San Bernardo, Síntesis de su doctrina espiritual – (Parte 1)
Síntesis de su doctrina espiritual
Para exponer la doctrina espiritual, e incluso monástica, de san Bernardo podríamos empezar por los últimos sermones sobre el Cantar de los Cantares (84-86) sobre la búsqueda del Verbo por parte del alma, en relación con Cant 3,1: busqué al amado de mi alma. El sentido de la vida monástica, según san Benito, es la búsqueda de Dios, una búsqueda que, para Bernardo, inspirándose posiblemente en Gregorio de Nisa y su doctrina de la epéctasis, nunca termina: se busca a Dios en el movimiento mismo del deseo, en una ascensión interminable.
La razón de ello se deduce de esta pregunta: ¿Cuál es el límite para buscar a Dios? (84,1), que recuerda a aquella otra: ¿Cuál es la medida del amor a Dios? (AmD). La respuesta es que no hay límite ni medida, y para ello cita el salmo: Buscad continuamente su rostro. Y añade: Yo creo que ni aun cuando lo encontremos dejaremos de buscarlo (Ibid.). El sermón 85 prosigue la misma dinámica alegando siete razones para buscar al Verbo en comparación con el crecimiento humano, y el sermón 86, dejado expresamente inacabado, el “anciano” Bernardo se dirige a los jóvenes que se inician en la búsqueda, animándoles a serlo de verdad.
Ahora bien, hay que tener en cuenta que no es el hombre quien busca primero a Dios, sino éste quien busca primero al hombre. Si uno busca de verdad a Dios es porque de algún modo ha tenido cierta experiencia de él, ha sido hallado antes de hallarle: “nadie puede buscarte sin haberte antes encontrado.(AmD 7,22). Esta idea, que después Pascal hará famosa, significa que nuestra búsqueda de Dios depende de la búsqueda de Dios a nosotros: Quieres ser hallado para que te busquemos, y ser buscado para que te encontremos. Podemos buscarte y encontrarte, pero no adelantarnos a ti (Ibid.).
Para Bernardo, buscar a Dios es el mayor de los dones, el principio y el fin de la vida espiritual:
Es un gran bien buscar a Dios; yo no conozco otro semejante para el alma. Este es el primer don que se recibe y el último en conseguirse plenamente. No se parece a ninguna virtud, y ninguna le supera. ¿Qué virtud puede parecérsele si no le precede ninguna? ¿Cuál puede superarlo, si es más bien la consumación de todas? (Scant 84,1).
Una vez establecido que la búsqueda de Dios es el principio y fin de la vida espiritual, Bernardo relaciona esto con la doctrina de la imagen de Dios en el hombre.
La gracia y la libertad
En la mutua búsqueda de Dios al alma y del alma a Dios confluyen inseparablemente el deseo del alma y la gracia de Dios, o lo que es lo mismo, la libertad y la gracia. Y este es el tema del tratado Sobre la gracia y el libre albedrío, en el que Bernardo constata la realidad: la gracia sólo existe para una libertad, a la que se ofrece, y la libertad se aniquila fuera de la gracia. Esta precede al hombre, el cual obra unificadamente con ella en una acción indivisa. La libertad es la dignidad suprema del hombre, el libre albedrío es la imagen y la huella de Dios en él, que no se pierde. Con ella podemos elegir a Dios o al ego, y así se vuelve deforme, pierde su semejanza, no sólo con Dios, sino consigo misma, cae en la esclavitud y el exilio.
Bernardo describe el drama de la conciencia en sus tres primeros tratados: Sobre los grados de la humildad y la soberbia, Sobre el amor de Dios y Sobre de la gracia y la libertad, en los que analiza las tres dimensiones más profundas del alma: la verdad, el amor y la libertad. La verdad está falsificada por el orgullo; el amor corrompido por el egoísmo; la libertad no es libre. Todo se ha vuelto ambiguo y la duplicidad, dirá en Scant 82, encubre la simplicidad natural del alma. Por eso, el pecado es una deformación del yo verdadero, que se hace, no sólo desemejante a Dios, sino a sí mismo, de modo que ya no nos conocemos como somos conocidos por el que nos creó.
– Imagen y semejanza
Por su libertad, el hombre capaz de unirse a Dios, de elegirlo sobre todos los bienes. Pero el pecado ha desviado el impulso hacia Dios de esta libertad, que se ha vuelto deforme o desemejante. Para explicarlo, Bernardo distingue como tres niveles:
1.- El libre albedrío, o libertad de elección. Es la facultad de consentir o no consentir, de asentir o no. Nada ni nadie puede hacer que el hombre quiera o deje de querer. Si el ser humano perdiera esta desaparecería simplemente su voluntad y dejaría de ser humano. Es su libertad innata e inamisible, absolutamente libre de toda coacción o determinismo; por eso dice que es libertad sobre la coacción (libertas a necessitate). Lo que en el hombre es voluntad, en el animal es apetito. Este nivel del libre albedrío es propiamente la imagen de Dios en el hombre. La libertad de albedrío lo tienen los buenos y los malos, y es tan plena en esta vida como en la otra.
Considerando las distintas cualidades que hacen del alma una imagen del Verbo, escribe:
Se trata del libre albedrío, algo plenamente divino que brilla en el alma cual piedra preciosa… Gracias a él se inserta en el alma una capacidad de discernir y elegir con su opción entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la luz y las tinieblas… Además, este ojo del alma juzga y distingue como un árbitro severo; es, pues, el que discierne y es libre en su elección. Se llama libre albedrío, porque tiene la facultad de actual en todo al arbitrio de la voluntad (Scant 81, III,6).
2.- Ahora bien, en el paraíso, el libre albedrío iba acompañado además de libertad de discernimiento (líberum consilium), es decir, el lhombre una conciencia libre de oscuridad para discernir bien y mal, verdad y falsedad, lo que le permitía evitar el pecado (libertas a peccato).
3.- Junto con ello, poseía asimismo libertad de complacencia en el bien (líberum complacitum): una voluntad entera, que no necesitaba vencerse a sí misma para hacer el bien, que por eso le resultaba agradable de elegir y de hacer. Al estar libre de debilidad para la virtud, estaba libre de la miseria (libertas a miseria) en la que cayó después.
Por estas dos libertades, Adán y Eva tenían una voluntad buena, capaz de realizar el bien y hacer sin combate la voluntad divina. Por eso eran ellas las que constituían la semejanza con Dios del alma, pues permitían al libre albedrío configurarse con él. Por su discernimiento, Adán se hacía semejante a la sabiduría divina y por su complacencia en el bien, al poder divino. A diferencia de la imagen, que no se pierde, la semejanza es dinámica: se puede adquirir o perder. El libre albedrío, que hace al hombre capaz de querer, no le da la luz necesaria para discernir ni la energía para poder. Por eso, aunque no se pierda, queda en cierto modo cautivo mientras se vea privado total o parcialmente de las otras dos libertades (Gra n. 16).
Siguiendo a san Agustín, Bernardo dice que estas libertades tienen dos grados: uno superior, que corresponde sólo a Dios, y otro inferior que corresponde al hombre. El grado superior o divino de la libertad de discernimiento es la imposibilidad de pecar y el inferior la posibilidad de evitar el pecado. El grado superior de la libertad de complacencia es la imposibilidad de turbarse y caer en la miseria; y el inferior la posibilidad de evitar la turbación, la contradicción y la miseria. El hombre había recibido en el paraíso el grado inferior de ambas para tener la gloria de no pecar pudiendo pecar (Gra n. 22), y así ser capaz de mérito o de demérito. “Pues si no hay libertar, no hay mérito” (Scant 81, III,6), como es el caso de los animales, que no pueden merecer porque, al carecen de libertad y deliberación, moviéndose por el apetito natural o instinto.
Cuando Adán utilizó mal su libertad, perdió estas dos formas de libertad por las que era semejante a Dios. A esta pérdida de semejanza se le llama de-formación, pérdida de la forma original de la libertad, de su belleza natural (Gra n.32). Con ello, el alma se repliega sobre sí misma perdiendo su rectitud (SC 80,3), volviéndose anima curva, libertad vuelta a lo terreno, que sólo busca satisfacer su voluntas propria, su interés egoísta. De este modo la caridad, que es voluntas communis, se corrompe en cupiditas.
El Libertador de la libertad
Caído a la deformidad por el mal uso voluntario de su libre albedrío, por el vicio de la voluntad (Gra n. 23),queda una imagen fea y deforme (Gra n. 32), un libre albedrío cautivo del pecado y esclavo de la pena del pecado; de modo que el hombre ya “no es libre para levantarse gracias a esa voluntad” (Gra n. 23), pues una vez perdida la gracia y deformada la imagen, sólo la gracia podía ayudarle a orientar de nuevo su voluntad hacia el bien y hacerle recuperar de nuevo la forma y rectitud original, restaurarle en la semejanza.
En otras palabras, el libre albedrío necesita un libertador (Gra n. 7): Cristo, Sabiduría y Fuerza de Dios, para que lo saque de la región de la desemejanza en la que se halla hundido y lo devuelva a su belleza original (Gra n. 32). Ahora bien, Cristo es esa Forma, Patrón, Arquetipo o Paradigma, como se dice hoy, de la libertad, a la cual debe con-formarse nuestro libre albedrío:
Vino, pues, la Forma, a la cual se debía conformar el libre albedrío; porque para recuperar la forma primera sólo podía re-formarlo quien lo había formado (Gra n. 33).
Escuchando e imitando a Cristo, el alma puede reeducarse y recuperar la libertad de discernimiento y de complacencia, para liberarse del pecado y de la miseria. Esto no se logrará en esta vida, mientras haya concupiscencia de la carne. Y en un ascenso paralelo al del amor, Bernardo piensa que la libertad absoluta sobre la miseria no es de esta vida, como la plenitud del cuarto grado del amor. La libertad de la gloria, como la divinización del amor, se nos descubre muy raramente en esta vida, y sólo a los santos, a los contemplativos (Gra n.15), que gozan de la plena complacencia sólo durante el excessus mentis, en el cual conocen la felicidad y no sienten la miseria. Entretanto, el libre albedrío, con ayuda de la gracia, ha de tratar de gobernar el cuerpo, ordenando su corazón y sentidos, para ir recuperando su rectitud.
El primer paso para entrar en este camino es la re-conversión de la voluntad al bien. Para ello, la gracia da el primer paso, se anticipa al libre albedrío y le ayuda a consentir. La gracia es el artífice interior de la recuperación de la libertad, porque “Dios … a nadie puede salvar si Él mismo no se anticipa con la gracia” (Gra n. 46). Él nos hace pensar el bien, desearlo y obrarlo (Gra n. 46).
El libre albedrío se une a la gracia y colabora con ella; ahí está su obra y su mérito: consentir a la gracia (Gra n. 46). Consentir es salvarse (Gra n. 2). Ni la gracia sola puede nada, pues Dios a nadie puede salvar contra su voluntad, ni el libre albedrío puede tampoco levantarse por sí mismo. Por eso dice Bernardo: Suprime el libre albedrío, y no habrá nadie a quien salvar. Quita la gracia y no habrá nada con que salvar (Ibid.). Ambos actúan conjuntamente de modo misterioso, aunque la gracia siempre previene. Dios ha hecho tres cosas con el hombre: lo ha creado, lo ha reformado y lo ha glorificado. En estas tres acciones, sólo en la re-formación tenemos mérito, puesto que, de algún modo se hace con nosotros, es decir, mediante el consentimiento de nuestra voluntad (Gra n. 49).
No hay comentarios:
Publicar un comentario