos y los santos, dadme vuestra indulgencia. Lloro y lamento la pérdida de Gerardo. Mi alma estaba soldada a la suya. Pero nos unían menos los lazos de la carne y de la sangre que la comunidad de sentimientos, la conformidad de las inteligencias y la armonía de las voluntades... ¿Quién podría impedirme lamentar su pérdida? He sentido desgarrarse mis entrañas, y por mucho que se me diga: "No sientas", tengo que sentir profundamente, porque mi fortaleza no es la fortaleza de la piedra, y mi carne no es bronce. ¡Ya lo creo que siento! El dolor no me abandona, pues su recuerdo está continuamente en mi memoria... Confieso mi pena, y no me importa que la llaméis carnal. No niego que sea humana, como no puedo negar que soy un hombre... No soy insensible al dolor, y el pensamiento de la muerte acercándose a mi o a los míos me horroriza. Y Gerardo era mío, totalmente mío... Lloro por ti, mi amadísimo Gerardo, no porque tu suerte sea lamentable, sino porque te has ido de mi lado... ¡Oh, si Dios me concediera la seguridad de que no te he perdido para siempre, sino que te has adelantado solamente!... ¡Si Dios quisiera darme la certeza de que aunque tarde, un día podré reunirme contigo en donde estás!... ¡Que nadie me diga que no debo permitir que el pesar natural se apodere de mí! El buen Samuel se entregó a su dolor por el réprobo rey Saúl, y el piadoso David por el traidor Absalón... Yo, en mi desgracia, lloro por alguien más grande que Absalón. El propio Jesucristo, contemplando a Jerusalén y adivinando su suerte futura, lloró sobre la ciudad. ¿Por qué tolera que yo sienta mi propia desolación, que no es futura, sino presente?... ¿Por qué tengo que permanecer insensible ante mi herida recién abierta? Es indudable que puedo llorar de dolor, puesto que Jesús lloró de compasión. Ante la tumba de Lázaro, nuestro Salvador no reprendió a quienes le lloraban, sino que, por el contrario, unió sus lágrimas a las de ellos. "Y Jesús lloró", escribe el evangelista. Aquellas lágrimas divinas no significaban falta de confianza, sino que daban testimonio de la realidad de su naturaleza humana. Luego llamó inmediatamente al muerto otra vez a la vida. Tampoco mi llanto es síntoma de la debilidad de mi condición. Que llore por haber sido golpeado, no supone queja de quien me ha golpeado. ¡No! Lo que hago es apelar a su compasión y esforzarme en dulcificar su severidad. Por eso, aunque mis palabras sean inmensamente tristes, no envuelven la menor queja. 153
"Tú eres justo, Señor, y tus juicios son rectos" tú nos diste a Gerardo, y Tú nos lo quitas. Al lamentar su ausencia no olvidamos que fue solamente un préstamo... Pero ahora las lágrimas me obligan a terminar." Andrés volvía en el momento en que Dionís leía las últimas líneas. Contempló un rato su espalda inclinada sin decir una palabra. Cuando Dionís alzó la cabeza, Andrés vio sus ojos arrasados de llanto, y le preguntó con dulzura: —¿Qué te ocurre? —Acabo de ver el corazón dolorido de un hermano. Si alguien vuelve a decir ante mí que Bernardo de Clairvaux es un hombre duro y sin sentimientos, ¡lo mato! Y a través de sus lágrimas relampagueó en sus pupilas el ardor de un hombre valeroso hondamente conmovido. —Has de saber, Dionís, que más que la muerte de un hermano, lloramos la muerte de un santo. Si el Evangelio es cierto, Gerardo habrá recibido del más justo de los jueces la corona de la gloria. No tenía éxtasis como San Pablo. No hizo milagros como San Pedro y los demás apóstoles. Pero, indiscutiblemente, recorrió el camino trazado por Jesús..., el camino ordinario. —¿El camino ordinario? ¿Qué quieres decir? —Me refiero al camino de Nazaret. El camino que José y María recorrieron durante toda su vida; el camino que Jesús recorrió durante treinta largos años. Ordinario, vulgar; todo era vulgar. Cuando Jesús empezó a predicar, los nazarenos se miraban asombrados unos a otros. Le conocían desde hacia mucho tiempo, y le llamaban sencillamente "el Hijo del carpintero". Esa es la revelación que da sentido a nuestras vidas, Dionís. Gerardo vivía tan recatado como Jesús, y, sin embargo, podía decir el Maestro que hacía siempre las cosas gratas a Dios Padre. En esa forma nos enseñaron a andar. En esa forma han caminado siempre todos mis hermanos. Y en esa forma habrás de caminar tú también si te quedas en Clairvaux. —¡Oh, ya lo creo que me quedo! —exclamó Dionís con vehemencia—. Para ser como Gerardo, si no me atrevo a ser como Jesús.
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* * * El 1 de julio de 1702, la Congregación de Ritos aprobó un Oficio en honor del "hombre de la idea fija", y las lecciones para sus maitines están tomadas de la apología de Bernardo. En 1871, Pío IX aprobó una misa hermosísima en honor de Gerardo, que se lee el 30 de enero de cada año. Parece una combinación del amor fraternal de Bernardo, de la impetuosa decisión de Dionís y del concepto general que de Gerardo se tenía como "hombre de la idea fija", pues en ella se pide a Dios poder servirle en la tierra con absoluta unidad de propósito y mérito y hallarle en el cielo como nuestra única gloria.

TERCERA PARTE B E R N A R D O
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EL HOMBRE QUE SE ENAMORÓ DE DIOS (SAN BERNARDO)
"...poco aprovechará a un hombre seguir a Cristo si no consigue alcanzarle."
No te dé miedo la cabeza del escorpión, Humbelina. El veneno lo tiene en la cola. —¿De cuál de mis admiradores estás hablando, "Ojos grandes"? De ninguno. No hago más que generalizar... Sólo generalizar. Pero no olvides que cada adulador es un pordiosero, aunque la palabra no solicite nada. Bernardo, estás tratando de decirme algo; pero no te entiendo bien. ¿Qué es lo que quieres decir? —Sólo esto, hermanita: ten siempre por sospechoso el amor que parece sostenerse sobre la esperanza de alcanzar algo. Todos los amores, Bernardo, esperan conseguir algo, y todos los amantes buscan una amada. El amor absolutamente desinteresado es igual que la amistad platónica y el altruismo...; palabras para un diccionario, no realidades de la vida. Hablas como un filósofo pesimista, Humbelina. Hablo como una mujer optimista. No olvides que el amor quiere poseer y conservar. Mira, ¿ves quién viene cabalgando por esa avenida soleada, gallardo sobre su caballo como otro Godofredo de Bouillon y, probablemente, sintiéndose diez veces más noble y cien veces más orgulloso? Pues es un ejemplo de amante que quiso obtener algo y que lo obtuvo. Bernardo miró en la dirección señalada por su hermana, y al fondo de la avenida formada por los rayos del sol Poniente que rozaban las matas de tomillo de la colina cercana vio venir un corcel que, evidentemente, había captado con la espuela el espíritu 156
de su jinete, pues trotaba hacia la entrada principal del castillo con la cabeza erguida, el cuello orgullosamente arqueado y las crines al viento. —¡Es Andrés! —exclamó Bernardo—. ¡Nuestro flamante caballero! Ya lo creo que cabalga consciente de su dignidad, ¿no crees? ¿Ha despegado alguna vez su cola con más orgullo un pavo real? —Bernardo, a veces me pregunto cómo te puede querer la gente con esa lengua y esa imaginación perversa que tienes. ¿Le faltan motivos a Andrés para estar orgulloso? A pesar de lo famosa que es esta tierra por sus duros y bravos guerreros, ¿cuántos hombres han sido armados caballeros en Borgoña antes de cumplir los diecisiete años? ¡Yo me siento tan orgullosa de mi hermano pequeño, que es ya un hombre tan grande, que sólo su presencia me agita la sangre y me acelera el pulso! —Debías haber nacido varón, Humbelina. —A veces creo que lo soy —contestó Humbelina, riendo—, cosa que no tiene nada de particular, ya que en toda mi vida no he tenido más que varones con quienes hablar y jugar. Te confieso, Bernardo, que ser la única mujer en una familia de siete hijos es un poco humillante. —Sí, ya lo creo. ¡Humillante para nosotros! Nuestro padre nos ha hecho tratarte siempre como a una reina. Y en cuanto a nuestra madre... ¡Ay, madre, madre querida!... Siguió una pausa- Ambos hermanos miraron desde la torre del castillo sobre un paisaje que hubiera estremecido a un artista. Pero ninguno de ellos se percató de la maravilla de la ladera dorada que hoy día llama el mundo "Cóte d'Or", porque ambos se habían quedado absortos recordando a su dulce madre, enterrada pocos meses antes. —La echas mucho de menos, ¿verdad, Bernardo? —preguntó Humbelina con voz acariciadora. –Mucho más de lo que podría decirte, a pesar de que seas mi "hermana favorita". —Entiendo lo que quieres decir, Bernardo. Puedo decir lo mismo de ti. Por tu sorprendente compasión y comprensión, has sido siempre "un hermano" para mí. Guy dejó de ocuparse de mí en cuanto se enamoró; Gerardo ha tenido siempre una idea fija, 157
que no era yo precisamente. Y Andrés, Bartolomé y Nivardo son demasiado jóvenes para comprenderme y comprender mis cosas. Sólo nuestra madre y tú... —Ven aquí, Humbelina. Siéntate cerca de mí. Tengo que decirte una cosa. Tenía que traerte a este aposento de la torre, que es mi confesonario. Cuando llego aquí arriba y contemplo esa llanura que se extiende hasta la línea distante y borrosa del Jura y los mágicos pantanos subalpinos, pienso con más claridad y me siento mucho más cerca de Dios. Parece que necesito alejarme del bullicio del patio de armas del castillo para poder hacer alguna confidencia. Con nuestra madre venía muchas veces a sentarme aquí. Mirábamos a lo lejos, al pueblo rival de Talent, y hablábamos de paz, o dirigíamos la vista hacia la ciudad de Dijón, y hablábamos de la Ciudad de Dios. Otras veces contemplábamos las viñas tendidas a nuestros pies, enraizadas en este rico suelo que toma su color tan rojizo de la tramontana Y hablábamos de Aquel que dijo: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos." Bernardo se levantó, aproximándose a la ventana con el rostro encendido por la ansiedad. —¡Qué hermosa es la "Cóte d'Or"! Realmente, es una ladera de oro, ¿verdad? Cuando contemplo las uvas y los pámpanos y subo hasta la meseta que sombrea los árboles, me emociono lo mismo que tú hace un momento al ver a Andrés cabalgando por la soleada avenida. ¡Oh Borgoña! ¡Orgullosa Borgoña! ¡Tierra de hombres buenos y de buenos vinos! ¡Tierra donde todos nos llamamos hermanos o primos y se respira cordialidad en el aire! ¡El ducado en donde casi nunca reina la paz, pero en el que no falta la prosperidad! ¡La patria de la caridad y la caballerosidad! ¡Mi Borgoña, tierra coronada de altivos castillos que se alzan entre Francia y el Imperio, fecunda madre de hombres fuertes y nobles mujeres! Humbelina parecía beber con los ojos el hermoso paisaje: viñedos, frutales, colinas coronadas de castillos, la dorada ladera a lo lejos; en la distancia, la mancha azul de las montañas jurásicas. El sol poniente caía sobre la rica tierra glorificándola de luz. Permaneció un rato silenciosa. Al fin, preguntó: —¿Amas mucho a Borgoña, Bernardo? —Sí, Humbelina, la amo y tengo que abandonarla. 158
—¿Qué dices? —Has visto volver a Andrés, ¿verdad? Viene de Grancy, donde los hombres de Borgoña se preparan a la batalla. Mañana mismo marcharé a Grancy para decir a nuestro padre, al tío Gaudry, a Guy y a Gerardo que no pienso ir a las escuelas de Alemania, sino que me voy al monasterio de Citeaux. —Pero, Bernardo, ¿cuántas veces discutes las cosas? ¿No te habían convencido Guy y Gerardo? ¿No te demostraron nuestro padre y el tío Gaudry que todo señalaba en ti al mejor alumno de las escuelas? Creí que te habían persuadido de que si seguías obstinado en hacerte religioso, tu puesto estaba en Cluny. No es propio de ti volver sobre un terreno que ya esta más que trillado. ¿Qué ha ocurrido? —Humbelina, dirige tu vista hacia las colinas y más allá del bosque, y piensa conmigo. A quince millas al sur de nosotros, en las profundidades de unos bosques en los que gime el viento y los árboles suspiran, existe una colonia de hombres con una sola ocupación en su vida. Para, mí, ellos son los verdaderos caballeros de Borgoña, a pesar de que muchos procedan de los siervos. Ellos son los mantenedores del único torneo que merece la pena; los que libran la única batalla digna de verter la sangre; los que guerrean por el único Rey al que el hombre debe guardar fidelidad eterna. Tomó aliento, y siguió hablando con pasión: —El mundo ha cambiado y nosotros hemos crecido, Humbelina. Cuando éramos niños no había para mí, fuera de nuestro padre, otro héroe que Godofredo de Bouillon. ¿Recuerdas cómo partieron nuestros caballeros a la primera cruzada? ¿Recuerdas la ansiedad con que transcurrieron aquellas semanas y aquellos meses? Ahora sabemos que todos los pensamientos y los corazones de Francia se hallaban en el Oriente. Llegaron noticias que hicieron vibrar de júbilo al castillo. Los viejos, rejuvenecidos, prorrumpieron en gritos guerreros y risas descompasadas entre lágrimas. Recuerdo a nuestra madre arrodillada en oración durante horas y horas como una estatua de piedra. Jerusalén había sido conquistada, y Godofredo de Bouillon proclamado rey. Nuestro mundo tuvo conciencia de Dios en aquellos años, Humbelina. Los guerreros tenían algo por qué 159
combatir. Querían conquistar el Sepulcro de Cristo, y nació una caballerosidad como de Cristo. La guerra civilizaba a nuestra patria, ennoblecía a nuestros caballeros y hacia estremecerse a las conciencias que parecían atrofiadas. ¿No te acuerdas? —¿No me he de acordar? ¿Cómo podría olvidarlo? Aunque era una niña, estuve en esta misma torre junto a nuestra madre viendo cómo el duque Otto de Borgoña se alejaba a caballo para no volver jamás. —Si que volvió, Humbelina; y ahora está aquí. —Sólo su cuerpo, que reposa en el monasterio de esos monjes de los que tanto hablas, a quienes amaba de verdad. Bernardo vio su oportunidad, y se apresuró a aprovecharla. —Y ¿por qué los amaba Humbelina? —De sobra lo sabes. Has oído muchas veces a padre que un día le llamó aparte el duque para decirle: "Barba Morena, al fin tenemos santos en nuestro propio ducado. Allá, en las profundidades de los bosques pantanosos de Citeaux, hay un grupo de gigantes espirituales. Hemos de ayudarles todo lo que nos permitan hacerlo. Dios está cerca. Ellos le han encontrado." —Por eso me marcho a Citeaux. Voy a buscar a Dios. Voy a hacerme santo. —¿Hacerte santo?... ¡Vamos, Bernardo, no seas impío! —No hables así, Humbelina. No piensas como es debido. Tal vez muchos llamasen humildad a esta actitud tuya. Pero no lo es. Está más cerca de la estupidez. A ti, a mí y a todos los humanos se nos ha concedido la vida sólo con un propósito. Yo creo que ya es hora de que deje de jugar a vivir y me dedique a vivir en serio. Voy en busca de Dios. Voy a hacerme santo. Para eso fui creado. —No te excites, Bernardo —dijo Humbelina al ver que su rostro se encendía y que sus ojos despedían chispas. —No me excito, hermana. Al contrario. Cuando subimos a esta torre estaba dispuesto a darte algunos consejos sobre el amor y los amantes, pues son muchos los caballeros que te cortejan, y no todos de mi agrado; pero en vez de hablar del amor, voy a hablarte de la vida. Es lo mismo, aunque sean muy pocos los que se dan cuenta de ello. Voy a decirte que Dios es vida y que Dios es amor; pero, ¿cuántos entre nosotros, los mortales, reflexionan 160
sobre ello? Es triste decirlo; pero hay entre los hombres quienes ni comprenden ni buscan a Dios; ésos, para mí, están muertos. Hay otros que le comprenden, pero no le buscan; a éstos los llamo impíos. Otros (los tontos) le buscan, pero no le comprenden. Otros, en fin, le comprenden y le buscan; éstos son los santos, ¡y yo quiero ser uno de ellos! Humbelina había recogido del suelo una lanza rota, la hizo girar entre sus dedos, mientras sus ojos adoptaban la expresión ausente de quien se halla sumido en profundos pensamientos. Finalmente, preguntó: —Y dime, Bernardo: ¿es que sólo puedes hallar a Cristo en Citeaux? —No. No es eso lo que digo; lo que quiero decir es que Citeaux es el lugar más seguro para que yo me dedique a buscarle. Tal vez el único sitio en que pueda hallarle. Hizo una pausa, y prosiguió diciendo: —Humbelina, creía que tú y yo habíamos sido siempre los amigos más compenetrados del mundo; pero ahora me pregunto si realmente me conoces. ¿Conoces los fuegos que abrasan mi alma? Dime: ¿cómo llama la gente a nuestro padre? —Tescelín el Moreno. —Justo. Y añaden que el duque de Borgoña jamás perdió una batalla en que Tescelín el Moreno combatiera a su lado. Y ¿qué sabes de la familia de nuestra madre? —Alice de Montbar —repuso Humbelina, irguiendo inconscientemente la cabeza —descendía de los duques guerreros de Borgoña. —Muy bien. Tal es nuestro linaje. Descendemos de una raza de conquistadores. Mira mi cabello, o, mejor aún, mírate en un espejo. Contempla tu cutis transparente, y piensa en lo que significa, Humbelina. Nosotros no somos hijos del sol del Mediodía; nosotros hemos brotado con más certeza de los grandes bosques del Norte. Somos franceses por la cultura, pero borgoñones por la raza, y eso significa pasión. Tú crees que las mujeres fueron hechas exclusivamente para el amor. ¡Pues yo te digo que lo mismo le ocurre al hombre! La pasión, Humbelina, es un agente transformador; puede hacer del hombre una bestia o un ángel. Y la pasión es mi fortaleza y mi debilidad. 161
—¿Qué quieres decir? —Si te conoces a ti misma, Humbelina, tienes que conocerme a mí también. Dime: ¿he hecho yo alguna vez una cosa a medias? —Nunca. Nuestra madre decía siempre que tu espíritu era demasiado ardiente para tu constitución delicada. En cambio, nuestro padre insiste en que no eres un valiente, sino un loco. —Ahí tienes lo que quiero decir. He de poner todo lo que soy, lo que tengo y lo que puedo reunir en cualquier cosa que haga. En ello estriban mi fuerza y mi debilidad. Humbelina parecía perpleja. Con cierta vacilación, dijo en voz baja: —No acabo de comprenderte... —Mira, Humbelina, en Chatillon-sur-Seine aprendí algo más que latín. En verdad, aprendí muchas cosas que los buenos sacerdotes no nos enseñaron nunca, y una de ellas es que ser sacerdote resulta peligroso. —Hablas como un hereje, Bernardo. —Hablo como el hermano de Humbelina de Fontaines, pero un hermano que se conoce a sí mismo y conoce sus flaquezas. Has oído hablar de Suger, ¿verdad? —¿Te refieres al monje de Saint-Denis? —Me refiero al embajador del rey. Abandonó su hogar para convertirse en favorito del rey. Humbelina contempló a su hermano fijamente: —¡Claro que no ! —dijo—. Dejó su hogar para hacerse monje. —¿Y lo es ahora? —preguntó Bernardo, sin apartar los ojos del árbol lejano que había estado estudiando. —¿Quieres decir que ahora está demasiado comprometido con los asuntos de Estado?... —Quiero decir que tanto él como otros muchos prelados se hallan esclavizados —afirmó, rotundo, Bernardo con tono amargo —. Por eso es por lo que me voy a Citeaux. Se volvió totalmente hacia la joven, y añadió: —Hablemos un poco de la Historia. La Historia dice que después de la caída del Imperio romano, la Iglesia absorbió a las naciones bárbaras del Norte, las domó, las instruyó y realizó la 162
paradoja de una "civilización bárbara". Es indudable que en aquellos primeros tiempos la Iglesia santificó al Estado. Nadie puede pensar en Clodoveo, en Pepino o en Carlomagno, o estudiar el crecimiento gradual de las naciones del Oeste sin maravillarse del gigantesco papel representado por la Iglesia en la formación de nuestro mundo. La Iglesia santificó al Estado; pero ahora, Humbelina, el Estado está secularizando a la Iglesia. —Exageras... —¿Sí?... Pues iba a decir que los prelados son tenidos, y muchos de ellos actúan como si, en realidad, lo fueran, por príncipes feudales. Iba a decirte que los arzobispos, los obispos, los abades e incluso los sacerdotes, se hallan bajo el dominio de los barones, de los duques, de los condes y de los reyes. Pero como te veo escéptica, me limito a preguntarte: ¿Quién es ahora el Papa? —Pascual II. —¿Ah, si? —preguntó Bernardo—. ¿Han admitido eso siempre los alemanes? ¿Le ha reconocido siempre el emperador Enrique IV como sucesor de San Pedro? ¿Han estado unánimes los arzobispos y los obispos del otro lado del Rin en reconocerle como Pontífice? ¡En absoluto! Para ellos hubo cuatro Papas diferentes mientras Pascual ocupaba la silla de San Pedro. Y Enrique V está demostrando que es un digno sucesor de su indigno padre. Fíjate sólo en lo que ha hecho este año: se apoderó del vicario de Cristo sobre la tierra, le consideró prisionero, y durante dos meses angustiosos le sometió a torturas morales, obligándole a otorgar investiduras. Eso es un sacrilegio espantoso, Humbelina, y ése es el signo de nuestra época. Los emperadores germanos consideran al Papa como a su capellán y al Pontificado como una especie de feudo. El sistema feudal es el que gobierna a la Iglesia. —Pero Gregorio VII, Urbano II, e incluso nuestro Pascual, han tomado medidas para remediar todo eso... —Si —replicó Bernardo, echándose a reír—, y también nuestros monjes de Cluny hace doscientos años; pero fíjate en ellos ahora. —¿Qué tiene de malo Cluny? —se indignó Humbelina. —¡Oh, nada! Sólo que no es para mí. Ni Cluny ni ningún otro monasterio, aparte de Citeaux. Y si alguien me preguntara por qué, 163
contestarla sencillamente: Cuestión de los tiempos y de mi temperamento. —Tu actitud, Bernardo, me recuerda una historia sobre ti que oí una vez y empiezo a creer. Un viejo pariente nuestro me contó que antes que nacieras, nuestra madre sonó que tenía en su seno un perrillo blanco que estaba siempre ladrando. Un santo ermitaño interpretó el sueño diciéndole que no se preocupara, pues el niño que llevaba en su seno sería algún día "un perro guardián de la casa de Dios, y ladraría mucho contra los enemigos de la fe". Ahora me parece que estás ladrando. ¿Muerdes también? —A ti ya lo creo que te morderé si no me tomas más en serio. ¿Qué os ocurre a las mujeres que siempre habéis de divagar? Humbelina apuntó a Bernardo con la lanza que tenía en la mano, y tocándole ligeramente con ella, dijo: No estoy divagando, perrillo guardián; no hago otra cosa que lo que madre hizo siempre. Protegerte para que no calumnies al clero. —¡Así sois las mujeres! Se os refieren hechos de la Historia, e incluso de la vida cotidiana, y acusáis de calumniador a quien los dice: Luego, con otro tono, añadió: —Y Citeaux, ¿qué te dice, santita? —Nada. Solo he oído decir que un grupo de fanáticos está realizando allí no sé qué reforma. —Eso no es digno de ti, Humbelina. Haz el favor de ponerte a tono y no ser superficial. Mira más profundamente para que veas lo que yo veo. Ese grupo representa la idealización del desprendimiento del mundo, un argumento encarnado y una protesta en carne y sangre contra todo lo que te he dicho sobre sacerdotes y prelados, barones y obispos, emperadores y Papas. Escucha el mensaje que Citeaux envía al mundo. Este pequeño grupo grita a voces una verdad; dice que el hombre no fue creado sólo para convertirse en siervo o soberano, sino para ser santo. Abre los ojos y los oídos, y luego medita. —Ya lo hago. Y puesto que te gusta tanto hablar claro, quisiera saber por qué ese reducido grupo ha de ser tan exagerado en sus afirmaciones; por qué Bernardo de Fontaines tiene que enterrarse en un pantano para hallar a Dios, cuando Dios está en todas partes; por qué el retoño de una de las más nobles familias 164
de Borgoña ha de convertirse en un destripaterrones para ser santo; qué necesidad tiene para seguir a Cristo de convertirse en escriba y en fariseo, en un adusto crítico, que no hace otra cosa que buscar faltas a todas las Ordenes religiosas existentes; quisiera saber, en fin, a qué toda esa violencia cuando El ha dicho: "Aprended de MI, que soy manso y humilde de corazón." Quisiera saber por qué se ha de renunciar a un mundo que Dios amó tanto y le entregó a su único Hijo; quisiera saber... —Quisieras saber demasiado —interrumpió Bernardo—. Espera a ver si puedo decirte alguna de las cosas que quisieras saber. Pero antes de intentarlo, déjame decirte que cuando te enfadas te pones hermosísima; tus ojos brillan como las estrellas de la noche, y tu rostro tiene la movilidad permanente del mar. —¡Déjate de zalemas, y contesta a mis preguntas! —Hija mía, pareces una amazona. —Así eres, Bernardo. Pasas sin transición de la adulación al insulto. Los ojos de Humbelina lanzaban chispas de enojo; pero no tardaron en serenarse y adquirir un destello de ternura mientras insistía: —Vamos a ver, hermano: ¿por qué Citeaux? —Precisamente por los motivos que has señalado. Porque es violento. "Hasta ahora es entrado por fuerza el reino de los Cielos, y los violentos lo arrebatan." Porque es humilde y humillante; pero para hacerte santo hay que descender, no que subir. Debo enterrarme en un pantano para buscar a Dios, porque El, que está en todas partes, para la mayoría de los hombres no está en ningún sitio. Y en cuanto a exageración..., cualquier cosa que no sea mediocre es exagerada. Y si hay algo que yo rechace con toda mi alma es la mediocridad. Entiéndeme, hermana mía, no es que presuma. Nada de eso. Si voy a Citeaux no es porque me considere fuerte, sino débil; no porque me juzgue grande, sino porque soy pequeño; no porque me tenga por sabio, sino por saber que soy ignorante. Pero recuerda que Dios escogió las cosas sencillas del mundo para confundir a los sabios y las pequeñas para confundir a los fuertes. —Pero tu padre..., tu familia..., tu apellido… —quiso objetar Humbelina. 165
—Tengo que honrarlos, ya lo sé. Pertenezco a una raza de guerreros, a una familia de nobles caballeros. Precisamente para honrarlos tengo que ir a Citeaux a "justar en el grande y gran torneo del Amor". Voy en busca de Dios; voy a convertirme en vasallo del único Rey capaz de apreciar la lealtad y recompensar la fidelidad. Cuando subimos aquí, de lo primero que te hablé, Humbelina, fue del amor, y tú no me comprendiste. Dije que el amor no buscaba ningún beneficio; con lo cual quería decir que el amor verdadero nunca es mercenario, aunque tampoco es inútil. Creo que me expreso con toda claridad cuando te digo que amar a Dios siempre tiene su recompensa, aunque debamos amarle sin tener en cuenta para nada esa recompensa. Yo quiero amar a Dios. Yo quiero captarle, y, como tú dices, "poseerle y conservarle". —¿Y estás seguro de que es necesario el paso que piensas dar? Mira más allá de esas colinas. Dios las hizo. Contempla la purpúrea neblina de aquellas montañas lejanas, Dios las hizo también. Mira la gloria del cielo en el Poniente. Dios es quien pinta esas nubes con colores que ningún ser humano podría reproducir y que ningún ser humano puede contemplar sin sentir que el corazón le late más aceleradamente. Se volvió hacia su hermano con el rostro transfigurado de emoción, y le dijo: —¿No puedes encontrar aquí a Dios? —¡Vamos, Humbelina, vamos!... Tienes los ojos empañados. Ven. ¡Sé valiente como siempre! ¡Sé mi hermana y mi hermano, y mira a las realidades cara a cara! Fíjate en que voy a dejar por Dios cosas que por nadie más dejaría. No abandono por Dios "el mundo perverso". No. Gracias a Dios, nosotros nunca hemos formado parte de ese mundo. Voy a abandonar por El un mundo bueno y glorioso; los montes, las llanuras y las montañas azuladas, la soledad de los bosques profundos y los grandes silencios de las noches estrelladas. ¡Eso es lo que voy a renunciar por El!... Y, sobre todo, ¡voy a dejarte a ti, hermana querida!... Pero bajemos. El sol casi se ha puesto. Las sombras cubren la muralla. Y el relente de la noche se despierta fresco entre los árboles. El día ha terminado, y, sin embargo, ¿sabes lo que siento en mi alma? —¿Qué?
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—Esa brisa que anuncia al mundo soñoliento la llegada de la aurora. ¿La has sentido tú alguna vez? A mí me encanta recibirla de lleno en el rostro. Es una promesa viva de cosas mejores que me hacen respirar apresuradamente y andar de puntillas. Me hace palpitar de expectación. Esa es la sensación que en este momento siento en mi alma. Me exalta de tal forma, que si no te conociera lo bien que te conozco, te daría un beso. Pero tengo mucho cariño a mis orejas, la verdad sea dicha. —¡Ay, Bernardo, Bernardo!—le contestó Humbelina, mientras le daba golpecitos en la cara—. ¡Eres medio poeta, medio caballero andante y medio payaso!... Vamos abajo a ver a Andrés. Tu secreto está bien guardado en mi corazón. Tú serás el primero en anunciar la clase de caballerosidad que te has impuesto. Pero antes debo decirte que sigo pensando en que Cluny alberga hombres santos y en que se puede hallar a Dios sin abandonar el mundo. Y también que sigo siendo una gran admiradora de ese Abelardo de quien se hace lenguas todo el reino desde que venció con su dialéctica a Guillermo de Champeau. Yo soñaba que rivalizaría con él... Pero bajemos antes que sea completamente de noche. —Lo que de verdad quieres decir, Humbelina, es: "Bajemos antes que me eche a llorar." Y con estas palabras, Bernardo de Fontaines salió corriendo del aposento, seguido por la lanza rota que Humbelina le arrojó, mientras gritaba: —¡Corre, perrillo blanco, ladra que ladra!... Con estas bromas y carreras, hermano y hermana ocultaban la profunda emoción que invadía sus almas.
Tescelín recupera un prófugo.
—¿Dónde está Nivardo, Humbelina? —preguntaba Tescelín el Moreno, señor de Fontaines, el más leal vasallo del duque de Borgoña, denotando impaciencia en sus palabras. —He preguntado a los servidores, padre —le contestó Humbelina, entrando en la gran sala del castillo—, y me han dicho que esta mañana les ordenó ensillarle su ruano favorito, y sin aceptar la compañía de ningún escudero, tomó el camino del Sur. 167
—¿Del Sur? —aulló más que gritó Tescelín—. ¡Ya sé lo que eso significa! ¡Se ha marchado otra vez a Citeaux! —Siendo así, padre, no hay que preocuparse —trató la hija de consolarle y calmarle—. El abad, Esteban Harding, nos lo devolverá como hizo la última vez, y nos traerá noticias recientes de Bernardo y de los demás. —Sí, hija, sí, ya lo sé; pero ya son demasiadas escapatorias. El abad le dijo que era demasiado joven para reunirse con sus hermanos. Yo le he dicho que espere hasta saber lo que es la vida antes de abandonarla. Te he oído hablarle como una madre. Y, sin embargo, el muy testarudo monta a caballo sin compañía alguna, y, sin decir palabra, se marcha de nuevo. ¡No está bien!... ¿Qué es lo que ha sucedido en esta tierra? Estoy empezando a creer que el duque tiene razón. —¿En qué, padre? —En decir que sobre Borgoña se ha extendido una peste de fanatismo religioso. Y, lógicamente, culpa a Bernardo de ser su propagador. —¿Está enojado? —Yo no diría tanto. Más bien sorprendido e intrigado, como lo estamos los demás. Intrigado y confuso. En broma, pero con cierto acento de gravedad y sinceridad, dijo el otro día que Bernardo ha trastornado de tal manera las cosas en Borgoña, que en lugar de ser Citeaux un monasterio en el ducado, el ducado se ha convertido en la cuna del monasterio. —Entonces está realmente disgustado... —No. Está perplejo y un poco preocupado. Y no es de extrañar. El año pasado, cuando, en plena guerra, Bernardo se llevó a treinta nobles de entre nosotros, treinta campeones, caballeros y futuros caballeros, el duque y sus hombres se quedaron atónitos por ese motivo. Borgoña es tierra caballeresca e intrépida; pero nunca ha sido fanática. No obstante, aquello no era más que el principio. A partir de entonces, apenas transcurre una semana sin que el ducado pierda otro noble prometedor o un buen caballero. El duque necesita hombres para el combate, como sabes. Está muy bien todo eso de ser piadosos; pero también hemos de ser prácticos. Borgoña no es un monasterio; es un ducado situado entre dos grandes potencias. Por eso han de trabarse guerras, ha de mante168
nerse la justicia y ha de propagarse la sociedad. El duque necesita a sus caballeros más aún de lo que Citeaux necesita monjes. Hasta donde yo alcanzo a imaginar, los inimaginables caminos de Dios, la vida religiosa ha de ser cosa exclusiva de unos pocos; la gran masa de hombres y mujeres debe servir a Dios fuera de los claustros. Por eso hemos de considerar ese movimiento como un delirio colectivo de fiebre y fanatismo. —¿Por qué dices eso, padre? Bernardo lo ha expuesto con tanta lógica... Yo no he visto nada de fanatismo o fiebre en él. Le encontraba fríamente lógico. —Me refiero a esa corriente continua, Humbelina. Sería difícil de comprender en cualquier momento, mas en el presente resulta doblemente incomprensible. Desastres como la guerra, la peste, el hambre y demás, hacen a los hombres volverse hacía Dios; pero la prosperidad nunca fue fuente de vocaciones religiosas. Y en estos momentos, Borgoña disfruta de una gran prosperidad. El principio de siglo vio volver de Tierra Santa a nuestros caballeros, resplandecientes de victoria e inspirados de santo ardor. Hace bien poco, los hombres de Borgoña crearon una nación nueva en la península Ibérica, y el primer rey de Portugal es un compatriota nuestro. Estos triunfos bélicos no suelen engendrar monjes, sino hombres marciales. Además, las cosechas son buenas, la ladera dorada vive a tenor de su nombre, los viñedos, las plantaciones de árboles frutales y las llanuras de regadío producen magnificas cosechas. La paz y la prosperidad reinan en el país. Tescelín se había sumido en profundos pensamientos; paseaba por la sala, y más parecía murmurar para sí que dirigirse a Humbelina al proseguir: —Y tenemos los torneos. ¿Ha habido otro invento igual para mantener activa la sangre de los guerreros? ¡Y la forma en que los embellece la presencia de las damas! Todo resulta amable y tentador. Y ya lo ves: sin apreciarlo, muchos de nuestros jóvenes más prometedores vuelven la espalda a la vida, como ha hecho Bernardo. Es curioso. Fíjate en Nivardo. ¿Qué más podría pedir o desear ml mozo de su edad? —Nivardo es un niño. ¿Por qué tomar en serio sus arrebatos? —Ese es el problema, hija mía. ¿Por qué un muchacho que acaba de cumplir los trece años es el heredero de este castillo y de 169
todos sus dominios y que está íntimamente ligado a nuestro señor el duque, se siente fascinado por la idea de convertirse en monje, hasta el punto de cerrar los ojos a todo cuanto un hombre normal puede desear, disponiéndose a abandonarlo? Tú dices que son arrebatos juveniles. Tal vez sea así; pero son unos arrebatos muy extraños en un joven de su edad. —Quizá Bernardo tenía razón cuando dijo que el mundo se estaba haciendo "consciente de Dios", aunque pareciera contradecirse a sí mismo al declarar al mismo tiempo la esclavitud del clero al Estado. —¿Qué más te dijo? ¿Qué otras razones te dio para marchar a Citeaux? —Habló de irse a ser santo. —¿A ser qué...? —exclamó su padre, sorprendido. La risa aguda y musical de Humbelina mostró en cada nota la gracia que le hizo la pregunta paterna. —Eso mismo le pregunté yo con el mismo tono de sorpresa. —Yo no estoy sorprendido, sino asombrado. Bernardo debería haber sido embajador de un gran rey. —¿Por qué? —Porque es muy listo. A ti te dice que se va a ser santo. ¿Sabes lo que nos dijo en Grancy? ¡Que se iba a Citeaux a hacerse hombre! ¡Sabe mucho Bernardo y es muy astuto!... Si hubiera tratado de convencer a Gaudry o a Guy o a Gerardo y Andrés invitándoles a ir con él para ser santos, se le habrían reído en las barbas o se habrían encolerizado. Tescelín volvió a recorrer de arriba abajo la estancia, murmurando entre dientes: "Conque se ha ido a Citeaux para hacerse santo, ¿eh?... ¡Qué cosa!" Humbelina interrumpió las murmuraciones de su padre: —¿A ti no te habló de hacerse santo? —Naturalmente que no —gritó Tescelín. Y en seguida, en tono más tranquilo, añadió: —Nosotros, los hombres, tenemos una idea tan exaltada de la santidad y de los santos, que vacilamos hasta en aspirar a ella. Si 170
Bernardo hubiera hablado de eso en Grancy, se habría encontrado con una recepción totalmente distinta. Por eso me maravillo, no de su picardía, sino de su prudencia. Estábamos en Grancy preparándonos para el sitio. En tales circunstancias no puedes figurarte la tensión que existe. Los nervios están de punta. La sangre corre febril, los hombres se muestran intranquilos como corceles briosos tascando el freno. Se habla poco y lacónicamente. Lo único que ocupa las mentes en tales circunstancias es la batalla cercana. En esa tensión estábamos cuando apareció Bernardo y nos comunicó su decisión. Habló de hacerse hombre, de ponerle cerco a una ciudad mayor que Grancy, de combatir por un Soberano más poderoso que nuestro duque, de probar el valor de manera más humana y más viril que mediante el fuego, la espada y la matanza. ¿Cuál fue el resultado de sus palabras? Que su propio tío Gaudry, el mayor, el más maduro y afamado caballero del grupo que le escuchaba, se unió a Bernardo antes que Grancy fuera tomada por asalto. Luego le siguió su hermano Guy, a pesar de su mujer y de sus dos hijitas. Gerardo no le hizo caso entonces; pero ya sabemos dónde se encuentra ahora, Y también sabemos dónde se encuentran otros treinta nobles de Borgoña, Humbelina. ¡Bernardo ha tenido que valerse de alguna clase de magia! —A mí me parece que obró una especie de milagro. Fíjate en lo que le ocurrió a Gerardo: resultó herido exactamente en la parte del cuerpo en que Bernardo le anunció sería herido; fue capturado y preso exactamente como Bernardo le pronosticó, y libertado por medios que desconoce: sus grilletes cayeron sin llave, sin hierro y sin fuego; las puertas de la prisión se le abrieron de manera inexplicable. Caminó por las calles de una ciudad enemiga, y, a pesar de ser reconocido, nadie le detuvo ni le molestó. Creo que yo también estaría en Citeaux si hubiera atravesado una experiencia semejante... —dijo, pensativa, Humbelina. —Sí —comentó Tescelín—. Fue un suceso extraño. Pero ¿sabes lo que más me llama la atención como milagroso? —¿El qué? —Que los treinta se mantuvieron fieles en Chatillon-sur-Seine durante estos seis largos meses. Es fácil comprender que un grupo persevere en su objetivo bajo un abad como Esteban Harding y en un monasterio que ha establecido costumbres y orden. Se les hace sentirse como bisoños y la disciplina obra el resto. En cambio, esos 171
treinta hombres vivieron durante seis meses bajo la dirección de Bernardo, observando las normas impuestas por él y haciendo cuanto les mandaba. Yo esperaba que cualquiera de ellos se hartase el día menos pensado; y, sin embargo, ese mozo sin más experiencia de la vida religiosa que ellos, los conservó fuertemente unidos, y al cabo de seis meses consiguió llevárselos a Citeaux. Conozco algo a los hombres, y te digo que eso fue un milagro que no alcanzo a comprender del todo. Pero, vamos, tengo que ir en busca de Nivardo. ¿Quieres venir conmigo? —¡Ya lo creo! Pero si el oído no me engaña, creo que podremos ahorrarnos la jornada. Escucha, ¿no oyes un caballo en el patio? Ambos prestaron oído, y percibieron claramente el ruido de los cascos sobre el empedrado del patio. Se dirigieron a la puerta; pero antes de alcanzar el vestíbulo oyeron una voz que no era la de Nivardo, dirigiéndose a los servidores. —¡Es Guy de Marcy, el sobrino del duque! —murmuró Humbelina—. Debe traerte algún mensaje de su tío. Tescelín sonrió mirando a su hija, y con un guiño divertido y un tono irónicamente serio, repuso: —Seguramente es eso. Y estoy convencido de que la profunda preocupación que mi hija siente por el mensaje del duque es lo que le ha hecho ruborizarse y apresurar su respiración... Humbelina, tu ingenuidad acaba de decirme algo que hace tiempo quería saber. Te agrada Guy de Marcy, ¿verdad? —Sí, padre, sí —susurró la doncella. —Bien —contestó Tescelín, poniendo en el monosílabo más significado que en un discurso entero—. A mí también me agrada. Veamos ahora qué nuevas trae. Llevando del brazo a su hija, Tescelín el Moreno atravesó el zaguán del castillo de Fontaines. No habían llegado al extremo opuesto, cuando la puerta se abrió, y entró un servidor seguido de un caballero. Al ver a Tescelín y a su hija, el servidor se inclinó y retrocedió. Por el contrario, el caballero avanzó con la mano tendida, y con voz vibrante que denotaba buena salud y buen humor, exclamó: —Señor de Fontaines, tengo tan buenas nuevas de vuestros hijos, que no podía aguardar hasta la tarde para comunicároslas. 172
—Supongo que no esperaríais que tan excelentes noticias cayeran al mismo tiempo que en los míos en los oídos de mi única hija. Guy de Marcy sonrió. Su sonrisa era abierta, franca, casi infantil, y, por tanto, sumamente atractiva. —Mi tío dice que el señor de Fontaines es el hombre más sutil del ducado. Empiezo a creerle. Tescelín dirigió la vista de Guy a Humbelina y de Humbelina a Guy, y repuso, riendo: —Tendría que padecer de cataratas en ambos ojos para no ver los corazones descubiertos y no descubrir la iluminación de los ojos. Los dos sois inapreciables. Pero veamos cuáles son esas nuevas que me traéis. —Citeaux ha establecido otro monasterio en Borgoña. —Con éste ya tenemos tres en el ducado. —Así es —dijo Guy—. Citeaux, La Ferté y ahora Pontigny. ¿Y a que no adivinas, Humbelina, quién está al frente de Pontigny? —¿Quién? —Un pariente tuyo, Hugo de Maçon. —Y ¿qué dice de eso vuestro tío, Guy? —preguntó Tescelín. —Está orgulloso, aunque protesta mucho de que los mejores hombres de armas se vuelvan monjes. Le vi un día a su regreso de Citeaux. Estaba fuera de sí. No acertaba a decir más que: "Si, son hombres; verdaderos hombres; hombres de Dios. ¡Y pensar que todos son súbditos míos!" Por mucho que vocifere y proteste de verles cambiar la cota de malla por la cogulla, está orgulloso de ellos. A mi manera de ver, oculta su enorme orgullo bajo su ruidosa protesta. Los tres se echaron a reír. Tescelín abrió la marcha hacia el patio, diciendo: —Supongo que no te importará cabalgar un rato con nosotros rumbo al Mediodía, Guy. Humbelina y yo estábamos a punto de partir para Citeaux. —¿A ver a vuestros hijos? —No, a traernos a un niño prófugo. Nivardo quiere convertirse en hombre de Dios, como tu tío los llama, antes de haberse conver173
tido siquiera en muchacho. No quiero tener que dejar Fontaines a tu tío o a mis siervos, y, a juzgar por el aspecto que toman las cosas, no voy a poder dejárselo a Humbelina, pues cuando llegue el momento sospecho que será ya la esposa de cierto sobrino de tu tío, al que no sé sí conoces, Guy. Su hermana es la duquesa de Lorena. —Tal vez os refiráis al único hijo varón de mi madre. Y espero de corazón que así sea —respondió, rápido, el joven caballero. —Ya veremos, ya veremos —carraspeó Tescelín. Aquel día no llegaron a Citeaux, pues cuando llevaban cubierta la mitad de la distancia, encontraron a un muchacho que cabalgaba sobre un hermosísimo ruano, que al verles picó espuelas a su caballo y se les acercó, prorrumpiendo en alegres exclamaciones: —¡Padre, padre! ¡El abad Esteban dice que me admitirá cuando sea un poco mayor! Nadie quiso entibiar el triunfo de aquel niño de trece años. No se pueden apagar las luces radiantes de la felicidad que arden en los ojos de un mozuelo; no se puede apagar la efervescencia de la brillante juventud. Por eso, la voz de Tescelín el Moreno se puso a tono del entusiasmo mostrado por su hijo al responderle: —Eso es magnífico, hijo mío. Pero ahora, antes que te hagas ni un segundo más viejo, volvamos rápidamente a casa. Vamos, Humbelina; vamos, Guy: ¡Apuesto a que Nivardo y yo llegaremos al castillo lo menos una hora antes que vosotros! —Es una apuesta que perdería de buena gana —dijo en voz baja Guy, sonriendo a Humbelina. Tescelln no le oyó, porque Nivardo y él hablan espoleado a sus corceles. Al aflojar la marcha para atravesar un riachuelo, el padre, volviéndose hacia Nivardo, le dijo: —Creo que he apostado con gran ventaja. Y todo su ser irradiaba la alegría de vivir y la paz que había en su corazón.
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La esposa de Guy de Marcy visita Citeaux.
Guy de Marcy perdió aquella apuesta con Tescelín; pero, en cambio, le ganó la hija; así, que no tuvo motivo para lamentarse. Precisamente unos tres años después de aquella cabalgada por el bosque hallamos a Humbelina sentada en un aposento para huéspedes en la abadía de Clairvaux. Inútilmente trata de limpiarse los ojos con un diminuto pañuelo de encaje, tan lindo como poco práctico. Había llorado; pero ahora que el abad, de aspecto ascético, le sonríe, el pañuelito trata de hacer desaparecer hasta la última huella de sus lágrimas. Y hasta consiguió poner cara alegre al decirle: —Reverendo Padre Bernardo, debíais enseñar a vuestros porteros a no ladrar. —No pueden evitarlo, Humbelina. Ya conoces el viejo adagio que dice: "De tal palo, tal astilla" ¿No me llamabas tú "el blanco perrillo ladrador"? ¿Qué puedes esperar entonces de mis hijos? —Sí, pero tu ladrido era peor que tu mordedura. Sin embargo, Andrés tiene una manera de morder mucho peor que su ladrido, y Dios sabe lo terrorífico que es éste. Toda mi comitiva debe haberle oído. Verdaderamente, resulta denigrante el que mi propio hermano ladre delante de ml propio séquito. Estoy segura de que a estas horas mis damas se estarán divirtiendo a mi costa. —Bueno, como eres la esposa de Guy de Marcy, tu fortuna es tan grande, que no la mermará mucho esa costa. ¿Y se puede saber qué te ha dicho el portero? —Me miró de pies a cabeza. Después miró a los lacayos y a la carroza. Luego contó el número de damas en voz alta. Volvió a mirarme analizando todo lo que llevo puesto, desde los chapines, y acabó diciendo en voz muy alta y ruda: —La verdad es que me pareces una carroña demasiado lujosamente vestida. —¡No, por Dios, Humbelina; eso, no! —exclamó Bernardo, tapándose los oídos con las manos. Y añadió con una sonora carcajada:
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—Estoy seguro de que has confundido sus palabras. No puedo creer que Andrés te haya dicho más que lo que yo mismo te hubiera dicho. —Y ¿qué me hubieras dicho tú? —preguntó Humbelina, levantando la cabeza y mirando a Bernardo con aire retador. La voz de Bernardo respondió con frialdad: —Te hubiera dicho que estabas horriblemente engalanada. Humbelina, malhumorada, movió de tal forma la cabeza, que el complicado tocado estuvo a punto de caérsele. —Ya veo que el Bernardo de Clairvaux tiene la lengua tan afilada como el Bernardo de Fontaines. ¿No te gustan los vestidos hermosos? —Si me gustan; pero muchas veces me pregunto cuántas mujeres comprenden que lo mismo que la ropa no hace al hombre, tampoco hacen a la mujer. Una mujer, Humbelina, puede estar hermosísimamente vestida y no ser hermosa. Las sedas, las púrpuras, los adornos de colores brillantes poseen un encanto, pero no lo confieren. Cuando te pones tales cosas sobre el cuerpo, esas cosas exhiben su belleza propia, pero no se la dan a tu cuerpo. Y cuando te las quitas, se llevan consigo toda la belleza. Así, pues, ¿por qué convertirse en perchero de las galas? —¿Qué querías que hiciera? ¿Meterme monja? —Cosas peores podrías hacer, pequeña querida. —Bernardo —dijo Humbelina con voz enfática e irguiendo orgullosamente la cabeza—. Ya no soy tu pequeña querida. Soy la esposa de Guy de Merey. —¡Me alegro por ti! Lo has dicho como una reina. Pero, ven acá y dime: ¿has encontrado el amor? Humbelina se dulcificó, y con tono acariciador dijo: —Sí, Bernardo, he hallado el amor. Tengo un esposo que me adora, un hogar hermosísimo y muchos amigos encantadores. En aquel momento, los dos hermanos se hallaban sentados más o menos en la misma actitud que aquella tarde, cuatro años atrás, en el aposento de la torre. Pero ¡qué cambio había sufrido su apariencia exterior! Humbelina había florecido en todo la plenitud de belleza que antaño prometía. El matrimonio le habla proporcionado mucho más que un nuevo nombre. Le había conferido una 176
distinción y una dignidad que la convertían verdaderamente en una gran dama. No hay otra manera de expresarlo, pues se trataba de mucho más que de la mera perfección externa de su apariencia, por perfecta que fuese. Había en ella algo profundo y secreto, que hacía sus ojos radiantes como estrellas; un porte y una conciencia de superioridad en su paso, que creaban en torno suyo una atmósfera, en la que era imposible dejar de reconocer su rango y su nobleza. La esposa de Guy de Marcy merecía en justicia su reputación de hermosa. En cambio, Bernardo —también hermoso la última vez que le vimos, con su cabello rubio, su cutis transparente y sus enormes ojos luminosos— había adelgazado. Tenía las mejillas hundidas y los pómulos salientes; la línea de sus labios era más delgada, más recta, más firme y un tanto dura, mientras su mentón, con la demacración, aparecía casi agresivo. Su rostro hablaba del más puro ascetismo. Era el rostro de un guerrero tras una durísima campaña. Casi hubiera resultado repulsivo si aquellos rasgos angulosos no se dulcificaran con sus enormes ojos, cuya belleza se realzaba al lucir en el fondo de las órbitas. Semejaban dos pozos profundos llenos de dulce comprensión, e iluminaban de tal forma sus facciones, que si ya no se le podía llamar hermoso, merecía ser llamado bello. Era evidente que Bernardo había sufrido mucho, tanto mental como físicamente. Aunque sólo contaba veintisiete años y llevaba tres de abad, sus facciones denotaban esa madurez que proporcionan los sufrimientos espirituales. Cada línea y cada arruga de su rostro eran como una cicatriz acusadora, el balance permanente de una dura batalla. Sus ojos tenían ese destello que se aprecia en los ojos de quienes contemplan el tiempo a distancia y saben discernir en el último horizonte las realidades eternas. Bernardo de Clairvaux no era cuatro años mayor que Bernardo de Fontaines; era una eternidad más viejo. Citeaux y Clairvaux no sólo le habían enflaquecido, le hablan profundizado y cincelado, de manera que Humbelina se hallaba ahora en presencia de un verdadero carácter. Bernardo sonreía, mientras su hermana describía las riquezas que le había conferido su matrimonio. —Ya veo —le dijo— que sigues manteniendo tu punto de vista de que el amor da. Dices que te ha dado un esposo, una gran 177
mansión y buenos amigos. Ahora, Humbelina, dime la verdad: ¿Qué es el amante: un vencedor o un vencido?... He oído decir a unos que tú te llevaste a Guy y a otros que Guy te conquistó. ¿Quién tiene razón? ¿El amante gana o el amante pierde? —Creo que sé lo que quieres decir. Me preguntas si yo me entregué a Guy o si le conquisté. Me preguntas si el amor es entrega o adquisición. Es una pregunta profunda y difícil de contestar, Bernardo. Poco más o menos, te interesa saber si quiere el amante poseer o ser poseído, ¿no? Para decirte la verdad, creo que el amor es a la vez una conquista y una rendición. El amante quiere poseer y ser poseído. Sinceramente, me parece que el amor profundo consiste tanto en un obtener apasionado como en una entrega pródiga y total. En otras palabras: que es egoísta aun cuando carezca totalmente de egoísmo. Y tú, ¿qué dices? ¿Has hallado el amor? —Sí, Humbelina, lo he hallado. Y aunque lo que tú dices del amor sea cierto, yo encuentro que en su más profunda hondura el amor es rendición, una rendición completa; y que una vez que nos hayamos rendido totalmente, habremos conquistado. Debido a mis primeras indiscreciones y estupideces, he estado un poco enfermo, Humbelina. Pero esa enfermedad ha sido una gran bendición para mí. He tenido tiempo que perder entre los robles y los abedules, y allí donde la vida es abundante he aprendido mucho de Aquel que es amor y vida. —¿Por qué no te cuidas, Bernardo? —No te preocupes. Estoy todo lo bien que Dios quiere que esté. Confieso que de novicio exageré un poco; pero ya ves: entonces sostuve (y sigo sosteniendo) que a un hombre le aprovecha muy poco seguir a Jesucristo si no consigue alcanzarle. Yo no he languidecido de amor como la Esposa del Cantar; estaba inflamado de él. Te dije hace años que me iba a ser santo. Pues bien, Humbelina: me he encontrado con que ésa es una tarea mucho mayor de lo que yo creía. En verdad, no es fácil alcanzar a Jesucristo; y, sin embargo, hemos de alcanzarle si queremos ser santos. El secreto de la santidad estriba en el amor. Por eso es por lo que te dije en el aposento de la torre aquella tarde feliz hace cuatro anos que me iba a convertir en amante de Dios. Pero como el amor es un arte en el que siempre podemos superarnos, busco constantemente la manera de aprender más sobre él. De la Natura178
leza he aprendido mucho sobre Dios, y estoy seguro de que también puedo aprender mucho sobre el amor de Dios del amor que llamamos humano. Por eso te he preguntado. Mira, Humbelina, el Cantar de los Cantares es el amor de Salomón expresado a su morena esposa; pero en lo más profundo de sus versos se hallan ocultos la historia del amor de Cristo por tu alma y la mía, y el secreto de cómo hemos de amar tú y yo a Cristo. Por eso, hasta donde yo entiendo el amor me hace el efecto de que es cuestión de rendición absoluta, o como escribía un amigo mío no hace mucho: "Me preguntas con qué medida habríamos de amar a Dios. Amémosle sin medida!" Tú no ves limites para tu amor por Guy, ¿verdad? —Claro que no. Yo me entrego a él por entero cada día. —Me alegra esa respuesta, porque demuestra que amas a Guy y que sabes lo que es el amor. ¡Sí, el amor es tan fuerte como la muerte! El amor no habla; es adecuado o está dispuesto a hacer esto y lo otro. No. Más bien dice: ¡Quiero! ¡Deseo! ¡Deseo hacer con toda mi alma!... Eso es amor, ¿verdad, Humbelina? ¿Ves lo totalmente temerario y lo verdaderamente sublime que es? —Desde luego. Y veo también que me estas contando tu vida. —¡Oh, no! Sólo mis ambiciones. Esos son mis ideales, Humbelina; la realidad está todavía muy lejos de eso. —Bueno, pues cuéntame algo de la realidad. —El reunir a los treinta —comenzó Bernardo, sonriendo—me subyugó por el reto que significaba. Los seis meses de Chatillonsur-Seine fueron deliciosos por su novedad misma. Pero los dos años de Citeaux fueron agotadores. Te diré, Humbelina, que el conquistarse a sí mismo es una lucha feroz, y que el vivir exclusivamente para Dios puede ser atormentador, porque con frecuencia uno se encuentra solo y perdido en las tinieblas. Somos carne y sangre; pero yo quise ser espíritu nada más. Ambicioné demasiado, y mi pobre cuerpo se está quejando todavía. Exageré, y la exageración es casi siempre una estupidez... Pero ¿sabes cuando me di cuenta de mis errores en Citeaux? —¿Al caer enfermo? —No. Al tratar de exigir en Clairvaux lo mismo que allí exigí a mis hombres. El primer año que pasamos aquí fue espantoso, Humbelina. Menos mal que el abad Esteban Harding me dio por 179
compañeros a mis hermanos y parientes. Un hermano ayudado por un hermano es una fortaleza, y, sin embargo, la nuestra resultó débil en extremo. Aunque Guy, Gerardo, Andrés. Bartolomé, el tío Gaudry y todos los demás demostraron una gran lealtad, fueron quienes me enseñaron que los monjes son hombres y no ángeles. Yo les exigía lo mejor; pero he de confesar que a veces lo mejor es el peor enemigo de lo bueno. Les pedí demasiado. Fui menos discreto que San Benito. Y aunque sigo sosteniendo que quien poco siembra cosecha poco, y aunque insisto en que deberíamos avergonzarnos de ser miembros tan débiles de una Cabeza coronada de espinas, debo admitir también que exageré, y que la exageración conduce siempre al error. Estaba equivocado. —¡Cuanto me alegra oírtelo decir! No puedes figurarte el alivio que significa para mí ver que el abad de Clairvaux sigue siendo tan sincero como el hermano a quien tanto quería yo en Fontaines. Tu confesión me recuerda un pequeño engaño que utilizaste para ganarte a tus seguidores. —¿Un engaño? ¿Qué dices? Y señalando con un dedo acusador a su ceñudo hermano, Humbelina dijo: —Tú me dijiste que marchabas a Citeaux para hacerte santo, y, en cambio, al tío Gaudry y a los demás les dijiste que te ibas allí para hacerte hombre. ¡Qué zorro fuiste! Los ojos de Bernardo relampaguearon y la delgada línea de su boca se contrajo en una simpática sonrisa: —¡Vaya, hermana! ¡Antes era un perrillo blanco y ahora soy un zorro! O yo voy progresando, o tú vas perdiendo categoría. Pero oye, dime: ¿consideras un engaño el uso de un sinónimo? —Claro que, no. —Entonces, ¿de qué me acusas? Ser un hombre, un hombre de verdad, un hombre según el modelo que vimos sobre los montes (el monte de las bienaventuranzas, el monte Tabor, y, especialmente, el monte Calvario), es ser un santo. Así, que a ellos y a ti os dije lo mismo, aunque empleé distintas palabras. Y he de añadir que tanto ellos como yo hemos llegado a descubrir que para alcanzar un poco de santidad se requiere emplear mucha hombría. Humbelina se inclinó hacia adelante, y sobre su frente, casi alabastrina, se dibujó una sombra de inquietud. 180
—Bernardo, Bernardo querido, dime la verdad: ¿no resulta excesivamente pesada vuestra vida? El ideal es elevado, no hay duda, y las frases piadosas que empleáis resultan inspiradoras; pero ¿no es monótona y aburrida vuestra existencia cotidiana? ¿No te cansa? Bernardo contempló a su hermana largo rato. En su mirada se dibujaban admiración, estimación y también una sombra de miedo. —¡Las mujeres sois intuitivas!—dijo—. Tú, Humbelina, has calado en una hora mucho más hondo que cientos de monjes en muchos años. En efecto, nuestra vida es pesada. Pero paradójicamente, cuanto mayor es su peso, más ligera se nos hace. No bromeo. Cristo dijo: "Mi carga es ligera." Y Cristo no engaña. Su carga "es" ligera. —No te entiendo, Bernardo. —¿Has reflexionado alguna vez sobre los pájaros? ¡La Naturaleza nos enseña tanto! ¿No es precisamente el número de plumas lo que les hace elevarse? Quítales de encima ese ligero peso, y ¿qué sucedería? Que su cuerpo caería al suelo por su propio peso. Algo por el estilo es lo que ocurre en nuestra vida. Evidentemente, existen cargas; pero la verdad es que ellas nos soportan más de lo que nosotros las soportamos. El secreto de todo estriba en el amor. También nuestra vida es una bendición, Humbelina. ¿No consideras un estado de santidad este nuestro en que el hombre vive con más pureza, cae más raramente, se levanta con más prontitud, camina con más cautela, se baña con más frecuencia en las aguas de la gracia, descansa más seguro, muere más confiado, se limpia más rápidamente y es recompensado con mayor largueza? —Me estás dando envidia, Bernardo. Y me alegro oírte hablar de recompensa, pues así me resultas más humano, más natural y más práctico. —Naturalmente que hablo de recompensa, Humbelina. Como antes te decía, aunque el amor nunca sea mercenario. tampoco es estéril. Nuestra fabulosa recompensa es Dios. Nosotros le buscamos. Queremos hallarle y decir con la Esposa del Cantar: "He hallado a Aquel a quien ama mi alma, y no le dejaré partir." Es una búsqueda fascinante. Creo haberte dicho hace años que nuestra vida era una justa emocionante, el único torneo que merece la 181
pena. Y entonces no sabía hasta qué punto eran justas mis palabras. Sí, es glorioso, aunque algunos días resulten tristes y grises. ¿Sabes que Clairvaux estuvo a punto de desaparecer? ¡Ese si que fue un día negro! —¿Qué dices, Bernardo? Los primeros meses que pasamos aquí carecíamos literalmente de alimento. Y te diré que, aunque sea por Dios, resulta muy duro trabajar con el estómago vacío. Se necesita una tremenda fortaleza para cantar sus alabanzas cuando las punzadas del hambre te están royendo las entrañas. Guy, Gerardo y hasta el curtido soldado que es el tío Gaudry, aconsejaban volver a Citeaux. —¿Por qué no me lo dijiste, o por qué no enviaste un recado a nuestro padre? ¿Eres demasiado orgulloso para pedir? —No, pero quería ser lo suficientemente valiente para confiar. Creo que no fue vanidad de mi parte poner en manos de Dios nuestro cuidado. El nos protegió, mas no sin permitir que todo se pusiera muy negro antes de mostrarnos la aurora. Aquel día que hace un momento califiqué de triste, nuestra pequeña comunidad se reunió a la puerta de la iglesia dispuesta a volver a Citeaux. Aquellos meses habían sido realmente crueles. La prudencia y el sentido común aconsejaban una retirada. Yo, que estaba casi dispuesto a ceder, aunque seguía confiando en Dios, entré en la iglesia y recé. Le dije a Dios con toda sencillez que si deseaba tener un monasterio en este valle, que si prefería tener monjes en lugar de bandidos en estos andurriales, que si deseaba, en fin, escuchar cánticos de alabanza en lugar de maldiciones de ladrones, habría de proveer a nuestras necesidades. Fui bastante atrevido, ¿verdad? Pues no había terminado de exponerle mi ultimátum, cuando se oyó el chirriar de una carreta por el camino que habíamos abierto. Venía cargada de alimentos y de ropas. Dudo que ninguna otra carreta ni ningún otro caballo de la Historia hayan sido mejor recibidos por nadie. No volvimos a Citeaux, y desde entonces Dios no nos ha dejado de su mano. Nuestra comunidad aumenta sin cesar. Y un día tendré que hacer lo que el abad Esteban: enviar colonias a fundar otros monasterios. ¡Pero me acobarda pensar en ese día! —¿Que te acobardas? ¡Yo creí que te regocijarías!
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—A ti, que eres mujer, Humbelina, y conoces algo del amor femenino; a ti, que sabes cómo el hijo de las entrañas está enraizado en el corazón de su madre, te diré que los hijos que Dios me dio para que se los criase están enraizados de la misma forma en mi corazón. Muchos son mayores que yo, algunos hasta más viejos que nuestro padre; pero para mí, todos son niños. ¡Y sólo Dios sabe cuánto los "amo"! —Bernardo —dijo Humbelina con dulzura—, estos cuatro años han cambiado mucho tu aspecto exterior; pero no han alterado tu alma, por lo que doy gracias a Dios. Sigues siendo mi hermano, el de los ojos hermosos y el corazón más hermoso todavía. —¡Ha llegado el fin del mundo —exclamó Bernardo— para que mi hermana Humbelina me alabe! Antes era un perro, hace un momento un zorro, y ahora... ¡Oh Humbelina!, no cambies nunca, o tendré que echar la culpa a Guy de Marcy de haber malogrado un mozallón. Humbelina sonrió un poco triste, mientras decía: —Aquellos benditos días han desaparecido para siempre, y ahora mismo, oyéndote hablar, me pregunto si no habré sido un poco frívola durante estos años pasados. Sentada a tu lado hablando de Dios y del camino que a El conduce, nuestra vida en medio de la sociedad me parece vana, vacía y sin objeto. —Nuestra madre vivía en sociedad, Humbelina, y yo no diría que su vida fuera vana o vacía. —Sí, Bernardo, y ahí voy a parar precisamente. La sociedad en que nuestra madre se movía y la sociedad que yo frecuento están tan distantes como este silencioso claustro del estruendo de nuestro castillo en vísperas de una batalla. ¿No habré sido yo una insensata? —Ten calma, Humbelina, y no te juzgues con severidad excesiva. Los recién casados necesitan dar rienda suelta a la felicidad que acaban de hallar. Necesitan la sociedad y la sociedad los necesita a ellos. Porque si dejaran de nacer nuevos amores, el mundo se volvería cínico. El amor es el elixir del mundo, y sólo contemplarlo en los demás cambia el mundo para nosotros. Pero tal vez ya hayas tenido tu expansión, y de ahora en adelante debes imitar más estrechamente a nuestra madre. Era muy buena con los 183
pobres; pero, cuidado, no vayas a cometer la equivocación de tantos a quienes la caridad arrebata los corazones y gobierna su generosidad. No. Que el motivo de ésta sea el amor, el amor a Cristo en los pobres de Cristo. Te digo lo que muchas veces me digo a mi mismo: la vida es sólo para el amor. Disponemos del tiempo sólo para poder hallar a Dios. Fuimos creados para ser santos. Esa es la finalidad de nuestra vida, hermana mía. Así, que procura no confundir las cosas como hacen tantos. Y ahora, mi gentil señora, ve a ver si Andrés es capaz de hablarte en términos más fraternales. Yo iré a buscar a Guy, a Gerardo, a Bartolomé y a Nivardo, que también resulta un gran monje. Humbelina se puso en pie, y antes que saliera detuvo a su hermano para preguntarle: —Antes de marcharte, dime: ¿puedo ayudarte en algo? —Ya lo creo, Humbelina. Puedes rezar para que llegue a ser el hombre y el santo que Dios quiere que sea. O, mejor, rogar para que me enamore del Dios del amor. Tengo que ocuparme de mil cosas. He de dejar con frecuencia el monasterio y temo por mi alma. Cierto que lo que me lleva fuera de esta casa es la obra de Dios; pero si el gran San Pablo temía convertirse en un proscrito, comprenderás que tu hermano Bernardo necesita muchas oraciones. —Bueno, bueno... Ya que no me dejas dar nada, ¿puedo pedir yo algo? —Lo que quieras, Humbelina. No necesitas ni preguntarlo. —Entonces, dame tu bendición y un consejo de despedida. La dama se arrodilló. Los ojos de Bernardo se dirigieron al cielo, y levantó las manos, mientras impetraba que la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo descendiera sobre su hermana para siempre. Su entonación y su gesto parecieron transformar en un santuario el tosco y desnudo aposento. Luego la ayudó a levantar, la besó con profundo cariño y le dijo: —Recuerda, hermana mía, que "el favor es engañoso y la belleza vana; pero que la mujer temerosa del Señor será alabada". Yo deseo que seas alabada, y por eso has de ser como lo fue tu madre, Alice de Montbar, y hasta como tu bendita Madre, María de Nazaret. Volvió a besarla, diciendo: 184
—Voy a reunir a todos los demás. Tú ve a ver a Andrés; estoy seguro de que ahora será más fraternal Y con una sonrisa y un gesto de despedida, Bernardo salió del aposento.
El cardenal y el canciller conversan.
—Bueno, ¡al fin la paz! ¡Ay, Aimerico. me siento completamente agotado! Estos años han sido los ocho más largos de mi vida. —Os creo, cardenal Pedro, porque yo también me encuentro deshecho, pero mucho más feliz de lo que lo he sido en esos ocho años. Me figuro que el soldado sentirá lo mismo después de una prolongada campaña. La victoria es dulce; pero el hombre se halla tan agotado física, mental y emocionalmente, que apenas si puede saborear la dulzura. Si el cargo de canciller de la Santa Sede romana nunca es un sinecura, en estos últimos ocho años ha sido lo suficientemente áspero para robarle a uno el sueño de por vida. La actuación de Pedro de Leone como anti-Papa me ha envejecido prematuramente. Ambos prelados se hallaban sentados en el despacho del canciller. Sus rostros, surcados de arrugas, expresaban la dureza del servicio realizado con el alma entera y exento de egoísmo, de las preocupaciones, los afanes y cargas capaces de agotar el cerebro. Aimerico, el canciller, era el más viejo de los dos, y, sin embargo, cuando se movía o hablaba era tal la animación de su semblante y la energía de sus gestos, que aparecía como el enérgico ejecutivo, el hombre de acción rápida, seguro en sus decisiones, decisivo en sus hechos. El cardenal Pedro poseía en grado mayor esa tranquila compostura que caracteriza al hombre de Estado y al diplomático, al consejero del trono pontificio, que pesa y mide las palabras y los hechos con la mirada de largo alcance. Viendo a aquellos dos hombres se adivinaba la tensión que hablan padecido, así como que esa tensión había desaparecido merced a la victoria, pues se reclinaban fatigados, aunque no se hundían abatidos. A pesar de hallarse en el fondo del palacio y de lo espesísimos que eran los muros del edificio, de cuando en cuando llegaba hasta la cámara
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un lejano griterío, en el que se percibían los vítores al Papa y a Bernardo. El cardenal Pedro se estremeció; inclinándose hacia delante, dejó sobre una repisa la copa de vino que bebía, y con un ademán expresivo, preguntó: —Aimerico, ¿qué es lo que le confiere su poder a Bernardo de Clairvaux? ¿Oís cómo le aclama el pueblo?... Tiene razón, porque a él más que a nadie debemos la paz alcanzada, y a él debe Inocente su silla. Pero ¿qué tiene ese hombre que le otorga esa fuerza? El cardenal se recostó un momento, y antes que Aimerico pudiera responder, prosiguió: —En la época del Consejo yo me encontraba en Etampes. Luis el Gordo, rey de Francia, no sabiendo qué hacer, había convocado a todos los prelados y príncipes del reino. No sabia a quién reconocer como Pontífice, si a De Leone, que se llamaba a sí mismo el Papa Anacleto, o a nuestro Inocente. Suger, su brillante primer ministro, se hallaba en el mismo apuro, y yo creo que, en realidad, a todo el mundo le ocurría lo mismo. De Leone tenía treinta cardenales de su parte; Inocente, sólo dieciséis. Y lo que es más: De Leone contaba con la ciudad de Roma, y residía en el palacio de los Papas, mientras Inocente se habla trasladado a Francia. Fue un momento de prueba para todos. Y, sin embargo, cuando Bernardo de Clairvaux, el insignificante monje, penetró en la asamblea, de todas partes se elevó el grito espontáneo de: "¡Que lo decida el hombre de Dios! ¡Que lo decida el hombre de Dios!" Y toda Francia aguardó la decisión de Bernardo de Clairvaux. Ya conocéis su decisión, y ya sabéis cómo no sólo toda Francia, sino Alemania, Inglaterra, Portugal, España e Italia, finalmente, la siguieron. ¿Cómo lo consigue? —Mirad, cardenal —repuso el canciller, mientras se erguía en su asiento, soltaba su copa y se frotaba las manos como saboreando anticipadamente una verdadera discusión—, podría deciros que posee ese algo indefinible que señala a un hombre para encauzar moralmente a las muchedumbres. Podría decir que es una de esas personas que sin realizar ningún acto específico de voluntad para lograrlo, se encuentran siendo caudillos. Podría muy bien decir estas y otras cosas; pero con decirlas no diría nada. 186
Muchos hablan de la personalidad en esos términos, ¿verdad? Definiéndola como algo indefinible, lo cual no es una definición, sino una confesión de pereza mental. Son demasiado holgazanes para analizar. Admito que el inmenso poder de Bernardo le hace a uno detenerse y pensar, y que cuanto más profundamente se analizan el hombre y su poder, más perplejo se queda, hasta que tropieza con el alma del abad de Clairvaux. Entonces, todo aparece claro. —¿Habéis tropezado con ella? La pregunta del cardenal era tranquila, pero con cierto aire de incredulidad. —Creo que puedo afirmarlo sin presunción. Ya sabéis que Bernardo y yo somos amigos desde hace diez años, aun cuando nuestros primeros encuentros fueron cualquier cosa menos amistosos. Son muchos los que le llaman "el de la lengua de miel"; pero a raíz de nuestros primeros contactes no me faltaron motivos para llamarle "pluma envenenada". —A veces, desde luego, es terriblemente sarcástico —rió el cardenal. —¿Sarcástico? Ese hombre llega hasta el insulto. Y, no obstante, en cuanto dice o escribe existe tal vibración de sinceridad, que aunque sus dardos os traspasen el corazón, no podéis tomarlo como ultraje. —Eso es cierto; ese hombre es sincero. Supongo que habréis calificado su sinceridad como la primera cualidad de su alma. —¿La primera?... A mi juicio, su sinceridad es su primera, su segunda, su tercera y su última característica. Pero voy a deciros cómo lo averigüé. El cardenal Pedro volvió a tomar su copa y a arrellanarse en su asiento, mientras observaba el animado juego de luces y sombras que se producía en el semblante del canciller. —Bernardo de Clairvaux desconoce el temor —comenzó diciendo Aimerico, levantándose para dirigirse a un arcón, del que sacó un voluminoso legajo—. Aquí están algunas de las cartas que nos dirigió al Papa, a algunos cardenales y a mí. Conservo como un tesoro todas las cartas que puedo de Bernardo. Estas primeras son las que, hasta ahora prefiero, pues en ninguna parte he hallado
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una sinceridad tan encendida, tan temeraria y que ponga un alma más al desnudo. Este hombre le deja a uno sin respiración. —Así parece. Por lo menos, en este momento os la está arrebatando. Sin embargo, entiendo lo que queréis decir. También yo he recibido algunas cartas suyas. Es un magnífico latinista. —Yo no me refiero a la forma. Como decís, es magistral; seguramente se debe a su dominio del latín el que comenzara a escribir. Fijaos, las primeras cartas que recibimos estaban escritas en nombre de los abades de Citeaux, de Pontigny y, en último lugar, Clairvaux. Pero lo que me deja sin aliento no es la forma, sino el fondo. Escuchad ésta, dirigida al Papa Honorio II. Como recordaréis, en aquella época las cosas no iban bien entre el rey de Francia y el obispo de Paris. Parece ser que Bernardo había conseguido que los obispos del país pusieran un veto al rey, lo que sacó de quicio al monarca, hasta que llegó un mensaje del Papa levantando dicho veto. La sangre de Bernardo se encendió y le dictó estas palabras: "En tiempos de Honorio, la Iglesia ha sido profundamente herida." Eso ya era suficiente para indignar al Papa. Pues fijaos en la frase siguiente: "La humildad, o más bien la constancia de los obispos, había conseguido dominar el furor del rey cuando, ¡oh desgracia!, la suprema autoridad del Sumo Pontífice interviene y ¡enaltece el orgullo, mientras echa por tierra la constancia!..." No se puede decir que tales palabras estuviesen calculadas para amansar a nadie; pero escuchad las que siguen: "Pero lo que nos asombra es que se pueda dictar sentencia en un juicio sin escuchar a ambas partes, y que el ausente haya de ser condenado." —¡Qué hombre! ¡Qué hombre! —exclamó el cardenal—. El Papa se enfurecería... —¿Cómo podría hacerlo si en la frase siguiente decía Bernardo: "No tenemos la osadía de culparos, aunque si sugerimos con amor filial al corazón de nuestro Padre que medite hasta qué punto triunfan los malos y los pobres se ven abandonados con ese acto"? —Es un giro emocionante. —Sí, y hecho en tal forma que lleva la convicción. Indudablemente, el hombre escribe la verdad. Fue el corazón de un hijo el que decía aquello que en otro cualquiera habría sido la más atrevida y arrogante presunción. Poco después de aquel flechazo a 188
las emociones, Bernardo concluye con esto que suena a ultimátum o declaración de guerra: "Hasta cuándo habrá de sufrir el pobre obispo de París los resultados de semejante acto, no podemos decirlo nosotros, Santo Padre; sois vos quien ha de consultar vuestro corazón. Quedad con Dios." La idea de la cara que pondría el Pontífice al leer aquello hizo sonreír al cardenal, que dijo a continuación: —Ese hombre precipita a la acción, ¿verdad? —Esa es la palabra. Luego creo que escribió al rey de Francia sobre el mismo asunto, comenzando con esta frase: "El Rey del cielo y la tierra te ha dado un reino en este mundo, y te otorgará otro en el cielo si eres capaz de estudiar la forma de gobernar el tuyo de la tierra con justicia y sabiduría." —¡Vaya un ataque despiadado! —La palabra justa es temerario. También en aquella carta enviaba un ultimátum al rey, al decirle: "Si no desistís rápidamente de este error, no habrá nada que no estemos dispuestos a hacer, dentro de los límites de nuestra debilidad, por la Iglesia de Dios y por su ministro, el venerable obispo de París." —Y ¿cuál fue "el limite de su debilidad"? —preguntó el cardenal. —Bernardo era tan "débil", que consiguió nada menos que el veto al rey de todos los obispos de Francia. Pero ¿os habéis fijado en la frase "por la Iglesia de Dios y por su ministro"? En ella está retratada el alma de Bernardo. Es un hombre que carece en absoluto de egoísmo. Su desinterés es total. Únicamente busca la gloria de Dios. Es la encarnación misma del celo; y por eso sus "precipitaciones", como vos las llamáis, se reciben con agrado. Hiere duramente, sí, pero con justicia; y aunque de momento encolerice al herido, rara vez provoca su enemistad permanente. Ya sabéis que, en realidad, él estaba en el fondo de aquel asunto. —¿Es posible? —Sí. El obispo de París era el favorito del rey hasta que Bernardo le indujo a reformar su vida, abandonar sus hábitos mundanos y obrar como un verdadero obispo. El cambio del obispo no agradó al rey, que se dedicó a perseguir a su antiguo favorito. Lo mismo le ocurrió al arzobispo de Sens, y de nuevo Bernardo se hallaba en el fondo de la cuestión y de la misma manera. Había 189
conseguido que el obispo se reformara. Y ya sabéis qué malquistos resultan en las cortes los obispos reformados. —¿No es curioso ver a un abad cisterciense mezclado en pleitos de obispos, arzobispos y reyes cuando Citeaux es tan estricto, tan puramente contemplativo y de una clausura tan rígida? Antes de terminar esta frase, la risa jovial de Aimerico resonó en el aposento. —Eso es exactamente lo que pensó hace diez años a renglón seguido el Concilio de Troyes, al que asistió Bernardo, y, desde luego, no como mero espectador. El fue quien trazó la Regla para la Orden de los Caballeros Templarios. Casi inmediatamente siguieron los Concilios de Arras, Chalóns, Cambral y León. Bernardo asistió a todos ellos, actuando más como un dictador que como espectador. Aquellos Concilios, como recordaréis, dispersaron una comunidad religiosa, depusieron a un obispo y obligaron a dimitir a un abad. Bernardo fue la fuerza impulsora de todo ello. Apenas clausurados los Concilios, de todas partes llovieron sobre Roma denuncias de príncipes, religiosos y pueblo, en las que se motejaba al joven abad (aún no tenía cuarenta años) de entrometido, ambicioso, impostor, farsante y mil cosas más. Yo, creyendo que si sonaba tanto el río era porque llevaba agua, le escribí una carta. En aquel momento estaba bastante excitado, y dije al buen abad de Clairvaux que la Iglesia ganaría mucho y el mundo estaría más en paz si las osadas ranas cistercienses se decidieran a no salir de su charca para turbar al Universo con su croar. —¿Eso le escribisteis? —Como os lo digo. Y le envié la carta en nombre del Sacro Colegio de Cardenales. El cardenal Pedro se quedó boquiabierto, preguntando al fin: —Y ¿cómo lo tomó Bernardo? —Escuchad la respuesta. Y tomando una carta, el canciller Aimerico leyó: —"Me regocija saber que os disgusta mi intromisión en cuestiones que no conciernen a los monjes. Con ello probáis vuestra prudencia y vuestra amistad hacia mí. Por eso debéis ocuparos de que vuestro deseo y el mío se vean satisfechos no dando motivos a
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estas ranas ruidosas y descorteses para que abandonen su charca en el futuro." —¡Buena réplica, Aimerico! —Esperad un momento, pues aún no la habéis escuchado del todo. Oíd esto: "No permitáis que su croar pueda volver a oírse en la sala de consejos de los obispos ni en los palacios de los reyes..." Y ahora viene lo bueno. ¡Ese hombre es capaz de tragarse el mismo fuego! Escuchad y decidme si no es cierto: "No consintáis que ni la necesidad ni la autoridad tengan fuerza suficiente para evitar sus interferencias en discusiones o asuntos públicos de cualquier índole. Tal vez así vuestro amigo pueda evitar ser culpado de presunción. Sin embargo, no sé cómo pude exponerme a tal acusación, porque mi decisión y mí resolución fueron siempre las de no abandonar mi monasterio, excepto para asuntos concernientes a la Orden, o bajo mandado del legado de la Sede Apostólica o de mi propio obispo, a ninguno de los cuales puedo en conciencia desobedecer si no es con autorización de una jerarquía superior. Si vuestra eminencia tuviera la bondad de alcanzarme ese privilegio, yo podría disfrutar de la paz y dejaría a los demás disfrutar de la suya. " El color encendido del cardenal y sus brillantes ojos demostraban complacencia. —Nunca os habrán devuelto una estocada con mas limpieza, eminencia. —Nunca, en efecto; pero oíd la última frase. Después de derribar en el polvo a sus rivales, Bernardo acaba poniéndoles el pie encima. Podéis suponer que cuando llegué a este punto de la lectura me ardían las mejillas; pero imaginad lo que sería cuando seguía leyendo esto: "Sin embargo, aunque me encierre en el más absoluto silencio, no creo que cesen los rumores de la Iglesia mientras la curia romana continúe perjudicando a los ausentes y complaciendo a los que tienen cerca. Adiós." El cardenal Pedro apenas podía hablar, congestionado por la risa. Al fin, consiguió articular estas palabras: —No creo que os quedarais muy a gusto después de recibir ese palmetazo. —Desde luego que no. Releí muchas veces esa carta que tan claramente mostraba la clara inteligencia con la que habría de 191
contender. Pero me alegró mucho haberla estudiado, pues en sus párrafos conocí el alma de Bernardo. Ya habéis oído los motivos que alegaba para haber abandonado su monasterio. No eran frases escritas en un arrebato de humor; era la verdad. Bernardo es un verdadero religioso contemplativo, y sólo se siente verdaderamente feliz cuando está en su monasterio. —¿Estáis seguro? —Si no me creéis, eminencia, no tenéis más que ver dónde se encuentra Bernardo en este momento. —No lo sé. ¿Dónde está? En Francia. En su amado Clairvaux. —¿Cómo? ¿Queréis decir que este hombre termina con el cisma más cruel del siglo y no aguarda a la celebración? —Así es. Bernardo salió de Roma con toda la rapidez y sigilo posibles. Para él, el drama terminó en el momento en que el falso Papa, despojándose de las insignias de su ministerio, las depositó a los pies de Inocente y juró fidelidad al legítimo sucesor de San Pedro. No le importaba que otros se llevaran los aplausos. Su labor estaba hecha, y debla dedicarse a realizar algún otro trabajo para Dios. De esta forma le he visto proceder una y otra vez. —Bernardo es la humildad en persona... —Se sonrojaría si se lo dijerais, y es posible que os lo rebatiera diciendo que sólo es sincero. Claro que ésa es su manera de definir la humildad. Dice que "la humildad es la sinceridad con que nos vemos a nosotros mismos como somos en realidad, y resultamos viles a nuestros propios ojos", lo cual no es una mala definición. Sin embargo, lo que yo quería hacer resaltar no es su humildad, sino su desinterés absoluto y su cariño por Clairvaux. Nadie puede decir que Bernardo no sea un contemplativo, a pesar de ser el hombre más activo de la época. Yo resumiría su manera de ser diciendo que tiene el corazón y el espíritu de María y las manos y la energía de Marta. Leed su tratado sobre "El amor de Dios", que tuvo la bondad de escribir para mí y hasta de dedicármelo. Es sublime, y, sin embargo, sumamente simple. —¿Osáis llamar "simple" a Bernardo? —En efecto —repuso el canciller rápidamente—. Y creo que me equivocaría si lo resumiera con cualquier otra palabra. Pero 192
utilizo la de "simple" en su sentido más puro. Ya sabéis, mi buen cardenal, que "simple" no es sinónimo de "estúpido", aunque a muchos se lo parezca. No; la simplicidad requiere inteligencias finas y voluntades inconmovibles. Por eso existen tan pocas personas simples. La simplicidad exige que el hombre se halle absorto en una sola idea; y eso le sucede a Bernardo. Dios es su única idea, su única preocupación. —Me sorprendéis con lo rotundo de vuestras afirmaciones— comentó el cardenal, moviéndose incómodo en su asiento. —Eso quería precisamente. Me habéis preguntado si yo había tropezado con el alma de Bernardo, y os dije que sí. Acabo de exponeros lo que es esa alma: un alma perdida en Dios. —No veo nada de "perdido" en un hombre que domina todo el continente europeo; que dicta órdenes a los Papas, a los cardenales, a los reyes y al resto de los mortales; que es el espíritu rector de los Concilios y el árbitro de todas las grandes disputas civiles y eclesiásticas. —Estáis contemplando sólo la superficie, Pedro. Profundizad más. Atravesad la piel. Llegad al corazón y registrad el alma de este hombre, y os daréis cuenta de cómo y por qué hace todas esas cosas. Debo decir que cuando Bernardo de Clairvaux escribe, moja su pluma en la sangre de su corazón, y un lector penetrante puede llegar a sentir su pulso. El cardenal registró un momento entre sus papeles. —Aquí está una breve carta que me escribió hace diez años. Escuchad esta sola frase: "Sé que debo ser importuno; pero importuno por la caridad, la verdad y la justicia" Así es el abad de Clairvaux. Ya os he mostrado su ardor y su temeridad. Esta frase os muestra su desnuda sinceridad. En efecto, es importuno. Se ha resumido en una sola palabra, más acertada que un libro entero de muchos de sus adversarios. Bernardo es importuno. Es decididamente insoportable en su persistencia. Pero ¿cómo podemos rechazarle o encolerizarnos con él cuando como dice con absoluta razón sólo es importuno con "la caridad, la justicia y la verdad"? Ha empleado tres palabras que, en realidad, sólo significan una única verdad. No quiero resultar superficial, y puesto que Dios es la verdad, la justicia y la caridad esenciales y Bernardo es importuno por Dios, prefiero que otra frase suya hable por mí. Esta, que todas 193
las personas consagradas al servicio de Dios deberíamos adoptar como el más importante principio de nuestra vida: "Ninguno de los asuntos de Dios es ajeno a mí." Esa frase, cardenal, explica cómo un contemplativo ha de ser activo y cómo un individuo activo puede ser contemplativo. —Me habéis iluminado mucho sobre Bernardo, eminencia; pero ¿podríais decirme por qué ese hombre, cuya "boca es como la miel", tiene tanto veneno en su pluma? ¿Son realmente necesarios tanta fuerza y tanto vigor? ¿No resulta intemperante? El canciller se echó a reír. —Habláis como un verdadero diplomático, Pedro. Pero estoy seguro de no ofenderos si os digo que los espíritus dirigentes de todas las épocas no son diplomáticos. Poseen un vigor rayano en la vehemencia, una temeridad y un ardor cercanos a la brutalidad. La razón es que piensan con más claridad, sienten con más fuerza y expresan con más atrevimiento. Bernardo pertenece a ese tipo. Nada tiene de diplomático. No creo que haya escrito jamás un tratado, ni siquiera una larga misiva, sin haber provocado alguna enemistad. ¡Los diplomáticos nunca hacen eso! Pero Bernardo acaba siempre por dominar. Por realizar. Se sale con la suya; cosa que vosotros, los diplomáticos, no conseguís siempre. El canciller se levantó, y sirvió más vino en la copa de su huésped. —¿Recordáis, por ejemplo, aquel tratado, cruel, cáustico, hiriente y sarcástico que escribió en defensa de la forma de vivir cisterciense? Cada línea encierra una censura y un aguijonazo. Prácticamente, la defensa de Citeaux se convierte en un ataque a Cluny, y no sólo a Cluny, sino a todo el mundo religioso. Eso no era ya el croar de una rana cisterciense; era la lanzada de un terrible guerrero cisterciense... ¿Y cuál fue el resultado? ¿Se volvió el mundo contra el Bernardo de la pluma emponzoñada? ¡Ni mucho menos! Cuando recuperamos el resuello nos encontramos con que Suñer, abad de Saint-Denis y primer ministro de Francia, era un hombre transformado después de verse retratado en la sátira de Bernardo. Vimos a Pedro el Venerable, archiabad de Cluny, contra quien iba también el feroz ataque, reunir a sus priores en asamblea y dictarles una reforma conforme a la pauta del tratado. En monasterio tras monasterio, en Orden tras Orden, vimos eliminar lo más 194
disimuladamente posible todas las cosas censuradas de manera implacable por Bernardo. Yo creo, cardenal, que sólo existe una explicación para ello: la sinceridad. ¡La verdad! ¡El mundo se percató de que Bernardo tenía razón! —Sí, pero el mundo no siempre sigue a quien tiene razón — objetó el cardenal. —Es cierto. Pero cuando llega a darse cuenta de que el hombre que tiene la razón es totalmente sincero y desinteresado, y trabaja sólo por la mayor gloria de Dios y el bien de sus semejantes, el mundo, aunque con lentitud, acaba por seguirle. Hemos de admitir, Pedro, que en el abad de Clairvaux hay algo que pudiéramos llamar "mesiánico". —La expresión me parece algo atrevida. —Es una forma rotunda de expresar mi pensamiento. Yo no sabría decir si él se percata de ello o no; pero Bernardo de Clairvaux está consiguiendo verdaderamente que el mundo adquiera conciencia de Dios. Está empapando y penetrando todas las actividades e instituciones humanas con la conciencia de Dios, con lo cual nos aproxima a todos a Cristo. La gente cree en él. Los príncipes y los prelados confían en él. Los reyes, emperadores y hasta el Papa le reconocen como el hombre del día. ¿Por qué? El canciller hizo una pausa; pero era evidente que no esperaba respuesta de su interlocutor, quien comprendió que buscaba causar un efecto al añadir lentamente: —Porque reconocen lo consciente que él está de Dios. En eso estriba el secreto de la fuerza de Bernardo: en su sinceridad y su simplicidad, o, si se prefiere, en su conciencia de Dios. —Sí, decididamente es un hombre. —Y un hombre de Dios —añadió el canciller—. Pero vuestra eminencia no conoce todavía más que uno de los aspectos de Bernardo. He explicado, mejor o peor, el aspecto divino, y no sería justo detenerme ahí. Si dijera que es un hombre con plena conciencia de Dios y no añadiera más, diría la verdad a medias. Para ser totalmente justo, he de añadir algo que muchos no consiguen captar: que precisamente por estar tan consciente de Dios, Bernardo es de lo más humano. —Paradojas, siempre paradojas...
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—Dejadme terminar. Dios nos dio dos mandamientos fundamentales, y no podemos observar el uno sin observar el otro. Quien ama a Dios ha de amar a su prójimo. Dios nos proporcionó un modelo; pero en ese modelo existen dos naturalezas, y, por tanto, el que quiera copiar a Cristo ha de ser humano, sumamente humano si quiere ser divino. ¡Ah cardenal! ¡Cuántos no llegan a percatarse de esa verdad! Personas buenas, piadosas y sinceramente religiosas no se paran en esa verdad. No ocurre así con Bernardo ni con nadie que le conozca o viva bajo su mandato. En muchas de estas cartas habéis visto sus puños amenazadores o en acción. Pero una vez terminada la batalla, esos puños se convierten en manos abiertas y tendidas para estrecharos con el más cálido apretón amistoso que hayáis podido sentir en vuestra vida. Bernardo tendrá muchos enemigos mientras viva, porque ve las cosas con demasiada claridad y las dice con demasiada sencillez para servir los intereses de muchos; pero al mismo tiempo tendrá muchos amigos mientras viva a causa de su amistad franca y cordial. Ahí tenéis a Suger; Bernardo le convirtió en el hazmerreír de todo el país al dibujar su caricatura en la defensa de Citeaux; sin embargo, hoy en día Surger quiere a Bernardo con un afecto viril y emocionante, y Bernardo le corresponde. Fijaos en Pedro de Cluny. Bernardo juzgó despiadadamente a su Orden en la misma defensa de Citeaux; y, sin embargo, hoy Pedro le escribe más cartas que a sus propios superiores. Incluso he oído el rumor de que Pedro quiere ingresar en el monasterio de Bernardo. Y así podría continuar... —Sí —comentó Pedro, mientras bebía el último sorbo de vino —, continuar hasta la Cancillería de la Santa Sede de Roma. Aunque tal vez no os deis cuenta de ello, vos también queréis a ese hombre, Aimerico. —Lo sé, y me siento orgulloso de ello, aunque más orgulloso aún de que Bernardo corresponda a mi profundo afecto. Sí lo ponéis en duda, aquí tenéis su última carta. Me habla de mi alma, y lo hace como ningún confesor lo hizo hasta ahora. Bernardo está preocupado por mi salvación, preocupado con ansiedad de madre, y, a mi modo de ver, eso no es más que cariño. Me escribe: "Un alma es una cosa valiosísima, ¿qué podría obtener el hombre a cambio de ella? Ni el Universo entero sería suficiente. Si llegara a perecer hasta la muerte a causa del pecado, ¿cómo podría ser 196
restituida? ¿Existe otro Cristo al que crucificar de nuevo por ella? Yo quisiera que sobre este punto nunca olvidarais el consejo del hombre prudente: "¡Hijo mío, recuerda tu fin, y así nunca pecarás!" El canciller hizo una pausa, miró al cardenal y dijo: —Pedro, solamente un verdadero amigo escribiría en esos términos al canciller de la Santa Sede. El cardenal asintió con un gesto, y murmuró: —Verdaderamente es un alma elevada. —Y lo más hermoso de todo es que es un alma humilde —dijo Aimerico, mientras se dirigía a un arca que había en el extremo opuesto de la sala, de la que sacó dos cartas—. Ahora os voy a hacer participe de un secreto. ¡Bernardo se pone melancólico de cuando en cuando! —¿Podéis probar tal afirmación? —Eso es precisamente lo que voy a hacer. Aquí tenéis una carta —repuso el canciller, mientras alargaba uno de los pliegos—. No me preguntéis cómo la obtuve ni de quién; pero mirad el sello para que veáis que es auténtica. El cardenal lo miró, y dijo: —Lo reconozco. Es el sello de Bernardo. Ahora fijaos a quién va dirigida. El cardenal levantó la misiva hasta la luz, y leyó en voz alta: "A Beatriz m-m-m-m..." —Sí, m-m-m-m... —repitió Aimerico, y tomando otra vez la carta leyó—: "Me maravillan vuestra celosa devoción y vuestro afecto y cariño por mi persona." Esa es la primera frase de la carta. ¿Os sorprende el hombre de Dios empezando una carta de esa forma? Pues sigue por el mismo tenor diciendo que de tener con ella lazos de parentesco serían justos esa adhesión y ese afecto. "Pero —añade— como no reconocemos en vos a una madre, sino sólo a una dama noble, la maravilla no es que nos maravillásemos, sino que podamos maravillarnos lo suficiente..." —¡Exquisita manera de dar las gracias! —En efecto. Y aquí viene la prueba de que Bernardo siente melancolía. Es un hombre solitario, a pesar de tener bajo su dirección a toda su familia y a cientos de monjes. Prosiguiendo con la 197
idea expuesta en la frase anterior de que por no tratarse de persona enlazada con él por parentesco le cause asombro su afecto, Bernardo escribe: "Porque ¿quién de nuestros parientes o conocidos se cuida de nosotros? ¿Quién nos pregunta por nuestra salud? ¿Quién siente, no diré yo ansiedad, sino se preocupa siquiera de nosotros en el mundo?..." —Desde luego, ése es el grito de un alma herida por la soledad. —¿Verdad que sí?... Pues escuchad este lamento: "Parece que para los amigos, parientes y vecinos nos hemos convertido en una especie de vaso roto. Vos sois la única que no podéis olvidarnos." El canciller se detuvo de nuevo. Había leído este pasaje con profundo patetismo. Estaba conmovido. Miró al cardenal para ver el efecto que le hacia, y vio que meneaba la cabeza con asombro y compasión. —¡Cielos! —exclamó al fin—. ¡Nunca lo hubiera creído! Ese grito raya en el del abandono completo. ¡Y procede de Bernardo, el intrépido guerrero! ¿Es posible que Dios hunda las almas de sus santos en tales profundidades, que llegue casi a hacerles perder la razón? Aimerico tardó en contestar. Cuando al fin lo hizo, su respuesta fue solemne: —Pedro —dijo—, habéis tocado una tremenda verdad. Dios hunde las almas de sus santos. Aprecio vuestra penetración, más todavía, el hecho de que hayáis colocado a Bernardo en el lugar que yo creo que merece: entre los santos de Dios. Con ello habéis admitido mi punto de vista. Es decir, que un hombre pone de manifiesto su divinidad al exponer hasta qué punto es humano. Luego, recuperando su vivacidad, añadió: —Pero, en fin, yo no querría terminar una conversación sobre Bernardo en este tono. Sufre de melancolía, pero no con frecuencia. Aquí tenéis a Bernardo en su forma más habitual: Y exhibió la otra carta que había conservado en la mano. —También esta carta está escrita a una mujer. Pero ¡de qué manera más distinta! Era una religiosa que pensaba cambiar de vida. Llevaba bastante tiempo en el convento cuando se le ocurrió 198
la idea de hacerse ermitaña solitaria. Escribió a Bernardo pidiéndole consejo. Y lo obtuvo. Escuchad lo que él le escribe: "O bien sois una de las vírgenes necias (si es que, en efecto, sois virgen...)." El cardenal lanzó una exclamación de asombro. —Los paréntesis de Bernardo son inapreciables —prosiguió Aimerico—, pero éste es verdaderamente mordaz. Escuchad el argumento entero. Dice: "O bien sois una de las vírgenes necias (si es que, en efecto, sois virgen), o bien sois de las prudentes; si sois de las necias, necesitáis el convento; si de las prudentes, el convento os necesita." Eso es todo. Expresivo, agudo, práctico. Así es Bernardo. El cardenal se echó a reír. —Ese es nuestro hombre, Pedro. Un hombre de cuerpo entero. Desprecia las mitras (ni siquiera quiere usar las que los abades comienzan a ponerse) y rechaza obispados y arzobispados; pero es capaz de escribir a una virgen necia o prudente, de trabajar más que diez obispos y hasta más que diez cardenales si se tercia. Es capaz de rezar como un serafín y de amar como Dios. Ese es Bernardo tal y como yo lo veo: un amante. —Sí —convino el cardenal—, mirándole a través de vuestros ojos, le veo como nunca le había visto. Tal vez le hayáis analizado y sintetizado con vuestra última palabra. Quizá en el significado de esa sola palabra reside la mejor y más cierta razón de su extraordinaria influencia. Todo el mundo ama a un amante, según dicen, y tal como me habéis demostrado, Bernardo es un amante de Dios, del hombre y de la mujer. —¿Me permitís que os rectifique? No debéis decir que os le he mostrado, sino reconocer que él se muestra por sí solo. Fue Bernardo, no yo, quien dijo que es importuno por caridad, por verdad y por justicia; fue Bernardo y no yo quien dijo que ninguno de los asuntos de Dios le es ajeno; fue Bernardo y no yo quien envió sus ultimátums al rey, al Papa y al Colegio de Cardenales; fue Bernardo y no yo quien dijo: "Me preguntáis con qué medida ha de amarse a Dios, y yo os respondo que "sin medida." Bernardo podría ostentar esa frase en su escudo o hacérsela grabar en su sello, pues le define a la perfección: amar a Dios sin medida. Bernardo se ha analizado a sí mismo para vos, cardenal.
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Dicho esto, el canciller dejó sobre una mesa las cartas que tenía en la mano, con las cuales había subrayado sus gestos graciosamente, tomó la jarra de vino, volvió a llenar las copas y dijo: —Bebamos y brindemos por Bernardo, como hombre, como monje y como amante. Se oyó un tintineo musical al chocar sus copas, y ambos cardenales bebieron en honor del abad de Clairvaux.
El prior y el secretario disienten.
Unos diez años después de extinguido el tintineo del brindis de los cardenales, otros dos admiradores de Bernardo discutían otro brindis a propósito de él. Pero a medida que la discusión progresaba, la armonía y la paz que reinaron en la charla de Aimerico y de Pedro iban faltando en estos otros interlocutores. Esta nueva discusión la sostenían en Clairvaux dos hijos de Bernardo —el prior de la abadía y el secretario del abad—. Y el motivo eran unos versos. Era en 1147. Bernardo acababa de regresar del Concilio de Reims. Estaba cansado, y su rostro no disimulaba las huellas de sus cincuenta y seis años cargados de trabajos, preocupaciones y éxitos. La fatiga resultaba tan visible en cada una de sus arrugas, que el prior se abstuvo de hacerle preguntas. Pero una vez que Bernardo se hubo retirado a su aposento, el prior hizo acudir a su celda a Geoffrey de Auxerre, quien, como secretario de Bernardo, le había acompañado al Concilio. Geoffrey entró en el reducido cuarto del prior, vibrante de entusiasmo; sus ojos brillaban, y todo su semblante resplandecía de animación. Antes que el prior pudiera hacerle una sola pregunta, el exuberante Geoffrey exclamó: —Escuchad esto, Padre prior. Lo encuentro exquisito. Y levantando su mano como si sostuviera una copa, recitó con cálido acento: Este es mi hosanna a Bernardo el bardo, que escribe cartas de amor 200
mejor que Abelardo. Y sin esperar ningún comentario, exclamó: —¿No es magnifico? Las temblonas cejas del prior se juntaron, mientras a cada lado de la parte superior de su nariz se dibujaban una especie de signos de interrogación. No mostraba enfado, sino curiosidad. El secretario quedó defraudado. Miró al prior, y, aunque cualquier otro hubiera quedado petrificado ante su entrecejo, Geoffrey no se inmutó siquiera. Se limitó a sonreír y decirle: —Veo que he sido demasiado brusco. Permitidme acercarme al objetivo más gradualmente y deciros los primeros versos de la poesía en lugar de los últimos. Dice así: Siendo poeta hubiera preferido escribir como Bernardo del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que poner por escrito las quejas de pasión que Abelardo dirigía a Eloísa. Después de esta introducción, no tenéis más remedio que apreciar el significado del final del brindis. Y levantando otra vez su mano como si sostuviera una copa, volvió a declamar: Este es mi hosanna a Bernardo el bardo, que escribe cartas de amor mejor que Abelardo. Esta vez si que frunció el ceño el prior. Volvió la espalda a Geoffrey, y miró hacia el campo, donde el grano brillaba en su fresco verdor. Por encima de los manzanos, pesadamente nevados de flores blancas y rosas, sus ojos llegaron hasta la turbia corriente del Aube. Murmuró los versos para sí un par de veces y terminó diciendo: —No, Geoffrey, no me gusta eso. 201
—¿Que no os gusta? —preguntó el secretario, casi gritando —. ¡Oh Padre prior! ¿Habéis perdido el gusto?... ¡Si es exquisito! Tenéis la historia completa de las dos personalidades más salientes de la época, captadas, aprisionadas y contrastadas en unas cuantas líneas de verso fácil. —Aprecio el concepto atrevido. Y el contraste agudo y llamativo. No encuentro la menor falta a la expresión del poeta. Ha escrito bien. Como decís, con unos cuantos versos intrascendentes hace brillar las luces de dos ilustres personalidades. Pero no puedo compartir vuestro entusiasmo, Geoffrey, porque lo encuentro más fantasía que realidad. Vuestro poeta muestra marcada habilidad literaria, pero no una profunda penetración lógica o psicológica. En resumen: os diré, Geoffrey, que vuestros versos son históricamente injustos, tanto con Bernardo como con Abelardo. Y no me agradan las injusticias históricas. La sonrisa del secretario había desaparecido. La vehemencia que animaba su semblante al entrar corrió igual suerte y el fulgor de sus ojos bajo sus cejas expresó dolor y curiosidad. Con tono infinitamente más bajo que el jubiloso con que recitaba los versos, dijo: —Padre prior, para que no os llame iconoclasta, ¿querríais decirme exactamente dónde estriba el error de mi poeta? ¿Por qué le encontráis injusto con ambos? —Lo primero, porque Abelardo cayó. Todo el mundo conoce sus amores con Eloísa. Pero yo sostengo que es poco varonil, muy poco cristiano e indigno de un sacerdote resumir toda su vida en ese episodio. Cada vez que oigo hablar a alguien de ese tema, me acuerdo de que Cristo volvió la espalda a una muchedumbre de judíos con piedras en las manos, y, desentendiéndose, al parecer, de la pobre mujer acongojada tendida a sus pies, se puso a escribir en la arena. Ya sabéis lo que dijo cuando se puso en pie tras escribir aquello, y ya sabéis cuántas piedras fueron lanzadas contra la infeliz mujer. Todos los hombres (todos, hasta el último de nosotros) estamos hechos de barro. ¿Por qué apedrear a nuestros vecinos? Reconozco que Abelardo era intelectualmente orgulloso; ¡pero era un verdadero intelectual! ¿Podríamos decir lo mismo de cada uno de sus críticos? Recordad que lo intelectual es lo que hace hombre al hombre; es el único talento que no puede ocultarse so pena de que el Maestro nos llame un día "siervos inicuos e 202
inútiles." El hombre fue hecho para "saber", Geoffrey, lo cual significa que debe desarrollar su inteligencia. El hombre fue hecho para saber en este mundo y en el otro. De hecho, tal es la descripción que Cristo hace del cielo al decir: "Esta es la vida eterna para que puedan "saber"... —Desde luego. Pero nadie le reprocha la inteligencia. Su pecado consiste en el orgullo intelectual. —He observado, Geoffrey, que quienes hablan más despectivamente del orgullo intelectual acaban por enlodarse y atascarse en la pereza intelectual, lo cual es para mí un pecado más grave. Pero, aparte de eso, suponed que acepto eso de que Abelardo fue culpable de orgullo intelectual, ¿qué significa ese orgullo? ¿No prueba que es hermano vuestro y mío? ¿Ha existido acaso un solo hijo de Adán y Eva limpio de orgullo? Mirad, Geoffrey, si observáis estrechamente a la gente, hallaréis que los más ignorantes son siempre los más arrogantes, y aunque parezca una paradoja, la causa de su orgullo intelectual es su propia ignorancia. Nosotros debemos ser verdaderos hijos del Padre Bernardo y hacer lo que siempre nos aconseja: mirar al fin. ¿Cómo terminó Abelardo? —El abad de Cluny nunca se cansa de decir al mundo lo humildes, lo santos y devotos que fueron los últimos años de aquel gigante intelectual. —Y ¿qué fue de Eloísa después de la caída ocurrida hace tanto tiempo? —Entró en religión, y llegó a abadesa de su convento. Nunca oí decir nada contra ella. El Padre Bernardo visitó en una ocasión su monasterio del Paráclito, y sólo encontró falta en una frase del "Pater noster". —¿No veis entonces cuánto más caritativo, más cristiano y más próximo a la verdad sería mencionar estas cosas en lugar de su pecado? Abelardo se retractó y se arrepintió. Eloísa es una monja respetable y respetada. ¡Ojalá sus críticos tengan un fin igualmente santo! —Habláis como un discípulo de Abelardo...—ironizó ligeramente el secretario. —Pues trato de hablar como discípulo de Cristo y de Bernardo —replicó el prior con viveza—. Y ahora voy con el segundo punto. Vuestros versos son injustos con Bernardo. 203
—Eso os va a resultar más difícil probarlo. Sus sermones son como cartas de amor a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. —Repito que vuestro poeta tiene un concepto exquisitamente poético. Pero ¿no veis, Geoffrey, que cualquiera que no conozca íntimamente a nuestro padre y lea esa poesía sacará la conclusión de que la vida entera de Bernardo está concentrada en su conflicto con Abelardo? —¿Y acaso no fue ése uno de sus mayores trabajos y sus mayores triunfos? Yo me hallaba presente aquel día; y aunque fue hace siete años, lo tengo tan vivo en la memoria como cuanto ocurrió ayer en Reims. No es posible olvidarlo, pues fue la reunión del siglo. En toda Francia (mejor diría en toda Europa) no existía un solo monje que no anhelara enfrentarse con Abelardo en un debate. A muchos les molestaban sus enseñanzas. Ya recordaréis cómo Guillermo de Saint-Tierry escribió a nuestro Padre Bernardo sobre ellas. Había descubierto los errores de Abelardo; pero quería que fuese Bernardo quien los refutara. Lo mismo ocurrió con otros muchos. Conocían los errores, pero temían enfrentarse con su autor. Y ¿por qué? Porque era el rey de todos los polemistas. Casi de muchacho había derrotado a Guillermo de Champeaux, el maestro en dialéctica de Francia entera; y desde aquel día hasta el 3 de junio de 1140 no hubo quien se atreviera a polemizar con él. Abelardo se creía invencible, y lo mismo pensaba el mundo. Y ¿qué sucedió? Que ante uno de los auditorios más brillantes con quienes jamás se enfrentara, formado por el rey, el delegado apostólico, los arzobispos, Obispos, abades, priores, clérigos y una verdadera hueste de letrados, el gran Abelardo fue reducido al silencio por el monje delgadísimo, de aspecto débil y enfermo. No olvidaré esa asamblea mientras viva, ni tampoco olvidaré el temor que experimentó el gran Abelardo. ¡Qué pequeño, asustado y preocupado parecía nuestro Padre Bernardo comparado con él! Abelardo llegó con retraso. Creo que fue para producir efecto. Su entrada fue verdaderamente majestuosa. De toda su persona y de cada uno de sus movimientos emanaban el vigor, la confianza, el dominio, el poder, el imperio. Se dirigió hacia el altar seguido del ardiente Arnaldo de Brescia, de furibundo aspecto, y de una cohorte de discípulos apasionados que zumbaban como un enjambre cantando victoria por anticipado. Cuando llegó al santuario se detuvo, miró al rey, al legado, a los arzobispos y recorrió las hileras de 204
mitras con mirada entre desdeñosa y protectora. Bernardo puso fin a tanto teatro, haciendo guardar silencio a toda la concurrencia al levantarse de su asiento y empezar a leer en voz alta y clara una serie de proposiciones claramente heréticas recopiladas de los escritos de Abelardo. Vi más de una cabeza mitrada hacer signos aprobatorios a medida que Bernardo leía y comentaba brevísima y sutilmente. Al fin se detuvo, miró con fijeza a Abelardo, y dijo: "Defendedlas, rectificadlas o negad que sean vuestras." La asamblea en masa pareció quedar suspensa al salir de los labios de Bernardo aquella triple orden. Hubo un momento tenso de temor y asombro, roto cuando Abelardo se irguió. El auditorio se estremeció. Sus partidarios, dando por descontado su triunfo, parecían mirar a Bernardo con lástima. Mas sus semblantes se ensombrecieron al oír la primera frase de Abelardo: "Me niego a responder al cisterciense. Apelo desde este Concilio a la Sede de Roma." Antes que la asamblea se recuperara de su sorpresa, Abelardo se había marchado. ¡Qué triunfo! Muy poco tiempo antes, Bernardo había dicho de Abelardo que era un verdadero Goliat. Ahora me pregunto si habría adivinado que iba él a representar el papel de David. —¿Estaba exaltado nuestro Padre? —preguntó el prior. A lo que Geoffrey replicó: —Padre prior, eso es algo que no logro comprender en nuestro abad. Antes de la batalla y durante la batalla está encendido de pasión. Y una vez victorioso, recobra una calma absoluta. Algunas de las cosas que escribió al Papa, a los cardenales y a otros sobre Abelardo me espantaron. Nuestro Padre Bernardo es despiadado en el ataque. Recuerdo que decía: "Abelardo lo sabe todo, ¡menos su propia ignorancia!" Llamaba "delirios" a sus escritos y "locurología" a su teología. Llegó a insinuar que representaba aún un peligro mayor del que había sido Pedro de Leone, diciendo: "Hemos escapado de los rugidos de Pedro el León para enfrentarnos con los silbidos de Pedro el Dragón. Le llama "monje sin regla", "prelado sin subordinados" y "abad sin comunidad". Sinceramente, las acusaciones de las cartas que se leyeron ante el Concilio fulguraban como rayos. La triple orden de defender, rectificar o negar sus errores retumbó como un trueno en la asamblea. Pero una vez que los prelados reunidos dictaron su condenación, nuestro Padre Bernardo se transformó en otro hombre. No mostraba siquiera la curiosidad del espectador más desinteresado; no le importaba 205
discutir los errores ni al errado; sólo tenía un pensamiento: volver a casa, a Clairvaux. En el triunfo, nuestro Padre Bernardo resulta más frío que el mismo hielo. Desconcierta y desilusiona. El prior contempló afectuosamente al secretario, y comentó de buen humor: —Ya supongo que os habría gustado quedaros con los prelados y gallear un poquito, pues tenéis mucho de gallo. Pero, decidme, Geoffrey: ¿no os disteis cuenta de que a nuestro Padre Bernardo sólo le interesa la verdad? ¿No os percatasteis de que libraba la batalla no tanto contra Abelardo como contra sus errores? ¿Le habéis oído alguna vez vanagloriarse? —Jamás. Pero, ¿no os fijáis en el contraste que se da en el Bernardo combatiente y en el Bernardo vencedor? No es humano. Tiene dos personalidades distintas. Una, la que exhibe en sus cartas y en pleno combate, es violentísima. Ayer mismo, cuando De la Porée pronunciaba una alocución magistral, amontonando referencia tras referencia de los Padres de la Iglesia y estableciendo silogismo tras silogismo en una exhibición formidable, nuestro Padre abad interrumpió el discurso que tenía fascinada a la asamblea con estas palabras terriblemente directas, bruscas y casi brutales de: "¡Basta ya de retórica, e id al grano! Se os acusa de sostener que la divina Esencia no es Dios, sino la forma mediante la cual Dios es Dios. Decidnos, claramente si ésa es o no vuestra opinión." —Y ¿qué dijo a eso el obispo? Enojado ante tal interrupción, gritó: "La Divinidad no es Dios, sino la forma por la cual Dios es Dios." —Y ¿qué ocurrió entonces? —Que yo intervine. —¿Vos? —Sí. Me sorprendió tanto, que involuntariamente exclamé: "¡Eso está en contradicción con lo que declarasteis en el Sínodo de Paris!" Sin parpadear siquiera, el obispo me limitó a responder fríamente: "Dijera lo que dijera en Paris, esto es lo que digo ahora." "Eso es todo lo que necesitamos saber. Que se escriba la confesión de fe del obispo" —dijo nuestro abad. De la Porée quedó aturdido, como demostró con su furiosa réplica: "Sí, y que se escriba también vuestra propia doctrina." A lo que Bernardo, el 206
combatiente, respondió: "¡Oh, sí, que se escriba con una pluma de hierro sobre una pizarra de diamante!" —Esa respuesta es típica de Bernardo en sus mejores momentos —comentó el prior—. Y ¿cómo acabó todo? —Como decís muy bien, Bernardo estaba en uno de sus mejores momentos. Era evidente que los cardenales presentes estaban todos a favor del obispo De la Porée. Después del debate, se retiraron muy dignamente a conferenciar, a consultar y a discutir. Nuestro abad, en su aspecto combatiente, reunió con gran rapidez a los obispos, y les hizo proponer, a través del abad Suger, una confesión de fe esbozada por nuestro Padre, que decía escuetamente: "Aquí tenemos dos confesiones: la nuestra y la de De la Porée. Escoged." —¡Ese es el Bernardo batallador, sin duda! —A los cardenales les sentó bastante mal en un principio, y dijeron que aquello era dictarles órdenes. Pero Bernardo consiguió suavizar la cosa a su manera y los cardenales aprobaron la confesión propuesta por Suger. —¿Así que De la Porée fue condenado? —Prácticamente, sí. El Papa le hará retractarse, y el caso habrá concluido. Pero en cuanto a nuestro Padre se refiere, todo ha terminado. En el momento en que se le declaró vencedor, parecía como si no hubieran existido el Concilio de Reims ni Gilberto de la Porée, como si sólo existieran para él Clairvaux y su comunidad de contemplativos. ¡Os digo que es verdaderamente desconcertante! Al prior le hizo gracia la preocupación de Geoffrey: —Tal vez os halléis más cerca de la verdad de lo que creéis con esa última observación. Tal vez para él no existían más que Clairvaux y su comunidad. —Bien se ve que sólo sois el prior de la abadía. Si fuerais secretario del abad siquiera veinticuatro horas, sabríais que los intereses de nuestro abad son tan vastos como la cristiandad misma, tan amplios como el mundo y tan profundos como la muerte. Sin que signifique violar la confianza, os diré que para muchas gentes, en Europa, el verdadero Papa es Bernardo y no Eugenio. Y no les faltan motivos para decirlo.
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—No sé si llamar a eso calumnia, infamia o sencillamente mentira. —Llamadlo apreciación, y estaréis más cerca de la verdad. Pero para probar mi punto de vista y defender a mi poeta, voy a volver a Abelardo. —¿A cuál? —preguntó el prior—. ¿Al que dirigía apasionadas súplicas a Eloísa, al teólogo errado o al pecador arrepentido? —Hablo en serio, Padre prior —dijo Geoffrey—. A mi entender, Abelardo —y al decir Abelardo me refiero a él y a sus discípulos—, representó el peligro mayor de nuestro tiempo. Gilberto de la Porée no se habría expuesto a ser refutado de no haber estado en cierta época a los pies de Abelardo. Y lo mismo puede decirse con respecto a la amenaza, aún mayor, de ese Arnaldo de Brescia, a quien el Padre Bernardo anda dando caza de reino en reino y de Estado en Estado. Si tomáis a estos tres hombres como dirigentes de un movimiento; si los consideráis como los inspiradores de un ataque contra la ortodoxia; si los reconocéis como el ariete que golpea las murallas de la Iglesia, veréis qué adecuado resulta resumir la vida de nuestro Padre abad como el contrincante de Abelardo. —Ese es un argumento muy fuerte, Geoffrey; pero no debéis olvidar el cisma de Pedro de Leone. Como anti-Papa, consiguió minar las filas de los fieles y mantenerlos separados más de ocho años. Haber reunido de nuevo esas filas representa una labor colosal. —Cierto. —Tampoco habéis de olvidar la labor que realizó para contrarrestar la herejía de los partidarios de Enrique, o, si preferís de los albigenses, pues hicisteis con él aquel recorrido hace sólo un par de años. Vos mismo me habéis relatado los milagros que realizó con los enfermos, los impedidos, los ciegos, los sordos y los mudos. Aquello era una verdadera herejía. Y como decís bien, sorprendentemente arraigada. Y el cisma de Pedro de Leone era un verdadero cisma. ¿No creéis que sea más grande obrar lo maravilloso cuando se combaten realidades que cuando se realiza contra posibilidades? Decís que nunca podréis olvidar su triunfo sobre Abelardo y el Concilio de Sens; ¿no dijisteis lo mismo sobre su conversión de la ciudad entera de Albi? 208
—Lo dije y lo mantengo —contestó Geoffrey, pensativo—, De hecho, Padre prior, aquél fue uno de sus más grandes milagros. —Ahora bien: Geoffrey, vos hicisteis el recorrido de reclutamiento con vuestro abad. Le visteis hostigar a una Europa predispuesta en contra suya hasta prenderla en el mayor entusiasmo por esta segunda cruzada. Vos habéis presenciado y anotado los relatos de tantos y tan asombrosos milagros, que si no hubierais tenido la corroboración de Garmán, obispo de Constanza, de los abades Belduino y Flovinus y de otros clérigos que os acompañaron, habríamos encontrado mucha dificultad en creeros. —Cosa muy natural, pues a mí mismo me resulta difícil dar crédito a mis ojos y a mis oídos. —Visteis a nuestro Padre Bernardo enviar a la flor de la caballería francesa a Tierra Santa por encima de las protestas del abad Suger, el primer ministro del rey; le visteis convertir al obstinado emperador Conrado y enviar a los más bravos caballeros de Germania a Oriente. Ahora, decidme: ¿cuál es el mayor triunfo del abad Bernardo, haber silenciado a un hombre y a sus errores teológicos o haber hecho temblar a toda Europa al paso de los guerreros que se dirigían a combatir por la cruz?... Pero antes que me respondáis, voy a recordaros de nuevo el sello de aprobación que el cielo ponía sobre todas estas cosas. Decís que apenas pasaba un día sin algún milagro sorprendente. Ese diario que escribisteis vos y el grupo de vuestros acompañantes le deja a uno sin habla. Geoffrey se puso más pensativo. Frotándose la barba con la mano izquierda, levantó la vista hacia el prior, y sonrió algo encogido al decirle: —Creo haber dicho que el milagro de los milagros obrado por Bernardo fue la conversión de Conrado, ¿no? En efecto, ¡lo fue! El día de Navidad, nuestro abad habló; pero Conrado ni se inmutó siquiera. No. Alemania no iría a la cruzada. El emperador se oponía. Sólo dos días después, cuando Bernardo, volviéndose del altar, pronunció un sermón sobre el juicio final y denunció a Conrado ante el mundo, enumerando los dones que Dios le había concedido y exigiéndole después dar cuenta de su utilización, se vio al emperador llorar y exclamar unos momentos después:
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"Empiezo a sentirme agradecido. Imponedme la cruz de los cruzados." Si, aquello fue un milagro. —También lo fueron los innumerables episodios de la campaña contra el cisma producido por Pedro de Leone; los incontables realizados durante la campaña contra la herejía de los albigenses; los incontables que ha realizado durante la campaña en pro de la segunda cruzada. Sin género de duda, el Padre Bernardo fue el instrumento de Dios en aquellas tres grandes campañas, y, a pesar de ello, os entráis aquí esta mañana con el versito: Este es mi hosanna a Bernardo el bardo, que escribe cartas de amor mejor que Abelardo.
esperando que yo me entusiasmara. Geoffrey se echó a reír: —¡Bueno, bueno!... No me lo echéis más en cara. Sigo pensando que es una poesía exquisita, un contraste excepcionalmente agudo y un justo tributo a nuestro abad, aunque admita que no es del todo adecuado. Pero permitidme recordaros que los poetas no son historiadores; nadie espera de ellos la biografía completa de un hombre en diez o doce versos. ¿No habéis oído hablar nunca de la licencia poética? No bromeéis, Geoffrey. Precisamente habéis ido a tocar un tema al que he dedicado mucha consideración últimamente. Y voy a deciros que vuestro poeta tiene razón en cuanto a su concepto fundamental sobre nuestro Padre Bernardo; más razón de la que tienen o tendrán muchos historiadores. Escuchad, Geoffrey, en este momento mismo, ¿qué es lo que la mayoría de la gente piensa de nuestro abad? ¿Que es la gran voz que envió a nuestros caballeros a Oriente? ¿Qué es el taumaturgo que hasta devuelve la vida a los difuntos? Algunos recordarán su labor en Albi y su cicatrización del cisma y le llamarán salvador de la cristiandad y campeón del Papa; mientras otros, como vos, le ven sólo como el hombre de leyes, y sólo piensan en su triunfo sobre el genio de Abelardo y sus errados seguidores.
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—Y unos y otros estarán equivocados, Geoffrey. Cada una de esas obras fue grande; pero ninguna merece el nombre de "la más grande". No. Vuestro poeta ha captado la verdad y ha dado su verdadero nombre a nuestro abad al llamarle "el amante". En efecto, ¡él es el amante de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo! Y Mediré que sus mayores milagros no fueron los de Spires, Albi, Reims o Sens. No, su milagro de milagros fue y sigue siendo el que a diario tiene lugar aquí, en Clairvaux. Lo primero, lo último y lo invariable, es que nuestro abad es un monje..., y un monje contemplativo. Y su mayor obra, que yo considero milagrosa, es la de hacer monjes... y monjes contemplativos de otros hombres. Lleva más de treinta años captando a hombres procedentes de todos los caminos de la vida, del más variado origen económico, intelectual y social, para moldearlos en la semejanza de Cristo. Toma al siervo o al soberano, al bandido o al barón, al villano y al caballero —absolutamente iguales para él— y les enseña lo que enseñó al emperador Conrado: les enseña a comenzar a ser agradecidos a Dios. Durante más de veinte años, Geoffrey, hemos estado enviando unas dos colonias anuales de monjes para fundar otros monasterios; tenemos casas filiales repartidas generosamente por todas partes, lo mismo en Francia que en Alemania, en España, Portugal, Italia, Irlanda, Inglaterra, Escocia, Suiza, y ahora quieren que vayamos a Jerusalén. Cada una de esas casas se debe a Bernardo y cada uno de los monjes que en ellas habitan es hijo espiritual suyo. ¡Imaginad lo que eso significa! Os emocionasteis en Sens cuando hizo callar a Abelardo y en Albi cuando sacudió la iglesia con la profesión ortodoxa; decís que os impresionasteis cuando obligó a caer de rodillas al emperador Conrado, y con toda la cristiandad agradecéis a Bernardo la terminación de aquel horrible cisma. Pero para mí —y estoy seguro de que también para nuestro abad— estas cosas, por grandes que parezcan, son accidentales e incidentales. Su vida y la obra de su vida están aquí, en Clairvaux, enseñando a los hombres a amar a Dios. Aunque las obras externas deslumbran, Geoffrey, yo estoy convencido de que la más deslumbradora de las obras de Bernardo es aquella que ni siquiera brilla. Por eso debemos cantar: Hosanna a Bernardo, modelador de hombres, que nos devuelve hasta Dios desde el placer y el pecado. 211
Bueno, ya sé que no soy poeta; pero creo que me aproximaría a la verdad si dijera algo parecido a lo que tu poeta de esta forma: ¡Por Bernardo, el magistral alfarero, que puede hacer un santo de un bandido o un usurero! —Desde luego no sois poeta, pero si elocuente cuando os lo proponéis. Sin embargo, no acierto a comprender vuestra insistencia sobre la bajeza del material con que trabaja nuestro abad. —Pues bien sencillo. Porque a veces es arcilla de la peor calidad. ¿Qué os parece el hermano Constantino? —Un gran religioso. —Exacto. Pero antes de serlo fue un salteador de caminos. Nuestro Padre lo salvó de la horca. ¡Así como suena! No quebranto al decirlo ningún secreto. El mismo Constantino, si pudiera, os relataría su historia. Le conducían para ser ejecutado ante el conde Champagne cuando llegó nuestro abad, y al enterarse de que iban a ahorcarle, suplicó que le entregase el reo. El conde, viendo la insistencia de nuestro abad, le puso al corriente de las innumerables fechorías por las que aquel hombre merecía la muerte. "Entregádmelo —dijo nuestro Padre—, y yo me ocuparé de hacerle morir todos las días." Consiguió al fin la entrega del bandido, del cual obtuvo como veis un magnifico hermano lego. —¡Jesús! —exclamó Geoffrey, atónito—. ¡Parece cosa de romance! —Pues sólo una prueba de que "la verdad es más sorprendente que la fantasía". Para corroborar esto, te bastará recordar el puñado de caballeros que recibimos como postulantes para el coro hace unos años. Eso es lo que yo llamo material basto y milagro. Ellos proporcionarán a tu poeta un material excelente. Esos caballeros se dirigían a participar en un torneo. Habían salido en busca del honor, de la gloria y de las sonrisas de las bellas. Se detuvieron aquí para reponer fuerzas. Nuestro abad charló con ellos, se burló de ellos por su vanidad, les habló de una caballería más elevada y de la gloria de Dios, y acabó diciéndoles que en Clairvaux se mantenía constantemente un torneo de amor. Aunque le escucharon respetuosamente, se dispusieron a proseguir su camino. Bernardo les invitó a beber una copa de despedida. La aceptaron gustosos. Nuestro abad bendijo el vino; bebieron y partieron; Pero 212
antes que hubiera transcurrido una hora, nuestro Matero se vio sorprendido por el retumbar de numerosos cascos. Eran ellos. Llegaron a galope, se tiraron de sus cabalgaduras y suplicaron ser admitidos como novicios en el torneo del amor. ¡Miradlos ahora convertidos en caballeros de Jesucristo! Volver los hombres hacia Dios, convertir las almas mundanas en fieles amantes del Crucificado, hacer que los individuos cortos de vista fijen su mirada en la eternidad, sí que es una obra milagrosa. ¡Pues ésa es la mayor obra de Bernardo! —Creo que tenéis razón —respondió Geoffrey—. Confieso que estoy tan enfrascado en escribir cartas a los extraños y atender los asuntos del exterior, he sido durante tanto tiempo el compañero constante y próximo de nuestro abad, se me han presentado tantas ocasiones de presenciar algunas de sus grandes obras, que he estado ciego para la más grande de todas. Comienzo a convenir con vos. Clairvaux es el escenario de su mayor milagro; y modelar monjes auténticos con el mísero material de nuestra humanidad haciendo que olvidemos nuestras personas insignificantes y engreídas para dedicar toda nuestra atención a Dios, es un triunfo mucho mayor que vencer a Abelardo. —Lo más maravilloso es la forma en que realiza su tarea. He estado estudiando sus sermones sobre el Cantar de los Cantares, y estoy asombrado de su sencillez esencial. —A veces se remonta a demasiada altura para mi objeto, Geoffrey. —De acuerdo. En algunas ocasiones vuela hasta regiones remotas. Pero si se reúnen y leen uno tras otro sus sermones, sorprende tanto su simplicidad como su penetración en los corazones de los hombres. Yo creo que les conoce tan bien, a fuerza de estudiarse agotadoramente a sí mismo. De todos sus sermones, el mejor es su vida cotidiana. Nunca exige hacer cosas que no haya hecho él; mejor diría que nunca nos pide hacer ni la mitad de lo que él hace. El ejemplo es el mejor maestro. Pero ¿no es maravilloso ver que un hombre enfermizo, con más de cincuenta años a cuestas, nos acepte tal y como somos (con todas nuestras faltas y debilidades, nuestras pequeñeces y nuestros egoísmos) y consiga que pongamos a Jesucristo por encima de todo? —Esa es su meta, y rara vez le falla. 213
—Muchas veces me asombro de mí mismo —prosiguió el prior —. Yo soy hombre que odiaba el dolor. Cualquier clase de sufrimiento, ya sea físico o mental, me aterraba. Me gustaban la paz y la comodidad moderada, la compañía de mis semejantes y los libros. ¡Sobre todo los libros, entre los que hubiera sido capaz de vivir solo durante toda mi vida! Y, sin embargo, aquí me tenéis viviendo (con una alegría y una paz que nunca había disfrutado antes) una vida penosa, una vida dura mental y físicamente, una vida que me priva de la compañía de mis preferencias gemelas: la amistad y los libros. Me asombro de mí mismo hasta que miro a Bernardo, porque entonces veo al hombre que me ha cambiado la mente y el corazón, el alma y la voluntad. En lugar de mi cobardía, me ha proporcionado fortaleza, fuerza en lugar de mi debilidad; me ha dado unos ojos que miran más allá del tiempo y unas manos que sólo desean tenderse para que Dios pueda tomar de ellas lo que desee y poner en ellas lo que quiera dar. ¡Qué transformación! Geoffrey se sintió conmovido por la emoción con que su superior hablaba. —Yo podría hacer la misma confesión que vos, aun cuando no he llegado a reflexionar tanto ni a penetrar tan profundamente en las cosas como vos. Pero aún me llama la atención con más fuerza el hecho de que el secreto de Clairvaux sea Bernardo. —Pues es indiscutible. El es el imán, y ha atraído el hierro y el acero de cada carácter modelándolos en este valle de la Luz. Luego, como un verdadero imán, realiza el milagro del magnetismo y nos convierte también en imanes al convertirnos en amantes de Jesucristo. El secreto de Bernardo radica en que está enamorado de Jesús crucificado. El prior hizo una pausa, miró a lo lejos y pareció sopesar algo cuidadosamente. Por último, acabó levantando rápidamente la cabeza para mirar con fijeza al secretario y decirle: —Geoffrey, os voy a revelar un verdadero secreto; un secreto que os pido guardéis sin revelárselo a nadie, ¿comprendéis? El secretario hizo un gesto de afirmación casi imperceptible con la cabeza, y el prior prosiguió: —Acabo de decir que Bernardo ama a Cristo crucificado. Eso no es ningún secreto, pues todos lo sabemos de sobra. Pero lo que
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no todos saben es que Jesús crucificado ama a Bernardo de manera sorprendentemente íntima. El prior volvió a hacer una pausa. Esta vez Geoffrey no fue capaz de esperar, y con gesto que delataba la tensión de espíritu, preguntó: —¿Qué queréis decir? Explicádmelo en seguida. El prior bajó el tono de su voz, y continuó: —Hace poco tiempo, nuestro Padre abad estaba orando ante el crucifijo de tamaño natural de la iglesia. Uno de los hermanos entró por casualidad y le encontró solo. Al verle tan absorto en sus oraciones, el hermano vio que uno de los brazos del Crucificado se desclavaba de la Cruz trajera al abad. No llevaba allí un minuto, cuando vio que uno de los brazos del Crucificado se desclavaba de la Cruz y rodeaba los hombros de nuestro Padre Bernardo. Geoffrey se quedó pasmado. Sus manos se elevaron y abrieron en un ademán de puro asombro. Todo lo que consiguió pronunciar durante algún tiempo fue un ¡oh! de sorpresa y estupor. Al fin dijo: —Me asustáis, Padre. Preferiría que no me hubieseis desvelado ese secreto. Nunca volveré a sentirme libre en presencia del abad. En fin, habéis conseguido mucho más que probar mi teoría. Mi poeta... —Vuestro poeta —le interrumpió el prior— estuvo verdaderamente inspirado al llamar a Bernardo el amante que escribe a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Dio con la palabra exacta que caracteriza a nuestro abad. Es un amante. Ya conocéis su librito sobre El amor de Dios. Para mí es como su autobiografía. Expone la ambición de su vida en la primera frase (amar a Dios sin medida). Y casi en cada capítulo le encontramos renovando su resolución espoleándose por sentir aquel amor inconmensurable. Y lo que más me encanta en él es su sinceridad y su humildad. En un lugar dice: "Dios mío, yo te amaré con todas mis fuerzas. Ya sé que no es todo lo que mereces, pero si es todo lo que yo puedo darte." ¿No son esas palabras el resumen de la doctrina que nos enseña? ¿No nos está diciendo siempre de una u otra forma que amemos a Dios hasta con la última chispa de nuestra energía? Sí, Geoffrey, vuestro poeta encontró la palabra clave. Lo único que no me parecía bien era resumir toda su vida en 215
el conflicto con Abelardo, pues su vida es mucho más. Es un conflicto con el mundo, el demonio y la carne; un conflicto con todos aquellos que se niegan a amar a Dios con toda su potencia; un conflicto con ese montón de barro que es el hombre, al cual es capaz de infundir el corazón de un amante. Y, sin embargo, si le pidierais resumir su vida, lo más probable es que repitiera como en aquel sermón suyo sobre la vida religiosa: "Mi vida es una entrega del óbolo de la viuda." ¿Lo recordáis? —¡Ya lo creo! —exclamó Geoffrey—. Dijo: "Yo poseo sólo dos óbolos, dos óbolos totalmente desprovistos de valor, mi cuerpo y mi alma. O, para hablar con más exactitud, sólo poseo un óbolo: mi libre albedrío. ¿Puedo dudar en entregarlo?" —No ha dudado ni nos permitirá dudar a nosotros. Su ejemplo aleja todas las dudas, lo cual, en mi caso y en el de otros muchos, es un milagro. Por eso, Geoffrey, cuando escribáis en prosa o en verso y habléis de nuestro Padre Bernardo, dadle su verdadero título: llamadle "el amante". Y cuando mencionéis su obra más excelsa, decid que es el modelador de monjes. Y, sobre todo, presentadle como es en realidad: ¡humano! Tiene muchos rasgos divinos, es cierto; pero lo más característico en él es su humanidad. Nunca lo olvidéis. Y ahora, retiraos, pues ya me habéis robado demasiado tiempo. El secretario contestó, riendo: —¡Vaya una gratitud! Os pongo al corriente de todas las noticias que tengo, y me decís que os robo el tiempo. Pero obedeció, y se marchó.
Oscuridad en el valle de la Luz.
Era el 24 de agosto de 1153. El prior de Clairvaux se hallaba sentado, inmóvil, en su reducido aposento. Su cabeza se apoyaba pesadamente sobre sus manos; tenía los codos sobre la mesa y los ojos fijos con una mirada remota sobre un montón de papeles que tenía ante sí Llamaron a la puerta. Automáticamente autorizó la entrada, y con aire de cansancio se volvió a ver quién llegaba. Tanto su voz como su semblante expresaron alivio al decir:
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—¡Ah, sois vos, Geoffrey! Entrad. Entrad. Vos sois precisamente el hombre que necesitaba en este momento terrible. Me siento perdido. Mi corazón está cargado y mi espíritu helado. Me pregunto si volveré a sentirme caliente alguna vez y si volverá a haber luz en este valle de la Luz. Al responder, la voz de Geoffrey tenía el mismo tono mate y sombrío: —Comprendo, Padre prior. Le llamábamos el imán, la fuerza, el espíritu motor de la abadía, pero nunca nos dimos cuenta de que, asimismo, era la vida y la claridad que convertían este valle en el valle de la Luz. Sólo hace cuatro días que ha muerto, y, sin embargo, parece una eternidad. Pero venid, ¡sois el prior, y habéis de ocupar su puesto de momento! —Nadie puede ocupar su puesto, Geoffrey, ¡nadie! —¡Alguien ha de hacerlo! Y vos sois ese alguien —repuso Geoffrey, mostrando algo más de espíritu—. ¡Vamos, Padre, animaos! ¿No recordáis cómo nuestro santo Bernardo nos decía que los muertos pueden ayudarnos más desde el cielo de lo que en vida nos ayudaban en la tierra? El os ayudará ahora, pues si alguno de los nuestros ha ido derecho al cielo es Bernardo. ¡Vamos, vamos! Hay una enormidad de trabajo pendiente. Tenemos que enviar cartas a sus innumerables amigos. Vos tenéis que dictarlas; yo sólo soy el amanuense. ¡Vamos, moveos! Hablar de aquel a quién amábamos más profundamente de lo que podíamos imaginar os servirá de alivio. —¿También tú te has dado cuenta de que le queríamos más de lo que pensábamos, Geoffrey? —Ya lo creo. Creía haber vertido mis últimas lágrimas hace años. Sollozar me parecía siempre una cosa femenina. Pero he sollozado; no, sollozado, no; he llorado a lágrima viva corno una criatura perdida durante cuatro días enteros. En efecto, le quería más de lo que pensaba. Pero venid. Yo creo que la primera carta debemos enviársela a España a su hermano pequeño, Nivardo. Lo que digamos a Nivardo podemos copiárselo a su otro hermano, el abad Bartolomé, que está más cerca. ¿Qué le diremos a Nivardo? —La verdad. Toda la verdad. Le diremos que los últimos años sobre la tierra de su hermano Bernardo fueron muy parecidos a las últimas semanas que pasó nuestro Salvador en Palestina. Le dire217
mos que el Tabor sobre el que su hermano había brillado durante un cuarto de siglo se convirtió en un Calvario. Le diremos que su hermano Bernardo hubo de contemplar el mundo desde Clairvaux igual que Nuestro Señor contempló Jerusalén desde el monte vecino. Le diremos que lloró por ese mundo como Cristo lloró por aquella ciudad. Le diremos que los "hosannas" que tantas veces resonaron en sus oídos se trocaron, igual que para Cristo, en gritos de condenación y hasta de crucifixión. Las lágrimas corrían por las mejillas del prior, pero en su voz vibraba un nuevo verbo, y Geoffrey, después de una mirada de asombro, tomó nota tras nota. Comprendía que el corazón de un hombre fuerte se había abierto, y que el amor brotaba de él en una corriente de auténtica elocuencia. —Sí —prosiguió ardorosamente—, retrocede a la época de la segunda cruzada, y dile a Nivardo que aunque su hermano abandonó el reino, la culpa de cada desastre (desde la perversa traición de los griegos hasta las desgraciadas y vergonzosas intrigas de la reina Leonor) cayeron sobre él. Dile que el mundo católico fue herido hasta lo más profundo del corazón por la inesperada catástrofe de lo que había comenzado con signos tan manifiestos del cielo. Dile cómo ese mundo herido, girando en su agonía, buscó un bálsamo para su alma torturada atacando frenéticamente al hombre a quien sólo dos años antes había proclamado "ángel de Dios". Dile que porque la flor de los caballeros de Europa murió en el camino de Attalia o en los desfiladeros de las montañas Frigias, Europa se volvió enfurecida contra un hombre viejo y enfermo que residía en el valle de Clairvaux. Dile que cuando nuestro caballeroso rey Luis, que partió a la cabeza de un orgulloso ejército, volvió con unos pocos caballeros derrotados y andrajosos y una esposa que le habla deshonrado, el reino entero se volvió contra su hermano como si hubiera sido su mano la que venciera a nuestros guerreros y su corazón el traidor para el rey. Y dile, sobre todo, que cuando la voz de Europa gritaba más frenética, cuando sus gritos eran una endemoniada sinrazón como la de la muchedumbre vociferante ante Pilatos hace doce siglos, su hermano guardó un silencio tan majestuoso y poco rencoroso como el Rey que compareció ante Pilatos y de quien éste dijo: "Ahí tenéis al Hombre." El prior se secó los ojos, susurrando:
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—¡Qué malvado puede ser el hombre con el hombre! Luego se volvió a Geoffrey, y prosiguió: —Nivardo sabe bien cuán sensible era el corazón de su hermano, y comprenderá lo parecida a la agonía del huerto y a la noche en la mazmorra que fue este ataque infundado y despiadado contra él. En ello verá la coronación de espinas de Bernardo. No calléis nada. y contadle el beso de Judas que le dio Nicolás, su propio secretario. Decidle cómo este hombre pérfido robó el sello del abad, falsificó carta tras carta, en las que recomendaba a hombres inútiles para puestos importantes y de honor; denunciaba a abades valiosos, a obispos y a comunidades enteras y aconsejaba cosas tan temerarias e imprudentes que consternaron a la curia romana. Dile que hasta la fecha, todavía no conocemos el alcance que hayan tenido estas falsificaciones, pues el ingrato huyó con nuestro sello y el de su hermano. Y no olvides decirle lo paciente, sufrido y compasivo que fue Bernardo con este Judas, pues hasta el final, lo mismo que Cristo, le llamó amigo. El prior hizo una pausa, y contemplando a Geoffrey atentamente, añadió: —Dios casi arrebataba el juicio a sus santos antes de haberlos modelado totalmente. ¿Será ésa la lección que nos enseña el grito de abandono que se le escapó en el Calvario? Geoffrey no contestó. El prior hablaba de modo que parecía no aguardar respuesta alguna. Establecía los hechos en forma interrogativa. Al fin, Geoffrey, contemplando sus notas, dijo: —Es una carta de pésame bastante triste. Con un arrebato de cólera, el prior se volvió a él y exclamó: —Estamos escribiendo al hermano de Bernardo. Por sus venas corre la misma sangre que impulsaba el corazón de nuestro gran guerrero y santo abad. Nació del mismo padre y de la misma madre y aprendió en la misma dura escuela de Citeaux. Bernardo fue más que un hermano para Nivardo; fue también su padre espiritual. Por eso hay que decirle la verdad. Al leerla hallará el mismo consuelo que yo al dictarla: el consuelo en la verdad de que Bernardo recorrió la vía dolorosa coronado de espinas y cargado con la cruz; el consuelo del hecho de que nuestro abad siguió paso a paso las huellas de Aquel a quien tanto amaba.
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El prior se detuvo. Una mirada de determinación sombría se apreció en sus ojos. Sus palabras siguientes fueron lentas y deliberadas. —Y por si Nivardo se preguntara si el costado de su hermano fue abierto y traspasado su corazón, dile cómo Roma y cómo el Papa Eugenio (su amado hijo en años anteriores) se volvieron contra él a causa del cardenal Hugo. Relátale la estúpida historia de cómo fue elevado Hugo hasta la dignidad de cardenal desde la abadía de Tres Fuentes, y de cómo al resultar elegido para ocupar su puesto en la abadía su candidato, se volvió contra Bernardo con la furia de un demente, vertiendo en público y en privado toda clase de viles calumnias sobre el hombre que tanto le quería y le había guiado en los primeros años de su vida religiosa. No le ocultes que todo el mundo romano (incluso el mismo Pontífice) dio crédito al calumniador. Hazle saber que su hermano escribió al colérico e injusto cardenal, terminando su carta apologética y explicativa con esta frase: "En cuanto a lo demás, doy gracias a Dios por haber tenido la misericordia de privarme en vísperas de mi muerte de un consuelo que tal vez busqué indebidamente: la amistad del Papa Eugenio y la vuestra." Esa es la frase de un santo, Geoffrey. Es una resignación que acongoja los corazones. Bernardo amaba a sus amigos con generosidad extraordinaria. ¡Cuánto sufrió con aquella injusticia! —¿Debo decirle también lo de la reconciliación? —Si te parece, puedes hacerlo. Pero Nivardo ya es lo suficientemente viejo para saber que las amistades cicatrizadas siempre dejan señal. De lo que sí has de hablarle es de su soledad en los últimos años. Dile cómo la muerte del abad Suger hizo exclamar a su alma: "Me precedes, pero no te separas de mí, porque nuestras almas están atadas con lazos que no pueden desatarse ni romperse. Una persona tan querida nunca puede perderse para mí." Dile que la muerte del emperador Conrado y del abad Raynaud produjeron a su hermano una nostalgia del cielo que le hizo decir al saber que el Papa había ido hacia su recompensa: "Ven, Señor Jesús, ven." Geoffrey levantó la vista de las notas que tomaba precipitadamente, y preguntó:
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—¿No deberíamos decirle también el último viaje que su hermano realizó a caballo con la caridad de Cristo como acicate y la muerte a la grupa? —¿Omitirías algo de la Pasión de Cristo? ¡Díselo, sin duda alguna! Dile que los prelados y príncipes del reino que asediaban Clairvaux durante los últimos meses de vida de Bernardo buscando su bendición y su consejo de despedida, encontraron a un hombre con los ojos fijos en otro reino. Dile que su hermano, a pesar de haber dicho al obispo de Langres que había terminado con las cosas de este mundo, cuando llegó el arzobispo de Tréveris con las nuevas de que la ciudad de Metz estaba dividida en dos facciones hostiles, de que en la primera batalla habían resultado dos mil muertos y de que sólo el Mosela separaba los dos ejércitos, dispuestos a una nueva batalla que sólo una voz en toda la cristiandad podría evitar, un moribundo se levantó del lecho para montar a caballo y cabalgar las durísimas leguas que le separaban de Metz. Dile que luchó sin éxito durante todo un asfixiante día de verano; pero que durante la noche, los jefes de ambos bandos acudieron a su tienda, y la siguiente aurora pudo ver a los hombres de ambos ejércitos darse el abrazo de la paz. Dile que conseguida aquella victoria, su hermano cabalgó de regreso hacia el valle de la Luz para acudir a su cita con la muerte. —Y ¿qué le digo de su muerte? —Sólo el fin. Puedes decirle que durante meses sufrió verdaderos tormentos al no poder tomar ningún alimento y probar sólo un poquito de agua. Pero no olvides hacerle saber que su hermano dijo misa mientras pudo tenerse en pie. Dile después que la mañana del 20 de agosto le administramos los últimos Sacramentos, y cuando su hermano vio a la comunidad llorando, consiguió reunir fuerzas suficientes para darnos sus instrucciones finales, insistiendo una vez más en el consejo que siempre creyó necesario darle al mundo y que siempre fue norma de su vida. Dile que las palabras de despedida de Bernardo fueron: "En nombre de Jesucristo, os ruego que sigáis amando a Dios como yo os he enseñado." El prior apenas podía hablar de la emoción. El mismo Geoffrey hubo de sorber sus lágrimas antes de balbucir: —El último mensaje del amante fue un mensaje de amor.
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—Así es. Y su último acto, un acto de amor. Di a Nivardo que todos rogamos a su hermano que aún permaneciera un poco con nosotros, y que al oírnos, su hermano elevó sus hermosísimos ojos al cielo y dijo: "No sé ante quién debería ceder; si ante el amor de mis hijos que me apremian para quedarme, o ante el amor a mi Dios, que me lleva a El. Dejemos a Dios la decisión." Dile que Dios decidió en contra nuestra, y se llevó consigo el corazón de su amante, el gran corazón de Bernardo de Clairvaux. Firmad con mi nombre, pero añadiendo que ese nombre es el de un hombre que vive a oscuras en este valle de la Luz. Eso es todo, Geoffrey. Escríbelo todo claro y minucioso, pues Nivardo deseará conocer todos los detalles. Geoffrey reunió las notas, se levantó, se inclinó y dejó al prior con su soledad y su amor. * * * Poco más de veinte años después, el 18 de junio de 1174, el Papa Alejandro III enroló solemnemente a Bernardo en el catálogo de los santos, y publicó una Misa con Oficio compuesta personalmente por él en honor del nuevo santo. Desde entonces, el abad de Clairvaux ha recibido de la cristiandad diversos títulos. Para unos es "el doctor melifluo"; para otros, "el trovador de María". Algunos han llegado, incluso, a llamarle "el último de los Padres", por encontrar sus escritos muy parecidos a los de aquellos hombres colosales que siglos atrás ganaron en justicia el sobrenombre de "Padres de la Iglesia." Pero para nosotros, Bernardo será siempre el muchacho que se enamoró de Dios, el hombre que, decidiendo amarle sin límites, vivió esta decisión hasta el último instante de su existencia.
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CUARTA PARTE L O S  H E R MA N O S P E Q U E Ñ O S
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I
COLABORADORES EN EL SERVICIO DEL AMOR (BEATA HUMBELINA)
"El infierno nunca produce buen humor."
Te envidio, Guy. Acabo de hablar con Barba Morena, y me ha dicho que todo está dispuesto para tu boda con Humbelina. Te llevas un buen premio, una hermosa perla, una mujer como hay pocas. ¡Sí, hijo mío, te envidio! —Sospecho que no seréis el único que me envidie, excelencia. Creo que todos los nobles del ducado podrían decir lo mismo. Soy un hombre universalmente envidiado. Humbelina ha hecho de mi algo que nunca habría conseguido ser por mí mismo. —¿Qué es ello? —preguntó el duque de Borgoña con un gesto de curiosidad. —Me ha hecho famoso —contestó su sobrino, Guy de Marcy. —Sí, desde luego, te ha hecho famoso. Pero, a mi juicio, te ha hecho algo más. ¡Te ha hecho un hombre verdadero! En este año último has dado pruebas de más energía, más vida y más viveza que en toda tu vida. En realidad, empiezo ahora a tener esperanzas de que Humbelina llegue a hacer de ti un digno sobrino mío. Guy estaba acostumbrado a la brusca manera de hablar de su tío, y comprendía los raros cumplidos que el duque solía prodigar. Por eso, la aspereza de su voz al pronunciar las palabras "digno sobrino mío" le indicó que su tío estaba francamente satisfecho de él, de Humbelina y, sobre todo, de sí mismo. Aprovechando la ocasión, tuvo la audacia de preguntarle: —¿Se puede saber por qué bramabais ayer cuando estuvieron aquí Jaime y su hermano? —¿Bramar? —interrogó Hugo, clavando una mirada de acero en su sobrino—. No bramaba. Hablaba de tu futura con esos insen224
satos. ¡Me sacan de quicio las gentes incapaces de ver más allá de sus narices! ¿Querrás creer que nadie alaba a Humbelina más que por su belleza? —¿No voy a creerlo?... Lo extraño sería que alguien que no fuese ciego dejara de cantar alabanzas a su hermosura. ¡Es la admiración de todo el ducado! Sus ojos son como estrellas. Poseen una luz sólo igualada en las más refulgentes esferas celestiales. En su cabello oscuro brillan los reflejos de la luz. Su rostro podría hacer más estragos que el de Helena de Troya... —¡Por favor, basta ya de decir tonterías! —tronó el duque, fastidiado—. ¡Ya sé que es bellísima, y conozco las historias de Helena de Troya, de Cleopatra y de la reina de Sabe! Y si eso es sólo lo que ves en tu novia, eres tan estúpido como Jaime y su hermano y tan torpe de ingenio como ese buey de Benito, que creyó haber dicho la frase más extraordinaria del mundo al decir: "Su cuello es como el de un cisne." ¡Tú tienes que ver algo más hondo, muchacho! Humbelina es una belleza. Eso nadie puede regarlo. Pero en el mundo hay incontables mujeres hermosas. No son los ojos, los dientes, la piel, los labios, ni el cabello (a pesar de ser todos excepcionales en ella) los que hacen de Humbelina el tesoro que es. ¡No!... Ni tampoco su hermosísima voz. Y si todo lo que tú eres capaz de ver y decir es lo que acabas de expresarme, no debería darte mí consentimiento para casarte con ella.. El ex abrupto ducal dejó asombrado a Guy. El duque Hugo II con frecuencia parecía gruñir en vez de hablar, y por debajo de sus cejas espesas y enmarañadas, sus pupilas despedían llamaradas; pero su sobrino le conocía lo suficiente para darse cuenta de que su carácter había adquirido nuevas profundidades con respecto a Humbelina, por lo cual, y no sin cierto temor, le preguntó: —¿Qué queréis decir, tío? —Quiero decir que te vas a casar con una mujer. ¿Me oyes y me entiendes? ¡Con una mujer! No con una linda damisela simplemente. Humbelina de Fontaines tiene espíritu, tiene fuego, tiene alma. Y eso es lo que la convierte en la extraordinaria belleza que es, y no sus ojos, sus mejillas y sus dientes, por hermosos que sean. Yo la he visto cruzar entre zarzas y espinos que hubiesen hecho dar un rodeo al más bravo caballero. La he visto saltar los más difíciles obstáculos, caer y levantarse con la agilidad y 225
despreocupación de un guerrero, ¡y llegar a la batida!, cosa que no podría decir de todos los hombres. ¿Empiezas a comprenderme? Humbelina de Fontaines tiene personalidad. Y eso, para mí, significa mucho más que una cara bonita. Guy se emocionó oyendo aquel bosquejo del carácter de su prometida hecho por el duque en tono colérico, y no pudo evitar hacer, sonriendo, este comentario: —Está bien, excelencia. Podemos llamarla Diana, la diosa cazadora. —No la llames nunca más que Humbelina —volvió a gruñir el duque—. Las diosas y las heroínas de la literatura nunca vivieron realmente, y tu Humbelina es de carne y hueso. ¡Y, además, te lo aseguro, tiene talento! Una vez la oí discutir con su hermano Bernardo, y quedé sorprendido. —¿De su ardor? —¡No! —tronó el duque—. ¡De la fuerza dialéctica de su lógica! ¡Tiene el talento de dos hombres y medio! Lo cual me proporciona otro motivo de alegrarme por ti. —¿Queréis decir que suplirá mis deficientes intelectuales?, ¿no? —¡Exactamente! Si después de tantos años de cortejarla sólo puedes entusiasmarte con su cutis o su porte, no hay duda de que necesitas una mujer con seso. ¿No sabes que lo importante en una mujer es su carácter y no su cutis?... Fíjate en sus ojos. Puedes ver en ellos, si así se te antoja, las estrellas; pero luego contémplalos más profundamente, y mira, si puedes ver a través de ellos, en lo profundo de su alma, la luz de su cirio bautismal... Fíjate en sus labios. Puedes ver en ellos el tono de rubí de la rosa bermeja; pero si los miras con atención, descubrirás que, además de bellos, son firmes, y averiguarás cuántas veces se enrojecen con el rubí de la sangre de Cristo. Admira, si ello te place, el reflejo de sus negros cabellos, pero encuentra en ellos el halo de la santidad, que muy bien puede ajustarse en su torno. ¡Y no el de la piedad femenina, sino el de la auténtica santidad! En otras palabras, Guy: averigua si tu prometida es una mujer. Averigua sí la dama de tus pensamientos posee la verdadera belleza: la belleza procedente de una fuerte personalidad, de un alma pura como la azucena y de un carácter valeroso. La belleza no reside en la piel, hijo mío, pues la piel se 226
aja, se marchita y se cuartea. En cambio, la mujer que posee un carácter firme dispone de una belleza inextinguible y siempre susceptible de aumentar. ¡Así es Humbelina de Fontaines! —Muchas gracias, querido tío —dijo Guy, levantándose—. Me habéis dicho muchas cosas, ignoradas por mí hasta ahora. ¡Cosas sobre vos mismo que muy pocos conocerán! —¿Qué insensateces dices, Guy? ¡Sólo he hablado de una de las personas más ilustres del ducado: de tu futura esposa! —Y yo os he escuchado con toda atención. Pero también me habéis dicho muchas cosas acerca de vos mismo. Y ahora permitidme deciros algo de Humbelina que tal vez ignoráis. Dice de sí que es más un garzón que una doncella, pues ha vivido una vida encantadora de travesuras varoniles. Siendo la única hembra de la familia, se vio obligada a vivir como un mozuelo, cosa que al mismo tiempo le hizo adquirir más coquetería femenina de la que las muchachas adquieren normalmente en toda su vida. Según Humbelina, pasó la mitad del tiempo de su niñez deseando ser varón y la otra mitad lamentando no ser del todo femenina. Ahora mismo confiesa una gran soledad, pues asegura que sólo una mujer puede comprender a otra mujer, y que si su madre no hubiera sido para ella tanto una amiga como una madre, su existencia habría transcurrido en terrible soledad. Dice que Bernardo fue siempre muy comprensivo, pero lo dice moviendo la cabeza para añadir: "Hasta los muchachos más varoniles acaban por buscar una mujer cuando tratan de ser comprendidos del todo." —Su madre fue una mujer notable por todos conceptos. —Lo sé. Y creo que Humbelina ha heredado la mayoría de sus magníficas cualidades. Habéis hablado de personalidad, y teníais razón. Humbelina tiene osadía, arrojo, decisión y algo más, tío. Tiene una conciencia de Dios que me asusta y avergüenza. —¿Cómo has dicho?... ¿Qué es eso que tiene? —preguntó el duque, ceñudo. —Ella lo llama conciencia de Dios, y yo acepto el término. Habla de Dios con tanta naturalidad y facilidad como vos y yo pudiéramos hacerlo de un torneo. Dice que su madre educó a sus hermanos y a ella en una atmósfera en la que se respiraba la Divinidad. Y, por cierto, le sorprendió mucho que yo me sorprendiera. Creía que todas las madres católicas hacían lo mismo que la 227
suya. ¿Comprendéis por qué digo que me asusta y me da vergüenza?... Vos habláis de la superficialidad de los hombres respecto a la belleza de las mujeres; yo he aprendido de Humbelina la superficialidad de la mayoría de nosotros respecto a algo mucho más importante: la belleza de Dios. —¡No empieces, Guy! Tescelín habla de esa manera muchas veces, y cuando lo hace me siento perdido. No sé..., me parece que dice cosas que escapan por completo a mi comprensión, aun cuando no debiera ignorarlas...; es un sentimiento raro, como de inferioridad. —Me alegro oíroslo decir, tío, pues creía ser el único en experimentar esa sensación de inferioridad y de vergüenza. Entonces, ¿también su padre habla familiarmente de Dios? —Con tanta intimidad y tanta sencillez, que uno se siente casi pagano a su lado. —¡Yo que pensaba que no era sino una expresión de piedad femenina! —¿Ya empiezas otra vez? ¡Qué superficialidad! En primer lugar, debo decirte que en Humbelina no existe nada que merezca ser motejado despectivamente de "femenino". ¡A ver si te enteras de una vez! Su carácter, su pensamiento, su voluntad, su corazón y todo, en fin, es en ella de mujer heroica. En cuanto a su belleza física, es tan sorprendente, que calificarla simplemente de "femenina" seria menospreciar una de las más hermosas obras de Dios. En segundo lugar, la piedad auténtica (que no es sino volverse filialmente hacia Dios, o tener "conciencia de Dios", como tú lo has llamado) no tiene nada de femenino. Al contrario, ¡podría y debería ser la base y el coronamiento de nuestra masculinidad! —Pero no lo es —replicó Guy con calor. —Ya lo sé. Pero eso no prueba que la piedad auténtica sea atributo femenil, sino que tú, yo y los demás no somos verdaderos hombres. Pero me temo empezar a parecerme a Barba Morena. Ya está bien por hoy. Vamos, hijo mío, bebamos por la joven que ha sido y sigue siendo un bravo mozo, por la mujer que tiene tanto temperamento varonil y por tu futura esposa, que te convertirá en digno sobrino del duque Hugo II de Borgoña.
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Dicho lo cual, escanció con liberalidad en las altas copas y bebió con fruición. Cuando Guy hubo terminado de beber y depositó su copa sobre la mesa, el duque añadió: —Y no olvides nunca, hijo mío, que la verdadera belleza no es la que está a flor de piel. ¡Y así me comprenderás cuando vuelva a decirte que tu Humbelina es una belleza!
Agridulce.
El duque y su sobrino creyeron haber hecho un análisis sagaz del carácter de Humbelina, cuando, en realidad, sólo habían acertado a rozar algunos aspectos. Ciertamente, Humbelina era mejor jinete que muchos caballeros y podía participar con la mayor destreza en las más violentas partidas de caza. Ciertamente, también, había sido en su infancia y adolescencia un verdadero mozo travieso, sin poder evitarlo. Era la única niña entre seis varones: tres mayores que ella —Guy, Gerardo y Bernardo— y tres más chicos —Andrés, Bartolomé y Nivardo—. Con ellos tenía todas las ventajas y todos los inconvenientes de estar en medio: unos y otros la miraban de arriba abajo y de abajo arriba. Más de una vez, sus hermosos ojos se anegaron en llanto cuando alguno de los hermanos la rechazaba diciendo: "No puedes jugar con nosotros. Este es un juego de hombres, y tú eres una niña." En cambio, ¡qué suprema delicia cuando la invitaban a ser "la reina de un torneo" o escuchaba a su padre amonestar a los muchachos diciéndoles: "Los caballeros han de inclinarse siempre ante las damas"! No es extraño que Humbelina calificara de traviesos y revoltosos sus primeros años. Con mucha más frecuencia había utilizado en ellos para jugar una lanza de soldado que una muñeca y preferido montar a caballo que jugar a las casitas. También era cierto que aquella participación en los juegos y los asuntos de sus hermanos, que iban haciéndose hombres, influyó en su temperamento adolescente. Pero el duque y Guy rozaron superficialmente lo que de manera más honda y perdurable influyó en el carácter que tanto admiraban. Alice de Montbar fue quien proporcionó sus mayores bellezas espirituales a su hija al enseñarle como madre prudente las dos virtudes más excelsas de una mujer: la sencillez y la modestia.
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Lo que el viejo y gruñón Hugo admiraba realmente —sin saberlo— en Humbelina era la sorprendente mezcla de fortaleza y dulzura, de temeridad y falta de artificio, de gentileza y competencia que en ella se daba. La mujer fuerte esbozada en su dulce candor era lo que prestaba elocuencia a aquel viejo guerrero para expresar su admiración. Y aquella mujer fuerte había sido formada por la prudencia de una madre ejemplar. De haber podido escuchar la conversación que tenía lugar en el castillo de Fontaines al mismo tiempo que ellos apuraban sus copas, habrían podido aprender mucho. Tescelín habla dicho: —Vaya, vaya, cómo crecen las reinecitas, ¿verdad, Humbelina? A lo que obtuvo una respuesta encantadora: —Pero no para aquellos de quienes siempre fueron reinecitas. —Lo cual quiere decir... —Que mientras yo viva seguiré siendo tu reinecita. Para todos los demás he crecido, y ya no me pueden llamar pequeña. Mas para ti, padre, y cuando estén contigo, sólo quiero ser tu reinecita, como siempre. —Eso, hija mía, es una fantasía agridulce. El hecho innegable y duro es que has crecido, y debes ocupar tu puesto en el mundo de los adultos. —Sí, el tiempo corre, eso es verdad. Ya sé que soy una mujer y lo que eso significa. Pero lo mismo que siempre seguiré siendo tu hija, quiero seguir siendo tu reinecita. Dicen que todo cambia, y eso no es cierto. Hay cosas que jamás podrán cambiar. Yo, por ejemplo, seré hasta la hora de mi muerte una hija de Dios y una hija de Tescelín el Moreno. —Lo dices con cierta tristeza, reinecita... ¿Qué te ocurre? Nada, padre... Pero la palabra que acabas de emplear es exactamente un resumen de mi vida. —La palabra... ¿Qué palabra? —"Agridulce" —dijo Humbelina con sonrisa pensativa—. ¡Hay tan pocas, tan poquísimas cosas que sean totalmente dulces o totalmente amargas!... La muerte de mi madre, por ejemplo, fue muy amarga; y, sin embargo, ¡qué dulzura me proporcionó cuando 230
te dedicaste a mí por completo! De no haberse llevado Dios a madre, nunca te hubiese podido conocer como te conozco, pues nunca hubieses sido para mí (ni yo para ti) lo que hemos sido el uno para el otro. Por eso debo pensar que incluso la muerte es agridulce... Lo mismo pasó con la ausencia de Bernardo. Fue amarga, muy amarga. ¿Recuerdas cómo me entristeció? Nunca supe cuánto quería a mi Ojos grandes hasta que se encerró en Citeaux. Pero ha llegado a ser abad de Clairvaux, y tiene con él a mis otros hermanos trabajando exclusivamente para Dios. Sólo de pensarlo me estremezco. Ahora, padre, como has dicho, debo ocupar mi puesto en el mundo de los mayores. Me voy a casar con un hombre leal y que me adora. Creo que yo también le quiero de verdad, y, a pesar de ello, el pensamiento del matrimonio resulta agridulce también. —¿Por qué, Humbelina? —preguntó Tescelín con ansiedad. Y recibió el más dulce tributo de su vida cuando su hija se dirigió hacia él, y rodeándole el cuello con sus brazos, apoyó la cabeza sobre su pecho como un niño pequeño, diciendo con sencillez: —Por ti. Tescelín estaba conmovido. De nuevo Humbelina era su reinecita. Por un momento descansó su mejilla curtida sobre la cabellera negra en que danzaban los reflejos dorados de la luz. Le pareció demasiado hermoso sentir sobre su corazón aquella cabecita. Después de un rato se incorporó, y, respirando profundamente, habló de este modo: —No debes pensar tanto en mí, reinecita. Yo no estaré solo. Tengo mi trabajo, mucho trabajo. Y, además, no debes repartir tu corazón. ¡Sé exclusivamente y por completo la esposa de Guy de Marcy, y deja de ser la reinecita del viejo Barba Morena! Humbelina no se movió, y preguntó, cariñosa: —¿Acaso los leopardos pueden cambiar las manchas de su piel? —No —respondió Tescelín, levantando la cabeza de su hija para mirarla a los ojos con fijeza—, y por eso mismo quiero que seas fiel a ti misma. Siempre fuiste valerosa. La vida tiene muchas zarzas y setos muy profundos. Lánzate a ellos como siempre lo hiciste, con valentía, con audacia, con la vista bien fija en la pieza 231
que persigues. No tengas miedo. Ahora empieza una nueva vida para ti, Humbelina, y el pasado debe desaparecer. —No tengo miedo, padre... Y al decir esto con voz suavísima, dos cristalinas lágrimas temblaban en sus largas y sedosas pestañas negras. —Es que me preocupo por ti —continuó—. ¿Qué te queda en la vida? Tu esposa se fue con Dios. Tus hijos han entrado en Religión. Ahora yo tengo que casarme e irme. No me parece bien. No lo encuentro justo. —Ven, hija, vamos a sentarnos —dijo Tescelín, conduciéndola delicadamente hacia un asiento. Una vez que hubo aproximado otro para sí, le tomó ambas manos con dulzura y dijo: —Mira, reinecita, voy a hacerte una confesión. Tú tienes veintidós años. Cuando me casé con tu madre ella tenía dieciséis. —Era demasiado joven. —Ya lo sé; pero ello no lo lamentó nunca, ni yo tampoco. En cambio, ahora me pregunto si habré sido egoísta con respecto a ti. —¿Tú egoísta?... ¡Qué ocurrencia! —Espera, reinecita. ¿Sabías que tu mano me fue pedida el mismo año que murió tu madre? —No. —Pues lo fue, y no accedí a concederla. —¡Cuánto me alegra que lo hicieras! Imagínate lo que habrían sido para ti los últimos cinco años si hubieses llegado a consentir en mi boda. —Eso es precisamente lo que pienso. Y por eso temo haber sido egoísta. —No, padre, nada de egoísta. Fuiste considerado conmigo, eso es todo. ¿Sabes la pena que habría sido para mí no poder permanecer junto a ti estos cinco años?... Tu negativa fue una amabilidad y una consideración para conmigo y nada de egoísmo. Tescelín sonrió. —Hija mía —dijo—, tienes el don de presentar las cosas de una manera tan hermosa... Mi viejo corazón desearía que cuanto dices fuera cierto; pero mucho me temo sea tan sólo un reflejo de tu mente delicada y sensible. En fin, ahora puedo afirmar que 232
pienso en ti exclusivamente. Tienes veintidós años, y has de casarte este año. Es mi deseo, y estoy seguro también de que es la voluntad de Dios. —Sí, padre, y yo también lo estoy de que estos cinco años fueron voluntad suya, igualmente. Madre insistía siempre en que para Dios no hay casualidades. Lo que nosotros llamamos tan tontamente "accidentes" no son sino una parte de su sapientísimo plan providencial. ¡Y fíjate lo bueno que es! Si me hubieras casado, como dices, en 1110, ¡cuánta tristeza habría habido por todas partes! No creo que sin la certidumbre de que yo te consolaría de su ausencia, mis hermanos hubiesen tenido valor para seguir su vocación. Tescelín le apretó las manos con sentimiento: —Es cierto, reinecita; ¡no sabría decir cómo me consolaste! ¡Qué hermoso corazón tienes, hija mía! Con él has llenado los vacíos causados por la muerte y por las vocaciones religiosas. Has sido a la vez Alice y Humbelina, Guy y todos tus otros hermanos. ¡Muchas gracias, reinecita! Humbelina quedó aterrada por el tono de su padre. No era hombre comunicativo, y aquella emotiva expresión de afecto y gratitud la sorprendieron. Advirtió un raro temblor en su voz y con su rápida intuición de mujer comprendió que debía calmar la tempestad antes que se apoderase del alma vigorosa del viejo guerrero. Y devolviéndole la cálida presión de sus manos, dijo: —Dale las gracias a Dios y no a mí, padre. El hizo mi corazón; yo me limito a usarlo... Por cierto, me hace recordar a madre. Un día la oí hablar con la duquesa. Por lo visto, su alteza opinaba que tanto yo como las demás niñas deberíamos aprender la humildad a fuerza de que nos dijeran que éramos feas y raras. Madre soltó aquella risa suya tan musical, y repuso: "Hay espejos, duquesa, y yo prefiero que mi hija, al mirarse en el suyo, vea las hermosísimas facciones que Dios le ha otorgado y haga una acción de gracias por tal don, a que, al hacerlo, encontrara en el fondo del espejo el rostro de una embustera: ¡su propia madre!" La duquesa no estaba de acuerdo. Insistía en que se me debla decir que tenía el pelo tieso y horroroso y una pequeña mancha en el ojo derecho para evitar que me hiciera presumida. Al oírla, madre no se echó a reír, y le preguntó tranquilamente: "Y ¿qué pensará de mí mi hija 233
cuando averigüe la perfección de sus ojos y la belleza de su cabello negro? ¿No le parecerá extraño que una maestra de virtud carezca de ella? ¿No consideráis una táctica más firme y un camino más seguro para llevarla hacia la humildad exclamar: Humbelina, hija mía, ¡qué cabello tan hermoso te ha concedido Dios! ¡Sin duda se apoderó del brillo de las estrellas para dárselo a tus ojos! No te canses de darle gracias y gracias por estos dones. Ya sabes que eres hijita suya." Desde mi escondite detrás de la puerta, pude ver la cara de la duquesa. Tenías que haberla visto abrir los ojos y la boca como platos cuando madre empezó a alabar mi cabello y mis ojos. Por poco se desmaya. Pero cuando concluyó de hablar, la buena duquesa suspiró profundamente, y dijo: "Alice, me habéis enseñado una hondísima verdad cristiana. Os lo agradezco. Nunca lo olvidaré." Tescelín soltó una breve carcajada ante la perfecta imitación de la duquesa adoptando una actitud majestuosa, que hacía Humbelina. —Es una mujer sincera. No todas hubieran admitido la lección. —Sí —sonrió Humbelina—, es una mujer sincera, y la sinceridad es verdadera humildad. Tú sabes que madre me enseñó a conciencia. Yo podría haber sido una criatura mimada, caprichosa y descarada. ¡Figúrate! Con los cariños que mis hermanos y tú me prodigabais y los elogios que me tributaban nuestros visitantes... Creo haber pasado ya la edad de las vanidades tontas, y veo lo sabia que fue madre al decirme siempre la verdad y hacerme agradecer todo a Dios. ¡Cómo me hizo aprender esa lección de que antes, ahora y luego he sido, soy y seré la niña de Dios! —Me hace gracia contemplarte y oírte decir "niña", Humbelina. —Eso es porque no ves mi corazón, padre. Ya sé que tengo la apariencia física de una mujer; pero en el fondo sigo siendo "la pequeña Humbelina". ¿No crees que en el corazón seguimos siendo niños siempre, padre? —En cierto sentido, sí. —A mí me parece que se debe a que dentro del corazón llevamos un niño eterno, que nunca envejece: el hijo de Dios. Por eso me gusta tanto el Padrenuestro.
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—Y por eso te quiero yo con toda el alma, Humbelina. Porque tienes algo eternamente joven. Tal vez, como tú dices, sea la niña asomando a los ojos de la mujer madura. Sea lo que sea,. ¡que siempre siga así! —Amén —contestó su hija con una sonrisa—. Y ahora, viejo Barba Morena, vámonos a dormir. Mañana será un día muy ocupado. Y no olvides que la esposa de Guy de Marcy seguirá siendo siempre tu reinecita. —No lo olvidaré. Y la inefable sonrisa de Tescelín fue como una bendición.
Una rendición costosa.
Seis años más tarde ocurría una escena muy semejante a la que acabamos de relatar; pero el puesto de Tescelín era ocupado por Guy de Marcy. Humbelina y él hablaban de Isabel, la esposa de Guy, el hermano mayor de Humbelina, a la sazón Superiora del convento de Jully. —Ha sido feliz —decía Humbelina—, muy feliz. —Lo dudo —contestó Guy, incrédulo. —Yo lo sé ciertamente. La he visitado muchas veces, y una mujer sabe bien cuándo otra dice la verdad o la finge. Ya sé que hay muchos que dudan de su felicidad. Creen que fue más o menos obligada a ingresar en el convento al marcharse mi hermano a Citeaux. —¿Puede extrañarte, Humbelina? Era esposa y madre. Lo cual no me parece el noviciado más apropiado para meterse a monja. —¡Por favor, Guy! Sólo los hombres y las mujeres superficiales pueden hablar así. Los hombres, porque no conocen el corazón de la mujer; las mujeres superficiales, porque se desconocen a sí mismas. Precisamente, los años que fue esposa y madre la prepararon como ninguna otra cosa podría haberlo hecho para lo que es ahora: una Superiora de verdad, perfectamente comprensiva y auténticamente compasiva. Hay ciertos recovecos del amor que sólo pueden proceder de quienes sintieron el frío que nos paraliza al hacer una rendición total. Isabel, como esposa y como 235
madre, conocía esos recovecos y esa total rendición amorosa. Estoy convencida de que ésa fue la manera en que Dios quiso prepararla para su posición actual. Ahora es madre de muchas vírgenes. De no haberse casado con mi hermano Guy y de no haberle dado dos hijas, estoy segura de que se limitaría a ser la Superiora de una comunidad sin llegar nunca a ser una madre como lo está siendo. —Eso puede ser cierto para sus inferiores, Humbelina. Pero, ¿y ella? ¿Crees que en el fondo de su alma puede estar satisfecha? —Antes de contestarte, Guy, déjame preguntarte a mi vez. ¿Para qué hemos sido creados? —Para ser felices, Humbelina. Para serlo en ésta y en la otra vida. No simpatizo con quienes reservan toda la felicidad para la otra vida. Convierten a Dios en un torturador. Es algo como decir que nos ha rodeado de belleza, nos ha concedido capacidad casi infinita para el placer y apetito insaciable de regocijo, sólo para que renunciemos a todo ello, lo neguemos o nos privemos absolutamente de ello. ¡No es sensato! No. Yo sostengo que Dios me creó para ser feliz en este mundo y disfrutar una felicidad mayor aún en el otro. —Ya veo que mi pregunta la habías contestado antes de ahora. —Sí, muchas veces. Es un tema que desata mi elocuencia. Estos días se respira en el aire de la corte un veneno curioso, Humbelina. Los hombres hablan como si no fuésemos otra cosa que abismos de iniquidad; como si nuestros cuerpos fuesen viles y no supiéramos más que pecar. ¡Hasta he oído decir a alguien que el matrimonio era una invención diabólica!... Por lo que he colegido, el veneno procede del Sur. Yo creo que el Languedoc y la ciudad de Albi, sobre todo, es el foco pestilente. He oído acusar a tu hermano Bernardo y a todos los cistercienses de seguidores de esta maldita doctrina. Uno de los señores dijo que las austeridades de Citeaux y Clairvaux no son sino una forma atenuada de lo que practican los "perfectos" de esa secta. Luego puntualizó el parecido citando la despreocupación que Bernardo siente por su cuerpo y su desprecio a todos los deseos naturales. Era un argumento asombrosamente convincente, y estoy seguro de que impresionó a 236
muchos. Ahora, dentro de nuestro propio círculo, son numerosos los que hablan como si nunca hubiéramos de permitimos el más leve placer corporal, de aceptar una sola migaja de consuelo de las criaturas ni gustar siquiera la menor satisfacción humana en esta vida. Insisten en que esto es un destierro y que toda la felicidad está reservada para el cielo. ¡Si, incluso, el suicidio es un acto santificante para algunos! Y ese señor que he mencionado hace un momento dijo que tus hermanos y todos los cistercienses no hacían sino suicidarse lentamente. ¡Es horrible! ¡En qué monstruo convierten a nuestro Dios! Para tratar de orillar estas dificultades, echan la culpa del todo al demonio. Lo cual sólo sirve para empeorar las cosas, pues equivale a igualar a Lucifer con Dios, negando así la supremacía divina y haciendo que prácticamente sean dos los dioses. Pero... Perdona, Humbelina, me estoy exaltando. Humbelina se sintió satisfecha de aquella confesión repentina. —No sabía que mi esposo fuese tan buen orador... Tienes razón, Guy. Dios nos creó para ser felices en ésta y en la otra vida. Ha sido lo suficientemente bondadoso para proporcionarnos un placer con el uso debido de cada uno de nuestros sentidos. El color deleita la vista, la melodía el oído, el terciopelo agrada al tacto, el perfume de las rosas al olfato..., y así sucesivamente. La vida sería una agonía y el suicidio la única solución recomendable si Dios sólo nos hubiera creado para ser felices aquí, no proporcionándonos los medios para serlo. No tienes más que ver lo delicioso que nos resulta a ti y a mí estar sentados aquí tranquilamente, cambiando impresiones. En efecto, el placer que el debido uso de nuestras facultades de cuerpo y de alma puede proporcionarnos es inmenso. Siento una gran alegría al vemos de acuerdo en que Dios nos haya creado para la felicidad, porque así ya puedo hacerte una pregunta más profunda... A tu juicio, ¿qué produce mayor felicidad, adquirir para sí o dar a los demás? —Te estás volviendo muy sutil, Humbelina —dijo Guy, tornándose humorísticamente suspicaz—, y temo trates de ponerme una trampa. Empezamos por discutir la postura de Isabel... —Ahí es justamente a donde voy a parar —le interrumpió su esposa—. Pero antes quiero cerciorarme de que tus podencos siguen el rastro auténtico antes de dejarles adentrarse más.
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—Está bien. Te haré perder el rastro contestándote que no comprendo poder dar a los demás sin adquirir para mí. Te pondré un ejemplo. Una gran parte de la felicidad de mi vida consiste en hacer brillar de dicha tus ojos. ¡No hay nada que pueda compararse a eso! Yo quería y quiero hacerte feliz, muy feliz, es cierto; pero al conseguirlo, he logrado y logro mi mayor felicidad. Por eso, ya ves que nuestra mayor generosidad puede ser, a la vez, un refinadísimo egoísmo. ¿Qué te parece? —Que estás confundiendo un poco los términos. Pero voy a aceptarlos por el bien de nuestra discusión y a decir que el sacrificio, el sacrificio auténtico, no es sino un egoísmo en su forma más exquisita. —También yo lo acepto —dijo Guy no sin cierto recelo, pues sabiendo que Humbelina, por tener la obsesión de vivir una vida exenta de egoísmos y ser generosa sin egoísmo también, nunca habría aceptado sus términos de no haber mirado más lejos que él. Por eso, esperó con vivo interés su réplica. —¡Pues ya tenemos la pieza! Y tú, con tu propia lógica, has de admitir que Isabel de Forez posee la felicidad más grande de la tierra, ha sido la más egoísta, más sabia y más astuta y ha obtenido mucho más que la mayoría de las mujeres, ¡sencillamente por sacrificar más que ellas! ¡Bravo, Humbelina! —exclamó Guy, aplaudiendo—. Me has dejado cavar mi propia trampa y caer como un incauto en ella. Lógicamente debo admitirlo. Pero psicológicamente... —¡Ya empiezas otra vez con distingos! No, no, querido Guy. No juguemos con las palabras. Hemos tocado una verdad y hemos de discutirla con toda sinceridad. Si para ser feliz es menester dar, para ser más feliz hay que dar en abundancia; para obtener la felicidad suprema ha de entregarse todo absolutamente. Por eso, Isabel de Forez es la más feliz de las mujeres. Dio más que nadie. ¡Lo dio todo! Entregó un hogar, un esposo, unas hijas y una vida. No se reservó nada para sí. Su rendición fue absoluta. Y por lo que tú estimas sutil contradicción, ha recibido más que nadie. En este momento, ¡lo posee todo! No es una contradicción, sino una de las paradojas de Cristo y una de sus promesas cumplidas. El grano de trigo ha de morir; y si queremos salvar nuestra vida, hemos de perderla. Yo misma, Guy, lo he experimentado en mi propia vida... 238
—¿Cómo? —Durante nuestro primer año de casados nos divertimos mucho, ¿verdad? Siempre teníamos invitados y asistíamos a muchas fiestas. Viajábamos por todas partes. Éramos como dos niños alborozados. Gastamos muchísimo. Parecía que estuviésemos dispuestos a sobrepasar al resto del mundo por todos los estilos... —¡Y lo hicimos! —interrumpió Guy—. Por lo menos, tú, Humbelina, pues todos te proclamaban la dama más bella y más elegante del ducado. Me sentía orgulloso de ti. —Pues yo ahora me avergüenzo de ello. Pero como iba diciendo, nos divertimos muchísimo. Negarlo seria una estupidez. Me gustan las galas y tú me las prodigabas. Sentía la admiración de los hombres y la envidia de las mujeres, y me alegraba por ti. Yo creo que, en realidad, tú obtuviste tanto placer (por no decir más) que yo misma de todo mi lujo. La vida social que hacíamos era deliciosa. Yo me sentía embriagada. Me encantaba lo hermoso que era todo. ¡Nos mantenía tan vivos! Indudablemente, fue un año excepcional de placer, pero una vez transcurrido, ¡sentí la felicidad! Y yo encuentro que la diferencia entre placer y felicidad es casi infinita. —¿Qué quieres decir? —Que nuestro placer era puro egoísmo. Vivíamos exclusivamente para nosotros. Los demás nos importaban sólo por lo que pudieran interesarnos, divertirnos o proporcionarnos nuevos conocimientos. Éramos un par de chiquillos alborotados en busca de emociones, sedientos de placer. Bernardo dice que eso era inevitable en el primer año, e Incluso conveniente para nosotros y para nuestras amistades. Tal vez esté en lo cierto. Pero yo sé que entonces sólo teníamos el placer y ahora tenemos la felicidad. Aquél se queda en la superficie de los sentidos; ésta, cala hasta lo más profundo del alma. La gente solía hablar de mis vestidos y de la ilimitada generosidad con que tú me autorizabas a adquirirlos. ¿De qué hablan ahora? —A decir verdad, Humbelina, ahora hablan mucho menos de nosotros. Cuando dejamos de hacer esa vida alborotada como tú dices, y dedicamos toda nuestra atención a los pobres, también se habló de nosotros. Muchas de las damas principales te imitaron, 239
porque creyeron que tratabas de introducir una nueva moda en la alta sociedad del ducado y no querían quedarse atrás. Pero cuando persististe en tu labor y pasó para ellas la novedad, nos criticaron a ti ¡y a mí! Hoy ya no hablan. Ni alaban ni condenan. Pero a mi juicio, admiran y envidian, aunque no sean capaces de comprender del todo. Los caballeros y las damas de edad hacen de vez en vez un comentario que resulta muy grato al oído. El otro día mismo me decía una dama viuda: "Vuestra esposa será tan bendecida como su madre." Esto fue para mí el mayor elogio. —¿Prefieres eso a que me sigan llamando la dama más elegante del ducado? —preguntó Humbelina con una sonrisa. —¡Cien veces! —Bueno, pues ahí tienes probada mi tesis. En estos últimos cinco años hemos hecho sacrificios, hemos sacrificado mucho: Y si los grandes han dejado de hablar de nosotros, los humildes han comenzado a hacerlo. Ayer mismo, al salir de la choza de un mendigo, el pobre viejo levantó la cabeza y me dijo: "¡Que Dios bendiga el generoso corazón de vuestro esposo!" Aquellas palabras fueron para mí la mayor alabanza que he escuchado sobre tu persona, incluidas las de tu gruñón y adorable tío, el duque Hugo. Guy sonrió complacido y exclamó: —¡Por Dios, Humbelina, que me estás haciendo caer en la cuenta de una cosa! Empiezo a creer que tienes razón. Estos cinco años hemos sido felices y esa felicidad se ha derivado de hacer felices a los demás. Veo lo cierto de tu teoría al mirar profundamente dentro de mi corazón. No se me ocurría calcular el gasto cuando te dedicabas a comprar vestidos, porque me encantaba vértelos lucir. Cuando comenzaste a pedirme iguales cantidades o mayores para vestir a los pobres, debo confesarte que sentí secretamente ciertos recelos. Pero como ver brillar de felicidad tus ojos al entregarte las sumas era para mí recompensa más que suficiente, el recelo se disipó. SI, tengo que admitirlo. Cuando más feliz he sido es cuando más placer he proporcionado a los demás. —Bueno, y ahora, ¿querrás dar un paso más conmigo? —le preguntó Humbelina, acercando su asiento a la mesa. Guy se inclinó hacia adelante, apoyó ambos codos sobre la mesa y repuso: 240
—Si me enseña tanto como los que acabamos de dar, encantado. —¿Eres capaz de admitir que entre el dar y el recibir existe una proporción estricta, según la cual, cuanto más nos cueste el dar será mayor la felicidad y la satisfacción que recibamos al haber dado? ¿Admites que cuanto más grande sea el sacrificio mayor será la recompensa? —Eso hay que pensarlo mucho. —No, no tanto —dijo Humbelina con rapidez—. Vamos a sacarlo de las líneas generales y de lo abstracto fijándonos en casos reales. Vamos a hablar otra vez de Isabel de Forez. Ella probará mi tesis. Dime, Guy: ¿tienes miedo a la muerte? Su marido se sobresaltó. La pregunta había sido tan inesperada, que se le paralizó el pulso un instante. —¿Miedo a la muerte? —repitió más tranquilo después de una pausa—. Pues... sí, Humbelina, le tengo un poco de miedo. Creo que el mismo que todo el mundo... —¿Por qué la temes? —No sé. Es difícil de expresarlo con exactitud, pero me da la impresión de que ese miedo forma parte de nuestra naturaleza. No fuimos creados para morir, ya lo sabes. La muerte es un resultado del pecado. Por eso supongo que nuestro instinto de vivir es la expresión de lo más profundo de nuestra naturaleza primitiva en lucha contra lo que provocó el pecado. Por otra parte, sospecho que no tememos tanto a la muerte como al juicio. —Tienes razón, Guy. Luego, ¿no sería magnífico vivir sin temer a la muerte ni al juicio? ¿No sería la felicidad suprema poder enfrentarse con esos dos hechos terribles sin asomo de temor? ¿No sería eso vencer el mayor miedo de la vida? —Claro que sí. Pero me temo que has vuelto al mundo de la teoría. ¡Nada de eso! Sigo en el mundo de los hechos. ¡Esa es la forma en que viven Isabel de Forez y sus monjas! ¡También Bernardo y todos mis hermanos viven de ese modo! ¡Mi padre murió así! Toda alma que se entrega por completo a Dios desprecia la muerte y ansia el juicio. Y ¿por qué no, si para ellos la muerte es una amiga libertadora y el juicio el momento de la recompensa? 241
Guy cruzó las manos sobre el borde de la mesa y se dedicó a observar las uñas de sus pulgares. La entusiasta respuesta de Humbelina había hecho mella en su espíritu. "La muerte una libertadora y el juicio la hora de la recompensa...", murmuró al cabo de un rato. Su esposa le estudiaba atentamente. Sus murmuraciones la tenían suspensa empezando a temer que él no aceptara su afirmación. —Ya sé que eso parece increíble, pero sólo por lo superficial de nuestro pensamiento. Pero dime: ¿no te hallabas mejor dispuesto y con menos temor de enfrentarte con tu tío después de realizar en la batalla algún hecho heroico, en el que hubieras arriesgado tu vida y sacrificado tu seguridad, que cuando de niño habías hecho alguna fechoría? Pues si compruebas ese principio con la piedra de toque de la vida cotidiana, verás qué fuerza tiene. ¿Cuándo te presentabas a tu tío con mejor ánimo? —Después de haberme sacrificado, como dices. Eso es indudablemente cierto en el caso de cualquier caballero. —¿No ves entonces la semejanza? —La veo, Humbelina, y con más claridad que nunca. Y advierto lo poco que he sacrificado por Dios. Creo que las almas religiosas como Isabel de Forez y las de tus hermanos, si no están libres de temor del todo, indudablemente están más dispuestas para presentarse ante Dios que las de quienes nos hallamos en el mundo. Es muy razonable. —Y tú has dado con el verdadero motivo, Guy. ¡Es "el dar a Dios"! Cada vez estoy más convencida de que la vida sólo tiene un significado: sencillamente, el de que Dios nos lo ha dado todo para que podamos devolvérselo intacto un día. La muerte de mi padre en Clairvaux el año pasado me lo demostró con una fuerza tremenda. Entonces comprendí que la felicidad en esta vida y en la otra sólo puede hallarse en Dios. —¿Quieres decir que el mundo debería ser un inmenso monasterio? —De ninguna manera. Pero sí quiero decir que todos cuantos viven en el mundo deberían hacerlo como los que habitan en los monasterios. Es decir, plenamente conscientes de Dios, haciendo de Dios su centro. ¡Absortos totalmente en Dios! Mi cuñada disfruta 242
de mayor felicidad que cien damas del mundo juntas, y está más segura de ser feliz en la otra vida que un millar de ellas. Y ¿por qué? Porque se ha sacrificado totalmente y se ha rendido sin condiciones. ¡Ha entregado su todo! Guy ocultó su rostro entre las manos y permaneció inclinado en aquella postura durante unos minutos. A Humbelina le pareció una vez ver que sus hombros temblaban, pero no estaba segura. Después de observarle unos minutos, extendió la mano por encima de la mesa, tocándole ligeramente la cabeza, le preguntó: —¿Qué te pasa, Guy? El caballero alzó la cabeza, y su esposa vio su frente nublada y sus ojos llenos de pesar. —Pensaba en mi hermana, la duquesa de Lorena —dijo—. Posee todo cuanto una mujer puede desear naturalmente; pero ahora veo que Isabel de Forez es mucho más rica que ella. Pensaba también en mí. ¡Qué poco he sacrificado a Dios! Sí, temo a la muerte porque temo al juicio, y temo al juicio porque no he estado como tú dices que deberíamos estar: conscientes de Dios, absortos en Dios, centrados en Dios. Me has abierto los ojos, Humbelina. Veo una salida. Veo la manera de hacer algo que me haga sentirme tan dispuesto para enfrentarme con Dios como lo estoy para enfrentarme con mi tío después de realizar alguna hazaña. Tú dices que los religiosos desprecian la muerte y ansían el juicio sencillamente porque se han sacrificado a si mismos. ¡Pues yo puedo hacer un sacrificio mayor aún! Yo puedo dar a Dios algo que amo más que a mi mismo. ¡Y se lo daré! ¡Te puedo entregar a ti! Humbelina se quedó sin respiración. Hacia cinco años que tímidamente y con lágrimas en los ojos había propuesto a Guy aquel mismo sacrificio. El, con besos, secó sus lágrimas sonriendo ante la proposición. Le dijo que se hallaba bajo el influjo emotivo de su visita a Clairvaux. Le dio libertad plena para dedicar todo su celo a la caridad con los pobres, y hasta se avino a restringir su vida social; pero no quiso oír hablar siquiera de su ingreso en un convento. Durante aquellos cinco años, Humbelina no volvió a repetir la propuesta ni una sola vez, aun cuando expresara con frecuencia una envidia santa por las personas que podían vivir exclusivamente por Dios y para Dios. Si pretendía con ello incitar a Guy, no lo había conseguido. Por eso, aquella declaración inespe243
rada le subió el corazón a la garganta, a la que se llevó ambas manos con gesto de pánico, y apenas logró murmurar: —¡Ohhh!... —Sí —continuó Guy con ardor—, si tú eres lo suficientemente generosa para entregarte a Dios, yo seré más generoso aún. Tú eres mi corazón, mi vida, mi todo. Te amo en este momento como nunca te amé. Humbelina, reina mía, esta noche estás en el apogeo de tu belleza física; en el pleno florecimiento de tu radiante femineidad. Tu cabello, tus ojos, tu boca, cada una de tus facciones, tu porte, todo, todo es adorable. Si, y lo que los ojos no alcanzan a percibir ( ¡tu alma!) es más hermoso todavía. Dices que a Dios le agrada el sacrificio; pues voy a complacerle como no le he complacido hasta ahora. Dices que en la vida todo es paradoja; pues voy a vivir una paradoja. Desgarraré mi corazón y se lo entregaré a Dios para que Dios pueda devolvérmelo en el juicio. Si, vida de mi vida, puedes irte. Haz tu sacrificio como yo he hecho el mío. Vivamos los dos para la eternidad, y puesto que ésta sólo se alcanza con la muerte en el tiempo, ¡muramos los dos! ¡Muero al entregarte al Amante con más suerte, que es Dios! Ven, amor mío, sellemos nuestro sacrificio. Y abrió sus brazos a una mujer, que se refugió en ellos como hipnotizada. Estrechándola contra su pecho, Guy prosiguió apasionadamente: —No creas que esta decisión es repentina, Humbelina. Llevo años observándote y sabiendo que querías irte, pero que eras demasiado cariñosa y demasiado fiel para mencionarlo siquiera. Esta noche, por lo que parece un mero accidente, has cortado el último lazo que mantenía cautivo mi corazón. Me has hablado de la eternidad y del Eterno, aunque, en realidad, estábamos hablando de personas conocidas. Ahora comprendo por qué son tan felices los religiosos, pues en este momento, mientras realizo el sacrificio de mi vida, Dios me proporciona una felicidad desconocida e insospechada. Hasta mi alma tiembla, Humbelina. Puedes marchar, vida mía, pues sé que siempre pensarás en mí, como yo no podré olvidar a mi esposa, a mi reina y a mi salvadora. Se besaron con gran ternura, y Humbelina no pudo hacer más que proferir sollozando estas palabras: 244
—¡Oh, Guy, qué noble eres!
Asociados en el servicio del amor.
Es difícil decidir cuál de los dos hizo un sacrificio mayor aquella noche. Guy entregó el bien más deseable de su vida. Humbelina renunció a uno de los mayores dones del mundo Pero siento la tentación de afirmar que el sacrificio de Guy fue el mayor, y proclamar mi seguridad de que Dios le habrá recompensado por él con un lugar escogido en el cielo, como bendijo con la santidad la rendición de Humbelina. En cuanto los asuntos estuvieron arreglados, Humbelina partió para Jully, dende recibió la bienvenida de su cuñada Isabel y de su sobrina Adelina. En aquella época no había monjas cistercienses, y Jully, convento benedictino, ofrecía a Humbelina el mayor parecido posible con la vida que llevaba su amadísimo Bernardo. Cuando estaba en el Oficio cerraba los ojos y le veía en pie a su lado, mezclando su voz con la de ella para entonar el himno de alabanza a Dios. Cuando trabajaba, miraba con frecuencia al reloj de sol, pensando si Bernardo trabajaría exactamente a aquella hora. Cuando se dedicaba a la lectura espiritual, imaginaba a Ojos grandes haciendo lo mismo que ella a su vera y haciéndolo con el mismo fin. Para Humbelina, volvía a ser la infancia, pero sin "imitaciones" ni tristes desilusiones. En realidad, ahora estaban identificados como nunca. Humbelina inventó un sobrenombre para ella y para Bernardo, al decir: —Estamos asociados en el servicio del Amor. Isabel de Forez movía de cuando en cuando la cabeza, y decía: —Vuestro título es de los más adecuados, Humbelina, porque tú "eres" Bernardo en mujer. Pero lo decía más bien con tono de reproche, porque Humbelina se había adentrado en la vida monástica con la misma violencia y la misma vehemencia que señalaron los primeros tiempos de Bernardo en Citeaux y en Clairvaux, e Isabel sabía que el joven abad había destrozado su salud con aquellas primeras exageraciones. Isabel quería que Humbelina fuese santa, pero
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también la quería sana. Por eso, con frecuencia se veía obligada a insistir: —Jully es benedictino, Humbelina, ¡no es cisterciense! Deja ya de parecerte a tu hermano y sé más como tú eres. Humbelina sonreía y respondía: —Perdona, Isabel. Lo tendré en cuenta de ahora en adelante. Ya sé que la obediencia es mejor que el sacrificio. Su gran docilidad salvó a Humbelina del exceso. Isabel de Forez tenía razón. Humbelina era Bernardo en mujer, y su corazón estaba inflamado con el anhelo de hacer grandes cosas por Dios y ser despiadada consigo misma. De no haber tenido aquella docilidad salvadora, hubiera sido una espina para la comunidad y una verdadera corona de espinas para su Superiora, porque el celo extemporáneo causa más daño que una catapulta. Pero siendo como era, comprendió que había ido al convento para desprenderse de su propia voluntad, y cedió, llegando a ser el orgullo de Isabel y el encanto de toda la comunidad. La primera vez que Bernardo la visitó, exclamó: —¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¡Estás mucho más hermosa de monja que cuando eras la admiración del ducado! La toca hace resaltar tus facciones con mayor arrogancia que todos los tocados que usaste en el mundo. Creo que tendré que llamar santa coquetería a esto. Aquel día charlaron deliciosamente. A Humbelina todo se le volvía preguntas; pero Bernardo escatimaba las respuestas. Habla aprendido su lección en Clairvaux. Como estaba desarrollando la prudencia, desaprobó con la cabeza muchas de las prácticas propuestas por Humbelina. Se limitó a sonreír a muchas de sus preguntas y eludió otras, diciéndole: —Deja que decida tu Superiora. Ambos rieron de buena gana, recordando los tiempos pasados, y cuando Bernardo se disponía a partir, anunció: —Preveo que serás santa, Humbelina. —¿Cuáles son las señales de esa santidad? —preguntó, sonriendo, la nueva religiosa. —La primera de todas que has conservado intacto tu buen humor. Sigues siendo capaz de reírte hasta de ti misma. Esa es 246
una señal casi infalible. ¡El infierno jamás ha producido buen humor! Tenía razón Bernardo. Juzgada sólo por las apariencias, Humbelina seguía siendo la hermosísima mujer de antaño, pues conservaba su encantadora personalidad y sus espléndidas cualidades. No había perdido nada del lustre resplandeciente de la belleza de su cuerpo, su mente y su espíritu. Prueba de ello es el hecho de que cuando, en 1130, Isabel hubo de marchar para fundar otra casa cerca de Dijón, Humbelina fue elegida sucesora suya por el voto unánime de todas las religiosas. La única a quien esto sorprendió en el convento fue a la nueva Superiora. No podía creerlo. Le parecía ser una recién llegada que apenas había emprendido el camino de perfección, y se sentía joven e indigna de tal honor. Pero precisamente estos sentimientos fueron los que la condujeron a su gran éxito como Superiora, porque al hacerla confiar ciegamente en Dios le confirieron una gran delicadeza para el trato con sus inferiores, merced al cual las cautivó por completo. La nueva Superiora poseía la fortaleza y la dulzura de su Esposo, Jesucristo. Si Isabel de Forez había hecho mucho por Jully, Humbelina de Fontaines hizo mucho más. Como las mujeres hablan siempre mucho, sobre todo de otras mujeres, los comentarios sobre la santidad de Humbelina recorrieron el ducado en todas direcciones con gran celeridad. ¡Por una vez, el chismorreo femenino tuvo buenos efectos! La novedad de que la hija de Tescelín ocupaba el sitial de la abadesa en Jully afectó a las damas de la nobleza borgoñona casi del mismo modo que la redada de Bernardo afectó a los caballeros veinte años atrás. Jully no tardó en verse colmado por la flor y nata de las damas del ducado. Uno tras otro, Humbelina fue enviando a varios grupos de ellas para establecer nuevas fundaciones. Y aunque a los pocos años de ocupar su cargo era madre de doce casas filiales, su propio convento estaba siempre lleno. Una mañana, al entrar a primera hora en su celda su priora, la encontró clavando en la pared, encima de su escritorio, un trozo de pergamino. Lo miró, y vio que contenía estas palabras escritas con tinta negra: "Amar es servir." Volvió a mirarlo, lo leyó en voz alta y terminó por preguntar a la abadesa:
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—¿Qué es eso? —Eso es la ciencia de la santidad condensada en tres palabras. Lo he puesto ahí para que no me deje perder la cabeza, la lengua y el tiempo. Y añadió con una dulce sonrisa: —¡Ay hermana! Soy de carne y hueso, y hay ocasiones en que me siento a punto de estallar. Este escrito representa el fresco chaparrón que apagará el fuego de mi carácter. Otras veces me siento fatigada y deprimida. La comunidad es muy extensa, y cada una de sus componentes en particular supone para mí una preocupación; así que, cuando mi espíritu flaquee, ese escrito me devolverá las energías. Son incontables las ocasiones en que siento envidia al contemplaros acudir a rezar, mientras la obligación me tiene clavada en esta mesa. Ese escrito cambiará este pecado mortal en fuente de merecimientos. La priora volvió a mirar el pergamino, lo acarició con sus dedos, y preguntó: —¿De dónde habéis sacado este maravilloso trozo de pergamino? —¿No lo adivináis? En tres palabras es la vida entera de Bernardo. Me lo ha enviado mi hermano, porque en la Última carta que le escribí me quejaba. Al venir aquí, mis ambiciones eran la soledad, el silencio y una intima unión interior con Dios. Pero ¡ya veis lo que ha ocurrido! ¡Nunca tengo un minuto para mí, y mi amado Señor ha de aceptar mi incesante actividad como si se tratara de mis largas pláticas de amor con El! Sin darme cuenta, debí mencionar a Bernardo mi desencanto, y ésta es su respuesta. Tres palabras nada más, pero tan valiosas como un extenso tratado. "Amar es servir" me explica por qué vivo; por qué debo dar y dar y dar; por qué debo resistir al cansancio sin desanimarme, sentirme irritada sin dejarlo traslucir y seguir ansiando la soledad sin tener jamás un momento para mí. Habéis de tener en cuenta, hermana, que lo verdaderamente valioso no es la máxima colgada en la pared, sino la manera de vivirla. Tal vez el laconismo de Bernardo pueda parecer amargo, al expresar en esas tres palabras una ardorosa condena de mis murmuraciones. Pero también me ha proporcionado inspiración. Ese pequeño pergamino me suministra más materia de meditación que muchos de los libros piadosos que 248
he leído. Esta misma mañana, durante la oración mental, se me ocurrió la idea de lo justas que son esas palabras para el crucifijo. Tendré que dar muchas gracias a Bernardo por el toque de atención que sus palabras han sido para mí, además de inspirarme y llenarme de optimismo. La priora observó atentamente a Humbelina mientras hablaba, y vio cómo la sinceridad y la franqueza de su alma asomaban a sus ojos al expresar la idea de vivir al pie de la letra aquella máxima "Amar es servir". Asimismo, advirtió en ellos otras llamaradas que intrigaron a su intuición femenina hasta el punto de obligarla a preguntar: —¿Queréis mucho a Bernardo, verdad, reverenda Madre? Humbelina, que seguía contemplando el trozo de pergamino, se volvió rápidamente para decir con acento sorprendido: —¿Que si quiero a Bernardo?... Si lo dudáis, no tenéis más que decir algo contra él. Bernardo es la mitad de mi corazón. Es mi hermano preferido; ha sido mi compañero y mi amigo toda la vida; es mí cariño, mi inspiración y... Sí me atrevo a decirlo, mi adoración. A veces, el cariño que siento por él llega a asustarme, y si no estuviera segurísima de que estamos "asociados en el servicio del Amor", de que ambos luchamos con cuanto somos y cuanto poseemos para dar a Dios todo lo que espera de nosotros, me desesperaría ese cariño absorbente que siento por él. Pero ahí tenéis (en esas tres palabras) la prueba de que Bernardo me quiere lo mismo que yo a él, y por eso me hace un reproche. ¿Sabéis lo que quiere decir ese pergamino? Quiere decir: "Humbelina, nuestro Amado es un amante celoso que no tolera regateos en el sacrificio. Trabaja por El hasta morir, ¡y hazlo sonriendo!" Estaba bien seguro de le yo habría de captar hasta la más mínima parcela de oculto significado en esas tres palabras. Sabía que me morderían hasta adentrarse en mi corazón. Y, sin embargo, me las ha enviado, lo cual representa para mí la prueba más sincera y positiva de un cariño santo. Por tanto, no me avergüenza confesar el que yo siento por mi hermano. Dios me lo ha dado, y trataré de que vaya siempre dirigida a Dios. —Aunque no lo confesarais, reverenda Madre, todas lo adivinaríamos. Lo proclaman vuestros ojos, que son las ventanas abiertas de vuestra alma. Os sorprenderíais si pudierais ver cómo se 249
iluminan esas ventanas sólo con oír mencionar a vuestro hermano. No obstante, me alegro habéroslo preguntado. —¿Por qué? —preguntó Humbelina, ruborizándose ligeramente. —¡Porque me gustan los santos humanos! He oído a tantos y tantos decir que deberíamos odiar a padres y hermanos... —¡Esas gentes no saben lo que dicen y son incapaces de entender la Biblia! En ella se encuentra, en efecto, esa frase que procede directamente de los labios de Dios; pero Dios se refiere tan sólo a un amor de preferencia. Significa que debo estar dispuesta incluso a odiar a Bernardo antes que abandonar mi vocación; pero no otra cosa. Nuestro Dios es un Dios de amor. Quiere que amemos a todos nuestros semejantes. Sólo quienes no conozcan a Cristo podrán interpretar al pie de la letra esas palabras. Pero vamos, hermana, nos estamos olvidando de que "amar es servir", y no trabajamos. Sentaos y sugeridme doce nombres para una nueva fundación. Habituada a la vehemencia de la abadesa, la priora se sentó, tomó una lista de la comunidad y la repasó con el índice hasta llegar a Jeannette. —¿Qué os parece Jeannette? ¿No creéis que podía ser una de ellas? Me parece que no. Jeannette no se tiene con suficiente soltura en la silla. La priora no pudo reprimir una sonrisa ante lo apropiado de la metáfora ecuestre. Jeannette era excesivamente rígida. —¿Y Matilde? —preguntó. —Matilde si sirve. Tiene sentido común. —¿Y Mariana? —Mejor le iría llamarse Marta: siempre está preocupada por demasiadas cosas... Pero servirá. —¿Y Leone? –Es demasiado humilde. Esta fundación supondrá rudos trabajos y, probablemente, verdaderos sufrimientos. Proponedme a las que tengan el corazón inundado de una alegría que salte en burbujas a la superficie por muy negras que se pongan las cosas.
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 —Entonces, Berta, Vicentina, Margarita y Lois servirán. –¡Ya lo creo que si! Pero no podéis robarme a todos mis "hijos". —¿Vuestros qué?... —Mis "hijos". Esas mujeres a quienes Dios ama tanto que las hizo pasar por pruebas muy amargas, son mis "hijos". Las cuatro que acabáis de nombrar puede decirse que son las más animosas de la casa, ¿verdad? La priora asintió con la cabeza. —Pues reservadamente os diré que cada una de ellas ha sufrido más de lo que nadie puede adivinar. Pero son valerosas. Pueden llevar (y han llevado) verdaderas cruces a cuestas. Podéis creerme cuando os digo que tengo buenos motivos para llamarlas "hijos". A pesar de ello, las sacrificaré. Ya tenéis seis. Elegid otras seis que se le parezcan y entregadme la lista a mediodía. Pero, por favor, ¡no me dejéis sin ninguno de mis "hijos"! Y ahora me voy. Tengo una cita Humbelina salió. La priora, observando su paso por el corredor, ligero y gracioso, pero enérgico, exclamó: ¡Pues si en este convento hay "hijos", bien sé yo quién es su "padre"! ¡No hay más que mirar a esa mujer! ¿Quién sospecharía que lleva un cilicio pegado a su delicada piel? ¿Quién podría sospechar que escatima su sueño y apenas prueba el alimento?... A ninguna nos permite hacer tales penitencias; pero ella se considera en deuda con Dios a causa de la vanidad de su primer año de casada. ¡Qué mujer! ¡Qué santa!... Y volviéndose hacia el trocito de pergamino clavado en la pared, lo leyó a media voz: —"Amar es servir." ¡Ya lo creo que si! Y si en verdad esa frase resume la vida de Bernardo, también resume la de su "asociada en el servicio del Amor".
Muerte feliz.

La priora tenía razón. Humbelina practicaba las más heroicas penitencias para compensar las vanidades de sus primeros tiempos de casada. Su vida se reducía realmente a la oración y a la 251
penitencia. Porque aunque le faltaba la tranquilidad que anhelaba y conduce a la contemplación, no dejaba de ser contemplativa, ya que, aun en medio de su trabajo, tenía conciencia de Dios en el fondo de su corazón. Como en el caso de Bernardo, la conciencia de Dios se había desarrollado en ella de tal modo, que con los años había llegado a estar absorta en Dios. Por haberse enamorado de Dios, no podía ser otra cosa que contemplativa. Bernardo la había aleccionado mucho sobre la vida religiosa; pero la mejor lección fue, sin duda, la que esa vida no es otra cosa que un medio de enamorarse y demostrar nuestro amor a Aquel que es el Amor. Nunca fue más evidente que había aprendido bien la lección que cuando, en agosto de 1141, se apoderó de ella la que había de ser su última enfermedad. La comunidad no podía dar crédito a sus ojos al ver a su infatigable Superiora doblegarse ante la enfermedad. Hasta el último momento permaneció en su puesto sonriente, vivaz, eficiente. El pequeño letrero "Amar es servir" a la vista siempre, la sostuvo mucho tiempo después de agotadas sus reservas normales; pero terminó por sonreír al leerlo, y volviéndose a su priora, le dijo: —El espíritu está pronto, hermana, pero el cuerpo está agotado. Creo que una de las fases del servicio del Amor está casi terminada. Tengo que guardar cama y prepararme para la segunda fase. Se metió en el lecho, y la prudente priora envió un mensaje a Bernardo diciéndole que "su asociada en el servicio del Amor estaba pronta a recibir su recompensa". El abad sufrió una tremenda sacudida por el inesperado aviso, y llamando rápidamente a Andrés y al joven Nivardo, que por casualidad se hallaban de paso en Clairvaux, emprendió con ellos el camino de Jully. Encontraron a Humbelina sonriendo y en pleno conocimiento, pero sumamente débil. Bernardo advirtió la proximidad de la muerte, e inclinándose sobre ella, le dijo: —¿Sabes que te estás muriendo, Humbelina? Humbelina movió levemente la cabeza, y dijo: —Lo sé, Ojos grandes. Y tú debes saber que soy feliz. ¡Oh, si, felicísima, y todo por haber seguido tus consejos! Mientras Humbelina se reclinaba agotada por el esfuerzo realizado, una serie de escenas cruzó vertiginosamente por la mente de 252
Bernardo. La vio tal como se presentó en su primera visita a Clairvaux, y cómo fue en los cinco años siguientes en los que encarnó la caridad para los pobres. La vio como la primera vez que la visitó en Jully, abrasada por el ansia de dárselo todo a Dios. La vio como Superiora, y comprendió perfectamente lo que todo aquello había significado para ella. Bernardo suspiró, y al hacerlo, la memoria le hizo objeto de una de sus travesuras al presentarle de improviso la imagen de Humbelina niña en Fontaines. Aquel relámpago sirvió para mostrar a Bernardo la brevedad de la vida. Parecía que fue ayer cuando jugaba con aquella niña en el patio del castillo de Fontaines. Y ahora, la niña se estaba muriendo. Su corazón se anegó de ternura, e inclinándose de nuevo sobre su hermana, le dijo: —Yo también soy feliz, Humbelina, y estoy muy orgulloso de que hayas sido tú mí "asociada en el servicio del Amor". Para ti ha sido un servicio duro, muy duro. La oración y la penitencia no hacen fácil la vida de un noble; pero ahora, niña querida... En aquel momento, Humbelina sorprendió a todos, interrumpiendo a Bernardo con la frase: —"Laetata sum in his quae dicta sunt mihi..." Las palabras brotaron en sus labios como una expresión de gratitud. Su voz vibraba de júbilo y su rostro se hallaba iluminado por un brillo celestial. Los tres hermanos habían reconocido las primeras palabras del salmo CXXI: "Laetata sum in his quae dicta sunt mihi..." (Me regocijé de las cosas que me fueron dichas...) Se miraron uno a otro con la más profunda sorpresa, y luego se volvieron hacia su radiante hermana, en cuyos ojos había aparecido una mirada de éxtasis. Conteniendo la respiración, aguardaron sus próximas palabras. Las pronunció al tender ambos brazos y decir suavemente, pero en un verdadero rapto: —"In domum Domini ibimus." (Iremos a la casa del Señor.) Después, al tratar Bernardo de tomarla en sus brazos, se dejó caer hacia atrás, y expiró.
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Reconocimiento.
Bernardo no predicó el elogio de Humbelina como lo hiciera de Gerardo. Hay ocasiones en que el corazón está demasiado lleno y ocasiones en que está demasiado vacío para hablar. Esta fue una de las últimas. Pero sus lágrimas hablaban por él, y muchos de los que presenciaron el llanto del abad mientras oficiaba el funeral, le escucharon con voz entrecortada por los sollozos leer las preces junto a la tumba de su hermana, se hicieron eco de las palabras pronunciadas por Jesús cuando se encontró sollozando junto a otra tumba, y dijeron: —¡Fijaos cómo la amaba! De regreso a Clairvaux los tres hermanos, Bernardo se volvió de pronto hacia Andrés, y le dijo: —"Laetata sum in his quae dicta sunt mihi; in domus Domini ibimus..." ¿No fueron éstas las últimas palabras de Humbelina? Andrés asintió. Bernardo preguntó de nuevo: —Tú qué crees, ¿que hablaba del pasado o del futuro? Acababa de decir lo feliz que era por haber seguido mi consejo; así que podían referirse al pasado. Y, sin embargo, no sé... ¿Qué crees tú? —No sé lo que querría decir; pero sí sé que es una manera hermosa de morir. Entonces dijo Nivardo: —Estoy seguro de que se refería al futuro, Bernardo. La mirada que había en sus ojos me hizo comprender que veía mucho más allá que nosotros. Yo estoy convencido de que se refería al cielo, al decir: "Vamos a la casa del Señor." —Eso creo yo —repuso Bernardo. —Es muy posible que se refiriese a ambos —comentó Andrés —. Recordad que mucho antes de vestir el hábito benedictino era una muchacha santa. Tenía motivos para alegrarse de su pasado una vez que abandonó sus estúpidas galas. Vosotros pensaréis lo que os parezca; pero yo me inclino a creer que con ese solo versículo del salmo resumió su pasado y nos habló del futuro. Dios ha sido sumamente bueno con nosotros al darnos tal hermana. Espero que los dos lo reconozcáis así. 254
Y los tres hermanos cayeron en un silencio lleno de medita
ción.
Humbelina vivió y murió como una benedictina. Pero la Orden cisterciense la ha honrado siempre de la manera más excepcional. Humbelina de Fontaines es una de las contadísimas personas cuya fiesta se guarda con un Oficio especial, a pesar de no haber pertenecido a la Orden. El Papa Pío IX promulgó un decreto el 7 de febrero de 1871 dando su aprobación papal a ese Oficio en honor de la Beata Humbelina, y la agradecida Orden de Citeaux lo canta el 12 de febrero en sus alabanzas a la "asociada de Bernardo en el servicio del Amor". El Oficio termina con las propias palabras de Humbelina: "Laetata sum..." (Me regocijé...)
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II
EL HOMBRE QUE GUARDABA LA ENTRADA (BEATO ANDRÉS)
"Entregar las armas es estúpido."
Bueno, y ¿cómo has pasado el día, vida mía? —preguntó Tescelín el Moreno, aproximando su sitial a la chimenea y sonriendo a su menuda esposa, que se hallaba ocupada en una delicada labor femenina. Caía la noche, y los recios vientos de principios de marzo que silbaban en el patio del castillo hacían saltar como locas a las llamas en el llar. Todos los niños se habían acostado, dejando libres a los castellanos esa bendita hora que disfrutan los padres cuando se apagan las voces infantiles y dejan de oírse sus pasos y sus carreras porque los ha rendido el sueño. —Pues como siempre —contestó Alice alegremente—. Humbelina se ha caído y se ha hecho una herida en la rodilla jugando a los cruzados. La niña es el mejor soldado de todos. Bartolomé nos ha sorprendido, y a mí me ha dado un susto tremendo montando ese potro nuevo que has traído. A Nivardo se lo han encontrado en la torre, ¡figúrate! ; y cuando le preguntaron qué estaba haciendo allí, contestó: "Busco a "Yos". "Made" dice que vive muy alto..." Creo que eso ha sido lo más saliente del día. Tescelín, evocando con rostro complacido las anécdotas filiales, se recostó en su asiento y acercó los pies a la lumbre. Pero antes que se colocara confortablemente a su gusto, Alice dejó su labor sobre el regazo, y le dijo: —-¡Ah! Hay otra cosa aún. ¿Quieres hacer el favor de recorrer el aposento a tu paso normal? Quiero ver una cosa. Tescelín se levantó, sonrió de buen humor y recorrió la sala por dos veces, diciendo:
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—Es difícil resultar natural cuando le exigen a uno que lo sea; pero yo creo que éste es más o menos mi paso y mi porte. Alice, después de observarle atentamente, batió las palmas, y exclamó: —Bueno, ¡ese chico es el colmo! Se ha fijado en una cosa que yo no había visto nunca. —¿Quién ha visto el qué? —preguntó Tescelín, dirigiéndose de nuevo hacia la chimenea y apoyándose sobre el alto respaldo de su sillón. —Andrés —repuso su esposa, riendo—. Figúrate que me lo he encontrado haciendo esto. Y se puso en pie, dejó la labor encima de la mesa, y adoptando una postura determinada, levantó su hombro izquierdo, adelantándolo notablemente, y paseó arriba y abajo de aquella manera. Sin abandonar aquella postura forzada, dijo: —Le miré un rato, y vi que estaba dispuesto a ir con el hombro así. ¡Tenías que haber visto la carita tan decidida que tenía puesta! Después de andar con el hombro levantado arriba y abajo dos o tres veces, le pregunté: "¿Se puede saber qué estás haciendo?" Y él, en la misma incomodísima postura, repuso muy digno: "Ando como mi padre." Y lo grande es que tenía razón, Tescelín. Resulta que tú, al andar, llevas el hombro izquierdo un poco más alto y más adelantado que el otro. —¡Vaya, vaya, vaya! —rió Tescelín—. Ese es un gran cumplido por parte de mi hijo. Ya sabes que la imitación es la forma más sutil y más sincera de la adulación. ¡Y procede de Andrés! —Es raro —comentó Alice, sentándose de nuevo—. No tiene más que ocho años, y a veces, por su seriedad, parece un viejo. Es el más raro de mis hijos. —No, no, Alice. Nada de raro. El niño tiene un carácter serio y nada más. Yo le he observado cuando juega. Se absorbe y entrega de tal modo, que uno se pregunta si, en realidad, se trata de un juego. Parece que lo toma como el asunto más serio de su vida. Es un rasgo bueno en un niño, aunque parezca prematura su aparición a tan corta edad.
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—No he querido decir raro precisamente, Tescelín. Debería haber dicho que es el más serio de mis hijos. Y, sin embargo, ¡cuando chilla!... Tescelín sonrió, porque más de una vez le habían hecho acudir alarmado al patio aquellos gritos, para encontrarse con que todos estaban divertidísimos —y Andrés más que ninguno— jugando a los soldados. —Sí —dijo—, no hay duda de que tiene buenos pulmones. Pero no olvides, Alice, que las águilas chillan también. —Pues la verdad es que más de una vez desearía que Andrés fuese un águila, porque las águilas sólo chillan cuando están muy altas y muy lejos. —No te preocupes por Andrés, madrecita. Sí no soy mal juez de niños, se parecerá al águila en alto más que en sus chillidos. ¡Ese niño se remontará muy alto! Las veladas casi siempre transcurrían así en el castillo de Fontaines. Alice refería los incidentes de la jornada y Tescelín hacía comentarios sobre sus hijos y sobre su "reinecita", que iban creciendo. Sus comentarios sobre Andrés no variaban mucho. Admitía su seriedad, su sobriedad y su decisión, juzgándolos augurios de un futuro brillante. La verdad es que Andrés intrigaba a Tescelín. Encontraba en aquella criatura algo que hacía vibrar —a veces durante horas y horas—una cuerda de simpatía en su propio corazón. Se emocionaba al ver dibujarse en la carita del niño un gesto de obstinación y al observar la firmeza de sus labios. Pero lo que más le fascinaba a su padre era la franqueza de Andrés, totalmente fuera de lugar en una criatura de ocho años. Franqueza que a veces hacia reír y otras ponía en apuros a la madre. Lo más extraño era que Andrés resultaba un muchacho tan parco en palabras, que quien no le conociera bien podría tomarle por tímido. Pero cuando hablaba, iba derecho al grano de una manera asombrosa. Tescelín disfrutaba con esta cualidad, e insistía en que era también característica del águila.
Los agudos observadores.
Ocho años más tarde, Tescelín comprendió que su aguilucho empezaba a batir las alas para remontarse; pero la comprobación 258
le resultó un poco embarazosa. Se hallaba en presencia del duque Hugo, mientras a un lado de éste se sentaban Raniero, el senescal del ducado, y Seguín de Volnay. El entrecejo de Hugo presagiaba tormenta, mientras los labios apretados de Raniero denotaban decisión. —Moreno, no sé si mi senescal me acusa de favoritismo y de tontería. Dice que tu chico Andrés es demasiado joven para ser armado caballero. Yo digo que los años no tienen nada que ver con la bravura. Yo no armo caballeros a mis hombres por la edad, sino por sus actos. Pero dicen que Andrés no tiene más que dieciséis años. ¿Es eso cierto? —Cierto, excelencia —respondió Tescelín tranquilamente. —Y ¿es cierto también que es capaz de montar cualquier animal que trote, que se mantiene en la silla, a pesar de recibir duros golpes de lanza, que no tiene miedo a ningún nacido y que respeta, reverencia y rinde culto a las damas? Tescelín observó el fuego que despedían los ojos del duque al acentuar cada una de sus frases, y se sintió íntimamente conmovido ante el homenaje que su soberano rendía a su hijo, pues sabía lo parco que era el duque de Borgoña en la alabanza. Los sorprendentes elogios pronunciados por Hugo hicieron dudar a Tescelín si su soberano y señor los hacía por honrar a su hijo o por ridiculizar la oposición del senescal. Miró a Raniero para cerciorarse de su reacción; pero encontró su rostro inescrutable. Sus ojos eran fríos, sus labios una línea estrecha, su mentón firme, pero normal. Como sabía que Raniero era un consejero sincero y concienzudo, no tardo en sacar la conclusión de que su oposición a la propuesta del duque no suponía antagonismo personal y que debía, por tanto, obedecer a algún motivo fundado. Mientras surcaban su imaginación estos pensamientos, Tescelín contestó a su señor: —Excelencia, habéis presentado a un testigo interesado. Andrés es hijo mío, y, por tanto, lo que yo pueda decir de él no tendrá validez. —¡Nada de eso! —rugió el duque—. Si se tratara de cualquier otro, bueno; ¡pero tratándose de Tescelín el Moreno, no! Si acaso, serás capaz, porque es tu hijo, de no conceder al mozo méritos 259
suficientes. Os conozco a ti y a tu exagerada honradez. ¿Qué dices tú, Raniero? —Excelencia, nunca debe consultarse la opinión de las partes Interesadas en una disputa. Pero en este caso, estoy de acuerdo con vos. Acepto la palabra de Tescelín para todo. —Caballeros, me estáis poniendo en un aprieto. Soy sumamente sensible al alto honor que mi soberano propone para mi hijo. Dejaría de ser padre si no lo deseara para él. Pero soy también consejero del ducado, y he de reconocer que jamás oí a nuestro senescal objetar a alguna cosa sin motivos bien fundados. Antes de responder en favor de mi hijo, ¿puedo escuchar los motivos en que se funda el senescal para sus objeciones? —Acabo de decírtelos —volvió a tronar el duque—. Insiste en que es demasiado joven. Y yo insisto... —Excelencia, no puedo creer que ése sea el verdadero motivo del senescal. Andrés sólo cuenta dieciséis años, pero es tan fuerte como un hombre de veintidós y mucho más maduro mentalmente que uno de veintiocho. Estoy convencido de que lo que le preocupa a Raniero no es su edad. ¿Me equivoco, Raniero? —Ahora soy yo quien se siente embarazado —sonrió el senescal—; pero estáis en lo cierto, Tescelín. Y sin que ello suponga deshonra para el carácter del muchacho, diré que el motivo que tengo es lo que ocurrió en el último torneo, cuando Andrés justaba contra el sobrino de su excelencia, Guy de Marcy. Seguín observó lo mismo que yo. Andrés bajó su lanza deliberadamente, y se negó a tocar al sobrino del duque. —También lo vi yo —interrumpió Tescelín—. Y ¿qué deducís de eso? Raniero guardó silencio. El duque le dirigió una mirada airada, y gruñó: —¡Habla, hombre, habla sin rodeos! Acaba ya con tus circunloquios diplomáticos! En este punto, Seguín se levantó de su asiento, y aproximándose al duque y a Tescelín, intervino en la conversación: —Ahí es donde entra la parte embarazosa. Raniero y yo hemos comentado, y hemos llegado a la conclusión de que el muchacho sólo pudo ser impulsado a hacer aquello por dos 260
motivos. Y, fuera el que fuera de los dos, el hecho demuestra que es excesivamente joven. Excesivamente joven para ser armado caballero. Por eso comprenderéis, excelencia, la insistencia del senescal en que la excesiva juventud de Andrés no era exactamente un rodeo diplomático. —Y ¿cuáles creéis que pueden ser sus motivos? —preguntó el duque de malísimo talante. —Pues... —sonrió Seguín—, ¿qué otra cosa podría haber impulsado al muchacho si no el hecho de que Guy de Merey sea caballero y sobrino del duque? —¡Hablad más claro! —ordenó Hugo con voz airada. —Excelencia, juzgamos que el muchacho, o temía al caballero o buscaba el favor del sobrino. Tescelín palideció, y sus labios se contrajeron sobre sus dientes encajados. El duque quedó suspenso un instante y en seguida se dejó caer sobre el respaldo de su sitial lanzando una fortísima carcajada despreciativa. —¿Conque eso es lo que mis dos dignos consejeros han observado y ésa es su conclusión? Conque es ésa toda la agudeza que muestran las mentes y los ojos de los jefes de Borgoña, ¿eh? ¡Valiente par de idiotas! ¡Venid aquí! Tú, Seguín, siéntate en esa silla —y señaló a su derecha—, y tú, Raniero, allí —dijo, señalando a su izquierda—. Ahora, Tescelín, haz el favor de responder a cada una de mis preguntas brevemente, con sinceridad y rapidez. ¿Entiendes? —Entiendo, señor —respondió, tajante, Tescelín. —¿Acostumbran tus hijos a justar en el patio de te castillo? —Con frecuencia, señor. —¿Intervienen a veces extraños en sus justas? —De cuando en cuando. —¿Ha combatido alguna vez mi sobrino contra alguno de tus hijos? —Frecuentemente. —¿Ha desmontado alguna vez a alguno? —No, que yo sepa. —¿Ha sido él desmontado? 261
—Sí. —¿Quién le desmontó? —Andrés. —¿Cuántas veces? —Casi siempre que han cruzado sus armas. Al oír aquella respuesta, el duque apartó la vista de Tescelín, y, volviéndose primero a la derecha y después a la izquierda, exclamó: —¿Han oído mis agudos y observadores consejeros? ¡Andrés ha desmontado a mi digno sobrino casi tantas veces como han combatido! Raniero y Seguín se movieron incómodos en sus asientos. El duque, complaciéndose en su incomodidad, hizo una pausa. Luego, prosiguió: —Ese es el primer punto. Ahora, Moreno, quiero que nos digas por qué tus hijos mayores, Guy y Gerardo (y quiero que mis observadores consejeros se fijen bien en que hablo de dos caballeros del ducado), han dejado de justar contra Andrés. ¿Era demasiado torpe, acaso? —No, señor. Era demasiado diestro. Venció a ambos. Y a los hermanos mayores no les agrada ser vencidos por los pequeños. —Admiro su prudencia —murmuró Hugo. Y, volviéndose hacia Raniero y Seguín, por turno, recalcó: —¡Y a los caballeros no les agrada ser desmontados por los jóvenes que aún no han velado sus armas! ¿Empezáis a comprender, mis perspicaces consejeros? Ese es el punto número dos. Ahora, Moreno, dinos: ¿Has cruzado alguna vez tus armas con tu hijo? —¡Oh, muchas veces! —¿Te ha desmontado alguna vez? Tescelín contestó, riendo: —No, excelencia, todavía no está a esa altura. —¿Qué opinas de su destreza? —Es tremenda. Es el más ligero, el más frío y el más ágil de mis hijos. 262
—Ahora, cuenta a estos perspicaces observadores lo que tú viste en el último torneo. ¿Por qué bajó Andrés su lanza? Tescelín vaciló. —¡Dilo, Tescelín! —ordenó el duque—. Quiero darles una lección. —Excelencia —comenzó Tescelín, suavemente—, yo no trato de dar lecciones a Seguín ni al senescal. Cometieron un error por exceso de vista; eso es todo. Todos somos humanos. Ellos no tienen animadversión contra mi hijo, y, desde luego, menos aún contra vos. —¿Vas a darme a mi la lección entonces? —gritó, furioso, el duque—. Anuncié a Raniero y a Seguín que pensaba armar caballero a tu hijo y me acusaron implícitamente de favoritismo. Te traigo a ti para que declares contra ellos y te pones a hablar en su favor, dando a entender que soy injusto. Pero ¿quién es aquí el duque de Borgoña, vamos a ver? —Lo sois vos, señor. —¡Responde entonces! —gritó el duque, dando puñetazos en la mesa que tenía delante—. ¿Por qué bajó tu hijo la lanza al cargar contra mi sobrino? —La cincha del corcel que montaba vuestro sobrino estaba rota. Podía haberle derribado un soplo de viento. Mi hijo vio cuál era la situación y no quiso aprovecharse de ella. Además —añadió Tescelín más dulcemente—, mi hija Humbelina se hallaba presente en las gradas. Tanto Seguín como Raniero mostraron su sorpresa ante la primera frase de Tescelín. Se miraron uno a otro con verdadero asombro. En seguida, el senescal se levantó y tomó la mano de Tescelín, diciéndole: —Barba Morena, os agradezco la humillación. Y sin soltar la mano del señor de Fontaines, se volvió hacia el duque, exclamando: —¡Armadle, armadle sin tardanza y nombradle senescal en mi lugar! El duque emitió un sonido ininteligible.
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—¡Aguardad un minuto! —terció Seguín—. Dices que Humbelina, tu hija, se encontraba en las gradas. ¿Qué tiene eso que ver en el caso? Antes que Tescelín hubiera podido responder, el duque Hugo volvió a aporrear la mesa con el puño, exclamando: —¡He ahí un nuevo ejemplo de vuestras agudísimas observaciones! ¡Sois los únicos en ignorar en el ducado que Humbelina y Guy están prácticamente prometidos! Seguín, que no se había inmutado ante la furia del duque, se levantó lentamente, y, dirigiéndose al lado de Tescelín, le tocó la mano izquierda, y le dijo: —La mano izquierda está más cerca del corazón, Moreno. Déjame felicitarte por tu caballeroso hijo. Ese mozo merece ser armado caballero antes que nadie en el ducado. Es una astilla del viejo tronco, y "de tal palo, tal astilla". Ahora, perdonadme mi estúpida manera de juzgarle. —¡Así es como me agrada ver a mis nobles! —dijo Hugo, al contemplar a Tescelín flanqueado por sus dos consejeros—. ¿Estáis todos de acuerdo en que Andrés de Fontaines debe ser armado caballero aunque no tenga más que dieciséis años? Todos asintieron, sonriendo. —Y vosotros, los de los extremos, ¿habéis visto como cuando se trata de la caballería, lo que cuentan son los hechos y no las fechas? —Así es —confesaron Raniero y Seguín. —¿Empezaréis los tres a respetar mis juicios sobre los hombres? —Nunca lo pusimos en duda, excelencia —repuso Tescelín, riendo—. ¿Cómo hacerlo? No hay más que ver qué tres hombres habéis elegido para consejeros. —Siempre tienes ingenio, Barba Morena, para dar con a respuesta justa. ¡Vamos a beber por la salud y el heroísmo de nuestro futuro caballero! Y, tomando una jarra, vertió en cuatro copas el mejor vino de las viñas de Borgoña.
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La sonrisa de una madre.
Decir que Andrés estaba orgulloso de haber sido armado Caballero sería decir muy poco. A pesar de ello, nunca presumió ni se mostró vanidoso, limitándose a exhibir un aumento de dignidad. Naturalmente, llovieron sobre él las felicitaciones, pero la mayor emoción la sentía en su fuero fraterno; ¡era la secreta alegría de sentirse superior a sus hermanos mayores! Guy y Gerardo fueron armados caballeros también, es cierto, obteniendo tal honor en buena lid; ¡pero ninguno de ellos hincó la rodilla ante el propio duque de Borgoña para recibir el espaldarazo a los dieciséis años! Sin embargo, Andrés no estaba satisfecho. Le parecía que su triunfo era relativo. Ambicionaba llevar a cabo alguna gran empresa. En el año de gracia de 1111 creyó llegada su oportunidad. Los tres hermanos se encontraban con las huestes que sitiaban Grancy, y Andrés contenía a duras penas su afán de mostrarse un poco superior a sus hermanos en el verdadero combate. Pero los defensores de la ciudad cercada no salían de su recinto para complacerle. Preferían permanecer tras las fuertes murallas de sus castillos, dando lugar a que el joven Andrés se consumiera de impaciencia. En estas condiciones, y cuando el impetuoso mozo buscaba con avidez cualquier ocasión de superar a Guy y a Gerardo, tropezó con Bernardo, que le habló de sus planes, invitándole a incorporarse a Citeaux y hacerse monje. Andrés miró fríamente a su hermano, y la sombra de una sonrisa burlona pudo apreciarse en la comisura de sus labios, al responderle: —¿Hablas en serio, Bernardo? —Naturalmente. Andrés prorrumpió en una risotada dura y áspera. A Bernardo le resultaba facilísimo leer los pensamientos que relampagueaban en la mente de su hermano, mientras reía sin parar, con aquella risa sonora y desdeñosa. —¡Oh, ya sé que no soy caballero! ... —comenzó Bernardo. —No, y ni siquiera estás en el ejército de Borgoña —restalló como un latigazo la voz de Andrés—. ¡Eres ridículo, Bernardo! ¿No te das cuenta de que todavía tengo fresca la emoción del espaldarazo? ¿No te das cuenta de que esa torre que vemos allí enfren265
te me brinda la ocasión de probar mi valor? ¿No te das cuenta de que esas murallas van a ser demolidas o escaladas y que yo seré uno de los primeros que pongan su planta en la ciudad? ¿No te das cuenta de que mi vida...? ¡Pero no! ¡claro que no te la das; no podrías dártela! ¡Perdona mi arrebato, pero compréndeme, cuando te digo que tu proposición no sólo es risible, sino completamente ridícula y absurda! Entregar las armas es una estupidez en cualquier momento; pero entregarlas en una ocasión como la presente, resultaría monstruoso. Comprendo tu mentalidad, Bernardo. Trata tú de comprender la mía. Tú y yo vivimos en mundos diferentes, tenemos ideales contrapuestos y pensamos de manera muy distinta. Sí, yo te comprendo y espero que tú, a tu vez, me comprendas. ¡Adiós! Andrés, que había pronunciado la última parte de su discurso con todo el candor, la frescura y la compasiva condescendencia de un ser que se considera superior, giró sobre sus talones y se alejó. Bernardo luchó entre las tentaciones de reírse de la arrogancia de su hermano pequeño o de correr tras él, hacerle volver e intentar meterle un poco de sentido común en la cabeza. No se rindió a ninguna de ellas, primero, porque Andrés se alejó con suma rapidez; y segundo, porque atrajo toda su atención la figura de su tío Gaudry, que acababa de surgir ante él en aquel momento. Andrés no volvió a acordarse de Bernardo ni de su proposición. Resultaba una invitación tan extravagante, que al flamante caballero le parecía cómica. No podía rebajarse a sentir enfado o indignación por ella; ni siquiera se rebajaría a sentirse asqueado. Se limitó, altanero, a darla por no formulada siquiera y a dedicarse a las varoniles ocupaciones de planear formas y maneras que le permitieran superar las hazañas de los más valerosos caballeros de su noble familia. El último pensamiento que dedicó a la conversación con Bernardo fue desear que no volviera por el campamento. ¡Pero Bernardo volvió! Volvió y se encontró con Andrés en el preciso instante en que se separaba de un grupo de veteranos que referían sus recuerdos y hechos de armas. El mozo había escuchado magníficos relatos de heroísmo, que habían apresurado el latir de su corazón impaciente. Al alejarse de ellos, su imaginación desbocada amontonaba fantasía sobre fantasía acerca de lo que él
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sería capaz de hacer cuando... Bruscamente, le volvió a la realidad una voz que le ordenaba imperativa: —¡Ven aquí, Andrés! Era Bernardo. El joven caballero obedeció, quizá por no haber vuelto en si totalmente de su ensueño. Bernardo le tomó por ambos brazos, le sacudió ligeramente y le dijo: —Dime una cosa, hermano. ¿Tienes a tío Gaudry por caballero digno y un hombre bravo y prudente? —¡Claro que sí!—contestó rápidamente Andrés, volviendo de su ensueño. —Yo también. Tío Gaudry es lo suficientemente bravo, prudente y caballero para unirse a mí. Nos vamos a entregar a Dios. —¿Qué dices?... ¿Que el tío Gaudry...? —Sí, sí, el tío Gaudry. Se viene conmigo a Citeaux. Hace lo mismo que no tardarás en hacer tú también si tienes sentido común. —¡Vamos, Bernardo, déjame en paz! Ya hemos hablado eso. Yo soy caballero. Y estoy dispuesto a ser... —¡A ser monje! ¿Me oyes?... Por poco que ames a Dios… —Yo voy a ser... Se interrumpió de pronto, con los ojos clavados en algo invisible. —¡Oh Bernardo!... ¡Mira!... ¡Es nuestra madre! Está sonriendo. Con expresión temerosa, Andrés siguió mirando por encima del hombro de su hermano. Bernardo se turbó un momento. El evidente rapto de Andrés le había cortado la palabra. Observó el respeto, el asombro y el temor impresos en la mirada de Andrés, al tiempo que en sus pupilas brillaba la luz del amor, y se volvió para descubrir lo que le habla transfigurado de tal modo, pero sólo encontró el vacío. Andrés seguía murmurando, dulcemente: —¡Madre!... ¡Mírala, Bernardo!... Sonríe... Bernardo se volvió otra vez y siguió sin ver nada. Sólo cuando Andrés repitió por tercera vez: 267
—Nuestra madre me mira y me sonríe... —Bernardo le hizo reaccionar, diciéndole: —Sí, Andrés; es nuestra madre. Y su presencia sólo significa una cosa: "Vete a Citeaux con Bernardo." —Sí —prosiguió Andrés—. Sonríe con más dulzura... ¡Oh, sí, madre, iré, iré!... ¡Ha desaparecido, Bernardo! ¡Ha desaparecido! ¡Ha desaparecido! —Lo sé —contestó Bernardo con calma—. Y es hora de que tú y yo nos vayamos también. Anda, ven, vamos a nuestra casa... Le tomó del brazo y se alejó con él. Andrés no ofrecía la menor resistencia. Los dos se dirigían, lentamente, al bosque, donde estaban los caballos. Andrés temblaba nerviosamente por la excitación del prodigio que acababa de ver, y repetía: —¿La has visto, Bernardo? ¿Has visto a nuestra madre? ¡Qué dulzura inefable en su sonrisa!... ¡Sí, tengo que ir !... ¡Tengo que ir, aunque sólo sea por complacerla!...
Cuando haya desaparecido el encanto.
Andrés mantuvo la promesa hecha a su madre aquella tarde, pero el hacerlo casi destrozó su corazón Al quitarse la armadura y colgar el escudo sollozó. Se sentía como si se hubiera apagado el sol en su vida y no tuviera ante sus ojos más que tinieblas. Cabalgaba furiosamente por los caminos y a través de los bosques, haciendo galopar a su montura hasta cubrirla de espuma. Y, aunque volvía a casa físicamente agotado, seguía sintiendo ardor en su cabeza y un tremendo dolor en el corazón. Durante muchos días permaneció inconsolable. Bernardo, compadecido, le llamó para leer la lista de todos cuantos le habían prometido acudir a Citeaux. Al oír uno tras otro los nombres de tanto ilustre caballero, Andrés no salía de su asombro. Cuando Bernardo concluyó la relación, Andrés dio un salto, gritando: —¡Por Dios, Bernardo, que ésa parece la lista de participantes en un torneo! —¿Y adónde crees tú que nos dirigimos? ¿A un entierro? — le atajó Bernardo, riendo—. Voy a decirte, Andrés, que en tu vida has justado en un torneo como éste al que vamos. Llámalo "El 268
torneo del Amor", y recuerda que fue la sonrisa de tu madre la que te envió a él para triunfar. —No lo olvidaré, Bernardo. No puedo olvidarlo, aquel día vi a mi madre con la misma claridad con que ahora te veo a ti. Ella quiere que vaya, e iré. ¡Iré y me quedaré para siempre!... Déjame que lea otra vez la lista, ¿quieres? —Tómala, estúdiala bien, y a ver si eres capaz de ser el mejor caballero de todos los que en ella figuran. Viajas en una compañía selectísima, Andrés. ¡Prepárate! Y se alejó, dejando a su hermano enfrascado en aquella relación de nombres de la flor de la caballería de Borgoña. Que Andrés se hallaba preparado, lo prueba el hecho de que su entrega a la nueva forma caballeresca la hizo con idéntica intrepidez que señalara su permanencia en los ejércitos del duque Hugo. Aprendió rápidamente por su juventud y su entusiasmo. Nada parecía molestarle. Las largas horas en el Oficio; las igualmente largas, pero más fatigosas aún, de trabajo, silencio y ayuno; la aparente esterilidad de todo aquello, no hicieron la menor mella en el espíritu de nuestro joven paladín. Pasó el año de noviciado con tanta alegría y sencillez, que el prudente abad Esteban Harding se sentía desconcertado. Comprendiendo que el entusiasmo por la nueva vida tuviera preso en su encanto al mozo, se preguntaba y preocupaba cuáles serían sus reacciones cuando hubiera desaparecido aquel encanto. Precisamente por esa preocupación, la víspera del día en que debla formular sus votos, Esteban mandó llamar al joven, para preguntarle: —¿Qué pensáis de vuestra profesión, hijo mío? Andrés le miró. Una hermosa luminosidad inundaba sus ojos al responder: —Reverendo Padre, el día en que me armaron caballero creí haber estado impaciente por que amaneciera. La mañana en que hube de arrodillarme ante el duque de Borgoña para recibir el espaldarazo pensé que la arena habla dejado de caer en el reloj. Pero ahora me doy cuenta de que entonces no tenía la menor idea de lo que es la verdadera ansiedad. Ahora es cuando estoy aprendiendo lo lento que puede transcurrir el tiempo. ¿Preguntáis cómo me siento al ir a hacer mis votos?... Pues os diré la verdad, reverendo Padre... Como no podía aguardar más la llegada de la 269
fecha dispuesta para formularlos, se los hice a Dios en mi corazón más de cien veces durante la semana pasada. Esteban sonrió. —¿No encuentras dura esta vida, hijo? —¿Dura?... ¡No, reverendo Padre! La encuentro interesantísima. Disfruto con el trabajo. Me gusta cantar. El día pasa con tanta rapidez, que apenas tengo tiempo de pensar. El tiempo de que disponemos para leer y estudiar es demasiado breve. ¡Son tantas las cosas que quiero aprender sobre Dios y para ser un buen religioso...! —¿No echas de menos el estruendo de la vida de campaña, la rivalidad de los torneos, la tentación de los grandes honores mundanos? —Al principio, tal vez los eché de menos un poco. Hubo momentos en que creí haber cometido un error, otros en que esta vida me pareció estúpida y vacía. Pero recordé la sonrisa de mi madre. Eso me contuvo. Después contemplé el resto de nuestra legión de caballeros. Me ayudaron mucho. —¿Te acongojaba la falta de compañía? —No, reverendo Padre. No era eso exactamente. Creo que, en realidad, sentía la congoja del justador que necesita público. Desde que estoy aquí me he estudiado bien a mí mismo, y he llegado a comprender que me preocupa mucho el público. —¿Qué quieres decir con eso? —Pues que si en las gradas no se reuniera un gran número de espectadores para el torneo, yo no realizaría ni la mitad de los esfuerzos que soy capaz de hacer. Quiero decir que soy muy susceptible a las miradas y a los aplausos. —Esas cosas no se logran aquí... —¡Ya lo creo que se logran, reverendo Padre!... El aplauso no procede sólo de las manos. Existen miradas de admiración, miradas de envidia, un esfuerzo por emular a los demás... Todo eso constituye aplauso también para un glotón de aplausos como yo. —Eso quiere decir que aun aquí te has entregado a alguna clase de rivalidad, ¿no? —Así fue, en efecto. Bernardo me dijo que nos dirigíamos al "torneo del Amor", y yo decidí justar mejor que los mejores. Si lo 270
había hecho por las damas, ¿no iba a hacerlo por el Señor? Si en el mundo aspiré a ganar la aprobación del duque, ¿cómo no ansiar aquí la aprobación de Dios? No sé si sabéis, reverendo Padre, que mi madre se enseñó a sobrenaturalizar lo natural. Fue una lección maravillosa e inolvidable. Pero aquí todo es tan sobrenatural, que hube de emplear sus enseñanzas a la inversa para naturalizar lo sobrenatural, lo cual simplificó mucho las cosas. —Sí —dijo Esteban, pensativo—, ya me lo habías dicho antes. Ya sé cuánto has aprendido observando primero e imitando luego a los monjes veteranos. Ya me dijiste que de esa misma manera aprendiste a andar, a montar a caballo, a manejar la espada y la lanza. Eres un fino observador, y de la observación pasas a la imitación. Es una buena práctica en tanto sean buenos tus modelos. Nunca olvides aquello sobre lo que tantas veces te he insistido... Nuestro modelo es Cristo. Obsérvale con la mayor atención, y serás un verdadero contemplativo; después de la observación, imítale con la misma fidelidad, y serás lo que El quiere que seas y lo que yo le pido: una copia del Hombre-Dios. El hombre es por naturaleza imitador. Me agrada pensar que cuando Cristo dijo: "Aprended de Mí", decía, en realidad: "Utilizad vuestro instinto natural." Pero hoy te he mandado llamar para enseñarte una lección más vulgar. —Estoy impaciente por aprender cualquier verdad, reverendo Padre, ya sea vulgar o extraordinaria, fea o hermosa. Esteban sonrió. Estaba habituado a la generosidad de Andrés y a su inteligente manejo de las palabras. Incluso en algunas ocasiones se complacía en estimularla, discutiéndole. —Las verdades son vulgares a veces —le enmendó—, pero nunca feas. Ahora quiero decirte lisa y llanamente que vives por el momento presa del entusiasmo. Lo que me sorprende es que ese entusiasmo haya durado tanto. Viniste a esta nueva vida y la convertiste en una nueva aventura. Desde el principio has vibrado de energías y buenos deseos. Comprendo que el coro, los estudios y trabajos cotidianos resulten llenos de atractivos para hombres de tu temperamento. Los monjes más antiguos te inspiran temor. Los que ingresaron contigo te estimulan con su rivalidad. Durante un año, hijo mío, has vivido del encanto producido por estas cosas. Esa es una gracia de Dios con la que has cooperado genero
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samente. Pero no tengo más remedio (es mi obligación) que decirte: ¡Ese encanto desaparecerá algún día! —¿Sinceramente lo creéis así, reverendo Padre? —Lo sé, hijo mío. Sé que habrá de llegar un día en que el coro te fastidie y te parezca monótono y tedioso... —¡No digáis eso, reverendo Padre! —Mi deber es decírtelo, hijo. A todos nos ocurre lo mismo en una época, y ya se sabe que "hombre prevenido vale por dos". Un día te mirarás las manos rudas y encallecidas, y te preguntarás: "¿Qué diantres hace el hijo de un gran señor como mi padre con estas manos de labriego?" Analizarás la tarea manual y servil de tu vida monástica, y te preguntarás si Dios dispuso que los nobles se rebajaran hasta ese extremo. —Yo soy algo más que el hijo de un noble, reverendo Padre: soy hijo de Dios. —¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclamó el abad—. Esa es la respuesta, ¡la única respuesta! Pero una vez desaparecido el encanto, resulta dificilísimo encontrarla. En este momento la has utilizado, y yo me alegro mucho. Si, en realidad, inflama todo tu ser y aceptas todas las consecuencias de ella derivadas, no tendré que preocuparme por ti. —No entiendo exactamente lo que significan esas palabras, reverendo Padre. —Andrés, hijo mío, durante toda tu vida has vivido entre hombres de casta. El refinamiento, la cultura y la cortesía flotaban en el aire respirado por tus pulmones. La caballerosidad, la amabilidad, el respeto y la consideración de los demás te rodeaban. Ahora todo ha cambiado, y en el futuro habrá de cambiar más todavía. Algunos de tus compañeros, de tus hermanos en Cristo, carecen totalmente de educación, y no sólo parecerán fastidiosos, sino que lo serán realmente. No tendrán el menor sentido de la delicadeza, del refinamiento ni de la caballerosidad, ni el menor conocimiento de la forma de conducirse, ni serán sensibles al respeto y la consideración. Ello habrá de afectar a una naturaleza como la tuya, acostumbrada a la finura en todo. Tú tienes un concepto natural del orden, que has cultivado y desarrollado en el más alto grado. Hasta tus palabras son ordenadas. No todos los
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hombres son así. Muchos de tus hermanos serán todo lo contrario, lo cual habrá de hacerte sufrir mucho. —Creo estar preparado para ello, reverendo Padre —dijo Andrés, aprovechando una pausa momentánea del abad. —Sé que estás dispuesto, hijo mío; pero no tengo la misma seguridad de que estés preparado. Y ése es todo mi propósito en este momento; prepararte para el día en que el encanto haya desaparecido. Este es el momento de prepararse, y sólo existe una preparación: ¡estar siempre pendiente de Cristo! —¿Qué queréis decir, reverendo Padre? —Contamos con el crucifijo y contamos con el tabernáculo. Estúdialos a fondo, pues son la única justificación tangible para nuestra vida. Ellos te hablarán con mucha mayor elocuencia de lo que yo pudiera hacerlo. Escucha cuanto te digan y sabrás cómo tienes que actuar cuando desaparezca el encanto. La cruz en sí no tiene nada de atractiva; tampoco resulta atractivo estar sepultado en el pan; pero Cristo permitió a los soldados clavarle en aquélla, y sigue permitiendo que los hombres le menosprecien en éste cada día. Y tú sabes bien por qué. El amor debe dar. El amor ha de estar cerca. ¡Oh hijo mío, satúrate de Jesucristo! ¡El es la única tabla de salvación!... El aburrimiento y la monotonía de nuestra vida pueden llegar a enloquecernos si no tenemos presentes a todas horas los dieciocho años de monotonía y aburrimiento de la vida de Jesús en Nazaret. La falta de refinamiento en nuestros compañeros puede atacar de tal modo nuestra sensibilidad, que nos ponga en trance de gritar, cosa que no dudaríamos en hacer si no recordásemos lo rudos, bastos y ordinarios que fueron los pescadores y el cobrador de impuestos que acompañaron a Cristo. La nobleza de tu nacimiento y la exquisitez de tu educación pueden serte muy perjudiciales si no recuerdas que mediante su Sangre, todos hemos vuelto a nacer para hacernos divinamente nobles. Sí quieres vivir y morir como un verdadero cisterciense, has de impregnarte de Cristo. No hay otro camino. Cristo explica todas las cosas, todos los sucesos, todas las personas. Es la respuesta a todas las preguntas, a todas las dudas y a todas las dificultades. Es la razón para vivir y la razón para morir. Proporciona la única solución para esa cosa asombrosa que estás dispuesto a hacer mañana. Es la única clave para situación tan asombrosa. ¿Por qué si no habrías de hacer una entrega tan completa de tu vida? ¿Por 273
qué jurarías a Dios vivir y morir en este pantano? ¿Por qué te atarías a una muerte en vida mediante un voto? ¡Sólo porque Cristo lo hizo antes que tú y sigue haciéndolo! ¡Sólo porque hubo una crucifixión y existe una transustanciación! ¿Comprendes? —Perfectamente, reverendo Padre. Es más o menos lo que he venido haciendo. —Lo sé, hijo mío; pero de ahora en adelante no pueden existir esos "más o menos". Quiero que tu conciencia de Cristo sea mayor aún (si ello es posible) que la conciencia de ti mismo. Quiero que estés totalmente absorto en Jesús y por Jesús. ¡Escúchame, muchacho! Has vivido una vida de rivalidades. El espíritu de emulación arde en tu sangre. Siempre quisiste subir más y más. Lo conseguiste al triunfar en el mundo. Fuiste armado caballero a una edad excepcionalmente temprana. Eso es una muestra de espíritu. Conserva siempre ese espíritu, que es una gracia de Dios. Pero ahora habrás de enfrentarte con el hecho de que puedes pasar el resto de tu vida en la oscuridad y el anonimato. Tal vez no sepas nunca lo que es ser Superior. Esto no quiere decir que hayas de acallar ni matar tu pasión de emular a los demás. ¡No! Has de hacer de tu vida una vida de rivalidades, ¡pero que tu rival sea Jesucristo! Has de tratar de igualarle, luchar por aventajarle en humildad. Cristo vino a la tierra, bajó a Nazaret, descendió al limbo y sigue descendiendo, y hoy todavía podemos hallarle bajo la humilde apariencia del pan y del vino. Cuando el encanto natural haya desaparecido (y un día u otro desaparecerá), deberás crear un encanto sobrenatural para convertir la vida cisterciense en un verdadero poema, en una pugna con Cristo, en un torneo de amor, como Bernardo. ¿Crees tener fuerza para hacerlo? —Sin duda puedo intentarlo, reverendo Padre, y, con la ayuda de Dios, conseguirlo. —Está muy bien. Pero ten esto en cuenta: lo que parece fantástico es real. ¡Nuestra vida es una pugna con Cristo o una locura! Sobre todo, porque esa rivalidad hemos de ponerla en los acontecimientos ordinarios de nuestra vida cotidiana. Antes dijiste algo acerca del caballero o del juglar que necesitan su público. Parecía original, y, sin embargo, creo que ya San Pablo había hablado de "una nube de testigos". ¿No es así? —Sí —sonrió Andrés—; así es, en efecto. 274
—Entonces, hijo mío, sé siempre un juglar pendiente de tu auditorio. Sé un actor y recuerda el personaje que has de representar: Jesucristo. Pero has de representarlo en los acontecimientos más vulgares de la vida diaria. En nuestra vida cisterciense no existe nada verdaderamente dramático. Casi parece incolora, y, sin embargo, es el mayor drama que se haya representado nunca. Si tienes conciencia del papel que se te ha encomendado, llegarás a amar la monotonía y los compañeros rudos, bastos e incultos; llegarás a amar el cansancio del trabajo, el silencio, el sufrimiento, la soledad y todo cuanto va unido a esa dedicación y esa consagración que vas a hacer mañana. —¡Oh, reverendo Padre! ¡Cuánto me alegra haberos oído hablar con tanta claridad! ¡Tal vez sin sospecharlo habéis repetido la lección que me enseñó mi madre! Decís que tome mi naturaleza tal y como es, y la utilice para Dios. Conocéis mi tendencia a la rivalidad, y no me ordenáis sofocarla, sino desarrollarla hasta el extremo de convertirla en una contienda con Cristo. ¡Eso era lo que hacía mi madre precisamente! ¿Y no es algo parecido a lo que he estado haciendo y antes llamé naturalizar la sobrenatural? —Sí lo es, hijo mío. Pero lo que quiero decir es que cuando el brillo de este encanto haya desaparecido, Cristo resplandecerá. —Yo rezaré, trabajaré y estudiaré para convertir mi existencia en una justa con Jesús, en una competición una rivalidad con Cristo. ¡Muchas gracias, reverendo Padre, por los amplios horizontes que me habéis abierto! Esteban le bendijo. Y cuando el anhelante joven abandonó la celda, el buen abad se volvió hacia el crucifijo clavado en la pared, y murmuró: —¡Oh Jesús! ¿Creéis que habrá captado toda la fuerza de lo que he querido enseñarle? Mi intención ha sido hacerle comprender que esta vida nuestra puede ser una agonía y con frecuencia incluso una crucifixión, pero que siempre es una gloria si te tenemos presente.
Treinta años en el camino real.
Si en el año 1113 el abad Esteban Harding podía abrigar ciertas dudas de que Andrés hubiese comprendido bien la lección 275
que le explicara sobre la forma de contemplar a Cristo una vez desaparecido el encanto inicial de la vida monástica, San Esteban Harding no podía tenerlas en 1143, año de gracia en que pudo contemplar desde el cielo a un hijo que durante treinta años recorriera sin una sola vacilación el camino real trazado por Cristo. A buen seguro sonreiría en su mansión celestial oyendo los ecos de las respuestas dadas por Andrés a un anciano caballero. Andrés había sido enviado por el abad Esteban en compañía de Bernardo y sus otros hermanos a fundar Clairvaux. Bernardo le designó portero del monasterio, en cuyo cargo permaneció desde 1114 hasta 1144. Lo cual era peor todavía que vivir en el anonimato insinuado por Esteban la víspera de formular sus votos. El portero estaba muy lejos de ser "superior"; pero Andrés acertó a ser en su puesto humilde lo que el abad le sugiriera en vísperas de profesar: un émulo de Cristo. Andrés no se recataba de decirlo, y solía asombrar a más de un visitante al hablar de ello con su franqueza habitual. En 1143, un anciano de paso lento, cuyo erguido porte y modales altaneros denotaban nobleza, llegó a las puertas de Clairvaux. Después de contemplar unos momentos a Andrés, le preguntó: —¿Me conocéis? —¿Que si os conozco? ¡Ya lo creo! Y también vuestra especialidad. ¿Seguís fintando al corazón y golpeando la celada? El recién llegado se echó a reír y le tendió la mano: —Andrés de Fontaines, me alegra mucho volver a veros. —Andrés de Clairvaux —subrayó el portero— también celebra echar la vista encima a Carlos el Engañoso. ¿No queréis pasar?... Nuestro abad está ausente en este momento... —No quiero molestaros, Andrés. Pero voy de camino hacia Troyes; he cabalgado mucho durante todo el día, y ya no soy tan joven como entonces. Agradecería mucho la hospitalidad del monasterio por esta noche. —¿Por esta noche sólo? Si lo deseáis, podéis permanecer quince días en esta casa. Entrad y sed bienvenido. —Gracias, Andrés. No os molestaré tanto tiempo. Sin embargo, una vez que estoy aquí trataré de averiguar algunas 276
cosas. La primera, ésta: ¿no lamentáis haber abandonado la caballería? Carlos había entrado, acomodándose en una banqueta, mientras Andrés hacia seña a un hermano para que condujera a la cuadra la cabalgadura del huésped. Luego sonrió, pensando para sus adentros lo poco que en los treinta años transcurridos desde su último encuentro habían cambiado al arrogante, incisivo y despectivo caballero. Sabía de sobra que debía disponerse a sufrir una interminable serie de preguntas indiscretas si no lograba poner a su visitante a la defensiva desde el primer momento, por lo que rápida y jovialmente pasó al contraataque con esta pregunta: —¿Creéis que si un caballero borgoñón marcha a Jerusalén y se queda allí a vivir deja de ser caballero? O, mejor aún, cuando Carlos el Engañoso cabalgaba hasta Troyes, fuera de su propio ducado, ¿deja de ser Carlos el Engañoso? —No —contestó Carlos tranquilamente—. Pero no sé adónde vais a parar con estas preguntas... —A vos. El tono de Andrés indicaba bien a las claras que se hallaba preparado para todo lo que viniera. —Vos habéis hecho —continuó— una pregunta que demuestra olvidáis de cuando en cuando el axioma "caballero una vez, caballero siempre". Nunca he abandonado la caballería, Carlos, por la sencilla razón de que la caballería no puede abandonarse, pues no se trata de una mera ceremonia ni de una cota de malla que se viste por fuera. ¡No! La caballería es algo que brota y crece dentro del alma, y que, una vez cultivado y maduro, no muere jamás. ¿Acaso no se os ha ocurrido pensar alguna vez que armarse caballero es algo muy parecido al Bautismo, Carlos? Imprime una señal indeleble en el alma. Claro de que lo mismo que hay quienes manchan su señal bautismal o la dejan empañarse, existen caballeros obstinados en realizar acciones poco caballerescas. Lo cual no cambia las cosas; la señal perdura, sigue allí, está allí siempre para su honra o su deshonra. El axioma es irrebatible: "Caballero una vez, caballero siempre." El huésped cambió de postura en su asiento y comentó, irónico:
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—También es bien cierto que "charlatán una vez, charlatán siempre". De joven tuvisteis siempre la lengua muy viva, y ahora sois... ¿Qué edad tenéis, Andrés? —Si contáis por los años, me faltan dos para la mitad del siglo; pero si contáis por las preguntas necias que se me han hecho, debo ser unos cuantos siglos más viejo que Matusalén. —Ya veo, señor caballero, que insistís en continuar siendo el mismo de siempre. Mas en vista de que no os agradan las preguntas necias, voy a haceros una sabia. ¿No lamentáis haber vivido en un engaño? Andrés, había aprendido muchas cosas en sus treinta años abriendo y cerrando la verja de Clairvaux; pero una de las más importantes fue la de medir rápidamente a un hombre y adaptar con la misma rapidez su actitud a la del interlocutor. Conocía de antemano a Carlos, y por las dos preguntas que acababa de hacerle advirtió que sus procesos mentales no habían cambiado en absoluto. Seguía siendo el mismo burlón de siempre. Así que, sin inmutarse, le respondió: —No sé en qué puede consistir el engaño. —¡Pues en esto! ¡En todo esto! En la vida (si se le puede llamar vida) que lleváis, hundido en esta charca más de veinte años. ¡Esto no es vida, Andrés! ¡Esto es la muerte!... Sí, y vos lleváis muerto años y años. Yo, cada vez que paso por el castillo de Fontaines, me santiguo. Tengo miedo de ser embrujado como lo fuisteis vos y vuestros hermanos y hasta vuestro noble padre. ¡Sí, aquella mansión está embrujada! Dios no os creó para que vivieseis como vivís. ¡Nunca! Armado caballero antes de cumplir los diecisiete años, ¿qué es lo que habéis sido desde entonces?... Por pura cortesía lo he calificado de engaño. Para haber sido exacto debía decir que se trata de una locura. —Efectivamente, Carlos —dijo Andrés, con la más perfecta calma—. Es una locura y fue un engaño, con lo cual creo comprender que nos tenéis a mi familia y a mí por una pandilla de tontos, ¿no es verdad? —Con toda franqueza os diré que sí ¿Qué otro calificativo mereceríais a los hombres sensatos? —Y esos quinientos o más monjes que viven en los monasterios cistercienses, ¿son tontos también? 278
—¿Quinientos o más? —se sorprendió Carlos. Pero, recuperando su actitud desdeñosa, añadió en seguida—: Sí, si todos eran nobles como vos y vuestros hermanos. —Y ¿qué somos ahora, Carlos? ¿Acaso somos siervos? —Desde luego, no sois nobles, Andrés. Los nobles no viven como vosotros. Los nobles se dan cuenta de que es Dios quien ha estatificado la sociedad, y permanecen siempre en la primera capa en que el Señor los colocó. Vuestra vida es degradante, y Dios no lo dispuso así. Dios nos ordenó ennoblecernos, no renunciar a nuestra nobleza. —¿De veras...? ¿Y no creéis que enseñó su lección de manera hasta extraña? —¿Qué queréis decir? —Nada más que esto: Cristo dijo "Venid y seguidme", y cuando los hombres aceptaron tal invitación, el primer lugar adonde los condujo fue a una cueva para guardar ganado, en la que nació, entre una mula y un buey. Habéis de recordar, Carlos, que el Niño de Belén es el Dios de los vivos y de los muertos. A medida que hablaba, la voz y el gesto de Andrés se Iban animando: —Después los llevó a Egipto, un país extraño dándoles a entender que habrían de conocer la soledad y el destierro. Luego volvió a llevarlos a Nazaret, donde, prácticamente, los retendrá toda su vida. ¿Os habéis dado cuenta alguna vez de lo que significa ser Nazareno, Carlos?... No supone la nobleza tal como vos la concebís, ni mucho menos. Supone ser despreciado y mirado por encima del hombro. De esta ciudad despreciada, ¿adónde nos conducirá Cristo? A la cruz de un criminal sobre el rocoso monte llamado Calvario. Jesucristo, Carlos, nació como un pordiosero y murió como un ladrón. ¿Sabéis por qué? ¿Sabéis para qué? Para enseñar a los caballeros el camino de la caballerosidad; a los nobles, la auténtica nobleza, y a los hombres, ¡el camino real que lleva a Dios! Escuchadme, Carlos: aunque en estos treinta años apenas he puesto el pie fuera de la puerta de este monasterio, os afirmo que soy un caminante. ¿Me oís? ¡Un caminante! Sí, llevo la mayor parte de mi vida recorriendo el camino real que conduce a Dios. Llamadlo engaño y locura si queréis. En todo caso, para mí, son un engaño y una locura benditos por haberme llevado dando 279
traspiés sobre las huellas del Caballero de la Roja Cruz del Calvario, del Noble entre los nobles, del Hijo de Dios Nuestro Señor. —¡Ya estáis recitando un romance!... Todo eso es muy bonito; pero, ¿qué podéis mostrar como ganancia después de treinta años de caminante? —Lo mismo que El después de treinta años de viajero. Una conciencia limpia, un corazón feliz, la esperanza de una alta recompensa y la satisfacción de haber cumplido en todo momento la voluntad de mi Padre celestial. —Habláis como un fanático. —Hablo como un seguidor de Jesucristo; como un cristiano, Carlos. ¿Comprendéis? Como un cristiano, o sea como un hijo adoptivo de Dios y hermano de Aquel que recorrió las colinas de Judea y escribió su propia historia de amor con las ardientes letras de su preciosa Sangre sobre el monte que nosotros llamamos Gólgota o Calvario. —¿Historia de amor, decís?... ¡Mencionadme hechos concretos, Andrés! —Estoy hablando de los hechos más reales de toda la Historia. Jesucristo, el Hijo de Dios, os amó a vos, se hizo niño por vos, se desterró por vos, fue hijo de un humilde carpintero por vos, taumaturgo de Judea por vos, y, finalmente, Carlos, se convirtió en reo de muerte y en cadáver lívido y desangrado por vos. ¡Esa es la historia emocionante de amor que al hacer de Clairvaux el hogar de los caballerosos convierte en sabiduría el engaño y la locura y vuestras burlas en algo lamentable! Os compadezco, Carlos. Sois un hombre bien entrado en años, no obstante lo cual habláis como si no conocierais a Cristo. —¡No os preocupéis por mí! —respondió, altivo, el noble—. Estábamos hablando de vos. Siquiera vuestro hermano Bernardo ha hecho cosas y es un hombre famoso. Ha hecho cosas a propósito para un hombre como él, que nunca habría servido para caballero, pues no estaba hecho para ello. Pero vos y todos los demás... ¿Qué clase de locura se apoderó de todos vosotros para induciros a enterraros vivos en este lugar? Nadie oye hablar jamás de vosotros. —¡Estáis utilizando una medida equivocada, Carlos! La hombría no se puede medir con una lanza de caballero. ¡No! Jesucristo 280
lo cambió todo. Ahora no hay más que una clase de medida. Solamente una: la cruz de Cristo. Bernardo, sin su fama, seguiría siendo un seguidor de Cristo, lo que yo, con toda mi caballería, quizá no hubiera logrado ser. —Y ¿qué beneficios os reporta?... ¡Ser portero durante treinta años! ¡Envidiable posición para el hijo de un noble y para un caballero de Borgoña!... Y por vuestros semejantes, ¿habéis hecho algo? Andrés miró a través de la ventana para ver hasta dónde llegaba la sombra del campanario de la iglesia. Encontrándola mucho más hacia Levante de lo que suponía, se volvió rápidamente hacia Carlos, diciendo: —Es bastante más tarde de lo que pensaba, lo cual me obligará a ser muy breve, Carlos. Procuraré también ser breve, Carlos. Procuraré también ser muy claro. —Rara vez dejáis de ser una cosa y otra. —Me habéis hecho unas preguntas que me resultan sumamente familiares. Cada una de ellas las he oído vibrar dentro de mi propia cabeza, latir en mí corazón, redoblando con fuerza y exigiéndome imperiosas una respuesta Hace años la obtuvieron porque un sabio anciano me advirtió los miles de veces que habría de oírlas, y me enseñó el lugar donde habría de encontrar la respuesta exacta. No sé si habréis oído hablar de aquel anciano. Se llamaba Esteban Harding. —Ya recuerdo. Era abad de Citeaux. —Justo. Pues el abad Esteban me aconsejó clavar los ojos en la cruz y el Tabernáculo cada vez que oyese tales preguntas. Carlos, Belén era oscuro, incluso el propio Jesús era un ser relativamente oscuro. La luminosa era Roma, dueña y señora del mundo. Mas a pesar de su oscuridad, Jesucristo redimió a los hombres. Cuando pienso en eso, nada me importa haberme enterrado en vida. Me preguntáis qué puedo enseñar como resultado de estos años de encierro y destierro, y yo os respondo: ¡Nada! ¡Absolutamente nada que pueda verse, medirse o contarse! Como decís, llevo treinta años guardando esa puerta, y no puedo mostrar más resultados materiales que Jesucristo después de sus treinta y tres años en la tierra. Ahora bien: espero tener algo semejante a lo que
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El mostró en el orden espiritual. ¿Sabéis lo que era, Carlos? Pues nada menos que esto: ¡la salvación del mundo! —¿Qué? —preguntó, asombrado, Carlos. —Lo que habéis oído, Carlos. Mi objetivo es la salvación del mundo. Si se interpreta debidamente el Evangelio, el mundo es salvado por quienes, en apariencia, no hacen nada. ¡Fijaos en la insignificancia de la cueva de Belén! ¡Mirad la insignificancia de sus treinta y tres años de vida oculta! ¡Mirad la insignificancia de la cruz! ... ¿Dónde estaba y qué hacía Jesús, cuando podía haber estado predicando, aleccionando y enseñando a los hombres el camino de Dios? La respuesta la dan Belén, Egipto y Nazaret. Cuando le clavaron en la cruz, ¿qué hizo? ¿Predicó y enseñó acaso? ¡No! ¡Oró y padeció! Y eso es todo. ¿Descendió de la cruz cuando le tentaron para hacerlo? No. Permaneció en ella hasta que expiró. Y el silencio, la oscuridad y la insignificancia del Tabernáculo, ¿no son pavorosos? Sin embargo, Dios salvó a la Humanidad con su cuna y su cruz y santificó a los hombres con el Sacramento de la Eucaristía. Yo voy siguiendo sus huellas, Carlos. Tengo silencio, padecimientos, oscuridad y oración. Con El, por El y a través de El lucho por salvar al mundo. Soy un caminante de Cristo por el camino real del Rey de reyes, como tal, intento ser un salvador. SI vivo engañado como decís, Cristo debió de ser tan sólo un soñador iluso. Pero no creo que ni siquiera Carlos el Engañoso se atreva a decir tanto. —¡No, no! —repitió Carlos vivamente—. Jamás podría decirlo. Y aun cuando comprendo del todo vuestras palabras, debo reconocer que habláis como un hombre plenamente convencido de lo razonable de su postura —No comprendéis totalmente, Carlos, porque nunca habéis estudiado el crucifijo y miráis como cosa corriente el Tabernáculo. Pero venid conmigo, voy a llevaros a la iglesia. Podéis asistir a Vísperas y rezar por que la Luz del mundo alumbre a ese mundo en tinieblas. —¿Qué intentáis? ¿Que quien vino a burlarse se quede a orar? —Eso mismo, Carlos. Y hasta me atrevería a pediros que pidierais por mí. ¡Rogad al cielo me permita continuar recorriendo el camino real hasta alcanzar a Cristo! 282
—¿Lo encontráis difícil? —Mucho. Siempre repito: "Nunc coepi." (Ahora empiezo.) Y tengo que dar razón, tanto del verbo como del adverbio. Pero nuestro ruego debe limitarse a pedir a Dios me conserve el valor y la fortaleza necesarios para seguir diciendo "Nunc coepi" hasta que me llegue la hora de pronunciar el "Nunc dimittis"; si lo consigo, estoy seguro de que el Rey de los cielos se sentirá satisfecho de su caminante. Venid conmigo. Vamos a la iglesia. Carlos el Engañoso, sin pronunciar una sola palabra, le acompañó pensativo.
«Nunc dimittis.»
El águila de Tescelín realizó su último y grandioso vuelo, poniendo fin al "engaño" del que habló neciamente Carlos el Engañoso un día de 1144. Se puede decir que no sólo alcanzó a Cristo, sino que fue prácticamente arrebatado por Cristo, y su "nunc dimatis" de la tierra fue su "nunc coepi" del cielo. Bernardo se hallaba ausente de Clairvaux negociando la paz entre Luis VII de Francia y Teobaldo, conde de Champagne. Bartolomé era abad de La Ferté, y Nivardo, prior de Buzay. Por ello, Andrés murió prácticamente solo, cosa que no le importó demasiado, pues le convertía en un caminante perfecto. También su Rey había muerto completamente solo. ¿Podía su fiel seguidor esperar morir de manera distinta? El camino real del Rey de los cielos conduce a todos a la cima solitaria del Calvario, desde la cual, penosamente alcanzada, se descubre el alba clareando sobre el valle eterno. El santoral de la Orden del Cister llama "Beato Andrés" a nuestro portero, y lo menciona el día 5 de abril. Los bolandistas le dan sencillamente el titulo de "hermano de San Bernardo". Pero, ¿no encontráis grato pensar en él como en el "caminante del Rey", avanzando infatigable con su "Nunc coepi" y sus mordaces réplicas, que en más de una ocasión levantaban ampollas a flor de labio?
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III
EL HOMBRE SIN ARTIFICIOS (BEATO BARTOLOMÉ)
"Algo difícil para los hombres de entendimiento."
Humbelina sentía su corazón tan pesado, tan bajo y tan triste como las nubes de invierno que cubrían el cielo. A última hora de la tarde del primer día del año 1112 se hallaba escribiendo unas cartas; pero la inmaculada blancura de soledad que se iba apoderando de su alma. Pensó distraerse escribiendo unas cartas; pero la inmaculada blancura de la nieve la atrajo hacia la ventana, junto a la cual quedó ensimismada contemplando caer mansos, silenciosos, incesantes, los copos infinitamente blancos. La noche anterior, la tormenta fue horrorosa; pero a medida que avanzó el día y los vientos amainaron, el mundo entero quedó como sumergido en el solemne silencio de la nevada. "¡Qué muerto parece el patio!", murmuró para sí Humbelina, contemplando cómo el peso de la nieve doblaba las ramas. Dirigiendo la vista por encima de las almenadas murallas del castillo se divisaba la superficie suave y todavía no hollada que se extendía hasta las colinas y el bosque a lo lejos. "¡Oh, qué soledad!", volvió a exclamar. Luego escudriñó por entre los espesos copos para ver si discurría algún claro en el cielo plomizo; pero ante la uniformidad del ambiente, comentó de nuevo: " ¡Qué hermosura!... No puede negarse que la nieve es bellísima, pero con una belleza fría, punzante, solitaria. En mi vida me he sentido más sola. Nunca he percibido tan claramente la intensidad del silencio. Parece como si el mundo entero hubiera muerto, y sólo yo sobreviviese en un país blanco y virgen..." En aquel momento pasó rozando las almenas cubiertas de nieve para ir a posarse en el patio una bandada de pinzones procedentes del Norte. Se posaron levemente, revolotearon inquietos, 284
saltaron, piaron y en un vuelo se trasladaron todos al árbol más lejano, junto a la poterna. Humbelina sintió el impulso de abrir de par en par la ventana para acoger en su estancia a aquellos vagabundos de la tormenta, únicos seres vivos en el paisaje desolado y yerto. Estaba a punto de realizar su propósito, cuando llamaron a la puerta y oyó la voz de su padre. Con su breve paso lleno de gracia, atravesó la estancia y abriendo la puerta, exclamó: —¿Quieres entrar, padre, a compartir conmigo el encanto y la soledad de la borrasca de nieve? Estaba a punto de invitar a una bandada de pajarillos cuando llamaste. Todos están en el árbol junto a la poterna. ¡Ven a verlos! —Bueno, trataré de sustituir lo mejor que pueda a esa familia de pinzones —repuso Tescelín, siguiéndola a la ventana. —¡Oh! ¡Se marchan!... Allá van hacia la inmensidad de la nieve. Parecen unos pobres errantes... Me hubiera gustado que entrasen aquí —dijo Humbelina, mientras su padre contemplaba cómo la nutrida bandada se perdía entre los remolinos de los copos. —Pues mira, reinecita, podías aprender de los pájaros que cuando hay tormenta es preciso buscar compañía. ¿Por qué te has quedado aquí cuando abajo, junto al fuego, Nivardo y yo podíamos hacerte olvidar la nieve? —¡Ay padre querido, hoy me siento tan sola...! Más sola de lo que podría expresar, y la Naturaleza está de acuerdo con mi melancolía. ¿No quieres sentarte un rato a ver cómo cae la nieve y a contestarme unas cuantas preguntas? —Encantado, hija. Se sentó en el asiento que Humbelina le ofrecía, y habló: —Nivardo se quedó leyendo junto al fuego. Si se siente solo, subirá. Así que dime tú, reinecita, qué es lo que te entristece. ¿Acaso que Guy de Marcy se haya marchado tan temprano? Le quedaba mucho camino, y la tempestad va arreciando. —No es por eso, padre. Al contrario. Encuentro maravilloso que Guy haya cabalgado varias leguas bajo la nevada sólo por venir a desearme un feliz año. Estoy triste, padre, porque echo de menos a Bernardo y a los demás hermanos...
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—Ya me lo figuraba. Creo que Ojos grandes y tú estabais mucho más unidos de lo que sospechabais. —¡Cómo noto su ausencia, padre!... Pero, dime una cosa: ¿Es tan malo el mundo como él lo pinta? —Su padre guardó silencio unos instantes contemplando la nieve. —No sé cómo te lo habrá pintado de malo, Humbelina; pero, desde luego, no tiene mucho de bueno. La Iglesia no representa la unidad que debería ser. Enrique V de Alemania cometió un sacrilegio el año pasado al obligar a nuestro Santo Padre Pascual a concederle el derecho a otorgar investiduras. Los príncipes y los pueblos de Italia, así como nuestra Borgoña y Francia, no lo consentirán. Saben por lo que combatió el gran Gregorio VII, y están convencidos que esta concesión le ha sido arrancada al Papa Pascual por la violencia. Temo mucho que se avecina un cisma. —Bernardo no era tan pesimista, padre, y, sin embargo, resultaba más aterrador. Lo que lamentaba principalmente era el estado de la religión entre los religiosos, y, sobre todo, entre las jerarquías. Dijo una cosa que casi, casi parece increíble. Según él, hay en la actualidad muchos miembros de la Iglesia que después de haber sido elevados desde una condición humilde hasta un rango honorable, desde la penuria hasta la opulencia, se han vuelto tan orgullosos, que, olvidando su pasado, hasta se niegan a reconocer a sus padres. ¿Eso es posible, padre? —¡Hummm...! —carraspeó Tescelín—. Y ¿qué más te dijo? —Que hay algunos ricos aspirantes a toda clase de honores religiosos, que en el momento de cambiar de ropaje, aunque no de moral, se consideran santos, y atribuyen a sus propios méritos lo que han comprado con su dinero, es decir, los honores y el rango. —¿Dijo eso Bernardo? —Sí. Yo le discutía su obsesión de marchar a Citeaux. Creía innecesaria aquella exageración. Su respuesta me sorprendió por los hechos extraños que enumeró. Llegó a decirme que, incluso, las mujeres presumidas han sido aventajadas en su propio arte por los muchos religiosos, más preocupados del lujo de sus vestiduras que de su uso o su necesidad. —¿Dónde aprendería ésas cosas? 286
—No lo sé. Bernardo siempre fue observador y reflexivo. Citaba a Suger, el favorito del rey, como un horrible ejemplo de cómo se están volviendo los religiosos. Dice que la pobreza ha desaparecido, porque la humildad ha sido abandonada. —En eso tiene razón —murmuró Tescelín—. Tu hermano es más profundo de lo que yo creía. La pobreza ha desaparecido, Humbelina, de muchas casas de religión. Y, naturalmente, eso significa la ruina. La humildad es una virtud rara; pero yo nunca he tenido tiempo de pensar en eso, pues mis ojos están fijos en los poderes que gobiernan los Estados. —También Bernardo habló mucho de ellos. Y también entonces volvió a elevarse, o a descender (como prefieras) al principio que tras eso se ocultaba. Enrique V de Alemania es la ambición y la avaricia encarnadas, lo cual, según Bernardo, no es más que la conclusión lógica o la secuela normal del feudalismo. Bernardo dice que la Iglesia se halla esclavizada y avasallada. —Sí, así se está volviendo. Mucho antes que Bernardo naciera, precisamente cuando yo me casé con tu madre, lo advirtió un gran hombre, Gregorio VII, que en 1076 excomulgó a Enrique IV, padre del emperador actual, por las mismas razones que aduce Bernardo. Trataba a la Iglesia como a su vasallo y al Papa como a su peón. Con aquel acto, Gregorio dio comienzo a una reforma que sacudió totalmente nuestro sistema de gobierno. Si la autorización arrancada el año pasado a Pascual se acepta universalmente, nos hará retroceder al lugar en que nos encontrábamos cuando el padre de Enrique miraba al Papa como a su capellán y a las jerarquías corno a sus siervos. Pero no será aceptado. En este momento no lo está. Y he oído decir que el Papa ha convocado un Concilio en Letrán para el próximo marzo. —Entonces, ¿Bernardo tiene razón en irse a Citeaux? —¿Por qué dices eso? —Porque asegura que los únicos golpes que llegarán a derribar las elevadas murallas de la riqueza, la arrogancia, la ambición y la avaricia serán los golpes de la pobreza asestados por hombres humildes. Dice que es menester iniciar un ataque frontal, y que los únicos dispuestos a realizarlos son los religiosos de Citeaux. Dice que allí la pobreza y la humildad son absolutas. —La de Citeaux es una estrategia bien fundada, reinecita. 287
—¿Admiras a Citeaux? ¿No te importa que te haya arrebatado a todos tus hijos? Nivardo en este momento está abajo en la sala: pero en cuanto crezca un poco más no podrás sujetarle con nada. Fíjate en lo que te digo. Tescelln, que miraba hacia la ventana, volvió los ojos al hermosísimo semblante de su preocupada hija. Al fin le preguntó dulcemente: —¿No será ese pensamiento el que te ha producido hoy el sentirte enormemente sola, Humbelina? ¿No será que reinecita se ha puesto más triste por mí que por ella misma? —Pues..., sí. Miro en derredor, y veo a otros señores cuyas vidas son bendecidas por sus hijos. Sus últimos años se doran con las proezas y la presencia de sus fornidos vástagos. Los tuyos iban a ser así hasta que Bernardo... —No, Humbelina. Calla y escúchame —le interrumpió Tescelín—. Hoy es Año Nuevo, y he tomado la resolución de estar pendiente de Dios este año que comienza. Tú me proporcionas la oportunidad de poner mi resolución en práctica inmediatamente. Vamos a ver, dime: ¿Quién envía esta nieve? ¿Quién puede haber formado esos cristales tan pomposos? Sólo Dios, como sabes. El y sólo El se halla detrás de todas y cada una de las cosas. Tú dices que Bernardo y los demás son "mis hijos"; pero no has de olvidar, Humbelina, que sólo son míos en calidad de préstamo. La verdad absoluta es que son "hijos de Dios". Sí, hijos de Dios entregados a mí durante un cierto tiempo. La obligación que Dios me ha confiado es la de ocuparme de que alcancen la eternidad. Y ya sabes cómo se consigue eso: obedeciendo su palabra y su voluntad. Yo hoy también estoy solo, reinecita; muy solo. Pero en medio de mi soledad, me siento alegre porque estoy convencido de que tanto Bernardo como cuantos con él se encuentran en Chatillon-surSeine preparándose para ir a Citeaux, han acudido allí respondiendo a la llamada de Dios. —¡Ay padre! Pero, ¡parece tan inútil!... ¡Qué manera e despreciar el talento!... Bernardo prometía tanto... ¿Por qué enterrar esa riqueza? ¿Por qué ocultar esa luz? A mí, Citeaux me parece un sepulcro. ¿Es posible que sea éste el designio de Dios? —Reinecita, hay varias maneras de responder a esa objeción. A la mayoría se nos antoja muy compleja, porque somos criaturas 288
con sentido común. Queremos ver, tocar, manejar y contar los resultados. Queremos la compensación tangible de cada uno de nuestros esfuerzos. Pero tú crees en la eficacia de la oración, ¿verdad? —¡Qué pregunta, padre! ¡Claro que sí! —Entonces, ¿por qué pensar que una vida consagrada a la oración pueda ser ineficaz? Humbelina le miró fijamente. Sus labios se separaron y su mirada demostró gran asombro. —¡Qué respuesta tan sencilla y tan sustanciosa, padre! Es completa. No es preciso añadir nada. Si la oración es eficaz, ¿por qué no va a serlo una vida de oración? Nunca lo había pensado. Tal vez porque nunca había imaginado una vida dedicada totalmente a la oración. —Tampoco yo la habría imaginado si Bernardo no hubiera decidido marcharse. También yo pensaba que la vida en Citeaux era una manera lastimosa de desperdiciarla. Pero el año pasado, un día en que contemplaba el Jura empenachado de nieve poco tiempo después que tus hermanos decidieran su partida, aprendí una lección que me transformó por completo. Me pregunté si habría alguna otra cosa que pudiera parecer más inútil que aquellas montañas con su casco de nieve, y pensé que no. Sin embargo, esta ladera dorada nuestra sería cualquier cosa menos dorada si la nieve no descansara sobre aquellas montañas. Nuestras uvas, nuestro grano, nuestros frutales con sus flores y sus frutos, se deben a los copos inútiles que caen y se posan sobre los picos del Jura. Tú y yo y miles de personas podemos vivir en este valle porque sobre aquellas montañas se posan las nieves del invierno, en apariencia inútiles. Ya ves cuál es su aplicación. Los cistercienses, aunque enterrados en un apartado monasterio, son como la nieve, aparentemente inútil, de nuestras cumbres. De ellos manará la gracia que barrerá el valle y la llanura para producir la fertilidad en nuestras almas estériles y resecas. ¿No lo ves claro? ¡No tienes más que mirar la apariencia inútil de esta tormenta! ¿Qué bien crees tú que puede derivarse de ella? —Ninguno. Me hace sentirme más sola que nunca. —Y, sin embargo —prosiguió Tescelín—, esta nieve representa las alegres flores de la primavera, las cosechas de nuestros 289
campos y nuestros huertos en el estío y las deliciosas frutas del otoño. Últimamente he observado que las fuerzas más poderosas de la Naturaleza están bien ocultas o calladas, y estoy seguro de que lo mismo ocurre con lo sobrenatural. No tienes más que pensar en el poder que poseen el suelo y el silencioso sol. El crecimiento de las plantas, reinecita, y cuanto este crecimiento significa para los hombres, es silencioso y oculto. El agua, que es la sangre de la vida de la tierra y esencial para nosotros, brota de manantiales que rara vez vemos u oímos. La tremenda energía del sol y del activísimo sistema solar produce sus efectos en el más absoluto silencio. Por eso he dejado de preocuparme por la inutilidad del silencioso y escondido Citeaux. Dios es el único autor de la Naturaleza y de la sobrenaturaleza, y no debemos preguntar por qué sus mayores fuerzas de ambos reinos se hallan ocultas y solemnemente calladas. Nuestro mundo necesita energías espirituales, Humbelina. Tal vez Dios utilice a Bernardo y a sus hermanos como instrumentos ocultos. —Bartolomé no tiene siquiera dieciséis años. ¿Es posible que Dios llame a alguien tan joven a una vida tan inhumana? Tengo el corazón destrozado pensando en él. Es tan sencillo, tan candoroso, tan encantador... —También yo pienso en él, reinecita. La verdad es que casi le prohibí ir a Chatillon-sur-Seine. Pero precisamente cuando iba a hacerlo, el Evangelio me proporcionó un contraste aterrador. Recordarás la historia del "joven rico", ¿verdad? —¿Aquel que se alejó tristemente porque poseía cuantiosos bienes? —Ese. Pues piénsalo, Humbelina. ¡Se alejó de Jesús! Es un pensamiento aterrador. Y eso después de decir Jesús: "Venid y seguidme." Luego pensé en aquel otro joven que se hallaba trabajando con su padre, componiendo redes cuando Jesús se acercó llamándole. Dejó inmediatamente padre y redes y se convirtió (escucha bien, Humbelina), se convirtió en "el discípulo amado". Medita ese sobrenombre: "discípulo amado", amado por Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Ya ves por qué di mi bendición a Bartolomé, aunque sólo tenga quince años. Ha abandonado padre y redes con tanta presteza como lo hiciera San Juan, y ¡yo espero que llegue a ser "el discípulo amado"!
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—Es un pensamiento muy hermoso, padre; pero Juan, el amado, tenía más de quince años cuando Jesús le llamó. ¿Tú crees verdaderamente que Bartolomé sabe lo que se hace? Partió de aquí con más entusiasmo que Bernardo. Cualquiera al verle hubiera pensado que partía en busca de alguna fantástica aventura en lugar de dirigirse a su propia sepultura. Su padre, al oír la última palabra, hizo un leve gesto, y dijo: —Decididamente, no tienes la menos simpatía a Citeaux; eso está claro. Pero no debes dejarte engañar por las apariencias, reinecita. Yo fui testigo de esa misma excitación nerviosa y esa entusiasta energía en hombres conscientes de que cabalgaban hacia la muerte. Te maravillarías el espíritu aventurero que se apodera de los caballeros en la víspera de la batalla. Su temeridad y abandono en esos instantes me han intrigado más de una vez. Me hacían cavilar, como a ti te hace cavilar Bartolomé. Me preguntaba si se daban cuenta de hacia dónde se dirigían. Los caballeros jóvenes son los más frenéticos. Ríen, cantan y gritan, olvidando que la muerte les acecha de cerca. A mi entender, esto tiene una doble explicación. Algunos, indudablemente, están ciegos ante el peligro por voluntad de Dios; pero la mayoría "silban en la oscuridad". —¿Qué quiere decir eso de "silbar en la oscuridad"? —Se dan perfecta cuenta del peligro que les aguarda. En lo más profundo de su alma sienten miedo. Yo lo he sentido también antes de cada combate, reinecita. El miedo se apodera de los más fuertes si no cantamos y damos voces para conservar nuestro valor y alejar esa sensación paralizante. Los hombres silban en la oscuridad, no porque sean temerarios, sino porque sienten temor. Así, tal vez Bartolomé sepa que se va a enterrar en vida a los quince años. Lo cual sería un crimen si no fuese una magnifica consagración a Dios. La mayoría de las palabras de Tescelín habían sido dirigidas a la ventana. Más bien que hablar con su hija, parecía meditar en voz alta, y su última frase fue pronunciada en un murmullo. Siempre que su padre hablaba en aquella forma, Humbelina sentía una extraña fascinación. Ahora le observaba mientras contemplaba caer los copos, y comprendió que los recuerdos del pasado y las visiones del futuro le habían sacado de quicio. 291
Y adoptando casi el mismo tono de murmullo, le dijo: —Lo decías con gran sentimiento, padre. Debéis haberlo meditado mucho. Tescelín se puso en pie, y se dirigió hacia la ventana, diciendo: —Mucho, mucho, sí. La responsabilidad de un padre puede resultar abrumadora si no confía en Dios. Y tras una pausa, prosiguió, volviéndose hacia Humbelina: —Y eso es lo que yo quisiera que hiciera mi reinecita: que pensara y confiara en Dios. Tú piensas en mí y en el pago que recibo a cambio de haber criado a mis hijos. Preocúpate de Dios y del mezquino pago que El recibe de los suyos, y comprenderás por qué mi soledad me alegra; el dolor que siento en el corazón se hace jubiloso y mi tristeza se convierte en regocijo, porque significan que estoy entregado algo a Dios. ¿No crees, Humbelina, que en este momento Bartolomé se halla en mucha mejor postura que Gerardo? El pobre Gerardo está pasando su Año Nuevo en una prisión de Grancy, y no sé cuándo le rescatará el duque. Dios hubiera podido llevárselo con la muerte lo mismo que le hizo capturar aquella noche que el enemigo efectuó la salida. Y yo no me hubiera quejado. Entonces, ¿por qué habría de decir no a otro hijo, deseoso de entregar su alma a Dios? Cuando te encuentres sola, o cuando nieve, o sea de noche, pon tu mano en la de Dios, reinecita. Yo soy feliz, y más lo sería si pudiera disipar ese pequeño ceño de tu frente y esa expresión dolorosa de tus ojos. Al oír a su padre, Humbelina consiguió sonreír y balbucir: —¡Ay, padre!, me habéis hecho avergonzarme a mí misma. Creo que pensaba más en Bartolomé (tan joven y tan encantador) que en Dios... ¡Mira! Fíjate en el pajarillo valeroso que hay en el alféizar. ¿No te encantaría que entrara? Eso mismo es lo que siento en mi corazón cuando pienso en Bartolomé perdido entre los silenciosos monjes de Citeaux. —Si consiguieras hacer entrar al pajarillo, le harías desdichado, reinecita. Le gusta estar ahí fuera, en plena nevada. Dios le hizo así. Tal vez el pequeño Bartolomé sea un pinzón. Pero, ven, se está haciendo de noche. Vámonos abajo, donde crepita la leña y saltan las llamas, y tratemos alegrar el Año Nuevo a nuestros
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siervos. He invitado a todos a reunirse en la sala para pasar la velada. Inmediatamente cambió el estado de ánimo de Humbelina. Echándole a su padre los brazos al cuello, le besó, diciendo: —Tú nunca te sentirás triste, Barba Morena, sencillamente porque siempre estás demasiado ocupado pensando en los demás. ¡Vamos abajo! —exclamó, mientras, prendiéndose de su brazo, le llevaba hacia la puerta. Al abrir ésta, añadió: —Tendré que multiplicarme si acuden esta noche todos los siervos y dependientes. Algunos son tan tímidos, que aparecerán más intranquilos que los pinzones. En cambio, otros... Y soltó una carcajada que flotó en el ambiente, volviendo desde la escalera para inundar su cámara casi en penumbra de una hermosura argentina.
Yo prefiero al hombre sencillo.
Como dijo Humbelina, Bartolomé se había dirigido a Chatillonsur-Seine con los ojos resplandecientes de entusiasmo. Llegó a Citeaux de la misma manera, y conservó siempre la misma luz en la mirada. El abad, Esteban Harding, al contemplar a los treinta nobles que se le presentaron en aquella memorable mañana de la primavera de 1112, sintió admiración por el fornido Gaudry, ya maduro, mientras su corazón latía apresurado ante la energía y el ánimo emprendedor de Bernardo y de Hugo de Maçon. Pero quien realmente cautivó su voluntad y su corazón desde el primer momento fue el joven, más bien tímido, que desde el centro del grupo le contemplaba Era Bartolomé, el candoroso, el sencillo Bartolomé. Más tarde, el abad Esteban diría a su prior que en aquel momento pensó que Natanael, el apóstol, debió de mirar de aquella manera a Jesús el día que el Hijo de Dios pronunció las palabras: "¡Fijaos! ¡Un israelita que en verdad carece de doblez!" Esteban Harding había nacido en Inglaterra, educándose en su patria. Como los ingleses se han caracterizado siempre por su falta de emotividad y hasta de sentimentalismo, la atracción hacia Bartolomé de Fontaines requiere una explicación que el propio abad dio a su prior cuando, después de un día de trabajo agotador 293
bajo un sol despiadado en la época de la recolección del año 1113, el prior se presentó a él, se inclinó y esperó la autorización para hablar. Una vez recibida, le dijo: —El campo de cebada está terminado, reverendo Padre. —¿Ya? Si es así, la comunidad debe de haber trabajado de una manera extraordinaria y durísima. No esperaba que terminaran antes de mañana por la tarde. —Pues ya está todo acabado. Han trabajado durísimamente. Y os vais a quedar sorprendido cuando os diga quién fue el que impuso el ritmo rápido. ¡Bernardo de Fontaines! —¿Bernardo? ¡Pero si la semana pasada hube de retirarle de la siega, porque no podía seguir a los más rezagados! ¡El pobre muchacho no es físicamente fuerte, aunque su espíritu sea indomable! —Pues hoy ha sido lo suficientemente fuerte para mantenerse a la cabeza de los más ligeros. Le pregunté de dónde sacaba esas energías y esa habilidad, y se limitó a sonreír y a señalarme el cielo. —Esa es una actitud muy suya —murmuró el abad—. Me figuro que habrá acosado al cielo con sus oraciones pidiéndole fuerzas suficientes para realizar su dura tarea. Es un alma ardiente. —Es templado como el acero. Cada vez me gusta más. Es un caudillo de nacimiento. Sobresale entre todo el grupo que trajo consigo. —¿Lo creéis de verdad así? A mi no me lo parecía. El que más me atraía de todos ellos era su hermano Bartolomé. —¿Bartolomé? —preguntó el prior, sorprendido—. ¡Si es tan manso y humilde, que un ratón podría apoderarse de él! —Os engañáis, mi buen prior. Ese joven es del mismo metal que Bernardo. La única diferencia es que el metal de Bernardo es resonante, hace más ruido y atrae más la atención. Yo suelo dividir a los hombres en dos grandes grupos: los condescendientes y los disidentes. Cuando llegaron los treinta nobles con Bernardo, los separé también mentalmente. Bernardo y Hugo de Maçon son los disidentes. Bartolomé, Guy y Gaudry son los condescendientes. Hablando en términos generales, creo que todos los hombres pueden acoplarse en estos dos apartados: los que dicen sí y los 294
que dicen no. Los primeros ven en todas partes el orden y la armonía, se percatan de la más íntima verdad de las cosas y se conforman con ellas tal y como son. Los hombres que dicen que nacieron para estar siempre en la oposición; y si llegan alguna vez a someterse a la conformidad, no será sin las mayores dificultades. Bernardo y Hugo son de los que dicen que no. Son amigos de la controversia, y siempre sobresaldrán en la adversidad. La oposición externa y la fricción procedente de alguna fuente exterior parecen necesarias a su temperamento. Cuando esto ocurre es una bendición para cuantos conviven con ellos, porque sus instintos belicosos se dirigen contra el enemigo exterior, lo cual evita que surjan controversias y luchas intestinas. Siempre he encontrado fascinadora esta clase de hombres, a los que es menester vigilar, pues son hombres peligrosos. —¿Peligrosos Hugo y Bernardo? —Sí, y mucho; son hombres de los que dicen "no". Ya os lo he dicho. Tienen una instintiva tendencia a la oposición. Son luchadores, lo cual es peligroso, porque la oposición puede convertirse en antagonismo, el antagonismo en desprecio y el desprecio en rebelión abierta y en motín. He visto evolucionar así a muchos hombres de esa naturaleza. Pero si están debidamente vigilados y encauzados, pueden convertirse en dirigentes dinámicos y en hombres magnéticos. Rezo todos los días por que Bernardo y Hugo alcancen esa vigilancia y esa dirección. Hugo parece más comedido; pero Bernardo es demasiado exagerado, aun para poder fiarse de él. Dentro de un año tal vez... —Veo que estudiáis a fondo a los hombres, reverendo Padre. —Es mi deber. Tengo la obligación de hacerlo, aunque es un estudio difícil. No hay dos hombres exactamente iguales, aunque todos pueden entrar en la clasificación general que os he dicho. Los que dicen "sí" me encantan. Son sencillos y el trato con ellos es facilísimo. Son almas felices que transmiten su felicidad a los demás. Bartolomé es de los que dicen "si". Es un hombre candoroso. —¿No os parece que esos hombres carecen de iniciativa, de energía, de vida? El abad sonrió, y dirigiendo una irónica mirada a su prior, repuso: 295
—Ya veo que también mi prior estudia atentamente a los hombres. Habéis dado con su debilidad, Padre. También pueden ser peligrosos, porque "asienten", no "disienten", y su asentimiento puede ser otorgado con demasiada facilidad. Pueden llegar a ser demasiado suaves, demasiado inconstantes, y tal vez someterse en exceso, perdiendo toda la estabilidad de sus propósitos. También he visto a muchos evolucionar o más bien empeorar en ese sentido. Pero no me preocupo por Bartolomé, pues, como he dicho antes, su estructura es del mismo metal que el ardiente Bernardo. ¿Habéis mirado alguna vez profundamente a los ojos de ese muchacho? —No... —Pues os habéis perdido algo que merece la pena observarse, Padre. Tienen una claridad y un frescor, que a su lado parecen empañadas las cumbres nevadas y contaminada la espuma del océano; se ve en ellos una bondad sonriente, burbujeando desde unas desconocidas profundidades, que hacen a la tristeza parecer una maldición y un crimen a la astucia. He admirado en ellos una ingenuidad más grata que la brisa del mar en el estío y más atractiva que la fragancia de una rosa. ¡Estudiad los ojos de los hombres, Padre, que hallaréis recompensa al hacerlo! Pero de manera especial os recomiendo contemplar profundamente los ojos de los jóvenes puros, en los que hallaréis una luminosidad más clara que el mar abierto o el cielo sin nubes. Os hará mucho bien al corazón. Os hará sentiros más joven, más limpio, más alegre, más feliz y más optimista. Esta clase de miradas son la revelación de un alma. Parece como si la masa del barro humano se abriera un momento, permitiendo a quien esté alerta captar una visión fugaz de la sublimidad del espíritu. El joven Bartolomé os proporcionará esa visión sí le observáis como es debido. Es un muchacho completamente puro; es una de las creaciones más encantadoras de Dios. —¿Y no se dará cuenta de que le observo? —Si le miráis fijamente, sí —rió el abad—; pero ya os he dicho que le estudiéis, no que os quedéis mirándole. Habéis de aprender a observar sin aparentarlo. El trabajo manual os proporciona una oportunidad ideal para estudiar los caracteres. —Pero, ¿cómo sabré distinguir a los que dicen "si" de los que dicen "no"?... Recordad que nuestra Regla nos impone el silencio. 296
—No es probable que lo olvide, Padre. Pero se puede distinguir muy bien a los que asienten de los que disienten sin violar el silencio. Los que dicen "no" son, por lo general, los activos, los enérgicos, los emprendedores. Fijaos en Bernardo. Los que dicen "sí" son menos enérgicos y totalmente opuestos a los emprendedores. Han de ser conducidos. —Entonces, Bartolomé no pertenece a esa clase, pues aunque no puede decirse que sea emprendedor, está muy lejos de permanecer ocioso. —Olvidáis que Bartolomé es uno de los que dicen "si", bien constituido. Madurará en un jefe estable. Nunca brillará como llegará a hacerlo Bernardo si evoluciona debidamente; pero será mucho menos excéntrico y se podrá confiar mucho más en él. ¿A que jamás le veis hacer las exageraciones de Bernardo? —No; es mucho más comedido. —Por eso no le veremos brillar como su hermano; pero por eso también podremos descansar en él. Los hombres exagerados me preocupan. Los extremistas no me agradan, porque, como buen inglés, soy conservador. Pero no me importa confesaros que prefiero Bartolomé a Bernardo, porque amo a las gentes sencillas.
No huyas.
Lo que el abad Esteban confesara privadamente al prior aquella tarde dorada de verano, volvería a proclamarlo ante la comunidad en pleno una mañana de junio de 1115, con las lágrimas que corrían por sus mejillas al despedirse de Bartolomé y de sus hermanos, a quienes enviaba a fundar un nuevo monasterio. —Acordaos de mí cuando roguéis a Dios con especial fervor —sollozó el abad, abrazando al joven monje, que todavía conservaba la candorosa espontaneidad de la adolescencia. Bartolomé balbució con una gran emoción que casi le impedía tragar y respirar: —Lo haré, reverendo Padre. Los hermanos y parientes siguieron a Bernardo, y abandonaron la cuna de su vida religiosa entonando salmos. Anduvieron 297
noventa leguas en dirección Norte desde Citeaux, y el 25 de junio tomaron posesión oficial del valle del Ajenjo, con su espesura de matojos, sus elevados árboles y pendientes colinas hacia el Norte, hacia el Sur y hacia el Poniente, mientras surcaba su centro una corriente cristalina. Clairvaux fue fundado; y por el mismo motivo que Esteban Harding solicitara de Bartolomé un recuerdo, Bernardo nombró sacristán a su hermano más joven. Sabía que Bartolomé había sido bendecido especialmente por Dios con el gran don de la oración. Los nueve años siguientes vieron vivir al joven monje casi sin interrupción en la presencia sacramental de su Dios. Bartolomé amaba la Iglesia y cuanto con ella se relacionaba. Por eso pasaba los ratos que no dedicaba a trabajar en la sacristía o en el santuario, de hinojos ante un crucifijo de una de las capillas laterales. Fue entonces cuando, súbitamente, Esteban Harding mandó a decir a Clairvaux que le gustaría que Bartolomé fuese a La Ferté, primera casa filial de Citeaux, a ocupar el puesto del abad Pedro, que acababa de ser elevado a la sede episcopal de Tarestaisa. Bernardo, siempre leal, no vaciló un instante. Llamó a su hermano, y le dijo: —Bartolomé, ¿recuerdas cuando el primo Roberto nos abandonó hace cinco o seis años? —Sí —contestó su hermano menor, tranquilo, pero con una mirada inquisitiva. —En aquella ocasión le escribí una carta muy larga, uno de cuyos puntos principales era el pasaje en que le exhortaba a "no huir". Según recuerdo, mi argumento era que "la huida es la única causa de la pérdida de la victoria". Le dije algo así como que "ni herido, ni arrojado al suelo, ni pisoteado, ni (si fuera posible) muerto mil veces, serás despojado de la victoria si "no huyes". ¡La única causa de la pérdida de la victoria es la huida! Ni con la muerte puedes perderla; no, ni con la muerte; ¡sólo con la huida! Bendito serás si mueres luchando, porque así pronto serás coronado". ¿Estás de acuerdo con este razonamiento, Bartolomé? —Ya sabes que sí, Bernardo. Ese es mi grito de guerra: ¡Luchar! ¡Nunca huir!
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—Yo mismo he tenido que recurrir a él mi veces. Ahora, hermano mío, tienes que poner en práctica tu grito de guerra. El abad Esteban quiere que vayas a La Ferté. —Lo haré de muy buen grado. —Despacio, joven, despacio. El abad desea que vayas allí en un cargo de mucha responsabilidad. Quiere que vayas para quedarte. Quiere que... ; pero espera un momento. Y Bernardo se levantó, y dirigiéndose al rincón más oscuro del aposento, volvió con una cruz de madera de unos cinco pies y medio de altura. —¿Sabes qué es esto, Bartolomé? —Una cruz... —Es un símbolo, ¿verdad? Y ¿qué simboliza? —El sufrimiento y la muerte. —Sí; pero después de la muerte viene la resurrección. No lo olvides nunca. Recuerda también que es el signo de la salvación. ¿Sabes dónde la adquirí? —Parece la que el abad Esteban te dio cuando salimos de Citeaux... —Es la misma. Yo no necesito decirte que fue para mí un símbolo muy adecuado, aunque ahora empiezan algunos abades a usar mitra. Que la usen. Todos nosotros llevamos cayados o báculos; y es un símbolo adecuado. Somos pastores. Pero esto, Bartolomé —y levantó la cruz— es el símbolo más adecuado de todos, porque una abadía es una crucifixión. ¿Estás preparado para ella? —¿Para qué? —Para una crucifixión. —¿De qué estás hablando, Bernardo? —De La Ferté. Del deseo de Esteban Harding. De la agonía y la muerte de mi hermano Bartolomé. —Quieres decir... —Quiero decir que vas a ser el abad de La Ferté. —Pero, Bernardo, yo... Tienes que lanzar tu grito de guerra: "¡Luchar! ¡No morir!" Tienes que ir a tu crucifijo favorito y aprender a ser un hombre de 299
verdad. Te compadezco, y al mismo tiempo me regocijo. Este es el momento de mostrar tu gran fe. He de advertirte, Bartolomé, que te diriges al martirio; así, pues, has de recordar el elemento esencial del martirologio. No es el sufrimiento, ¡no! Es la fe. Fíjate, el martirio es capaz de cumplir la función del Bautismo, ¿verdad? Puede hacer de un hombre un hijo de Dios, sellarle indeleblemente como propiedad de Cristo, lavar toda mancha de pecado y vestir su alma de gracia. Pero, ¿qué es lo que obra estos efectos maravillosos? Te lo repito: no es el sufrimiento, sino la fe. Porque, aparte de la fe, en el mártir, ¿qué es el martirio sino el sufrimiento de una condena? Vas a sufrir, Bartolomé; pero si lo haces con fe, habrás ganado la corona del martirio. —Me estás asustando. —No te preocupes por eso. Si no sintieras temor, te acusaría de orgullo y presunción. Pero todo esto es sumamente precipitado, Bartolomé. Tienes que marchar mañana mismo. —Entonces, dime ahora mismo todo lo que puedas. Tienes diez años de experiencia... —No tengo nada que decirte, hermano mío. Nada. Sé como eres. Las palabras significan poco entre los hombres. Lo que ha de hablar a tus subordinados es la vida que vivas. Ellos tienen un oído excepcionalmente agudo para captar mensajes. No tienes más que recordar que subiendo y no huyendo es como llegamos a lo alto de la escalera. Por eso, sube con los dos pies, y enseña a tus inferiores a hacer lo mismo. La meditación y la oración son los dos pies que todos necesitamos. Porque la meditación nos enseña lo que nos falta y la oración nos obtiene lo que necesitamos. Tú siempre has utilizado debidamente esos dos pies durante toda tu vida religiosa. Por eso te digo que no tienes más que ser como eres. —Sí, pero ¿cómo habré de manejar a los hombres? —Recordando que son hombres. Mi primera equivocación fue creer que eran ángeles; pero no lo son. No son más que hombres, y algunos de ellos, niños... La santa Regla te lo dice todo, Bartolomé. Medítalo cuidadosamente. No te guíes por ninguna otra cosa; que tu trato sea dulce; despójate de toda aspereza. Pero, en realidad, no necesito decírtelo, porque Dios te ha dotado con una naturaleza apacible. Sin embargo, he de advertirte de un peligro: 

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ten cuidado cuando tropieces con un alma descontenta y murmuradora, especialmente cuando estalla en insultos y criticas contra ti. Recuerda entonces que eres médico, no señor, y prepara para el delirio de aquella alma, no el castigo, sino un tratamiento apaciguador. —Haces mucho hincapié en la ternura, en la caridad y en la consideración, Bernardo. —Sí, Bartolomé, porque creo que el abad ideal será el que sea capaz de ser como una madre en las caricias y como un padre en las correcciones. Somos miembros de un cuerpo cuya cabeza está coronada de espinas, es cierto; somos austeros contemplativos, también es cierto; pero lo más cierto de todo es que sólo somos caminantes, hijos pródigos con pies doloridos que cojean camino adelante hacia el hogar de Dios. Somos desterrados, abandonados y solitarios al par que hombres con corazones sensitivos. No los destroces, Bartolomé. Ni siquiera les produzcas dolor; afínalos todos, en cambio, al ritmo del gran Corazón de Cristo. Y eso lo puedes hacer tan sólo mediante la dulzura, que nunca es debilidad, la amabilidad y la consideración, que nunca es sentimental, y la caridad, que es tan viril como Cristo lo fue. ¡Oh, cómo me gustaría poder practicar lo que predico! Cristo es nuestro modelo. Nosotros somos sus seguidores. Pero a mí me parece que todavía no le he alcanzado. ¡Y tengo que alcanzarle! —Dime, Bernardo: ¿cómo hay quien dice que eres duro? —Lo dicen todos mis adversarios y muchos de mis amigos— contestó Bernardo, riendo—. Soy demasiado violento, Bartolomé. Aprende de mi todo lo que no debes hablar y lo que no debes hacer. Soy una tea, y a veces prendo fuego a las cosas que no debería incendiar. Tú, en cambio, tienes la bendición de un temperamento completamente distinto, sobre el que has estampado un carácter mejor y más profundo. Ahora que vas a dejarnos, puedo decirte que a todos nos has edificado con tu trabajo y tu oración en la iglesia y en la sacristía. Para mí, personalmente, has representado un consuelo, una inspiración y una fuente de envidia. Te voy a echar de menos, Bartolomé, y lo mismo le ocurrirá al resto de la comunidad. Pero el precio de la victoria siempre es el sacrificio. Estoy seguro de que Dios bendecirá Clairvaux por desprenderse de ti en beneficio de La Ferté... Tienes autorización para hablar con Guy, con Gerardo, con Andrés y con Nivardo. Y no te olvides de 301
decirle adiós a Gaudry. Te quiere mucho. Y ahora yo te bendigo con toda la fuerza que Dios me ha concedido. Pon tu mano en la suya, Bartolomé, y no la sueltes nunca. Es la única manera de que podamos andar por el mundo, tanto si somos abades como si somos sacristanes. Y ahora, "Benedictio Dei omnipotentis..." Bartolomé cayó de rodillas, y Bernardo puso toda la ternura de su corazón en la voz al invocar la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sobre su hermano menor. Y al posar las manos sobre su cabeza, Bartolomé sintió todo el calor del cariño abrasador que ardía por él en el corazón de Bernardo. Al levantarse y besar a su hermano no podía hablar; pero la presión de aquellos brazos que le circundaban dijo a Bernardo mucho más de lo que hubieran podido decirle las palabras de Bartolomé si la emoción no le hubiera privado del habla.
Un magnifico vagabundo.
Unos diez años después, cuando toda Europa estaba pendiente de la voz de Bernardo y seguía sus directrices en el horrible crimen que desgarraba a la Iglesia, Bartolomé volvió a La Ferté después de hacer una visita oficial a su primera fundación. En 1132 había enviado una colonia a establecer un monasterio en Borgoña, en Maziéres. En el momento en que sus monjes partieron, se sintió sacudido por la idea de que, a pesar de no contar más que treinta y cinco años, era suya la responsabilidad de dos monasterios: el de La Ferté, directamente como su abad que era, y el de Maziéres, inmediatamente por su Padre inmediato. Con solicitud ansiosa acudía cada año a visitar su casa filial, y siempre regresaba maravillado de los caminos que Dios adoptaba con las almas y en las almas. En 1135 cabalgaba de vuelta a La Ferté con el corazón palpitante de ferviente gratitud, porque había hallado el monasterio de María de Maceriis en completo acuerdo con todas las directrices de Citeaux. Y aunque se hallaba fatigado por su duro trabajo y su preocupación, sintió elevársele el espíritu cuando al final de su larga jornada divisó la brillante cruz de su propio monasterio de La Ferté.
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—¡Ah ! —exclamó—. ¡Vuestro retoño es digno de vos! Cuando veo a la madre, he de felicitarla por la hija; cuando visito a la hija, he de felicitarla por su madre. Y no lo hago por diplomacia o por cortesía, sino sólo por sinceridad y honradez. La sonrisa que iluminó su rostro al alzarlo hacia el campanario rematado por la cruz era reveladora: estaba dando las gracias al Crucificado. Casi al mismo tiempo que Bartolomé cantaba a la madre las alabanzas de la casa filial, el abad Paganus se hallaba sentado en el locutorio de Maziéres, y levantando un rostro iluminado por una sonrisa tan reveladora como la de Bartolomé, decía: —Sí halláis fervorosa mí comunidad, conde Pedro, no me deis a mí las gracias; dádselas a aquel que conocisteis aquí ayer. Dádselas al abad Bartolomé, porque él me enseñó, así como a muchos de mis subordinados, cómo hacer de la vida un magnifico vagabundeo, sin tener de qué vivir y viviendo espléndidamente, no obstante; sin tener por dónde ir, y, sin embargo, caminando sin temor; sin apoyo ninguno, ¡pero apoyándonos en Dios! Hace unos diez años llegó a La Ferté, y nos enseñó cosas que otros monjes no aprenden en toda su vida. Nos hizo cultivar los instintos caballerescos para con Dios, la caballerosidad que nos hace soportar los dardos y los golpes con valor; el espíritu de aventura que nos hace mirar la vida como un viaje glorioso en su fe y su esperanza. Eso casi resume al abad Bartolomé como un aventurero caballero de Dios, resplandeciente con una fe magnifica y una esperanza gloriosa. El conde era un hombre de elevada estatura y constitución robusta, y de sus penetrantes ojos negros brotaban chispas jubilosas encendidas bajo sus espesísimas cejas negras. Estas chispas iluminaban sus atezadas facciones aguileñas y subrayaban sus palabras al decir: —Eso casi parece una alocución de las que yo puedo hacer a mis hombres antes de la batalla. Resulta curioso que nosotros, los hombres de armas, os atribuyamos a los monjes tan escaso espíritu marcial y caballeresco, ¿verdad? —No, excelencia, no es extraño en absoluto. No es más que una de esas frecuentes contradicciones de la naturaleza humana. Todos creemos poseer exclusivamente cuanto atañe a nuestra 303
profesión individual. Vosotros, los hombres de armas, creéis ser los únicos hombres marciales del mundo, mientras la mayoría de los monjes creen ser los únicos que tienen religión. Vosotros nos atribuís poca caballerosidad; nosotros nos inclinamos a atribuiros poca virtud religiosa. ¡Y todos estamos equivocados! Pero, excelencia, ¡si el abad Bartolomé podría vestir vuestra cota de maya con la misma facilidad y soltura que viste la cogulla, y podría empuñar la espada a vuestro lado con el mismo empuje con que maneja el báculo! —Resulta difícil creerlo después de conocerle y haber hablado con él. Creo que es uno de los hombres más bondadosos y tranquilos que he conocido en mi vida. La amabilidad y la dulzura parecen irradiar de su persona. —Esa es la vaina de raso que oculta el agudo acero. No olvidéis que antes de convertirse en Bartolomé de La Ferté fue Bartolomé de Fontaines. —Entonces, ¿es uno de los hijos de Barba Morena? —se sorprendió el conde—. ¡Cuánto me hubiera gustado saberlo ayer! Conocí a su padre hace mucho tiempo. Y era todavía un chiquillo; pero me produjo una impresión que no he olvidado nunca. Me pareció el perfecto caballero. Me hizo la impresión de una fuerza terrible perfectamente dominada. Creo que era algo como lo que habéis dicho respecto a su hijo: la vaina de raso y el acero dentro. ¡Qué familia tan excepcional fue! —Querréis decir es, ¿no, excelencia? —rectificó, sonriente, el abad. —Ahí tenéis otra vez —dijo— uno de esos repliegues que decíais. Porque abandonaron Fontaines y entraron en Religión, hablamos de ellos como si hubieran muerto. Y, sin embargo, Bernardo es la voz de Europa; Gerardo, su compañero constante, y los demás hermanos dirigentes de un monasterio que alberga más caballeros de los que yo tengo como vasallos. —Quizá no sean tantos, excelencia. Aunque Clairvaux cuenta con muchos caballeros. Y reparad en que no digo “muchos que fueron caballeros". —Eso mismo os iba a hacer notar, mi señor abad. Y me figuro que vuestra explicación será: "Caballeros una vez, caballeros siempre." 304
—Precisamente. Cambiaron de armas y de soberano; eso es todo. Y si hubierais escuchado a ese humilde y manso abad Bartolomé como yo le he escuchado día tras día durante nueve años, sabríais que los religiosos han de ser hombres combativos. —Habladme más de de él —pidió el conde, aproximando su asiento a la mesa, mientras apartaba su orgulloso casco coronado por airosas plumas para que no le ocultara parcialmente a Paganus —. Y contadme más de vuestra vida. ¿Por qué tenéis que ser combativos y calificáis vuestra existencia de "magnífico vagabundeo"? ¿Os consideráis soldados de fortuna? —Soldados de buena fortuna, excelencia —contestó el abad, riendo—. Pero no me interpretéis mal cuando llamo a nuestra vida "vagabundeo". Nosotros no andamos errantes, pero cultivamos el espíritu de abandono de los vagabundos. Y ¿por qué no? Nosotros somos los soldados de Dios. El es nuestro Rey que provee. Pero es una vida dura. —¿Qué es lo que tiene de duro, mi señor abad? ¿Los os, el trabajo, el silencio...? —No, esas cosas son fáciles, excelencia. Es la ceguera... —¿Ceguera?... ¿Qué queréis decir? —Tal vez pueda explicároslo mejor si os cuento lo que me ocurrió hace unos diez años. Yo llevaba ocho en la Orden y había dado de mí todo lo mejor, o, al menos, eso creía, cuando de pronto miré a mi alrededor con los ojos abiertos de par en par, y me di cuenta de que mi vida estaba vacía. Comencé a razonar conmigo mismo sobre mí mismo y sobre todo lo de la vida. Os aseguro, excelencia, que fue una experiencia aterradora. —Y ¿por qué? —Pues porque yo era un hombre de mediana edad que en un momento de entusiasmo juvenil se había desprendido de cuanto aprecian los demás hombres. Había abandonado familia, amigos y fortuna. Había abandonado mi situación en la vida y mi rango en la sociedad para comprometerme a vivir para siempre como monje cisterciense Los idealistas llamarían a mi acción un bello gesto, un "geste magnifique"; pero los hombres prácticos me llamarían "necio". Y eso es lo que yo me llamaba a mí mismo en aquellos momentos. ¡Oh, qué estúpido me parecía todo! Cantar salmos y morirse del hambre, cavar la tierra como un siervo, comer malos 305
alimentos, tener peores habitaciones, una vida desagradable, y, a pesar de todo, llamarla tributo al bondadoso Dios. Podéis creerme si os digo que mi horizonte era negro... Yo pensaba en muchos de mis amigos, hombres de categoría y distinción del ducado y de la Iglesia, hombres buenos y hasta santos, en cuyas vidas no había las extravagancias que en la mía. Comencé a razonar que Dios nunca dispuso que los hombres desperdiciáramos nuestras vidas ni enterrásemos nuestros talentos de esta forma; que nunca exigió esta clase de servicio ni esta clase de alabanza. Empecé a pensar qué estaba equivocado desde el principio; engañado casi, como lo habían sido los seguidores de Pedro de Brys o del Enrique de Lausanne. Empecé a pensar que los cistercienses eran herejes que habían confundido a Juan el Bautista con Jesucristo. Nuestra vida se me antojaba una fanática caricatura de la vida que el Precursor había llevado en el desierto, ayunando, vigilando y esperando al Señor, en vez de seguir al manso, al amable y sociable Jesús. Debo confesar que fue espantoso. El conde, removiéndose en su asiento, comentó: —Resulta espantoso hasta el oíroslo relatar ahora. Pero, mi señor abad, no estáis haciendo más que aguzar mi apetito por la solución, ya que esos mismos pensamientos los he tenido yo. Vuestra vida no parece la vida de Jesús, "que iba haciendo el bien". —Así pensaba yo en aquellos negros días, y había llegado casi a la conclusión de haber malgastado los mejores años de mi vida, cuando acudí al abad Bartolomé con mi cuita. Fui un hombre muy feliz, excelencia. ¡Nada hay peor que sospechar haber malgastado nuestros mejores años, después de haber destrozado sin remedio la vida que se ha vivido! Y, sin embargo, allá, en lo más profundo de mi alma, yo percibía un debilísimo susurro diciéndome: "No, tu razonamiento es equivocado." Ese susurro era el que convertía los días en agonía y las noches en tortura para mí. Tuve el valor de recurrir a mi buen abad y hablarle con la misma claridad o más aún que a vos. El abad Bartolomé tiene algo que invita a la franqueza e inspira confianza. Me escuchó con tanto interés y tanta intensidad como vos, mi señor, y no me interrumpió ni una sola vez. —¿Le dijisteis que os parecían él un necio y los cistercienses unos herejes errados? 306
—Se lo dije, excelencia, y con palabras aún más fuertes. El me escuchaba, animándome a soltar cuanto tenía dentro, y he de deciros que yo me dejaba animar. Se lo dije todo. Cuando hube terminado, se limitó a mover la cabeza y decir: "Me alegro, me alegro mucho." —¿Y de qué se alegraba? —preguntó el conde, ligeramente indignado. —Eso me pregunté yo entonces, excelencia; pero como lo dijo de manera sincera y amistosa, me limité a esperar. No esperé mucho, porque no tardó en añadir: "Sospecho que hace muy poco tiempo Dios debió de decir al demonio: "¿Has visitado a mi siervo Paganus, del monasterio de La Ferté?" "¿Queréis decir que soy víctima de una tentación?", le pregunté. "Eso es exactamente lo que quiero decir, contestó, y por eso me alegro. Eso prueba que sois el fiel siervo de Dios. Prueba que El puede confiar en vos como confió en Job." —Eso es muy estimulante; pero ¿cuántos lo aceptarían? No se puede aquietar un tropel entero de objeciones razonables como os habíais hecho sólo con una referencia a la Escritura. —No, no se puede. Por lo menos, con hombres que piensan verdaderamente. Algunas almas excesivamente piadosas y sencillas podrían darse por satisfechas con eso. Pero el abad Bartolomé es algo más que piadoso. Es un alma santa con sentido común. Como decís, su primer comentario fue estimulante. Daba voz a aquel susurro que me parecía oír en las profundidades de mi ser. Comencé a pensar que tal vez Satán utilizaba conmigo sus tretas. Pero no estaba nada satisfecho, pues las torres de mis objeciones continuaban en pie. Pero Bartolomé no había terminado aún conmigo, no había hecho más que empezar. Se volvió hacía mí, y me analizó en voz alta. Me tomó por partes, primero física, después moral y luego mentalmente, mostrándome mi constitución entera. Fue magnifico. Primero atacó a la parte física para demostrarme que estaba cansado y no bien dispuesto ni en la mejor forma para un combate. Luego me dijo que mi corazón era fuerte, mi espina dorsal dura y mis órganos vigorosos, pero mi vista muy deficiente. Paganus hizo una pausa y dirigió su mirada a lo lejos un instante. Parecía como si quisiera recoger los recuerdos. Pero el
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conde se hallaba demasiado interesado para permitirle aquella divagación: —Espero que me expliquéis eso —le interrumpió. —Sí, excelencia —dijo el abad, volviéndose a él—. Os lo explicaré tal como lo hizo Bartolomé. Empezó diciéndome que había mirado las cosas bajo una luz errónea que estorbaba mi visión. Añadió que los árboles y la hierba parecen negros a la luz de las estrellas, pardos a la de la luna y verdes a la del sol. Me dijo que yo necesitaba del sol para ver los colores debidamente. Después prosiguió: "Necesitáis la luz del Hijo, del Unigénito del Padre, de Aquel que dijo que El era la Luz del mundo." Luego, para explicarme esto, me descompuso moralmente. Dijo que yo no carecía de amor ni me faltaba esperanza; pero insistió en que estaba débil de fe. —Sí, pero nuestra fe ha de tener una base razonada — interrumpió el conde. Paganus dio un golpe sobre la mesa con la mano abierta y sonrió, encantado, al decir: —Es emocionante, excelencia, ver cómo nuestras mentes corren por el mismo cauce... Aquel día repliqué a Bartolomé citando a San Pablo. Le dije: "Estoy de acuerdo, reverendo Padre; pero necesitamos dar razón de la fe que en nosotros se halla." Y al decirlo pensaba en todas las razones que tenía para darme cuenta que la fe que no se hallaba en mí. El conde sonrió ante el juego de palabras, pero apremió a Paganus, preguntándole: —Y ¿qué dijo a eso el hijo de Tescelín? El abad, antes de responder, aproximó su silla un poco más a la mesa, estiró los pliegues de su blanco hábito, compuso el escapulario que llevaba sobre el pecho y dio un tironcito de su ceñidor de cuero. Después, poniendo ambos brazos sobre la mesa, se inclinó y dijo: —Os he mostrado al abad dulce, amable y apacible. Ahora os mostraré, excelencia, al monje santo y al verdadero hombre. Sin una palabra mía que le impulsara a ello, señor, tomó mis argumentos uno por uno, los expuso con más violencia de lo que yo lo había hecho y me dejó sin respiración al admitir cada uno de ellos. Admitió que el alimento, el vestido y la habitación eran míse308
ros; admitió que el trabajo era degradante; hasta llegó a conceder que muchos de mis compañeros eran muy fastidiosos. Me pidió extendiera las manos, y cuando lo hube hecho, me dijo: "Están vacías, Paganus, absolutamente vacías, y vuestros años han sido desperdiciados." Entonces se volvió hacia otro lado. Os aseguro que me sentía intrigado. Durante un instante sospeché que Bartolomé de La Ferté era un hombre tan desilusionado como yo mismo, pero la sospecha no había llegado todavía a tomar forma cuando le oí decir: "Sí, sí, si utilizamos solamente la luz de la razón o limitamos nuestra visión a la de la vida pública de Cristo." Se volvió hacia mí y añadió: "Paganus, a mí no me agrada la soledad. Soy un hombre. Me gusta la compañía. No me gustan las verduras sin sazonar, el pan basto y el vino aguado. Tengo paladar y estómago. No me gusta el rudo trabajo manual. No. Soy holgazán como lo son todos los hombres que conozco y todas las bestias. Pero, Paganus, ¡amo a Jesucristo! Y eso hace que todo en el mundo sea diferente. Vuestras objeciones son irrefutables si no contemplamos detenidamente a Jesucristo en Getsemaní y en el Gólgota. El fue por todas partes "haciendo el bien", Paganus, pero también sudó Sangre, fue azotado, insultado, escupido, coronado de espinas y crucificado. Eso lo hizo el pecado. Los vuestros, los míos y los de todo el mundo. Y el pecado sigue haciéndolo. Si los hombres y las mujeres fueran todos tan puros como ángeles y tan honrados como los santos, no habría necesidad de que existieran La Ferté, Citeaux y Clairvaux. Pero a Dios no le honra como es debido la raza que El elevó a la sublime dignidad de hija adoptiva suya. Por eso me complazco en hacer las cosas odiosas a mi naturaleza." —¡Qué hombre!—se admiró el conde. —Después de aquella explosión de santa pasión se volvió a mi de nuevo y me dijo: "Creéis haber perdido los mejores años de vuestra vida y así es en cuanto a lo que muchos son capaces de ser y lo que al mundo concierne. Pero debo manifestaros una cosa: que habéis dado a Dios lo mejor que teníais. Estáis tratando de emplear en su servicio cada uno de los alientos de vuestra vida y toda la energía de vuestra alma apartado de todo aquello que legítimamente podíais haber disfrutado. El no puede ser insensible a eso, Paganus, ¡nunca! Debe estar conmovido por vuestro gesto hasta su mismo Corazón. De lo contrario, no seria nuestro Dios, 309
seria Moloch. Pero es nuestro Dios y sabe que cayendo con frecuencia y equivocándonos a diario, intentamos ofrecerle lo mejor de nosotros mismos. Y ¿cuál es el resultado? Fijaos, Paganus, ¿cuál es el resultado? ¡El resultado es la mejor adoración que esta tierra puede ofrecerle a El! ¡Vuestros años han sido tan malgastados como las tres horas que Cristo pasó en la Cruz! Habéis vivido ocho años de fe, de esperanza y de amor, y los habéis vivido en acción masculina y vigorosa. ¿Podría pedir más el hombre mortal? ¡Qué sacrificio! ¡Qué adoración de Dios! ¡Qué vida de amor! ¡Es sublime! Paganus, habéis imitado al Salvador del mundo." —¡Pardiez, que le habéis imitado! —exclamó enfáticamente el conde, dando un fuerte golpe con el puño sobre la mesa. Después, poniendo la espada sobre sus rodillas, lo cual le permitió cambiar de postura, preguntó: —¿Lo dijo el abad Bartolomé con tanto vigor como vos lo habéis hecho? —Con mucho más. El es manso, moderado, misericordioso. Pero cuando empieza a hablar de Cristo o del servicio de Cristo se enciende y transfigura. Es un luchador, excelencia. Recuerdo que aquel día terminó diciendo: "Paganus, Dios otorga la luz de la fe, pero vos tenéis que darle a Dios toda la fuerza de vuestra voluntad y hasta la última onza de vuestra energía combativa. Luz de Dios y lucha por vuestra parte; tal es la combinación que lleva a la victoria. La única combinación: ¡Luchar! ¡No huir! ¡Ese ha de ser vuestro grito de guerra! Confiad en Dios, Paganus. Eso es lo más importante. Confiad en El absolutamente, cosa que, contra lo que digan algunos, es dificilísima para los hombres con imaginación. Es difícil seguir ciegamente. Si, muy difícil, pero tiene su heroísmo también. Cuanto más oréis y más os pongáis en sus manos, veréis con mayor claridad; pero cuanto más razonéis y luchéis por ver, más oscuro se volverá todo." Y he visto que tenía toda la razón, excelencia. —Pero ¿qué quería decir? ¿Acabaréis con vuestros comentarios? Paganus se echó a reír. —Si, cuando llegue a cierto punto. Ya sabéis que existen misterios, excelencia...
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—Sí, lo sé; pero vuestra vida cisterciense no es ningún misterio. —No, aunque hay en ella algunos misterios. Por ejemplo, ¿por qué soy abad de María de Merceriis si hice voto de morir siendo monje de La Ferté? Misterio de la Providencia de Dios. ¿Por qué Bartolomé de Fontaines fue enviado desde Clairvaux a La Ferté? Otro misterio de la Divina Providencia. Lo mismo hallaréis en cada alma, misterios más negros y más turbadores. Por eso debemos caminar a ciegas. Por eso tenemos que ser luchadores y caballeros. —Lo creo —contestó el conde lentamente—. La inacción siempre es más penosa para una persona que la acción. Los momentos de más dura prueba suelen ser los que preceden a la batalla. Una vez lanzados al combate físico, la cosa es más sencilla. Esta vida del espíritu debe exigir muchísimo nervio. Me habéis abierto los ojos. —Excelencia, esta vida es el ejercicio de la más exquisita caballerosidad. Fijaos en lo que el monje tiene que hacer: jurar fidelidad eterna a un caudillo a quien nunca vio con sus ojos físicos; vivir una vida de vasallo sirviendo a un Señor a quien no oyó y de quien nunca escuchará una palabra; soportar una guerra cruel e inacabable por un Rey a quien jamás verá en este mundo. Eso requiere la más acendrada caballerosidad. Fijaos, excelencia: para mí sería mucho más fácil juraros a vos la lealtad. Os veo, os conozco, os admiro. Lucharía por vos con todos mis brios, pues sé que recompensáis con largueza el valor de vuestros soldados. Pero servir al Rey de reyes como caballero de Citeaux requiere mucho más. Exige fe. No la fe que mueve las montañas, sino una fe mayor todavía: ¡La fe que transforma hombres! Tal vez pensaréis que soy un vanidoso al decir esto... —De ninguna manera. Lo que hacéis es avergonzarme, lo mismo que a muchos cómo yo. Somos unos individuos de mentalidad tan estrecha, tan egocéntricos y tan pagados de nosotros mismos, que medimos a todos los hombres por el rasero de nuestra propia mezquindad. Dudo que existan en el ducado muchos nobles que no piensen de vosotros que sois hombres atrincherados detrás de estas murallas por exceso de temor de la otra vida. Casi ninguno pensará que sois caballeros de Cristo, espoleados por un ardiente amor que os hace despreciar la vida para que Dios pueda 311
ser alabado y los hombres salvados. Me arrodillo ante vos, reverendo Padre abad; me arrodillo ante vos en tributo de admiración, y para solicitar vuestro perdón por mi juicio precipitado y estúpido. —Levantaos, excelencia. Y recordad que sólo os he dicho lo que aprendí de Bartolomé de La Ferté. También yo me arrodillé ante él por pura admiración y para que me absolviera. Bartolomé es otro Cristo. Es el abad perpetuo de San Benito. —¿Le juzgáis un guerrero oculto bajo la cogulla? —En cierto modo, sí Aunque sería mejor definirle como un hombre con la mente y los modales de Jesucristo. El abad Bartolomé jamás hirió los sentimientos de ninguno de sus subordinados, y, sin embargo, no dejó una sola falta sin corregir. Todos le aman, porque él ama a todos. Cuando vine aquí para ocupar mi cargo de abad, me exhortó a tomar como lema las palabras de San Benito: "Prodesse magis quam praesse." "Luchad para ser siervo —me dijo— antes que soberano. Luchad para ser realmente lo que se os llama: un padre." Estoy seguro de que en esas breves palabras me transmitió el secreto de su vida y su servicio. —Cuanto más habláis —dijo el conde— más admiro a ese hombre. ¿Aprendió todas esas tácticas de su hermano Bernardo? —No. Por lo que yo conozco, la fuerza de Bernardo reside en el amor; la de Bartolomé, en la fe. Una vez le pregunté quién le había enseñado más, si Esteban Harding o su hermano. La única respuesta que obtuve fue una carcajada y estas palabras: "Ninguno de los dos." Luego añadió que las lecciones más profundas las aprendió en sus tareas de sacristán. Asegura que todos deberíamos llevar a cabo dos estudios: el del Crucifijo y el de la Hostia consagrada. Ambos (dice) enraízan al hombre y le establecen en la fe, y una vez que se haya enraizado y establecido, ya sabrá cómo agradecer a Dios la oscuridad que envuelve nuestra vida entera en la tierra tomándola como una gloriosa oportunidad de demostrar nuestra confianza en Dios. —¡Qué concepto! —exclamó el conde con franca admiración —: ¡Qué verdad! Después, con tono más calmado, dijo, pensativo: —¡Qué mal os juzgaba y cómo abandoné la fe! Mi señor abad, tomamos con demasiada ligereza nuestro principal don. Esta tarde me habéis abierto los ojos. Las perspectivas que me brindáis ofre312
cen tan ricos contrastes... Ahora os contemplo a vos y al abad Bartolomé con temor. Al mirarme a mí mismo, y pensar en otros como yo, me avergüenzo. Creo que os habéis perjudicado al hablar como lo habéis hecho. —¿Por qué? —Vais a tener que sufrirme con mucha frecuencia, si no es que me prohibís venir, pues quisiera aprender mejor lo que es la verdadera caballerosidad. Y en cuanto se me presente la oportunidad, pienso visitar La Ferté para saber más cosas del sorprendente hijo de Barba Morena, la mansedumbre personificada ocultando la pasión de un amante frenético. Así es, cómo después de otros, considero al abad Bartolomé. —Es una afortunada definición, excelencia. Habéis atinado. En cuanto a vuestras visitas aquí, siempre seréis bienvenido. Siempre podré hallar tiempo para hablar de Cristo. Paganus le abrió la puerta. El conde Pedro se detuvo en el umbral, y, contemplando a su séquito formado por cuatro robustos caballeros que aguardaban en la antecámara; les dijo: —Caballeros, en estos monjes he hallado nuestros superiores. Ellos poseen un sentido de la caballerosidad que nosotros ni siquiera hemos llegado a soñar. Ellos son los verdaderos caballeros, y nosotros unas débiles imitaciones. Y campeón de todos ellos es el abad Bartolomé, a quien visteis aquí ayer. Inclinaos conmigo ante nuestros modelos. Nosotros estuvimos ayer en un torneo; estos hombres se hallan en un torneo diario. Inclinémonos. Los cinco hombres, vestidos con cotas de mallas y empenachados yelmos, se inclinaron ante el abad Paganus, rindiendo homenaje en él a todos los cistercienses.
Dispuesto para la vida y para la muerte.
Paganus había captado el secreto de la vida de Bartolomé en el "Prodesse magis quam praesse" de la Regla, y, el conde Pedro lo describió perfectamente con su frase: "La mansedumbre personificada ocultando la pasión de un amante frenético." Porque Bartolomé había penetrado hasta lo más profundo de la legislación de San Benito referente a los abades, y estaba decidido a ser un verdadero "padre" para sus subordinados. 313
Lo cual no siempre resultaba fácil, porque su comunidad era extensa, y dentro de ella existía una gran variedad de caracteres. Unos dóciles, perfectamente tratables; otros, hoscos y ariscos; otros, tercos e indómitos. Bartolomé los amaba a todos, y con su dulzura y su moderación terminó por convencer a los más tercos y doblegar a los más inflexibles. Pero compraba sus victorias con la moneda que a nadie le agradaba gastar: penitencias durísimas. No había olvidado las palabras de despedida de Bernardo: "Con los hombres, obras, no palabras." Por eso se disciplinaba y dominaba tan perfectamente, que siempre aparentaba una majestuosa calma. Claro es que para conseguirlo tenía una base solidísima en el temperamento que Dios le había dado; pero la utilizaba como punto de partida. Lo demás, aprendió a hacerlo mediante su estudio del Crucifijo y de la Hostia consagrada. Por eso no exageraban quienes decían de él que tenía tres corazones: uno de fuego para Dios, otro de carne para sus semejantes y un tercero de piedra para sí mismo. Su mandato en la abadía fue largo y fructífero, y precisamente cuando le parecía que iba adquiriendo algo de virtud, cuando creyó llegada la hora de poder tratar a todos los hombres con la misma amabilidad y escucharles con la misma paciencia, cuando se empezaba a considerar adaptado a la vida de abad, fue llamado por la muerte. Al conocer su tránsito, el conde Pedro exclamó: —La muerte se ha llevado al hombre mejor preparado para vivir. A lo que el abad Paganus repuso con una sonrisa: —No lo lamentéis, excelencia, pues eso es lo que nosotros queremos decir con nuestra frase de "maduros para el cielo". Dios se lleva a los suyos, excelencia, cuando están perfectamente maduros. Bartolomé creía que sólo iba adquiriendo virtud; pero nosotros, sus subordinados, sabíamos que estaba coronando con la aureola de la perfección una virtud tan larga como su vida. Tal santidad no es para este mundo. Era un hombre demasiado encantador para dejarlo aquí abajo. La muerte le llevó justamente cuando estaba preparado para la vida, como decís. Pero para la otra vida, no para ésta. * * * 314
En el calendario cisterciense del 9 de diciembre, el siempre amable Bartolomé es llamado beato. Los bolandistas le mencionan el 1 de julio. En cuanto al año en que marchó hacia Dios, no está muy claro. ¡El fuego, el saqueo y las revoluciones han destrozado tanto documento precioso!... Manrique, Mabillon y Le Nain afirman que murió en 1144, el mismo año que el Beato Andrés, su hermano; pero otros señalan con más probabilidades a causa de ciertos documentos que llevan su nombre y son posteriores a 1144, las fechas de 1158, e incluso 1160.
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IV
EL POBRE NIÑO RICO (BEATO NIVARDO)
"Habéis escogido el cielo, y me habéis dejado la tierra."
Nivardo se quitó su pesado tabardo y lo dejó sobre una piedra. —Ya tenemos encima la primavera —dijo a sus cinco compañeros—, y hace demasiado calor para llevar esto sobre los hombros. —Te puedes enfriar —le amonestó su primo Mauricio—, y Humbelina te mandará acostar. —¡Bah! Humbelina no es más que mi hermana. No puede darme órdenes —respondió Nivardo, engallándose, atrevido. Acababa de celebrar su decimosegundo cumpleaños, y como era el más pequeño de la familia de Fontaines, estaba tan mimado y consentido como los benjamines de todas las familias, que resultaba casi un niño malcriado. Se hallaba en pie, vestido de azul hasta las rodillas, ribeteado de seda amarilla y con un ceñidor del mismo tono. Hacía un gran contraste con sus cinco compañeros. Su presencia era la de un joven caudillo. Su cuerpecito era bien plantado, denotaba el cuidado, el entrenamiento y la salud, mientras la gallarda actitud de su cabeza al dirigirse a Mauricio y a los otros amigos decía claramente que era hijo del señor de aquellos contornos. Corrían los primeros días de marzo de 1112, y un vientecillo cálido estremecía los haces amarillentos de hierba seca del verano último y despeinaba los largos, dorados y sedosos cabellos de Nivardo. Los seis chicos estaban jugando en una ladera frente al castillo de Fontaines y la actividad y la energía exigidas por el juego, a tono con el cálido sol y el viento tibio, predisponía a Nivardo a desafiar la autoridad de su hermana mayor. 316
Mauricio no encontró la respuesta adecuada a la atrevida frase de Nivardo: "No puede darme órdenes." Por otra parte, el gesto de independencia de Nivardo, con los brazos en jarras y los ojos retadores, no le animaron a buscarla. Todos sabían que Mauricio tenía razón; pero no atreviéndose a contradecir al benjamín, de Fontaines, se limitaron a observar alternativamente a Nivardo y a su primo. La tensión iba creciendo, y nadie sabe cómo hubiera terminado si una voz de hombre no hubiera gritado: —¡Nivardo, ven aquí! Ante las primeras sílabas de la llamada, Nivardo actuó como movido por un resorte. Casi antes que sonaran las palabras "ven aquí", el tabardo había desaparecido de la roca y cubría sus hombros. En los labios de Mauricio apareció una sonrisa de triunfo, y los que le rodeaban le oyeron murmurar: "Ya te lo decía yo..." Pero Nivardo no le oyó, porque se había vuelto descubriendo a su hermano mayor, Guy, que desde el arco de la entrada principal del castillo le hacía señas de que se acercara. Detrás de Guy se veía a Bernardo, Bartolomé y Andrés Los cuatro hacían señas con sus manos a alguien que se hallaba en la ventana de la torre. Nivardo trepó por la ladera a toda velocidad. Desde octubre no veía a sus hermanos, y la impaciencia de abrazarlos le hacía pensar que sus ágiles piernas eran torpes y lentas. Cuando llegó hasta ellos, se arrojó en brazos de su hermano mayor, exclamando: —¡Oh Guy! ¿Habéis vuelto a casa para quedaros? ¡Qué triste estaba todo sin vosotros! —Según parece, he vuelto para que me mates —contestó Guy, riendo—. ¡No pareces darte cuenta de que ya no eres un niño! El choque de tu cuerpo es suficiente para desmontar al más fuerte. —Perdóname, hermano. ¿Te he hecho daño?
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—No, hombre, no, ni mucho menos. Pero ten cuidado en lo sucesivo. Estás creciendo mucho. Y ahora te voy a dar una buena noticia. En aquel momento, los otros hermanos habían llegado procedentes de la puerta del castillo y los rodeaban, sonriendo al pequeño. —¿Una buena noticia? ¿Que os vais a quedar en casa? — preguntó, ansioso, el chiquillo con el rostro radiante de alegría. —No. Algo mucho más importante que eso. —¿Que vais a organizar una justa? —¡Más importante todavía! —Dímelo, y no me hagas rabiar —dijo Nivardo impaciente, dando una patada en el suelo. Andrés echó su brazo sobre los hombres de Nivardo, y le animó: —Di que sí, muchacho. Hazle hablar. Nivardo rodeó a Andrés por la cintura, y, sonriéndole, le preguntó: —¿Qué es, Andrés? ¿Cuál es la gran noticia? ¡Haz que me la diga! —Díselo, Guy, no le hagas rabiar —intervino Bernardo. —Está bien —repuso Guy—. Ven aquí entonces, Nivardo. Y se dirigió con él a unos veinte pasos de la puerta. Los demás los siguieron. Mauricio y los otros niños formaban grupo aparte; ni lo suficientemente cerca para hallarse en la intimidad, ni lo suficientemente apartados para no oír lo que se hablaba. —¿Ves ese magnífico castillo?—preguntó Guy, extendiendo su brazo derecho hacía las sólidas murallas y erguidas torres. —Sí —murmuró Nivardo. —Bueno, pues un día será tuyo, completamente tuyo. Piedra por piedra, desde sus oscuros y profundos cimientos hasta lo más alto de esa torre. Giró en redondo, extendió ambos brazos y con amplio gesto prosiguió:
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—¡Fíjate en esas tierras...! Todo cuanto abarca la vista, valle abajo, cuesta arriba y hasta esos bosques y cuanto se abarca al Norte: viñedos, frutales, praderas... ¿Verdad que es hermosísimo? —Sí...—respondió Nivardo, desabrido. —Pues también todo eso será tuyo algún día. Porque tú, hermanito mío, ¡serás el señor de Fontaines! Bernardo, Bartolomé, Andrés y yo salimos hoy mismo para Citeaux. Gerardo no tardará en seguirnos. Te lo dejamos todo a ti... ¿Qué te parece la noticia? Y puso la mano sobre el hombro de Nivardo, mirando ansioso su semblante infantil. La boca del chiquillo se abrió un poco formando una O perfecta Sus ojos buscaron el rostro sonriente de Guy. Después dirigió una mirada rápida a Bernardo, a Bartolomé y a Andrés. También ellos aguardaban su respuesta. Nivardo volvió a mirar a Guy, y dijo al fin: —Con el castillo, ¿eh? Con la mano izquierda señaló hacia atrás las murallas y las torres que se hallaban a su espalda: —Y todas estas tierras, ¿eh? Su mano derecha señalaba ahora el valle a sus pies: —Conque todo eso será mío porque os marcháis a Citeaux, ¿verdad? —Así es —contestó Guy con entusiasmo—. ¿No te parece estupendo? —¿Estupendo? —preguntó Nivardo con el labio inferior tembloroso—. ¿Estupendo? —repitió—. Y ¿qué es lo que tiene de estupendo? Escogéis el cielo y me dejáis la tierra. No encuentro en eso nada estupendo. ¡Ni siquiera es justo!... ¡No lo quiero! Y separándose de sus hermanos, echó a correr hacia la puerta del castillo, que parecía temblar a través de sus lágrimas. Guy y Andrés iban a echar a correr tras él; pero Bernardo les contuvo con un grito: —No, Guy, ¡no vayas! ¡Déjale, Andrés! Dejadle ir. Lo mejor será no despedirnos de él. Le desgarraríamos el corazón al pobre chico. —Creo que tienes razón —dijo Guy, volviendo. 319
Pero Andrés vaciló. Contempló la veloz figurilla de su hermano pequeño, y parecía dispuesto a correr tras él cuando Bartolomé le dijo: —Vamos, Andrés, si vuelves, sólo conseguirás que Humbelina se ponga más nerviosa, lo que tampoco servirá de consuelo a padre. Andrés movió la cabeza lentamente y volvió hacia el grupo. Los cuatro hermanos dirigieron una última y prolongada mirada al castillo donde nacieron y crecieron. Fontaines había sido su hogar y en él quedaban sus seres más queridos. Lo contemplaron en silencio hasta que por instinto tal vez le volvieron la espalda, bajaron resueltamente la ladera y se adentraron en el bosque sin volver la cabeza una sola vez. Fue su adiós a Fontaines. Seis meses antes habían partido para Chatillon-sur-Seine. Algunos de los miembros de más edad del grupo tenían que arreglar asuntos antes de poder decir que estaban en completa libertad para presentarse como aspirantes a monjes en Citeaux, por lo cual, Bernardo decidió mantenerlos reunidos en Chatillon y hacerles llevar severa vida religiosa para ir habituándolos a la nueva vida que les esperaba. Aquel día, Bernardo y sus hermanos habían vuelto a Fontaines para despedirse de su padre, de su hermana y de su hermanito. Tescelín los recibió extrañamente silencioso, y Humbelina, leyendo en sus ojos el dolor, se enfureció, dando rienda suelta a sus pensamientos y culpando a Bernardo de vaciar el castillo, dejarlo sin vida y oscurecer los últimas años de su padre. Parecía haberse transformado de pronto en una tigresa y rodeando con sus brazos el cuello de su padre anciano, mientras las lágrimas brotaban a raudales de sus ojos, acusó a Bernardo de arrastrar a todos sus hermanos a lo que consideraba fanatismo religioso. Tescelín trató de aplacarla, acariciando su negrísimo cabello y murmurando: —No lo tomes así, criatura, no lo tomes así. Toda la fuerza de su furor no tardó en reducirse a los sollozos, que sacudían todo su ser. Entonces, Tescelín, apoyando su mejilla sobre su lustroso cabello, añadió: —Es por Dios, reinecita. Es por Dios.
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Bernardo permanecía con la cabeza inclinada, abstraído en contemplar la palma de su mano izquierda, sin pronunciar una sola palabra. Humbelina le miró con ojos relucientes como estrellas, y dejando a su padre, corrió hacia él y le abrazó llorando: —Está bien... Si Dios lo quiere, marchaos. ¡Marchaos, y rogad por nosotros todos los días! La escena resultó terrible para todos. El anciano señor la soportó mejor que los demás, aunque, probablemente, su corazón fuera el más hondamente herido. El encuentro con Nivardo pareció por un instante que alegraría un poco la despedida de los futuros monjes; pero su huida y sus lágrimas hicieron cabalgar en silencio durante un buen trecho a los cuatro hermanos. Sin embargo, una vez en el bosque, habló Andrés: —¿Habéis oído lo que ha dicho el pequeño? "Habéis escogido el cielo y me dejáis la tierra. No la quiero. No es justo." Todos se echaron a reír ante su perfecta imitación de los pucheros del niño, y Guy exclamó: —El pequeño es el más listo de la familia. Si en aquel momento hubieran podido verle, no les habría inspirado risa, porque el muchacho había atravesado el patio corriendo, y, precipitándose escaleras arriba, se metió en su aposento, sollozando ruidosamente. De bruces sobre el lecho, decía con el rostro hundido en la almohada: —¿Quién quiere este viejo castillo y sus tierras?... ¡Yo no lo quiero! ¡No lo quiero!... ¡Yo quiero a mis hermanos! Cuando la primera y terrible angustia hubo pasado y las saladas lágrimas dejaron de correr por sus mejillas, se frotó los ojos, murmurando: —No es justo, no es justo. De pronto se detuvo, cerró sus puños, y mirando a través de sus pestañas empapadas, exclamó: —¡Ya sé lo que voy a hacer!... ¡Me iré con ellos! Yo también seré monje. ¡No quiero ser un viejo señor! 321
Y se hubiera marchado en aquel mismo instante si la puerta no se hubiera abierto bajo la mano serena de su padre, que entró, se sentó sobre su lecho, le abrazó y sonriendo valerosamente, le dijo: —¡Vamos, hombrecito! ¡Los señores de Fontaines no lloran! Los dos corazones solitarios hallaron el consuelo en su mutuo cariño.
¿Cuándo se es mayor?
Aquella noche de principios de marzo, Tescelín consiguió calmar los sentimientos de su benjamín. Pero aún no había cubierto mayo los árboles con sus flores, cuando Humbelina le sorprendió, diciéndole: —Nivardo se ha perdido. —¿Perdido? —preguntó Tescelín, asombrado—. ¿Qué dices? —Desde esta mañana temprano no le ha visto nadie. —¿Cómo? —volvió a preguntar el padre, y saltando de su asiento, recorrió la estancia en cuatro zancadas—. Vamos a ver qué ha pasado. El señor de Fontaines se dirigió a las cuadras. Su hija le seguía llena de preocupación. Dirigiéndose al último pesebre, Tescelín exclamó: —Lo que me figuraba... La yegua ruana ha desaparecido... ¿Dónde está Luis José? Y en tono más alto llamó: —¡Luis José! ¡Luis José! —Voy, mi señor —respondió una voz fina desde el exterior. No tardó en entrar cojeando un viejo mozo de cuadra. —¿Qué deseáis, excelencia? ¿Vais a montar ahora? —No. ¡Quiero saber quién está montando la yegua ruana! —¿Pero ha salido la yegua? —fingió asombrarse el viejo—. ¿Cómo es posible? ¿Quién puede...? —Vamos, Luis —le dijo Tescelín con severidad—. No trates de encubrirle. ¿Cuándo ha salido y adónde se ha marchado?
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—Señor, no sé de qué me habláis —repuso el mozo de cuadra, apoyándose en un poste y removiendo la paja con la pierna coja. —¡Si lo sabes! —gritó Tescelín—. ¿Cuándo ha salido Nivardo del castillo? —¿Nivardo?... Pero ¿no está en su aposento? —No, no está en su aposento, como la yegua no está en su pesebre. —¿Y creéis que pueden estar juntos? —Sí, creo que están juntos, y creo que tú sabes cuándo salieron juntos y dónde se han dirigido juntos. —Seréis capaz de decir que yo sé dónde están... Vamos, mi señor, no me atribuyáis una vista tan fina. —¡Basta ya, Luis! —rugió Tescelín—. ¿Cuándo ha salido el chico? —Pues... mirad..., mi señor..., lo que pasó... Yo estaba... peinando con gran cuidado a vuestro corcel... Es un gran caballo, mi señor, y necesita cuidados muy delicados. Y, claro..., yo estaba..., le peinaba las crines con esmero... —No te ocupes más de mi caballo, y háblame de mi hijo. —¡Ay, mi señora Humbelina, qué difícil resulta decir las cosas a vuestro padre!... Quiere que se acabe todo antes de empezar siquiera... —Está bien, Luis. ¿Dónde está tu hijo? Luis José comprendió que había abusado de la paciencia de Tescelín, y llamó prudentemente: —¡Gautier! ¡Su señoría te aguarda! ¡Ven corriendo! En el momento en que un mozuelo de la edad de Nivardo llegaba corriendo, se oyó en el patio el cansado batir de cascos de un caballo. Humbelina y Tescelín se precipitaron a la puerta de la cuadra, adonde llegaron en el preciso momento en que Nivardo desmontaba de la yegua y acariciaba sus flancos sudorosos, diciendo al animal: —¡Muy bien! ¡Muy bien! Sin mirar siquiera a su alrededor, llamó: —¡Luis José! ¡Luis José! 323
El viejo y su hijo se dirigieron a la puerta de la cuadra interrogando a Tescelín con la mirada. El señor se limitó a asentir con la cabeza, y ellos acudieron al animal. —Esta noche le dais ración doble, ¿eh? —ordenó Nivardo—. Está cansada y hambrienta. Y yo también —añadió, mientras se dirigía hacia el castillo con paso vacilante. Humbelina se dispuso a correr tras él; pero Tescelín la detuvo con un gesto, diciendo en voz baja: —Déjale primero entrar en casa. Viene cansadísimo. Apenas se puede tener. Ya hablaremos con él cuando haya cenado algo. No te preocupes; María se ocupará de él. Y volviéndose a Luis José, le preguntó: —¿A qué hora salió del castillo? —Al amanecer, señoría. Dijo que se marchaba a Citeaux. Me sorprende verle de regreso. Creí que tendríamos otro monje en la familia —¡Ya te daré yo a ti monje si vuelve a suceder algo por el estilo otra vez! —Sí, señoría —contestó Luis José, mientras se alejaba cojeando. Una vez dentro de la cuadra, Gautier le oyó decir: —Bueno, pues será monje; tanto si se lo permitís como si no. Fijaos en lo que digo. Dos horas más tarde, Nivardo se hallaba ante su padre en el inmenso salón del castillo. Humbelina estaba bordando sentada junto a la chimenea. El chiquillo había confesado su escapatoria y que el abad Esteban Harding, después de permitirle ver a Guy, a Gerardo, a Andrés y Bartolomé, le despidió con una bendición, diciéndole: "Cuando seas mayor, podrás volver." Humbelina le dejó relatar su historia. Luego abandonó su labor, y le hizo un sinfín de preguntas acerca de Bernardo y los demás. Las respuestas de Nivardo indicaban que no había observado con mucha atención a sus hermanos, pues no sabia decir si estaban más gruesos o más delgados, risueños o serios, iguales o cambiados. La vaguedad de sus respuestas no hacía sino provocar nuevas preguntas de la hermana, hasta que Tescelín dijo finalmente: 324
—Humbelina, hija mía, a este chico lo que le interesa es la vida en sí, no los que la viven. Creo que lo mejor será dejarle irse a acostar. Ha pasado muchísimas horas a caballo, y necesita dormir como un tronco otras tantas. En este momento no está en condiciones de escuchar lo que tengo que decirle. Al día siguiente, el señor de Fontaines habló con gravedad al único hijo que le quedaba. Le habló extensamente de la vida, del ducado y de la sociedad; describió escenas magníficas susceptibles de emocionar a cualquier rapaz de doce años y le prometió el favor de su soberano el duque. Al final de su discurso, sólo consiguió de su hijo esta respuesta: —¿Cuándo se es mayor, padre? Tescelín se echó a reír; pero comprendió que en adelante se le planteaba un nuevo problema: el de distraer a su hijo y apartar de su cabeza la idea de Citeaux. Aquella idea parecía atormentar inútilmente su imaginación, pues cada vez que intentaba algo brillante y fascinador para Nivardo, sólo obtenía de él estas palabras: —Ya me estoy haciendo mayor. Afirmación que nadie podía negar, y que demostraba a todos dónde se hallaban presos sus pensamientos. Cada vez que Humbelina le oía decir: "Ya me estoy haciendo mayor", le respondía: —Todos los días y en todos sentidos, Nivardo. Pero todavía no eres lo bastante mayor. Después, durante seis meses, nadie le oyó aludir a su crecimiento. Su padre y su hermana deberían haber encontrado sospechoso su silencio; pero llegaron a creer que tal vez el embrujo de Citeaux se iba desvaneciendo. No tardaron en comprobar su equivocación, pues el día en que Nivardo pudo exclamar, triunfante: "¡Ya tengo trece años, y voy para los catorce!", se deslizó hasta las cuadras, engatusando a Luis José para que, como regalo de cumpleaños, le ensillara la yegua y le permitiera cabalgar solo por el bosque. El viejo no necesitaba mucho para dejarse convencer. Ensilló la cabalgadura, y le hizo esta advertencia: —Los bosques están muy frescos en esta época, especialmente —añadió con un susurro— los que rodean a Citeaux. Os 325
deseo un bendito cumpleaños, futuro señor..., o acaso futuro monje... Nivardo no contestó y metió prisa al viejo. Cabalgó las quince leguas de ida y las quince leguas de vuelta, porque el abad Esteban Harding le hizo el mismo cariñoso recibimiento y la misma cariñosa despedida de las otras visitas. Pero esta vez Nivardo percibió en la despedida una frase más alentadora, pues el abad le dijo: —Cuando seáis "un poquito mayor" os recibiré. Para Nivardo aquello tenía el valor de una promesa. Se sentía ya cisterciense. Las palabras "os recibiré" le mantuvieron erguido en la silla durante la agotadora cabalgata de regreso. Cuando se encontró en el camino con su padre, Humbelina y Guy de Marcy, ni siquiera se le ocurrió disculparse ni dar una excusa. No hizo más que gritar a pleno pulmón: —¡Padre! ¡Padre! ¡El abad Esteban dice que me admitirá cuando sea "un poco" mayor! Tescelín se inclinó ante lo inevitable, y consiguió evadirse de aquella persistente pregunta: "¿Soy ya bastante mayor?", entregando a su hijo a un buen sacerdote para que le enseñara Humanidades. Fue la única solución, porque Nirvado consideraba sus lecciones como una especie de postulado. Y eso le mantuvo callado. Cuando al fin el buen sacerdote comprendió que estaba educando a un futuro monje y no a un futuro gran señor, se dio cuenta de por qué Nivardo le había hecho más preguntas con relación a la vida religiosa que a sus lecciones de latín. También adivinó por qué ardía una extraña luz en los ojos del muchacho. En 1116, cuando Nivardo pudo, al fin, exclamar: "¡Tengo dieciséis años y voy camino de los diecisiete!", solicitó la autorización de su padre y la aceptación de Esteban Harding. Su persistencia le ganó ambas. Cabalgó altanero las quince leguas que le separaban de Citeaux, y devolvió la yegua ruana a Fontaines, diciéndole como despedida: —Se acabaron para ti y para mí las escapatorias, Damita. Al fin ya soy mayor.
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Pareciéndose a Dios.
Si Tescelín encontraba a su hijo impaciente por hacerse mayor, Esteban Harding le encontró mucho más impaciente por hacerse perfecto. Mucho trabajo costó al abad convencer al mozo de que la perfección religiosa —como todas las cosas en el inmenso mundo de Dios— se adquiría muy lentamente. Un día, el prior encontró a Esteban sonriente y divertido. Al preguntarle la causa de su euforia, el abad respondió: —La naturaleza humana. Al decir esto sabía que daba una respuesta exacta, pues su sonrisa era motivada por la naturaleza humana; pero sabía también que sus palabras no satisfarían la curiosidad del prior, por lo que añadió: —Hoy he llevado a Nivardo de Fontaines al pie de mi frondosa encina para darle una buena lección. Señalándole el viejo árbol, le he dicho: "Esto, Nivardo, fue antaño una bellota. Sí. Hace unos cien años, en los tiempos en que Guido de Arezzo inventó el pentagrama. Todos estos años le fueron necesarios para alcanzar su perfección actual. No siempre pudo como hoy lo hace afrontar sin miedo las tempestades ni reírse de los ciclones. Esta robusta encina creció lentamente, poco a poco, año tras año. Dios hace así todas las cosas en el orden natural, y la mayoría de ellas en el sobrenatural. La perfección religiosa sólo se alcanza por un crecimiento gradual. Si nos sometemos a la gracia de Dios (la tierra, el sol, la lluvia) como lo hizo esta bellota, creceremos y prosperaremos. Pero si tenemos demasiada prisa y tratamos de precipitar las cosas, sólo conseguiremos estropear la obra de Dios." Proseguí la lección en el mismo tono durante un rato; pero a los dieciséis años, camino de los diecisiete, no sientan bien esas lecciones. A Nivardo no le gustó ni poco ni mucho. En este momento me reía de mí mismo al pensar que tampoco agradan demasiado a los treinta y seis, a los cuarenta y siete o a los cincuenta y ocho. Somos una raza de hombres impacientes, Padre prior. Quisiéramos recoger la cosecha nada más sembrada. Siento que esa tendencia es fuerte aun dentro de mí, y por eso no debería ser intolerante con Nivardo.
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Al prior le hizo sonreír la idea de que el abad, tan cordial y comprensivo, pudiera ser intolerante con nadie. Lo mismo hubiera sonreído Nivardo de oírle, porque Esteban Harding era la amabilidad hecha hombre. Durante un año entero instruyó, amonestó, corrigió y reprendió suavemente al novicio, que iba creciendo en edad y saber. La mayor parte de sus reprimendas las originaban las imperfecciones normales —la impaciencia y la impetuosidad— de su carácter. En 1117, después de formular sus votos solemnes el joven novicio, Esteban Harding hizo una de las cosas más simpáticas de su santa vida: enviarle a Clairvaux para que viviese su vida religiosa con su hermano Bernardo como abad y los otros como compañeros. Nivardo vibraba de alegría, y al llegar a Clairvaux y tropezar con Guy, le tendió los brazos, y girando lentamente en redondo, exclamó jovial: —¿Qué te parece el hábito que viste el futuro señor de Fontaines, Guy? —Ya has dejado de ser "el futuro" para convertirte en el que "hubiera podido ser", Nivardo. —¡Exacto! ¡El que hubiera sido el señor de Fontaines, de haber sido lo suficientemente tonto para aceptar el caballo de Troya que me brindabais! "Timeo Danaos et dona ferentes." Pero, como ves, fui lo bastante listo para igualarme a mis hermanos mayores, y, como ellos, rechacé las tierras y el castillo. Más tarde, Guy diría a Bernardo: —Me alegro, reverendo Padre, de que observemos tan estricto silencio. —¿Por qué? ¿Acaso te estás dedicando de lleno a la oración? —Pero; pero creo que sin ese silencio todos recibiríamos algún alfilerazo de nuestro hermano pequeño. —No te preocupes por Nivardo —habló Bernardo con orgullo y buen humor—. Saldrá adelante. Tal vez, en efecto, sea una lástima que observemos ese silencio, pues supongo que algunos de mis hermanos mayores aprenderían más de una cosa buena oyendo las agudas salidas del pequeño. Bernardo y Guy tenían razón. Nivardo salió adelante, y les había dicho más de cuatro verdades, como las que su primo Mauricio tuvo ocasión de oírle, en 1132, cuando visitó el monasterio de Clairvaux de regreso de Paris. Había estado estudiando en 328
la gran ciudad, y, como es natural, se sentía superior a sus primos los monjes. ¡El exceso de cultura —la pedantería, sobre todo— suele resultar peligroso! Sin recibir la menor invitación para hacerlo, Mauricio se lanzó a relatar acontecimientos llenos de colorido e interés dramático. Relató la horrible epidemia de 1130, conocida por el "fuego sagrado". Describió a Nivardo la enorme catedral parisiense abarrotada de fieles que oraban, mientras en la nave central yacían trescientos apestados tratando inútilmente de respirar en aquella cargadísima atmósfera. Luego contó la entrada en la urna de Santa Genoveva y cómo, en el mismo momento en que atravesaba el umbral, los trescientos moribundos se pusieron en pie mostrándose completamente curados. Naturalmente, Nivardo, al oírle, se quedó boquiabierto. Después, cambiando de tono, relató la coronación del joven rey Luis en la catedral de Reims por el Papa Inocente II el año 1131. Con desbordante facundia pintó al monje que le escuchaba absorto la deslumbradora escena. Colocó al Papa y al rey sobre el estrado, los rodeó de las cabezas mitradas y las capas pluviales de trece arzobispos y rellenó el fondo abigarrado con las figuras de doscientos sesenta y tres obispos procedentes de toda la cristiandad. Después siguió refiriendo cómo el Papa había mojado sus dedos en el mismo aceite que San Remigio utilizara para el bautismo de Clodoveo. Nivardo le escuchaba impresionado. Seguro y complacido del éxito que lograban sus palabras, Mauricio cambió de tono por tercera vez, y con aire de gran superioridad explicó las conferencias del brillante Abelardo y el no menos resplandeciente Hugo de San Víctor. Y así prosiguió sin descanso, asombrando a su primo con las vivísimas descripciones de acontecimientos fascinantes. Cuando le pareció haber abrumado suficientemente al joven monje, se volvió y le preguntó con gran condescendencia: —Y tú, querido primo, ¿qué has hecho durante todos estos años? Nivardo sonrió con placidez y respondió con gran suavidad: —Parecerme a Dios. Sus palabras produjeron el efecto apetecido. Mauricio se tambaleó como un globo pinchado. De sus ojos desapareció el fulgor de la arrogancia y de su cabeza el porte altivo. Todo el aire 329
de superioridad que había exhibido en sus modales se desvaneció ante aquellas tres palabras casi susurradas: "Parecerme a Dios." —Siéntate, Mauricio —dijo—, y no pongas esa cara de asombro. Siéntate y escucha, pues en verdad tengo algunas cosas maravillosas que contarte yo también, y quiero que reacciones. —Pero..., pero... —balbució su primo—. Eso que has dicho... es una blasfemia... Dices que..., que te has parecido a Dios... —Siéntate, siéntate, Mauricio —insistió Nivardo—, y te lo explicaré todo. Mejor es escuchar una blasfemia de labios de un sencillo monje que todas las herejías que has escuchado de labios del brillante Abelardo. Pero conste que yo no he dicho ninguna blasfemia, aunque tal vez haya sido inexacto. Debería haber dicho mejor que he estado "luchando por hacerme parecido a Dios". —Viene a ser lo mismo —censuró su primo. —Mira, Mauricio —contestó Nivardo con gran naturalidad—, yo no puedo contarte nada tan vivo y tan dramático como las escenas que acabas de relatarme. Mi vida ni siquiera ha sido interesante en estos años. Llevo tres lustros en este monasterio, y los he pasado en la aburrida monotonía del cántico, los trabajos y las plegarias. Todos mis lunes fueron idénticos a los domingos, y todos los jueves lo serán a los martes anteriores. La semana próxima será esencialmente igual a la pasada, y dentro de diez años, cualquier día será idéntico al de hoy. Durante quince años he hecho lo mismo y de la misma manera, en el mismo lugar y con los mismos hombres. —¡Eso es criminal! —exclamó Mauricio. —Imaginaba que dirías eso —replicó Nivardo sin inmutarse—. Pero yo te aseguro que también es vivificante, alentador y capaz de transformar por completo a un hombre. —A mí me parece más bien un estancamiento, un enmohecerse, un pudrirse lenta e irremisiblemente. —Resumiendo, te diré que paso unas diecisiete o dieciocho horas diarias en oración y penitencia. O si lo quieres aún más rotundo: paso el día entero en oración. —¡Eso es imposible! —exclamó Mauricio, altanero—. Nadie es capaz de conservar el día entero plenamente concentrado. Y orar sin concentración no es orar. 330
—¿Durante cuánto tiempo serías tú capaz de conversar con..., digamos con un hombre como Hugo de San Víctor o Abelardo? —¡Ah! —dijo Mauricio, recuperando su tono de entusiasmo y superioridad—. Con hombres como ésos, sería capaz de hablar todo el día y toda la noche. ¡No tienes idea, Nivardo, de las inteligencias privilegiadas que ambos poseen! Puedes estar seguro de que sería capaz de hablar con ellos interminablemente. —¿No te resultaría difícil mantenerte concentrado? — preguntó Nivardo tranquilamente. —¿Con Abelardo o Hugo de San Victor? ¡Ya se conoce que no les has oído cuando haces esa pregunta! Abelardo y Hugo son hombres tan interesantes y cautivadores, que seria imposible distraerse un instante cuando se está en contacto con ellos. —Luego ¿podrías hablar día y noche con ellos? —¡Podría pasarme la vida entera platicando con ellos, no lo dudes! —afirmó Mauricio, vehemente. —Ya, ya —asintió Nivardo, moviendo la cabeza. Y añadió apresuradamente: —¿Y no crees, Mauricio, que la inteligencia de Dios puede igualarse por lo menos a la de tu admirado Abelardo? —¿Cómo?... ¿Qué?... ¿Abelardo?... ¿Qué estás diciendo?... ¿De qué estás hablando? —De la oración, Mauricio, ¡de la oración!... Orar es conversar con Dios. —-¡Dios no habla! —Dios habló por boca de los patriarcas y de los profetas, y, finalmente, por la de su Unigénito —respondió Nivardo—. Y el Universo, ¿no te dice nada, Mauricio? Las flores, los pájaros, los susurros del bosque o el murmullo de las aguas, ¿no te dicen nada? ¿Son mudos para ti el sol, las estrellas, la luna y el mar?... ¿No escuchas la gran voz de Dios en el mundo de la Naturaleza? Pues yo sí ¡Y si a ti no te ocurre lo mismo, me alegro de haber ido a Citeaux en vez de a Paris, pues logro escuchar cosas para las que tus oídos están sordos! ¡Veo cosas para las que tus ojos están ciegos! ¡Yo encuentro a Dios donde tú sólo encuentras tierra, mar y cielo!
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—Deliras, Nivardo —repuso su primo con cierta sorna—. ¡No hables como un soñador, cándido, aunque piadoso! La vida es realidad. La vida es acción. La vida es sociabilidad. El hombre necesita el contacto con los demás hombres y agudizar su inteligencia en el choque con la inteligencia ajena. Tú estás perjudicando la tuya por falta de contraste. El hombre sólo madura y sazona con el bullicio de la vida. Las mentes sólo crecen y prosperan en el mundo con el choque de las ideas. Lo que tú necesitas es actividad, y a causa de eso que te falta, nunca llegarás a parecerte a Dios (como has proclamado blasfemamente), porque Dios es la pura actividad. —¡Ah, vaya! ¿Conque conoces algo sobre Dios, eh? ¡Bien, muy bien! Lo celebro. ¿Y sabes algo también acerca de su Unigénito? —Claro que sí —¿Sabes dónde nació? ¿Recuerdas cómo transcurrieron los primeros treinta años de su breve existencia? ¿Recuerdas por casualidad dónde, cómo y por qué murió? —¡Soy católico, Nivardo! —afirmó Mauricio, tajante, con un indignado movimiento de cabeza. —Pues si es así, ¿a qué negar entonces que yo me esté pareciendo a Dios? Jesús nació en la oscuridad; excepto tres años, su vida entera transcurrió en la oscuridad, y, finalmente, murió con una muerte infamante para lograr con ella la gracia de su Padre para el hombre. ¡Eso no es un sueño, Mauricio, es Historia! Ahora fíjate en la semejanza: admites mi oscuridad y me has motejado de infamia. ¡Lo único que te falta es admitir que consigo la gracia divina para los hombres! Mientras enumeraba los puntos de su paralelo, Nivardo golpeaba la mesa con sus puños. Luego, mirando con fijeza a su primo, le preguntó: —Bueno, ¿qué? ¿Encuentras mi parecido con Dios, o no? Mauricio sólo fue capaz de emitir un sonido indefinible. —¿Lo ves, Mauricio? —insistió Nivardo en tono más conciliador—. Los efectos llaman siempre la atención más que las causas. Puedes extasiarte contemplando una rosa; pero, en cambio, no dedicarías ni una mirada a su semilla. Este inmenso monasterio nuestro deleita tus ojos con su armonía, su proporción y la perfec332
ción de sus detalles, ¿verdad? ¡Pues tendrías que haberlo visto en pleno proceso de construcción! ¡Qué revolución! Aquí y allí dispersas las grandes piedras sin tallar, por todas partes vigas de todas clases y todos tamaños desparramadas, desperdicios de madera por aquí, fragmentos de piedra por allá, argamasa, cantos y hierros retorcidos y oxidados por doquier en toda la extensión del valle. Era algo espantoso... Pues la vida es lo mismo, Mauricio. Tú admiras al hombre que ha alcanzado la santidad. Reverencias a quien verdaderamente ha llegado a alcanzar a Cristo. Ese carácter perfilado y acabado te agrada mucho, y, en cambio, no aprecias el proceso de construcción, los elementos que intervienen en la fabricación de un santo, los pasos de gigante que da sobre las montañas, las colinas y los valles profundos y oscurísimos, indispensables para todo aquel que pretenda alcanzar a Cristo. Es un error lamentable y muy frecuente. La gente quiere el producto terminado; pero se niega a pagar el precio que cuesta producirlo. Es triste. Triste para la Humanidad y triste para Cristo, pues es una forma de ceguera... —¿Qué insinúas? ¿Quieres decir que todos deberíamos hacernos leñadores o labriegos? ¿Insistes acaso en que toda Francia debe hacerse cisterciense? ¿Crees que sólo quienes se dedican a trabajos de gañanes y a cantar himnos, que sólo los misántropos, melancólicos y ásperos habitantes de un profundo valle o de un pantano infecto pueden servir a Dios? ¿Consideras necesario que todos nos afeitemos la cabeza para salvar nuestras almas? ¡Vamos! —Desde luego, tú no estarías tan hermoso como estás sí raparas tu magnifica melena —bromeó Nivardo, mientras acariciaba su cerquillo monástico—, y tus manos, suaves y blancas, se llenarían de callos y ampollas, y se ennegrecerían si las utilizases para andar con el estiércol o aserrar la madera. Verdaderamente, nunca resultarías un buen monje, ni yo te aconsejaría intentar esta vida. He visto a muchos hombres de tu temperamento venir y marcharse. De poco les sirvió su paso por el monasterio. Más bien temo, por el contrario, que les resultase perjudicial. No debe ser grato en el declinar de la vida verse uno perseguido por los fantasmas de lo que se pudo haber sido. No, Mauricio; no quiero que el mundo se convierta en monasterio; pero si quisiera que todos los habitantes del mundo tuviesen una mentalidad monástica. ¡Y a Dios le agradaría también! Un hombre tan 333
instruido como tú debe comprender lo que quiero decir. Ya sabes lo que significa el prefijo "mono". Significa ¡Uno, solo, solitario! Por tanto, tener mentalidad monástica significa haber comprendido totalmente el significado de las palabras de Cristo: "Una sola cosa es necesaria." Lo malo es que la mayoría de los mortales consideran la vida como una copa que ha de apurarse hasta las heces. ¡Y no es eso! ¡Es una medida que debe ser colmada! —¿Colmada de qué? —Del mejor don de Dios: ¡de amor! —¿Amor? —¡Amor, sí! Y en primer lugar, de amor de Dios. ¿Qué has entregado a Dios durante todos esos años de estancia en París? La pregunta retumbó como un trueno. Nivardo se había despojado de sus humildes modales y su cuerpo entero se hallaba en tensión. —¿Que qué le he dado yo a Dios? —balbució Mauricio —¡Ahí lo tienes! —le interrumpió con brusquedad Nivardo, dando un puñetazo en la mesa—. No puedes contestar; tartamudeas, vacilas, te sorprende mi pregunta. La idea de dar "algo" a Dios te resulta muy extraña, ¿verdad? ¡Qué vergüenza, Mauricio, qué vergüenza! Durante años y años has andado por cátedras y escuelas aprendiendo términos "sobre" Dios, sin aprender nada "de" Dios. ¿No sabes que fuimos creados para dar? —¿Sólo para dar? —repitió Mauricio, incrédulo. —Sí; ¡sólo para dar! Para dar gloria a Dios. Para dar amor a Dios. ¿Qué hizo Cristo en la tierra, Mauricio? —Salvar a la Humanidad. —Eso creía yo también. Pero, ¿nunca has oído decir que ofreció a Dios una satisfacción? —¡Es lo mismo! —Es lo mismo y no lo es —afirmó Nivardo con sentimiento—. Insistimos egoístamente en que Dios se hizo hombre por el hombre, lo cual es cierto; pero no del todo adecuado. ¡Se hizo hombre por Dios! Esa es la parte que ignoramos con harta frecuencia. —No veo la diferencia. 334
—Ésta: que tú crees que vino solamente como Salvador, olvidando que lo hizo también como modelo, para enseñarnos a cumplir el único fin de la creación que es glorificar y adorar a Dios. Esa gran diferencia nos hace percatamos de que debemos ser adoradores y glorificadores del gloriosísimo Dios. Dios nos hizo para Sí, no para nosotros mismos, y nos hace comprender que nuestra primera obligación no consiste tanto en salvar nuestra alma como en conocer, servir y amar a Dios. Todo esto lo habrás oído antes de ahora, pero sin comprender su verdad. Porque fuimos creados para amar a Dios, puedo afirmar que durante quince años me he ido pareciendo a Dios He pasado esos quince años como Cristo pasó los treinta y tres de su vida: "haciendo siempre las cosas que agradan al Padre" y no las que me agradan a mí. —Tú miras al hombre desde el punto de vista de Dios — argumentó Mauricio, pensativo. —¡Exacto! Miro al hombre desde el punto de vista de Dios porque no existe otro punto de vista desde el que mirarlo debidamente. Pero al mismo tiempo miro también a Dios desde el punto de vista del hombre. Mauricio, Mauricio, ¿se te ha ocurrido pensar una vez siquiera la gran desilusión que debe representar para Dios esta época en que vivimos? ¡Fíjate en nosotros! La Iglesia está en pleno cisma; los mezquinos gobernantes cristianos, en guerra; la sociedad, envenenada de anticlericalismo. ¿Qué obtiene Dios de la raza creada a su imagen y semejanza, de la raza que sacó de la nada con el principal propósito de manifestar su gloria y comunicar su bondad? ¡En qué desastre se ha convertido! Hay monjes que no viven en monasterios; abades que no rigen ninguna comunidad; monasterios totalmente antimonásticos. Quienes juraron vivir con pobreza, nadan en la opulencia; quienes juraron vivir con pureza, no guardan castidad; quienes juraron vivir vida de víctimas, no buscan más que su propia comodidad, su regalo y su complacencia sensual. ¡Es horrible! Mauricio contemplaba la exaltación de su primo al describir el mundo, y respondió con gran calma: —En París aprendí una cosa muy importante, Nivardo, y es lo peligroso que resulta hacer a la ligera afirmaciones universales y contundentes. Pueden ser negadas con suma facilidad.
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—Muchas gracias por el palmetazo, querido primo —replicó Nivardo, rápidamente—. Y como pareces exigir hechos concretos, ahí van: los cardenales de la Santa Madre Iglesia llevan meses y meses disputando, en tanto que nosotros, sus ovejas, andamos extraviados, pues mientras un pastor afirma que el Papa es Inocente, el otro lo niega y tiene por Pontífice a Anacleto. ¿Cuál es la consecuencia? Qué la Iglesia está desgarrada de arriba abajo. ¿Por qué? Por el orgullo. Por la avaricia. ¡Los hombres son ambiciosos! Emperadores, reyes, duques, condes y barones, usurpan los poderes del Santo Padre y se permiten nombrar obispos, arzobispos, abades y párrocos a su antojo. ¿Por qué? ¡Por avaricia y por orgullo! ¡Porque son muy ambiciosos!... Rogelio de Sicilia reúne un ejército para sostener la causa de Anacleto. ¿Por qué? ¿Por principio? ¡Nada de eso! ¡Por política! ¡Porque la corona ducal le resulta poco para su cabeza y aspira a ceñir una de rey! ¡Eso es orgullo! ¡Eso es avaricia! ¡Eso demuestra lo codicioso y vano que es el hombre! Guillermo de Aquitania es en Francia el único caudillo no sometido a Inocente. ¿Por qué? ¿Por principio? ¡Nada; de eso! ¡Por prejuicio y rencor! Como su favorito Gerardo de Angulema fue despojado por Inocente de su dignidad y poder de legado apostólico, Guillermo se venga repudiando al sucesor legal de Cristo Rey. Eso no es más que orgullo y demuestra lo ambicioso que es el hombre. ¡El dinero y la falsa ambición rigen la Iglesia!... Y, entre tanto, ¿qué hace Arnaldo de Brescia, discípulo de tu admirado Abelardo? Atacar a fondo la estructura eclesiástica, sembrando la semilla del anticlericalismo. Hay demasiados prelados inmensamente ricos. Nadie puede negarlo. Por eso se fundó Citeaux. Por eso florece Clairvaux. Nosotros representamos la protesta contra la falta de pobreza y humildad de la Iglesia y del mundo. Pero, ¿qué pretende Arnaldo de Brescia? ¡Separar lo temporal de lo espiritual, divorciar completamente la Iglesia del Estado; apartar en realidad el alma del cuerpo! El hombre ha perdido el juicio. Creo que ahí tienes unos cuantos hechos concretos. ¡Y expuestos por alguien que no ha pisado el mundo en quince años! Mauricio se movió incómodo en su asiento, mientras Nivardo continuaba: —Tal vez ahora, después de exponerte esos hechos particulares, me permitas hacerte una afirmación general. El hombre es orgulloso. El hombre es avaricioso. El hombre es ambicioso, glotón 336
y ciego. El dinero le fascina y la pasión del poder le ciega. Está perdido en las preocupaciones de este mundo, hasta olvidarse totalmente de las preocupaciones del otro. El hombre no hace caso de Dios, Mauricio, y en su egoísmo estúpido no comprende que se está olvidando de sí mismo. Nivardo hizo una pausa. Mauricio, asombrado por el cuadro realista trazado por la cálida palabra de su primo, a quien consideraba fuera de la realidad, tuvo la suficiente perspicacia para comprender que Nivardo veía mucho más hondo que él, y lo reconoció con gran sinceridad. —Nivardo —dijo, con un tono de humildad no empleado hasta entonces—, me estás abriendo los ojos. En efecto, utilizamos los términos y olvidamos las verdades que representan. En efecto, es muy poca la gloria que damos a Dios. —¡Lo que proporcionamos a Dios son dolores! —sollozó el joven monje, abismado en aquel momento en sus pensamientos dolorosos sobre Dios y sobre el mundo—. Me temo, Mauricio, que hay en el mundo demasiada cultura y muy poca sabiduría. Me temo que las gentes anden confundiendo los fines y los medios. —Quieres decir... —Que convierten en fines cosas que no son sino medios para fines más elevados. Fíjate en mi vida. ¿Qué has visto y qué ves en ella? No mirabas más que los medios y sólo veías el trabajo manual, el silencio, la soledad y el canto de los salmos. Mirabas y sólo veías la oscuridad, y con esa falsa impresión sacabas tus consecuencias. ¿Podrían dejar de ser falsas? Las cosas que has visto sólo son los medios, no el fin. Sirven para ayudarme a parecerme a Dios. ¡Toda la vida monástica en sí no es un fin! ¡Jamás! ¡Es un medio de ligarme más estrechamente al Dios que me creó! Por eso te digo que tú y todo el mundo cambiaréis de conducta cuando aprendáis a distinguir los medios de los fines, cuando aprendáis a utilizar los medios como lo que son, sin apartar nunca los ojos del fin. No es preciso cambiar de estado en la vida, querido Mauricio, para salvar el alma y glorificar a Dios. No. Pero tú, y millones como tú, ¡tenéis que cambiar vuestro estado de ánimo! —¿Crees que deberíamos pensar más en Dios? —Estoy seguro de ello. Tú puedes considerar tus estudios en las cátedras de los sabios parisienses, pero sin olvidar que el 337
motivo de cultivar tu inteligencia debe ser Dios, que fue quien te la concedió. El mundo no es malo, Mauricio; los malos son sus pobladores. Con frecuencia obran como es debido, pero por motivos equivocados. Rara vez hacen las cosas por Dios; y eso es malo para ellos y para El. ¡Pobre Dios! ¡Qué pocos beneficios recibe de su magna creación! —¡Cuánto me extraña oírte compadecer a Dios!... ¡Es algo insólito! —¡Tengo el corazón destrozado de pensar en El! —dijo Nivardo con voz afligida—. Por eso hice los cinco votos. Por eso juré vivir pobre, puro y obediente a un abad, abandonar mis costumbres mundanas y morir monje en este monasterio. ¡Piénsalo bien, Mauricio! El creó a las huestes angélicas, y muchas se le rebelaron. El creó un hombre y una mujer, y pecaron. Redimió a todo el género humano con su nacimiento en una cuadra y su muerte en una cruz, y la Humanidad sigue su camino de egoísmo, de olvido de Dios y de pecado. ¡Oh, pobre Dios, sí! Millones de hombres se llaman cristianos; pero ¿cuántos cristianos verdaderos existen? Nuestra civilización se llama civilización cristiana; pero ¿dónde está la paz que debería reinar entre los seguidores del Príncipe del Amor y de la Paz? ¿Dónde está el amor mutuo? Si, Mauricio, tengo el corazón destrozado de pensar en Dios. Y también estoy lleno de pena por todo el género humano. ¿Cuándo querrá aprender? —Tal vez pronto, si algunos te oyeran hablar... —esbozó Mauricio con timidez. Nivardo se echó a reír. —No, Mauricio, no son las palabras, sino el ejemplo, el arma de la reforma. Yo tengo esperanzas, muchas esperanzas para el futuro inmediato. —Y ¿en qué te basas? ¿En la herejía, en el cisma o en la ceguera de nuestra época? ¿Cómo puedes ser tan optimista después de pintar un cuadro tan terrible de la vida humana? —Mauricio, ¿no te ha llamado la atención que Citeaux, que ni enseña ni predica, se esté convirtiendo en el maestro del día? —¿Te refieres a la influencia extraordinaria de tu hermano Bernardo?
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—Las palabras de mi hermano Bernardo carecerían de valor si la gente no pudiera contemplar su vida y ver que él no busca otra cosa que la gloria de Dios y el bien de los hombres. ¡La voz de mi hermano Bernardo no sería más que un hueco tambor si tras él no estuviese Citeaux! ¿Te das cuenta de que aún no contamos cincuenta años de existencia y ya tenemos noventa monasterios que se extienden desde Escocia y Escandinavia, hasta Italia y España? ¿Te das cuenta de que el pequeño Clairvaux, con menos de veinte años de vida, tiene ya veintitrés casas filiales? La pobreza, la pureza y la humildad están despertando al mundo de su orgullo, de su suciedad y de su desmedido afán de riqueza. La conciencia de Dios, de los hombres que cavan la tierra en silencio y soledad, están sacudiendo al mundo y sorprendiendo a la gente que empieza a comprender el olvido en que tiene a Dios. ¡Si, Mauricio, mis esperanzas son tan altas como el pico más alto de los Alpes! —Otra vez vuelves a darme la impresión de que quisieras convertir al mundo en un gigantesco monasterio cisterciense. El joven monje apoyó el mentón en la mano, y poniendo el codo encima de la mesa, miró a su primo con fijeza. —Me sacas de quicio, querido primo. ¿Cuándo vas a captar el espíritu de las cosas sin fijarte en su forma exterior? Mira: mi padre murió siendo hermano lego. Sólo pasó dos años en Clairvaux. Pero, ¿se te ocurriría pensar por un momento que esos dos años fueran la suma total de toda su vida religiosa? ¡En absoluto! Vivió consciente de Dios toda su vida. Siendo consejero del duque de Borgoña, alababa y glorificaba a Dios, haciéndolo lo mismo cuando participaba en guerras justas que cuando era un silencioso hermano en estos claustros, porque conocía todos los deberes de su estado en la vida. Y mi madre... ¡era una santa, Mauricio! Tenía el corazón cisterciense. Dios era su centro. Fue una madre modelo, porque supo que Dios quería que fuese eso y nada más que eso. Como recordarás, el castillo de Fontaines no tenía nada de convento. Sin embargo, allí se santificó ella, y tengo muchos motivos para dudar que alguno de sus hijos o su única hija sobrepasemos jamás su proximidad a Dios. Tú puedes ser un santo (¡y un gran santo!) viviendo como estudiante y como noble en medio de la sociedad sólo con cambiar tu mente y tus motivos. Vive pendiente de Dios,
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realiza todas las cosas para honrarle y glorificarle, y alcanzarás la beatitud. ¿Lo comprendes? —Pues..., bueno..., sí… —vaciló al responder Mauricio. —Ya veo que no; pero me doy por vencido. Sólo te diré lo siguiente: el monasterio "no es" para todos. Es esencial para algunos y ayuda a otros; pero no es para todos. En cuanto a mí, cuanto puedo decir es que de haberme quedado en Fontaines hubiera sido un "pobre niño rico"; rico, por poseer bienes, dinero, prestigio y poder; pobre, por faltarme las cosas que constituyen la verdadera riqueza. En cambio, aquí, en Clairvaux, soy el "rico niño pobre", pues al tener a Dios lo tengo todo. Me estoy haciendo como Dios. —Me estás dando envidia... —murmuró Mauricio, poniéndose en pie para marchar. —Sólo he tratado de hacerte un poco juicioso —sonrió Nivardo—. Recuerda lo que dijo San Pablo, Mauricio: "Por tanto, cualquier cosa que hagáis, ya sea comer o beber, lo hacéis por la gloria de Dios." Pon eso en práctica siempre, y serás un cisterciense en medio del mundo, pues ése es nuestro fin: glorificar a Dios. Los medios específicos sólo son medios. Lamento que Bernardo esté ausente. Le habría gustado verte. —Yo me alegro que no esté —replicó su primo—. Su presencia es lo que me ha alejado tanto tiempo de este valle. Todos dicen que magnetiza. He oído decir que por doquiera va, las madres ocultan a sus hijos y las esposas a sus esposos. Ha poblado este valle a fuerza de despoblar muchos hogares. Nivardo rió de buena gana. —Ya veo —dijo—que el mundo sigue aficionadísimo a exagerar. Puedes decir a esas esposas que no queremos a sus esposos y a esas madres que no nos hacen falta sus hijos. No somos destrozadores de corazones ni perturbadores de hogares; somos tan sólo una oficina de reclutamiento para cuantos quieran hacerse parecidos a Dios. Hablando de Bernardo, se habían dirigido a la verja de entrada, donde aguardaba pacientemente el caballo a Mauricio. Nivardo se fijó en la brida enjoyada y la silla llena de adornos, y dando unas palmadas en el cuello al hermoso animal, dijo: —¡Pobrecillo! Todo denota en ti nobleza, fortaleza y vitalidad, y, a pesar de ello, te han engalanado como a una damisela. Ahí 340
tienes, Mauricio, un buen ejemplo de la diferencia entre lo aparente y el verdadero espíritu. Si no he perdido el juicio en cuanto a caballos se refiere, éste es un animal magnifico; pero sus arreos son degradantes para él. Medítalo durante tu viaje de regreso. Cada vez que el sol reverbere en esas bridas o se refleje en los adornos de la silla, pregúntale: "¿Cuál es el espíritu de Clairvaux y de Citeaux? ¿Qué hay oculto tras de sus formas externas?" Tal vez ello te haga tener más conciencia de Dios. Bueno, márchate, primo mío. Muchas gracias por la visita. Con ella me has proporcionado un nuevo estímulo para seguir viviendo sólo por Dios y para Dios. Mauricio montó a caballo. Desde lo alto, mirando al monte, dijo: —Te advierto, Nivardo, que pienso volver. Quiero averiguar todo lo estúpidos que podemos ser los mortales. ¡Muchas gracias a ti! Volvió grupas, picó espuelas, y Nivardo pudo contemplar la belleza en movimiento cuando el soberbio animal, estirando el cuello y sacudiendo la crin airosamente, se alejó al trote por el valle.
El caballero ladrón.
Cuando Bernardo regresó de su campaña en favor del Papa Inocente II, Nivardo le hizo un relato detallado de la visita de Mauricio. El abad sonrió repetidas veces oyéndole, y cuando Nivardo terminó diciendo: "Le despedí asegurándole que la plata de sus bridas y su enjoyada silla deberían servirle para recordar que "unum est necessarium", Bernardo soltó la carcajada. Indudablemente, prodigas los purgantes, mi buen doctor Nivardo. Espero no hayas dado muerte a tu paciente. A veces, los médicos exageran las dosis y dejan al paciente mucho peor de lo que estaba antes. Sin embargo, me alegro de que hayas bajado un poco los humos a Mauricio, pues siempre fue algo pedante. Pero dime una cosa: ¿has oído hablar alguna vez de un caballero ladrón?
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—Esa especie no existe —repuso Nivardo, riendo—. Un ladrón no puede ser caballero por mucha que sea su cortesía, y si es un caballero, no puede ser ladrón. —¿Has oído hablar alguna vez de Hugo d'Oisy? Nivardo repitió el nombre, pensativo: —Hugo d'Oisy... Hugo d'Oisy... Hugo... ¡Ah! Ya sé... Hugo d'Oisy es el escándalo de Cambrai... —Di mejor que "fue" el escándalo. Pero debo decirte que se trataba del escándalo más cortés que he conocido en mi vida. La urbanidad acentuaba cada una de sus palabras y sus gestos, la cortesía parecía manar de su persona... Hugo era, en realidad, la encarnación de la cortesía. —Y a pesar de ello, un asesino. —Eso decían y eso fue lo que le dije la primera vez que hablé con él el año pasado. Le traté peor de lo que tú trataste a Mauricio. —Y ¿qué conseguiste? ¿Te concedió una parte de su pensamiento? —No; me concedió una parte de sus tierras. Quiere que establezcamos en Vaucelles, a orillas del Escalda, no lejos de Cambrai, una colonia de monjes de Clairvaux. —¿Y vas a aceptar? —¿Que si voy a aceptar? ¡La abadía ya está construida! Y tú te marchas allí. —A un nido de ladrones, ¿eh? —Ya sabes, Nivardo, que se pueden hacer restituciones contribuyendo a fines piadosos. Yo creo que verdaderamente entramos en esa categoría. De cualquier modo, dame tu impresión sobre lo que debe ser un maestro de novicios. Resúmelo en pocas palabras. —¿En pocas palabras?... Ya está. El maestro de novicios es el encargado del destete. —¿El encargado de qué? —exclamó Bernardo. Nivardo se echó a reír ante la cara de asombro de su hermano.
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—He dicho del destete, porque su mayor trabajo consiste en destetar del mundo a postulantes y novicios. A mi juicio, es una tarea para hombres de cuerpo entero. Bernardo se reclinó en su asiento y miró a su hermano con el júbilo bailándole en los ojos. —No está mal, jovencito, no está mal. ¿Así que para ti el noviciado no es más que un proceso de destete del mundo? —Exactamente. Y a juzgar por algunos de los viejos ejemplares que aquí tenemos, no siempre acompaña el éxito al proceso. Un maestro de novicios debe hacer desaparecer todos los sabores del mundo y todo el gusto por el mundo. Si no lo hace es un fracasado. —Y ¿cómo crees que debería hacerlo? —Proporcionando tan dulcísima dosis de Dios a los novicios que cualquier cosa que sepa a mundo le repugne. —Es un concepto muy amplio —comentó Bernardo con mirada calculadora. —Ya lo sé. Pero en esta comunidad hay algunos monjes viejos que no se sienten perfectamente felices, porque su maestro de novicios no supo proporcionarles ese sabor de Dios. Tú bien sabes, Bernardo, que hay ideas exactas e ideas equivocadas sobre Dios, la oración, el sacrificio y la santa caballerosidad. Un maestro de novicios debería atenerse exclusivamente a las exactas y quemar las equivocadas hasta convertirlas en ceniza. —¡Ah!, y tú, por lo que veo, lo harías con violencia. —Puedes estar seguro. Algunos olvidan —o tal vez no lo han sabido nunca— que Dios es nuestro Padre. Recuerda por un momento a nuestro padre. ¿Hubo alguien con un concepto más rígido de la justicia que Tescelín el Moreno? —Creo que no —contestó Bernardo, observando atentamente a su hermano menor. —Bueno, pues, ¿sentiste miedo alguna vez de enfrentarte con él, aunque hubieras hecho la más tremenda travesura? ¿Te daba miedo comparecer ante él? —No —repuso Bernardo lentamente—. No creo haber sentido miedo nunca, aunque sí hubo ocasiones en que me sentí terriblemente avergonzado. 343
—¡Eso es perfecto! —exclamó Nivardo—. ¿Temor? No; temor, nunca. Vergüenza, sí ¡Vergüenza, ya lo creo! ¿No te das cuenta entonces, Bernardo, de cómo algunas gentes pintan a Dios? Lo pintan como vengador. Y eso es horrible, injusto y un concepto totalmente falso. Tal vez en el Antiguo Testamento aparezca así alguna vez; pero, ¿qué versión nos da Jesucristo en el Evangelio? La de que Dios es nuestro Padre. Si se incrusta esa idea en la mente de los novicios, esta vida nuestra, tan dura, se convierte en la gloria. El temor excesivo se evapora; el amor ardiente penetra. —Pero el temor es el principio de la sabiduría. —El temor que tú y yo teníamos de ofender a padre, sí; pero no cualquier otra clase de temor. —Estás atrincherado en tu idea sobre la paternidad, ¿eh? —Nunca lo estaré bastante —dijo Nivardo con sentimiento—. Hay dos ideas principales sobre Dios: nuestro Padre y nuestro Soberano. Si las creemos ciegamente, la vida será gloriosa y la muerte más gloriosa todavía. En cuanto al juicio, ¿por qué habría de atemorizarme ante la idea del juicio cuando el Juez es mi Padre? —¿Quién fue tu maestro de novicios, Nivardo? —Una mujer. Bernardo levantó la cabeza bruscamente. Dirigió a su hermano una penetrante mirada, y le vio sonreír ante el efecto que su declaración le había producido. —Está bien, Nivardo —sonrió, irónico, el abad—; te haré las preguntas que estás deseando contestar. ¿Quién fue esa mujer? —Nuestra madre, Alice de Montbar, señora de Fontaines — contestó Nivardo, orgulloso y triunfal—. Ella echó los cimientos de nuestra vida espiritual al proporcionarnos las ideas exactas sobre Dios. Ella fue nuestro "maestro" de novicios, un maestro perfecto. ¡Qué magníficamente nos entrenó! Los ojos de Bernardo se iluminaron ante el entusiasmo de su hermano. La verdad es que su madre los había preparado bien para la vida religiosa. Sonrió con su hermosa sonrisa, y dijo: —Nivardo, siempre nos sorprendes a todos con tus ideas insospechadas, pero realmente ciertas. Madre nos preparó a todos.
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¿Por qué no le das entonces su título adecuado llamándola "maestra" de novicios? —¡Porque no lo fue! —replicó Nivardo, contundente—. He dicho maestro y no maestra, porque en su entrenamiento nunca hubo nada que no significara la virilidad más vigorosa. El elemento femenino nunca intervino en él. En un monasterio no hay lugar para delicadezas femeninas. —Preveo que insinúas algo; ¿qué es ello? —No corre prisa —repuso Nivardo con un nuevo tono muy serio de voz, y cambiando ligeramente de postura dijo—: Tú has empezado esta conversación; pero yo voy a hacer uso de mis prerrogativas como benjamín de la familia para decirte algo que hace mucho tiempo quería haberte dicho. He insistido sobre las ideas exactas que han de inculcarse acerca de Dios, de la oración, del sacrificio y de la caballerosidad, tal como nuestra madre nos la transmitió. Pero a veces, cuando te escucho hablar en el Capitulo, me entran unas ganas terribles de chillar, como hacía en casa cuando quería alguna cosa con mucha vehemencia. ¿Te acuerdas cómo gritaba: ¡Madre! ¡Madre! ¡Madre!? Bernardo se echó a reír al ver la perfecta imitación que Nivardo hacía de su propia voz de niño, con pucheros y todo. —Ya lo creo que me acuerdo. Pero, ¿por qué te entran ganas de llamar a madre en pleno Capitulo? —Por tu forma de predicar. Naturalmente, tú conoces a la comunidad mejor que yo; y supongo que conocerás sus necesidades. Pero a veces no expones las ideas adecuadas sobre Dios. Acentúas demasiado su venganza. Y con tu ardiente estilo retórico, con tu afición a la hipérbole, exageras en colorido y en dibujo. Eso no producirá ningún bien duradero. Madre no lo aprobarla nunca. Yo tampoco lo apruebo. Bernardo aproximó a la mesa el taburete en que se sentaba, y contestó a su hermano: —No eres el primero en criticar mi estilo, Nivardo. Muchos coinciden contigo en juzgarlo exagerado. Tal vez, en mi esfuerzo por ser vigoroso, me exceda algunas veces. Pero has de comprender que el temor es siempre necesario para muchos, y en ocasiones para todos.
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—Es posible, pero no para todos permanentemente. Y, desde luego, el terror, jamás y para nadie es necesario. Sin embargo, algunos de tus sermones están calculados para aterrorizar a los ingenuos. Esa es, en mi opinión, una actitud equivocada respecto a Dios, Bernardo. Dios es un Juez infinitamente justo, lo sé; sin embargo, insisto en que es nuestro Padre. Si estimulas la caballerosidad antes que el temor servil, harás algo grande; harás lo que debe hacerse. Esta insistencia sobre el Juez severo e inexorable, el terrible vengador, el ojo siempre vigilante, el espía que todo lo ve y lo oye, es contraproducente. Amarga la vida y convierte la muerte en algo aterrador. Los monjes no debemos ser movidos por el temor. El amor, la caballerosidad y la devoción por el Padre son las fuerzas impulsadoras. —Vamos, Nivardo, no digas que no hablo del amor... —Nunca hablarás bastante de él, hermano mío. Tú me has preguntado mi concepto de un maestro de novicios. Yo te he dicho que era un encargado del destete, y tú sabes bien por qué lo digo. Tenemos que arrancar a los novicios a sus gustos mundanos y producirles verdadera hambre de Dios. Lo cual es un proceso de sustitución, Bernardo. No arrancas a un lactante del pecho de su madre diciéndole que es insípido o nauseabundo. No. Tienes que proporcionarle alguna otra clase de alimento que le agrade tanto o más que la leche materna a su paladar. ¿Comprendes lo que quiero decir? —Creo que sí —¡Pues no lo olvides nunca! A veces, cuando hablas de los placeres del mundo, de la riqueza, la posición, la ambición y el poder, me indigna oírte. Vituperas todas esas cosas de manera realmente estúpida. Los placeres del mundo son placeres verdaderos, Bernardo; no lo olvides. Hablas de ello como si representaran dolor. El dinero es dinero, y confiere poder. La posición es posición, y confiere influencia. El prestigio es prestigio y el honor es honor, la reputación es reputación. ¡Y vituperarlos no cambia los hechos! Son buenos. Pueden ser grandes bienes. Todo lo que contra ellos dices se me antoja el comentarlo de la zorra acerca de las uvas: " ¡Están verdes!" Bernardo, con buen humor y sonriendo, dijo:
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—Empiezo a sospechar que mis sermones no son totalmente del agrado de mi hermano menor. —¿De mí agrado?... A veces casi me hace enfermar oírtelos. Mira, Bernardo, es imposible hacer que cualquiera deje de comer azúcar diciéndole que no es dulce. Se limitará a probarla y a motejar de estúpido a quien haya dicho tal cosa. Lo mismo ocurre con los placeres mundanos; son agradables, pues de lo contrario el hombre no los perseguiría. No te dediques a decir a la gente que sólo son dolorosos. —Bueno, y ¿qué harías tú entonces? —preguntó Bernardo acentuando notablemente el "tú". —Pues yo apartaría a un hombre del azúcar, proporcionándole algo más dulce. No le diría que el azúcar no es dulce. Podría convencerse con demasiada facilidad de que soy un embustero. Le diría que la miel es más dulce, y haría que la probara para que me diera la razón. Eso mismo haría con los novicios. Les destetaría del mundo, no diciéndoles que el mundo es terrible. Eso es una mentira. Les demostraría que el otro mundo es aún más maravilloso que éste. Les desarraigaría su afición al movimiento, a los torneos, a las danzas, a las riquezas, al afán de preeminencia y demás, no diciéndoles que son cosas malas (lo cual sería una mentira), sino proporcionándoles un movimiento más elevado, invitándoles a un torneo más alto, mostrándoles mayores riquezas e inflamándoles de una ambición más noble y llevándoles a un festejo más lúcido. Yo les proporcionaría un gusto, una sed y un ansia ardiente de Dios, su Padre, y les haría lanzarse afanosamente en pos de Cristo. —Vaya, vaya, parece que mi hermanito se acalora con ese tema, ¿eh? ¿De dónde has sacado todas esas ideas? De meditar sobre tus errores. —¡Bien dicho! —aprobó el abad—. Soy demasiado retórico. Exagero. Insisto demasiado en el temor. No expongo las ideas exactas sobre Dios... ¿Qué más? Nivardo enrojeció; pero sus ojos no parpadearon al encontrarse con los de Bernardo. —El niño de la familia ha hablado así, Bernardo, porque te quiere mucho. El monje de Clairvaux habla por que te quiere, como
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todos en Clairvaux, y el seguidor de Jesucristo ha hablado porque ama a Dios. ¿Comprendes? —Perfectamente, Nivardo. Y no te censuraba: resumía. Siempre aprendo más de mis errores que de mis triunfos. Lo digo de verdad. Un amigo franco representa siempre una ayuda mucho mayor que una hueste entera de aduladores falsos. ¿Qué más has notado? —Bueno, antes de contestar quiero aclarar una cosa. Yo no he dicho que expusieras ideas equivocadas sobre Dios. No creo que lo hayas hecho nunca. Pero sí creo que algunas veces cargas las tintas al referirte a su justicia, o mejor, que no llegas a equilibrar tu cuadro con un toque sobre su misericordia. Pero ahora te propongo la tarea sinceramente; te digo que si fuera maestro de novicios, después de propagar las ideas debidas sobre Dios, les expondría las verdaderas ideas sobre sí. Y ahí es donde creo que tú yerras. —¿Cómo? —Yo soy una criatura, ¿verdad? Una criatura de Dios, un producto de la Omnipotencia, ¿no, Bernardo? —Naturalmente. —Entonces, ¿cómo puedo ser llamado "nada"? ¿Es que Dios creaba "nada"? ¿Cómo puedo pensar que no tengo el menor valor? ¿Es que la Omnipotencia iba a molestarse en crear algo que no tuviera valor? ¿Es que Dios se hizo hombre y murió por unos seres que fueran "nada" y valieran "nada"? —Un momentito, joven —interrumpió Bernardo—. ¿Cuándo he insinuado yo semejantes falsedades? —Siempre, con tu constante insistencia sobre la humildad — repuso Nivardo, mostrando cierta beligerancia—. Tú insiste en que la humildad es una virtud que me conducirá a considerarme despreciable. —¿Y no lo eres? —¡No lo soy!, a menos que por ventura, la imagen y semejanza de Dios sea algo despreciable. —¡Frena, Nivardo! ¿Olvidas la calda de nuestros primeros padres y la herida que con ello sufrió nuestra naturaleza? ¿Olvidas el pecado personal y la herida que para Dios representa? 348
—Tengo todo ello muy presente, Bernardo. Pero, ¿desde cuándo le hacen a uno despreciable las heridas? ¿Y desde cuándo la Sangre salvadora de Jesucristo no ha conseguido lavar el pecado? Y he sido un pecador y aún estoy lleno de pecado; la concupiscencia es innata en mi ser. Pero he sido perdonado y combato por mantener dominados mis malos instintos. Sigo siendo un hijo de Dios y lucho a brazo partido por alcanzar a Cristo. Si, soy hijo de Dios, hijo pródigo si quieres, pero hijo al fin. Ahora, dime: ¿qué hay de despreciable en todo eso? —¿No eres una bestia? —¿No soy un soplo de Dios? —¡Ah, todo lo enfocas desde el lado de Dios! —No. Eres tú quien lo está enfocando todo desde el lado del hombre pecador, y, por consecuencia, estás equivocado. Bernardo, ¿es mi alma despreciable? —No. —¿Es despreciable mi cuerpo? —Tiene tendencias viles. —¿Las tiene? Creo que cuando nuestra naturaleza fue herida por Adán y Eva, nuestros intelectos se oscurecieron y nuestras voluntades se debilitaron. ¿No es esa herida el pecado original? Y cuando Dios quiso redimir la raza caída, ¿no adoptó una naturaleza humana? ¿Y no fue crucificado su cuerpo humano? ¿Qué hay de vil en eso? ¡Nada! No digas a mi cuerpo que es despreciable. ¡Nunca! Yo prefiero decirle: "Recuerda, polvo, que tú eres mi esplendor." —Te lo concedo —dijo Bernardo, apartándose de la mesa—. El cuerpo humano es la obra maestra de la Omnipotencia. El alma humana, un soplo de la Divinidad. Pero yo soy despreciable a causa del uso que he hecho de mi cuerpo y de mi alma. —Está bien. Yo también te concedo eso. Lo cual quiere decir: "Yo no soy "esencialmente" despreciable. Si lo soy, es porque he pecado." —Precisamente —respondió Bernardo, golpeando la mesa—. Dios no me hizo indigno; yo me he hecho así. —¿Han sido perdonados esos pecados? —Así lo espero. 349
—Entonces, ¿dónde está la indignidad? —Nos estamos desviando, Nivardo. La humildad es una virtud. Es la virtud característica de la orden. La humildad es verdad... —Bueno, entonces di la verdad —le interrumpió Nivardo con ojos relampagueantes—. La humildad es nuestra característica; pero la verdadera humildad, no el desprecio de uno mismo. ¡Escucha, Bernardo! ¿Qué humildad es la que hemos de adquirir, la tuya o la de Jesucristo? —"Aprended de Mi, que soy manso y humilde de corazón." Son palabras de Jesús, no mías. —Desde luego. Ahora, dime: ¿cuándo, dónde o en qué ocasión dijo Cristo que El fuese despreciable? —¿Has leído alguna vez ese versículo que dice: "Soy un gusano, no un hombre"? —Si; y no salió de los labios de Cristo. Ni siquiera está en el Nuevo Testamento. —Pero trata de Cristo. —Sí, pero no de cómo era en Sí, ni de cómo se hizo nunca, sino de cómo permitió al hombre brutal tratarle en la Pasión y en la cruz. No, Bernardo, no puedo estar de acuerdo contigo en absoluto. La humildad de Cristo no estriba en la vileza; y es su humildad la que hemos de imitar. Su nacimiento fue humilde; su situación en la vida, humilde; su trabajo, humilde; su muerte, sumamente humilde. Y esa humildad no la imitaremos perfectamente con decir: "No soy nada", "No valgo nada", "No soy más que un ser despreciable"; sino diciendo: "Soy un cisterciense." —¿Adónde vas a parar? —Tú y yo, Bernardo, nacimos en un castillo. Fíjate en dónde vivimos ahora, en el valle del Ajenjo. Éramos de noble linaje y estábamos destinados a ocupar el puesto que los nobles ocupan en la sociedad humana. Míranos ahora. Somos menos que siervos. Nos hallábamos en tales circunstancias, que nunca hubiéramos tenido que ensuciarnos las manos con el trabajo, viviendo siempre entre la compañía más selecta. ¡Fíjate en nosotros ahora! ¿No ves que nuestra humildad esencial estriba en abrazar y amar este estado tan bajo, no por lo que somos, sino por lo que Cristo se hizo? Yo soy un esclavo, un gañán, un cavador, un solitario silen350
cioso, porque Jesucristo nació en Belén, vivió en Nazaret y murió en el Calvario. ¡Y ése es el único motivo! No a causa de lo que yo haya sido ni de lo que ahora sea, sino por lo que Dios es. Tú dices que la humildad es verdad; yo digo que es amor. Tú dices que enseña al hombre cuál es su verdadero lugar: el último, el más bajo, el mínimo. Yo digo que, en efecto, nos muestra cuál es nuestro lugar: el de un noble caballero que entrega hasta su aliento a su Salvador. La humildad mira hacia Dios, no hacia el hombre. Y mediante ella, el hombre ve el dominio supremo de Dios, reconoce su absoluta dependencia de Dios. Tal es mi concepto de la humildad. Es una virtud que me hace caer de hinojos para adorar al Ser Supremo; para agradecerle lo que soy; para pedirle lo que necesito; para decirle que lamento lo que he sido. ¡Es una virtud que me convierte en adorador! Tu concepto de la humildad me hace... no sé... me enferma... —Hay mucha verdad en lo que dices, Nivardo, pero nuestra orden es la humildad de la abyección. —Ya sé lo que es, pero, ¿en qué consiste la abyección? ¿En decir embustes sobre la criatura que Dios creó? ¿O consiste en el trabajo de siervos, la apariencia del más pobre campesino, el alimento de cerdos, el lecho de un proscrito, la posición de un esclavo sin nombre...? —La virtud está en el interior, Nivardo. —Sí, y la humildad cisterciense estriba en lanzarse temerariamente y con todo el corazón en esto tan bajo y humillante, no porque lo hayamos merecido (eso no sería más que justicia), sino porque Dios aceptó lo mismo antes que yo. —Vuelves al amor —comentó Bernardo, frunciendo el ceño. —Naturalmente que sí; y cualquier virtud que no me lleve a él o dimane de él no es virtud. La humildad es solamente un medio para hacernos como Cristo. Escuchándote, creo a veces que es un medio para hacernos más bajos que las serpientes mismas. Pero supón que yo esté totalmente equivocado y tú perfectamente en lo cierto, ¿puedes decirme cómo la insistencia constante y la continua consideración de mi bajeza pueden ayudarme en mi afán de parecerme a Dios? —Ya lo creo; te alejan de la fuente de todo pecado, del orgullo. 351
—Y me colocan en el taller del demonio, que es la pereza. Si llegara a convencerme totalmente de que soy nada, de que valgo nada, de que sólo soy un ser despreciable, ¿por qué habría de molestarme? ¿Con qué lucharía por la perfección? —Con el poder de Dios. Y ése es precisamente mi objetivo al predicar la humildad como lo hago. Tú hablas como si hicieras algo, Nivardo. Hablas como si la santidad dependiera de ti. —Alto ahí, Bernardo —interrumpió su hermano menor—. Permite que te diga dos cosas que quiero medites. La primera, ésta: el maniqueísmo enseña que el cuerpo es despreciable, y eso es una herejía. La segunda es ésta: la Iglesia enseña que el hombre puede realmente merecer. Por tanto, si la santidad depende totalmente de Dios como tú pareces insinuar, y el cielo depende de la santidad, entonces yo no puedo merecer el cielo, y eso es otra herejía. Piensa esto bien. Pero se está haciendo tarde... Déjame decirte solamente que aunque tuvieras toda la razón, estarías equivocado al predicarla continuamente. —¿Por qué? —Porque deprime, desanima y descorazona. Y al demonio no hay nada que le agrade tanto como esas tres cosas. Levántanos el espíritu, Bernardo; aliéntanos, inspíranos, envíanos al trabajo con el corazón lleno de canciones y la mente vibrando con la conciencia de que con esta vida cisterciense podemos glorificar a Dios. ¡Eso es lo que deberían hacer tus pláticas en el Capítulo! ¡Tú estás aquí para edificar, es decir, construir, no para demoler! Y tu insistencia sobre mi vileza hereditaria es demoledora. Si yo fuera maestro de novicios combatiría por tres cosas... —¿Quieres cambiar una palabra de esa frase antes de proseguir, Nivardo? —¿Cuál? —La primera. Cambia ese "si yo fuera". Di "como voy a ser maestro de novicios"... —Pero, Bernardo... —se sorprendió el hermano menor, agarrándose al borde de la mesa con ambas manos. —Pero, Nivardo... —le imitó Bernardo, riendo.
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—¡Oh, no, no, Bernardo! ¡Eso, no! Con uno en la familia que prepare es suficiente. Tú eres abad aquí. Ya es suficiente con el sabor de un Fontaines. ¡Por favor! —¡Oh, no! No va a ser aquí, Nivardo, sino allá, en Vaucelles, en la propiedad que nos ha regalado el caballero ladrón Hugo d'Oisy. Pero completa la frase que iniciaste; estoy impaciente por oírla. —Pero yo ahora no estoy ansioso por completarla —farfulló Nivardo con mirada de asombro. —¡Vamos, hombre, vamos! Me tenías fascinado. Creí que te encantaría la noticia. Te proporciona la oportunidad de poner en práctica todas tus teorías; una oportunidad para evitar todos los errores. —Alejándome de ti, de Andrés y de todos... —Bueno, no hablemos de eso. Explícame esos tres puntos, ¡por favor! Esta tarde has abierto mis ojos a un montón de cosas. No corras la cortina ahora que empiezo a vislumbrar la mejor perspectiva del día. ¡Vamos! —Está bien, Bernardo —suspiró Nivardo. Pero la vida había desaparecido de su voz y la animación de su rostro. Continuó: —Te lo expondría brevemente... —Me lo "expondrás" —corrigió Bernardo. —Intentaré exponerlo —prosiguió Nivardo—. Las ideas adecuadas sobre Dios, sobre Sí mismo y sobre la devoción. —¡Cuánto lamento haberte interrumpido cuando lo hice! Me encantaría escucharte hablar sobre la devoción con tu ardor acostumbrado. —Pues mira, sustancialmente se reduce a esto: nada de exhibiciones, nada de vistosidades. Tan poca apariencia externa como sea posible. Somos gente fervorosa, Bernardo; pero ello no significa necesariamente que seamos fervientes. Yo lucharé por desarrollar en mis novicios una devoción hacia Dios, tranquila, profunda, fuerte, viril y oculta. Mi objeto será cultivar las devociones con la menor muestra de ostentación en las prácticas piadosas externas. No me gustan, porque no me fío de ellas. Son demasiado femeninas. En los hombres de verdad existe algo instintivo que les 353
hace rendir su culto más profundo y su más hondo afecto todo lo más silenciosa y ocultamente posible. La más próxima devoción de mis novicios será un servicio caballeresco para con Dios. Sin ruido. Pero continuo, fuerte, silencioso, estable y bien fundado. Más parecido a la roca de las colinas eternas, que a la pasajera flor primaveral o al relámpago de verano. —Y ¿cómo te propones conseguirlo? —Proporcionando a los novicios un espíritu de cuerpo. Y continuó animándose por momentos: —Bernardo, Bernardo, nosotros somos caballeros del más alto Dios. La caballerosidad hacia nuestro Soberano es el espíritu que a todos debería animarnos. Deberíamos ser un corazón y una mente, tanto en la observancia externa como en la interna. Deberíamos tener impregnados hasta nuestros propios tuétanos del afán de dar, y dar, y dar a Dios, nuestro Padre. Y aquí es donde entra nuestra humildad característica. No puede existir la humildad sin humillaciones, dices tú, y tienes razón. Pero, ¿qué humillaciones? Las de nuestra vida, nuestro trabajo, nuestro alimento, nuestro vestido, nuestra habitación. ¿Por qué aceptarlos con los brazos abiertos y el corazón ardiente? No porque yo haya sido un pecador. No porque yo sea despreciable. ¡Desde luego que no! Sino solamente, exclusivamente, porque Jesús llevó una corona de espinas y sus manos y sus pies fueron traspasados y su costado abierto. Sólo porque El fue despojado de sus vestiduras ante mí. Esa es la prueba más dolorosa y afrentosa de toda la pasión. ¡Imagínate! El Dios todopoderoso, despojado de sus vestidos delante de sus criaturas. Por eso yo me despojo de nombre, de familia, de fortuna, de fama, de posición y de toda posibilidad de adquirir en esta vida algo que no sea la gloria de Dios. Y abrazo cualquier otra humillación que proceda de los hombres, y la abrazo de buen grado, porque (como le dije al primo Mauricio) Dios Padre obtiene una recompensa mísera por su prodigioso derroche en la Creación. Los ángeles cayeron. Adán cayó. Los hombres crucificaron a Cristo en el año 33, y siguen crucificando a su Iglesia en 1133. ¡Es Dios, Dios, Dios para mí, y lo será para mis novicios! Las lágrimas brotaban a raudales de los ojos de Nivardo al golpear la mesa con el puño, repitiendo: 354
—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! Bernardo rodeó con sus brazos el cuello de su hermano, apoyó su mejilla en la de Nivardo, y, a través de la neblina de sus lágrimas que hacia temblar el aposento, exclamó: —Hazlo así. ¡Hazlo todo por Dios, y El te bendecirá aquí y en la otra vida! ¡Hermanito, acabas de proporcionarme una de las más grandes lecciones de mi abadía! Nuestro espíritu es caballerosidad hacia Dios. Luego, echándose hacia atrás, se secó los ojos y añadió: —Sólo una última nota, y tu plan será perfecto. ¿Recuerdas mi sermón en el Capitulo "Respice Stellan. Voca Mariam"? Nivardo hizo un signo afirmativo. —Tú planeas un noviciado caballeresco. Está bien. Entonces, proporciónales una Reina a quien amar. Propónles a María. Haz que ellos den a Jesús a través de ella, y que obtengan de Jesús por el mismo procedimiento. En la dificultad, en la duda, en la prueba o en la tentación, que contemplen a la Estrella, que llamen a María. Ella no les abandonará nunca si ellos no la abandonan. Partirás mañana, Nivardo. —¿Tan pronto? —Es mejor así —dijo Bernardo, volviendo de improviso a los asuntos—. Esta noche puedes ver a nuestros hermanos. Puedes hablar con todos ellos. Decirles adiós. Puede ser el último, y puede no serlo. Eso está sólo en las manos de Dios. No cometas los errores que yo he cometido. Iré a visitarte en cuanto pueda. Y ahora, vete. Te veré por la mañana. Y gracias por algunas ideas espléndidas y algunas inspiraciones verdaderas. Serás un buen maestro de novicios, Nivardo. Duro, pero no áspero; dulce, pero firme; ardiente, pero en ningún modo exagerado; y, lo mejor de todo, viril. ¡Dios te bendiga! Y levantando la mano, trazó la señal de la cruz sobre su hermano menor.
Promesas incumplidas.
Nivardo partió a la mañana siguiente, y durante tres años inspiró tal fervor a los novicios de Vaucelles, que muchos miembros 355
de la Orden comenzaron a decir que sobrepasaba a su hermano como modelador de hombres. Insistió en sus ideas adecuadamente y engendró el espíritu de cuerpo. Vaucelles se convirtió en el tema obligado de Clairvaux y de Citeaux siempre que los abades o los priores se reunían. Aquella comunidad formaba una unidad más perfecta que ninguna otra, y cuantos visitaban el monasterio se maravillaban del ambiente de enérgica vigilancia imperante en él. Nivardo preparó a muchos caballerosos nobles de Dios, y quienes sabían distinguir de matices, los encontraba más sinceramente humildes que los de Clairvaux. Para Bernardo fue una revelación. Comenzó a prestar crédito al programa estimulante de su hermano menor, y en broma comenzó a llamarle "el encargado del destete". Después de regresar de Italia y revisar las obras de los nuevos edificios de Clairvaux, Bernardo visitó Vaucelles en 1135. Durante su estancia allí, llamó a parte a Nivardo un día, y le dijo: —Me está pareciendo que tienes demasiado éxito como maestro de novicios, Nivardo. Tendré que quitarte el puesto. Su hermano se echó a reír, y exclamó: —El éxito es una causa de despido que no conocía. Pero, en fin, tú eres el abad y tendrás tus razones. No creas que es invención mía. ¿No has leído la frase que dice: "Porque fuiste fiel sobre unos pocos, te colocare sobre muchos"? —No andes con rodeos, y dime de qué se trata. —El duque Connon de Bretaña... —¿Otro caballero ladrón, acaso? —preguntó Nivardo con una sonrisa. —No, ahora, no. Esta vez se trata de un caudillo. Quiere que se establezca un monasterio en sus dominios. Ha prometido el terreno, los edificios, el ganado y una renta para la conservación. Estoy demasiado ocupado con los asuntos del Papa para poder ir yo en persona. Irás tú de prior. Sigue con tus procedimientos, y engendra algunas almas generosamente caballerescas que glorifiquen a Dios. —Conque te he convertido, ¿eh?... ¿O sigues insistiendo en que el hombre es despreciable?
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—Tu memoria es la despreciable, Nivardo —replicó Bernardo vivamente—. Me alegro de que el duque Connon viva tan lejos. Los benjamines de las familias son unos bichejos molestos... Espero y deseo que te guste Buzay. Vete lo antes posible. Yo iré a verte en cuanto pueda. Así de súbito era Bernardo. A Nivardo no le importó, pues era el soldado dispuesto siempre a la batalla. Escogió doce monjes, con los que se dirigió a Bretaña. Halló el terreno donado por el duque de Buzay, pero no al duque, porque el magnate estaba muy ocupado en guerrear contra otros señores vecinos. Los edificios eran muy vulgares, no existía una sola cabeza de ganado, y el terreno jamás había sido cultivado. Nivardo contempló el monasterio y después a su comunidad. Les sonrió, y ellos le contestaron con otra sonrisa. —O mucho me equivoco, o conseguiremos dar algo a Dios en este lugar. ¿Estáis dispuestos? Todos los semblantes se iluminaron. Todos asintieron, y dos o tres se remangaron, dispuestos a empezar inmediatamente la faena. —Muy bien —exclamó Nivardo—. ¡Haremos un gran trabajo! Hasta tres años más tarde no supo Bernardo la razón que tenía su hermano. En 1138, un año después de terminar el terrible cisma, el abad de Clairvaux consiguió visitar Buzay. Se quedó asombrado viendo el rostro ojeroso y demacrado de Nivardo, su hábito deshilachado y sus manos destrozadas. —¿Qué has estado haciendo estos años? ¿Te has dedicado a hacer penitencias extraordinarias? ¡Estás hecho un desastre! —Estoy estupendamente —respondió Nivardo, con alegría. —¿Dónde está la comunidad? —Cogiendo moras en el bosque. —¿Moras? —exclamó Bernardo—. ¡Qué ocurrencia! —De alguna manera hay que procurar mantener unidos el alma y el cuerpo, Bernardo —rió Nivardo—. Las moras han sido muy útiles este año. —Llévame al establo —ordenó Bernardo con tono severo. Nivardo denegó con la cabeza. 357
—No pienso llevarte al establo. ¿Para qué, si no hay ganado? —¿Que no hay ganado?... Entonces, ¿de qué habéis vivido? —De moras. —Pero... —Nada de peros —le atajó Nivardo—. La situación es ésta: la tierra no habla sido cultivada hasta nuestra venida. Cada año rinde más; pero las cosechas son muy escasas todavía. El duque no nos proporcionó ganado alguno ni contribuyó a nuestro mantenimiento con un solo ducado. La verdad es que no le he visto ni una vez siquiera desde que vinimos. Lleva tres años en la guerra. —Y tú también —dijo Bernardo, enfadado—. Pero esto se va a acabar. Mañana mismo veré a Connon, y le diré lo que pienso de sus promesas incumplidas. Lo que no comprendo es por qué no me lo dijiste... Nuestra vida debe ser austera, pero no tanto que nos muramos de hambre. Estoy decepcionado. Nivardo se rascó la cabeza, y con el ceño fruncido miró a Bernardo burlón, y le preguntó: —¿No he oído alguna vez decir a alguien en alguna parte la pena que da que una cabeza coronada de espinas tenga miembros débiles? ¿Lo he oído, o acaso la memoria me juega malas pasadas? Tengo una vaga idea de que quien lo dijo era un hombre flaco, con grandes ojos y cabellos claros, al que las gentes llaman el abad de Clairvaux... —Todo tiene sus límites, Nivardo —repuso Bernardo con tono compungido—. Esto es la indigencia, no la pobreza. —Y ¿qué fue el Calvario? ¿Qué es la caballerosidad hacia un Dios ultrajado? Ninguno de nosotros ha muerto. Todos hemos sufrido, es cierto. Pero yo creo que con nuestros sufrimientos hemos contribuido a la terminación de ese horrible cisma. Tu hermano pequeño debe participar de algún modo en tus maravillosas obras, ¿sabes, Bernardo? —Está bien. Reconozco que has tomado parte en mí obra. Pero ahora el cisma ha terminado, ¡y lo mismo va a suceder con esta situación! Mañana sin falta veré al duque. Puedes irte preparando para volver con la comunidad a Clairvaux. Buzay deja de ser una fundación cisterciense a causa de las promesas incumplidas. 358
Bernardo estaba furioso y totalmente decidido a clausurar la fundación; pero no quiso hacerlo sin decir antes unas cuantas verdades al duque Connon. En el mismo momento en que Bernardo despertaba a su hermano ordenándole prepararse para regresar a Clairvaux, Ermengarda, la madre del duque Connon, decía a su hijo que el gran abad cisterciense se hallaba en Buzay, y que la cortesía le exigía presentarse inmediatamente allí, y ofrecer sus respetos al hombre más poderoso de Europa. Aunque al duque le interesaban más sus guerras que la cortesía, reunió rápidamente una escolta y galopó hasta Buzay. Había ido con la intención de ser cortés; pero no tuvo oportunidad de demostrarlo, porque en el momento en que Bernardo le echó la vista encima dio rienda suelta a su cólera. El duque hubo de soportar en aquellos primeros diez minutos una lluvia de venablos como no lo había soportado en tres años de guerra. Bernardo le dijo que los cistercienses eran angélicos, pero no ángeles; que tenían cuerpos de carne y hueso que alimentar y muchas cosas más. Después se volvió diciendo que el valor de un hombre era el de su palabra y nada más, y terminó así: —Vos habéis probado que no valéis nada, porque vuestra palabra carece de valor. La comunidad regresa a Clairvaux, y estos terrenos vuelven a las manos de un hombre incapaz de mantener sus promesas. El duque demostró ser más hombre de lo que Bernardo esperaba. Golpeó su pecho, reconoció su falta y se acusó de egoísmo. Suplicó sinceramente que se le concediera otra oportunidad: —Mi ducado tiene más necesidad de un monasterio que de mi persona —dijo—, y yo necesito más de hombres que recen que de guerreros. Si no os compadecéis de mí, compadeceos, al menos, de mi pueblo. Bernardo permanecía inconmovible. —Rogaremos por vuestro pueblo desde Clairvaux —fue su respuesta desabrida. Mas en aquel momento se adelantó Nivardo, y con gran calma tomó la palabra: —Aquí tengo una compañía de valerosos caballeros de Dios, Bernardo. Han atravesado la más dura campaña imaginable, a 359
pesar de lo cual tienen un humor excelente. Dicen que están dispuestos (y hasta ansiosos de hacerlo) a quedarse. ¿Por qué no conceder a su excelencia la oportunidad de demostrar que es un verdadero duque y a nosotros la oportunidad de demostrar nuestro amor a Dios? ¿Qué podía hacer Bernardo?... Los monjes se quedaron. El duque cumplió su promesa y Buzay floreció.
Los hidalgos buscan el cielo.
En 1146 Bernardo llamó a su lado al "encargado del destete" y le anunció que iba a convertirle en constructor. —Guy se ha ido con Dios, y tú debes marchar a Normandía. Dicen que es una tierra hermosísima. Ve allí, y busca en las proximidades de la ciudad de Vire un pedazo de tierra donde nos autoricen a construir el monasterio de Soleuvre. Ocúpate de que sea edificado conforme a la más estricta sencillez cisterciense. Ya conoces nuestro plan. Ocúpate también que la comunidad observe todas las costumbres. De nada sirve que un monasterio sea absolutamente cisterciense si los monjes no lo son. Y date prisa a realizar todo, porque puedo necesitarte antes de terminar el año para un trabajo al otro lado de los Pirineos. Conocí en Alemania a una princesa castellana que lleva el hermoso nombre de Sancha, quien me rogó enviar una colonia hacia el Mediodía. Tal vez lo haga. Si es así, tú irás. Nivardo sonrió, divertido: —Está bien, Bernardo. De "encargado de destete" me convierto en constructor. Y de constructor, ¿en qué me convertiré? ¿En escalador de montañas? —Si, pero también habrás de bajarlas. Tendrás que escalar los Pirineos, bajar a Navarra, cruzar las tierras de Burgos y llegar a Palencia. La infanta Sancha, hermana del rey Alfonso, tiene un feudo cerca de aquella ciudad llamado de la Santa Espina, en el que desea nos establezcamos. Te gustan las espinas, ¿verdad? —Sí, y me gusta España. Parece que ese rey Alfonso está haciendo una guerra magnífica contra el infiel.
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—¡Por Dios, Nivardo! —exclamó su hermano, tapándose los oídos con las manos—. ¡No me hables de guerras! Esta cruzada me está volviendo loco. He recorrido Francia entera y he vaciado ciudad por ciudad de todos sus combatientes. Lo mismo he hecho en Alemania. Es algo magnifico contemplar multitudes enteras inflamadas de santo ardor. Es emocionante oír a todos pedir la cruz. Y, sin embargo, me duele el corazón otorgársela. Porque de los miles y cientos de miles que han partido, no todos han de volver. —¡Esa es la guerra! —respondió Nivardo—. Y ¡qué manera tan gloriosa de morir!... ¡Por Dios, sólo por Dios! —Ya lo sé; pero, ¿y las esposas y las madres que se quedan y no mueren? —Será muy triste, desde luego; pero una tristeza gloriosa, pues, gracias a sus hijos y a sus esposos, la Santa Madre Iglesia se verá libre del infiel. —No hablemos de eso, Nivardo; estoy harto de todo ello. —¡Anímate, Bernardo! Tu campaña en Alemania te permitió por lo menos conocer a la infanta Sancha, y tal vez pueda permitirme a mí lanzar a los hidalgos españoles en busca del cielo. —Eres un optimista incorregible, Nivardo. Ve a Normandía, y ya te comunicaré si España necesita un "encargado de destete" o un espigador. Por lo que he podido averiguar sobre el país, creo que más bien necesita de un espigador que espigue almas para Dios. Me han dicho que los monasterios están muy relajados. Pero, ¡en marcha! Ya veremos lo que nos trae el futuro. No había transcurrido el primer mes de 1147, cuando Bernardo envió a su hermano a escalar los Pirineos. Palencia, situada al nordeste de España, ofreció a Nivardo un país nuevo y un nuevo clima que le hicieron reaccionar. Volvió a sentirse joven y entusiasta, y proporcionó a Castilla una comunidad maravillosa de monjes caballeros. Se hallaba en el apogeo de su vigor y su inteligencia. Todas las extravagancias de la juventud se habían templado, la excesiva energía de su madurez se hallaba perfectamente dominada y los errores cometidos en Citeaux, en Clairvaux, en Vaucelles, en Buzay y en Soleuvres, servían de pauta para su conducta. Su espíritu sazonó en las condiciones más favorables para un hombre: en las de la adversidad. Ahora era un maestro 361
seguro de sí, seguro de su camino, seguro de su vida cisterciense. Todas las interrogaciones de sus años juveniles habían obtenido respuesta, e incluso había pasado la prueba más ardua de la tierra: su aplicación práctica. Ahora era un verdadero y noble caballero de Dios. Nada quedaba en él de ostentoso, ruidoso o llamativo; su devoción era tan firme como las estrellas y tan profunda como el mar. El benjamín de la familia de Fontaines había crecido hasta alcanzar la talla de la mejor hombría cristiana, lo cual, al mismo tiempo que una gloria para Dios suponía un gran orgullo para su cristiana familia. En España demostró ser a la vez "espigador y "encargado de destete", pues no sólo lanzó a los hidalgos castellanos en busca del cielo, sino que sacudió la indiferencia y la pereza de numerosos monasterios que se conformaban con actitudes tibias para servir a Dios a medias. Naturalmente, su tarea supuso esfuerzos y dolores, como todas las grandes empresas. La Espina justificó su nombre al clavar agudas púas en la frente de Nivardo cuando el ejemplo de su caballeresco servicio hizo que los monjes de Toldanos se separaran del monasterio de Carracedo, del que dependían, poniéndose bajo la autoridad de los cistercienses. A la infanta Doña Elvira, fundadora de Toldanos, no le agradaba que "sus monjes" se reunieran con los de la hermana del rey. La fiebre española comenzó a subir. El abad de Carracedo objetó enérgicamente, y la pobre infanta Sancha se vio solicitada por sus distintos amores. Era devota de Carracedo, de sus monjes negros; amaba a la infanta Doña Elvira y defendía celosamente todo lo cisterciense. Como es natural, Nivardo navegaba en un mar de confusiones. La lucha entre los monjes blancos y negros no era nueva para él; pero le dolía ser motivo de fricción entre la familia real. Al enterarse de que Sancha había escrito a Bernardo, aconsejó a su hermano poner toda su confianza en la ilustre señora y dirimir la cuestión conforme a sus deseos. Cuando Bernardo contestó en este sentido a la infanta, Nivardo fue más querido aún por todos los habitantes del palacio real de Castilla. Doña Sancha y Doña Elvira agradecieron la delicadeza con que se sometió a sus deseos y la caballerosidad con que impulsó a Bernardo a evitar las luchas internas en el regio alcázar. Alfonso VII, al enterarse del asunto, dijo que todo había sido una 362
tempestad en un vaso de agua, añadiendo que Nivardo era un cumplido caballero. El rey tenía razón. Y no transcurrieron muchos años sin que los Toldanos se incorporasen a Citeaux sin ofensa para los monjes de Carracedo.
Ha muerto el más noble caballero de España.
Pocos años después, toda la Península ibérica estaba penetrada del espíritu de Citeaux. El rey Alfonso de Portugal sobrepasó con mucho a su homónimo de Castilla, pues no sólo solicitó monjes y donó monasterios, sino que prácticamente convirtió todos sus dominios en feudatarios de Clairvaux. Al saberlo la infanta Doña Sancha de Castilla, elevó los ojos al cielo, sintiendo el legítimo orgullo de haber sido la primera persona que llamó la atención de la Península hacia los monjes blancos de Citeaux, y dio sus más fervorosas gracias a Dios por haberle enviado a Nivardo, quien, con su encantadora sencillez y su religiosa caballerosidad, cautivó a España entera. Portugal no hacia más que seguir a su caudillo. Un día, el rey de Castilla encontró a su hermana hecha un mar de lágrimas. —Sancha —le dijo dulcemente—, Sancha, amada hermana mía, ¿qué te pasa? ¿Qué motiva ese llanto? La infanta levantó la vista, y el rey percibió toda la belleza de aquellos hermosísimos ojos negros, de los que brotaba un raudal de manso llanto. Enjugándose con un pañuelo, respondió: —Señor, ¡ha muerto el más noble caballero de España! —¿Quién?—preguntó el monarca con sincera ansiedad. —Nivardo de Fontaines. La respuesta de la infanta, a pesar de su tristeza, tenía un cálido tono de cariñosa admiración. —¡No es posible! —se asombró el rey—. ¡Si era un hombre joven! —Tenía más de sesenta años, aunque su corazón fuera tan joven como alegre su espíritu. ¡Qué pena, señor! Sentaos un poco conmigo, y hablemos del último miembro de la familia de Fontaines. Castilla le amaba sinceramente. 363
—Y le amará siempre, Sancha.. ¡Los castellanos no olvidamos! Nivardo lanzó a nuestros hidalgos en busca del cielo; tomaba las almas y las convertía en espadas; luego tomaba las espadas y las convertía en caballeros de Dios. Hizo a mis reinos tener conciencia de Dios. ¿Cómo voy a olvidarle? ¿Cómo pueden olvidarle mis vasallos? Era el hombre sobrenatural más natural que he conocido. Sencillo, sincero, ¡recto como una lanza! Considero justísimo el titulo que le han dado. ¡Nivardo de Fontaines era el más noble caballero de España! —¡Cuánto me alegra otros decir eso, señor! Nunca sospeché que le estimaseis tanto. —Los cistercienses están transformando a Europa, Sancha. El final de este siglo va a ser lo contrario de su comienzo, gracias a que un puñado de hombres ha tenido el valor de sus convicciones, y despojándose de todos los aditamentos innecesarios e inútiles, volvieron al cauce primitivo. Creo haber captado el espíritu de Citeaux. Creo conocer su secreto. La pobreza en su aspecto más puro. La humildad en su más honda profundidad. La sencillez en su completa desnudez. Admiten a toda clase de hombres y les hacen ser sinceros con Dios, cosa que sólo pueden conseguir los santos. Los hombres rara vez somos completamente sinceros. De una u otra forma, la hipocresía parece formar parte de nuestra propia naturaleza. Esos monjes blancos la desarraigan de su ser. Como no he frecuentado lo suficiente a Nivardo ni a El Espino, tú me dirás si los he interpretado bien. —¡Mucho mejor que yo! —respondió la infanta con los ojos brillantes de júbilo—. Tampoco yo frecuenté a Nivardo ni a La Espina como hubiera sido mi deseo, pues un día, con sus maneras corteses, me habló del abad Esteban Harding, que prohibió al duque de Borgoña visitar la clausura en los días festivos. Aunque lo dijo con gran delicadeza, comprendí su intención. Yo era bien recibida en La Espina, pero no debía abusar de ese recibimiento. Vos, señor, le habéis analizado mejor que yo, que, por ser mujer, siempre siento las cosas más que las razono. En Nivardo y su comunidad percibí la santidad sin saber por qué. Todo cuanto aprendí de él fue que la vida se nos concedió para realizar un acto de amor, y que ese acto dependía exclusivamente de un acto de fe. Un día dijo una frase hermosísima: "La fe vive en las cosas más oscuras, lo mismo que la esperanza en los elementos de la 364
desesperación." Con frecuencia he pensado en ella, encontrando que es absolutamente cierta. —Creo que es un resumen de su existencia, ya que la vida religiosa y el espíritu religioso han de ser fundamentalmente un ardiente acto de fe. ¿De qué viven esos hombres? ¡Sólo de la fe! —La cual eleva su esperanza y convierte sus vidas en un prolongado acto de amor —completó la infanta—. Recuerdo otra cosa hermosísima que también me dijo. Ésta: "Mi madre me proporcionó la más sólida preparación para llegar a parecerme a Dios. Ella fue quien puso los firmísimos cimientos." —¿Hablaba mucho de su familia? —preguntó el rey, deseoso de prolongar aquella conversación que tan feliz hacía a su hermana. —No, aunque yo solía preguntarle. Pero averigüé mucho por lo que no decía. Las luces que brillaban en sus ojos, las pequeñas pausas que hacia en su conversación y lo entrecortado de su aliento, expresaban mucho más de lo que hubiesen podido decir las palabras. Adoraba a su padre, a quien llamaba "el noble de Dios". —He oído hablar mucho de Tescelín el Moreno —dijo el rey, pensativo—. El duque de Borgoña decía que era el alma más sincera que encontró en su vida. Fue leal hasta la última gota de su sangre, honradísimo y temerario en el servicio del duque y más santo que un anacoreta. Debió de ser un tipo extraño. Murió en Clairvaux, ¿no es cierto? —Sí, de lego. Imaginad, señor. ¡Un noble como él, de hermano lego! ¡Eso sí que es un acto de fe! —Yo diría más bien un acto de amor. Es casi increíble. El abad Bernardo debe de haber sido el orgullo de Nivardo, ¿no? —No lo creáis. Bernardo no era su orgullo ni él era tampoco el favorito de Bernardo. Hablaba con mucho más entusiasmo de Andrés y de Gerardo. A Bernardo le consideraba un extremista. Naturalmente, estaba orgulloso de él; pero creo que a quien más quería era a Andrés. Solía llamarle "el salado". Según Nivardo, no había cosa, persona, acontecimiento o situación que no provocara un comentario sabroso de Andrés. Nunca áspero o amargo, sino agudo, profundo y (como decía Nivardo) "salado" Sospecho que Gerardo fue el más alegre y feliz de toda la familia. Cuando se 365
refería a él, Nivardo le llamaba "el sonriente Gerardo, en quien siempre puede uno confiar". —Yo sólo los conozco de referencias —dijo el rey—; pero por lo que he oído de ellos, mi favorita es Humbelina. —Es natural. No podía ser de otra forma, puesto que sois hombre —repuso Sancha, riendo. También el rey se echó a reír. —Tal vez tengas razón en lo que dices, Sancha; pero piensa en el sacrificio que hizo. Estaba casada, y, según mis noticias, era la mujer más admirada y envidiada del ducado. —Esas son conversaciones de hombres —dijo Sancha con un gesto irónico. —¿Qué te contó de ella Nivardo? —Tal vez os sorprenda y destroce vuestro ídolo; pero puesto que lo deseáis, os diré que Nivardo me dijo más de una vez que Humbelina "era el hombre más grande de la familia". —¿Hombre?... ¡Si dicen que era maravillosamente hermosa! Sancha sonrió divertidísima: —¡Y lo era! Nivardo lo admitía, y cuando un hermano admite la belleza de su hermana, podemos estar seguros de que es una belleza deslumbradora. Lo que Nivardo quería decir es que Humbelina tenía el espíritu más fuerte de todos los hermanos. —Entonces debió de ser algo terrible —comentó el rey Alfonso con una risa melodiosa—, porque Bernardo fue un huracán, y del mismo Nivardo no se puede decir que fuese una brisa estival. ¡Extraordinaria familia! El hermano mayor abandonó a su esposa y a dos niñas, y el pequeño renunció al castillo, a la fama y a la fortuna, y todos se hicieron... —¡Santos! —interrumpió Sancha. —No iba yo a decir tanto, Sancha —dijo el rey, sonriendo. —Pues podéis hacerlo. En Borgoña todo el mundo los considera santos. Hasta el propio Nivardo solía llamar a Bartolomé "el santo". —Eso puede ser orgullo familiar y orgullo local. —Llamadlo como queráis, señor. Mas yo, sin ser borgoñona, siempre hablaré de ellos como santos, e incluso presumiré que el 366
noveno santo de la familia de Fontaines fue español. Adoptamos a Nivardo en el momento en que atravesó los Pirineos. ¡Que Clairvaux conserve su cuerpo! ¡Castilla y León conservarán su espíritu! Fue el caballero más noble de España. —Bien, bien, bien —exclamó el rey, alegremente—. Mi hermana se apasiona... Si Nivardo inflamara a todos los españoles como a ti, habría que nombrarle patrón del reino. —Eso ni lo espero ni lo quiero. Pero sí os diré, señor, que inflamó al pueblo más de lo que suponéis. Cuando se conozca su muerte habrá una gran demostración de duelo. Ya podéis prepararos a participar en ella. El acto de fe de mi pequeño santo ha concluido, y ahora ya ven sus ojos. Pasó la vida preparándose para la muerte, y tengo el convencimiento de que su muerte traerá una nueva vida católica a España. Gracias, señor y hermano mío, por esta plática consoladora. Y roguemos a San Nivardo por nuestras intenciones. —Lo haré, Sancha —dijo el rey, tomando las manos de su hermana en las suyas e inclinándose para besarlas—. Nivardo nos ha enseñado a todos una cosa: que la caballerosidad es también indispensable en donde menos se exhibe. Los hombres deberíamos reservar nuestra mejor caballerosidad para Dios como hizo Nivardo. ¡Te prometo tratar de imitarle siempre! —¡Alabado sea Dios! —murmuró la infanta. Y salió majestuosamente de la estancia. * * * Sancha estaba en lo cierto. España acogió en su corazón a Nivardo, y le honró con más fervor y devoción mayor que a su hermano San Bernardo. España llamó a Nivardo "su santo", y todavía en nuestros días, el 7 de febrero, se recita un Oficio en honor del miembro más joven de la familia de Fontaines, del hombre que fue —y enseñó a los demás a serlo— caballeroso para con Dios. También el benjamín de la familia alcanzó a Cristo.