SAN BERNARDO
RENÉ GUÉNON
Entre las grandes figuras de la Edad Media, hay pocas cuyo estudio sea más propicio que el de San Bernardo para despejar ciertos prejuicios tan queridos por el espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para éste que ver a un puro contemplativo, que ha querido siempre permanecer como tal, llamado a desempeñar una función preponderante en la conducción de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y teniendo éxito frecuentemente allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y de los diplomáticos de profesión? ¿Qué más sorprendente e incluso, más paradójico, siguiendo la manera ordinaria de juzgar las cosas, que un místico que no siente más que desdén por lo que él llama "las argucias de Platón y las sutilezas de Aristóteles", y que triunfa sin embargo sin dificultad sobre los más sutiles dialécticos de su tiempo? Toda la vida de san Bernardo podría parecer destinada a mostrar, con un ejemplo esplendoroso, que hay para resolver los problemas de orden intelectual e incluso de orden práctico, unos medios distintos de los que se acostumbra desde hace demasiado tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni la sombra de la verdadera sabiduría. Esta vida aparece así, en cierto modo, como una refutación anticipada de dichos errores, opuestos en apariencia pero en realidad solidarios, que son el racionalismo y el pragmatismo; y, al mismo tiempo, ella confunde e invierte, para quien la examine imparcialmente, todas las ideas preconcebidas de los historiadores "cientifistas", que estiman, con Renán, que "la negación de lo sobrenatural forma la esencia misma de la crítica", lo que nosotros admitimos -por otra parte- de muy buena gana, pero porque vemos en esa incompatibilidad todo lo contrario de lo que ahí ven ellos, vemos la condenación de la "crítica" misma. En verdad, ¿qué lecciones, en nuestra época, podrían ser más provechosas que esas?
Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lès-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza borgoñona y si damos cuenta especialmente de este hecho es por que nos parece que algunos rasgos de su vida y de su doctrina, de los que tendremos ocasión de hablar a continuación, pueden ser relacionados hasta cierto punto con este origen. No queremos decir solamente que es posible explicar así el ardor, en ocasiones belicoso, de su celo o la violencia que presenta en diversas ocasiones en las polémicas a las que fue arrastrado, y que por otra parte sólo era superficial pues la bondad y la dulzura constituían incontestablemente el fondo do su carácter. Si hemos hecho alusión a su origen es por la relación que tuvo con las instituciones y el ideal caballerescos, a los cuales, por lo demás, hay que conceder siempre una gran importancia si se desean comprender los acontecimientos de la Edad Media y su mismo espíritu.
Es hacia los veinte años cuando Bernardo concibe el proyecto de retirarse del mundo; consigue en poco tiempo hacer compartir sus puntos de vista a todos sus hermanos, a algunos de sus parientes próximos y a cierto número de sus amigos. En este primer apostolado, su fuerza de persuasión era tal, a pesar de su juventud, que pronto "se convirtió, dice su biógrafo, en el terror de las madres y de las esposas; los amigos temían verle abordar a sus amigos". Hay ya en esto algo de extraordinario y sería sin duda insuficiente invocar la potencia del "genio", en el sentido profano de la palabra, para explicar semejante influencia. ¿No vale más reconocer la acción de la gracia divina que, penetrando de algún modo en toda la persona del apóstol e irradiando hacia fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, siguiendo la comparación que él mismo empleará más tarde aplicándola a la Santa Virgen, y que también se puede, restringiendo más o menos su alcance, aplicar a todos los santos?
Es pues, acompañado de una treintena de jóvenes como Bernardo, en 1112, entró en el monasterio de Císter (Citeaux), que él había elegido en razón del rigor con el cual se observaba la regla, rigor que contrastaba con la dejadez que se había introducido en el resto de ramas de las órdenes benedictinas. Tres años más tarde, sus superiores no dudaban en confiarle, la conducción de doce religiosos que iban a fundar una nueva abadía, la de Claraval (Clairvaux), que debería gobernar hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecieron tan a menudo en el curso de su carrera. El renombre de Clairvaux no tardó en extenderse a lo lejos, y el desarrollo que esta abadía adquiere pronto fue verdaderamente prodigioso: cuando murió su fundador, abrigaba, se dice, alrededor de setecientos monjes, y había dado nacimiento a más de sesenta nuevos monasterios.
El cuidado que Bernardo aporta a la administración de Clairvaux, regulando él mismo hasta los más minuciosos detalles de la vida corriente, la parte que tomó en la dirección de la Orden Cisterciense, como jefe de una de sus primeras abadías, la habilidad, y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgieron frecuentemente con las Ordenes rivales, todo ello hubiese ya bastado para probar que lo que se llama el sentido práctico puede muy bien aliarse en ocasiones con la más alta espiritualidad. Había ahí más de lo que hubiera bastado para absorber toda la actividad de un hombre ordinario: y sin embargo Bernardo iba muy pronto a ver abrirse ante él otro campo de acción, bien a pesar suyo por lo demás, pues no temió jamás nada tanto como ser obligado a salir de su clausura para mezclarse en los asuntos del mundo exterior, del cual había creído poder aislarse para siempre entregándose enteramente a la ascesis y a la contemplación sin que nada viniera a distraerle de lo que era a sus ojos, según la palabra evangélica, "la única cosa necesaria". En esto, se había equivocado grandemente; pero todas las distracciones, en el sentido etimológico, a las cuales no pudo sustraerse y de las que llegó a quejarse con cierta amargura, no le impidieron en absoluto alcanzar las cumbres de la vida mística. Esto es muy notorio; lo que no lo es menos, es que, a pesar de toda su humildad y todos los esfuerzos que hizo por permanecer en la sombra, se acudió a su colaboración en todos los asuntos importantes, y que, aunque no fue nadie para el mundo, todos, y comprendidos los más altos dignatarios civiles y eclesiásticos, se inclinaron siempre espontáneamente ante su autoridad espiritual y no sabemos si esto sirve más como alabanza del santo o de la época en que vivió. ¡Qué contraste entre nuestro tiempo y aquel donde un simple monje podía convertirse en cierto modo en el centro de Europa y de la Cristiandad, el árbitro incontestado de todos los conflictos donde el interés público estaba en juego, tanto en el orden político como en el orden religioso, el juez de los maestros más reputados de la filosofía, y de la teología, el restaurador de la unidad de la Iglesia, el mediador entre el Papado y el Imperio, y ver en fin, a ejércitos de centenares de miles de hombres levantarse con su predicación!
Bernardo había comenzado por denunciar el lujo en el cual vivía la mayor parte de los miembros del clero secular e incluso los monjes de ciertas abadías; sus exhortaciones habían provocado conversiones espectaculares, entre ellas las de Suger, el ilustre abad de Saint Denis que, sin llevar aún el título de primer ministro del Rey de Francia, realizaba ya las funciones de tal. Esta conversión fue la que hizo a la corte el nombre del abad de Clairvaux, al que se consideró, al parecer, con un respeto mezclado con miedo ya que se veía en él al adversario irreductible de todos los abusos y de todas las injusticias; y pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Luis el Gordo y diversos obispos y protestar contra la impiedad del poder civil sobre los derechos de la Iglesia. A decir verdad, no se trataba aún más que de asuntos puramente locales, que interesaban solamente a tal o cual monasterio o a tal o cual diócesis; pero, en 1130, sobrevinieron acontecimientos de muy diferente gravedad, que pusieron en peligro a la Iglesia entera, dividida por el cisma del antipapa Anacleto II, y es en esta ocasión cuando el nombre de Bernardo debía extenderse a toda la Cristiandad.
No vamos a describir aquí la historia del cisma con todos sus detalles: los cardenales partidos en dos facciones rivales, eligieron sucesivamente a Inocencio II y Anacleto II, el primero, obligado a huir de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia Universal. Fue Francia quien respondió primero; en el concilio convocado por el Rey en Etampes, Bernardo apareció, dice su biógrafo, "como un verdadero enviado de Dios" en medio de obispos y señores reunidos; todos siguieron su criterio sobre la cuestión sometida a su examen y reconocieron la validez de la elección de Inocencio II. Este se encontraba entonces sobre suelo francés y es a la abadía de Cluny adonde Suger fue a anunciarle la decisión del concilio. Recorrió las principales diócesis y fue en todas partes acogido con entusiasmo; este movimiento iba a arrastrar la adhesión de toda la Cristiandad. El abad de Clairvaux visitó luego al rey de Inglaterra y acabó prontamente con sus dudas; quizás tuvo también una parte, al menos indirecta en el reconocimiento de Inocencio II por parte del Rey Lothario y del clero alemán. A continuación fue a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerardo de Angulema, partidario de Anacleto II; pero es sólo en el curso de un segundo viaje a esta región, en 1135, cuando debía triunfar y destruir el cisma obrando la conversión del conde de Poitiers. En el intervalo, fue a Italia, llamado por Inocencio II que allí había retornado con el apoyo de Lothario, pero que estaba detenido por dificultades imprevistas, debidas a la hostilidad de Pisa y Génova; era preciso encontrar un acomodo entre las dos ciudades rivales y hacerles aceptarlo; es Bernardo quien fue encargado de esta difícil misión y pudo apuntarse el más maravilloso de sus éxitos. Inocencio pudo por fin entrar en Roma, pero Anacleto permaneció ocupando San Pedro, de la cual era imposible apropiarse; Lothario, coronado emperador en san Juan de Letrán, se retiró pronto con su ejército; tras su partida, el antipapa recupera la ofensiva y el pontífice legítimo debió huir nuevamente y refugiarse en Pisa.
El abad de Claraval, que había retornado a su clausura, conoce estas noticias con consternación; poco después le llega el ruido de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganar a toda Italia para la causa de Anacleto, al mismo tiempo que para asegurar su propia supremacía. Bernardo escribe bien pronto a los habitantes de Pisa y Génova para animarlos a permanecer fieles a Inocencio; pero esta fidelidad no constituía mas que un débil apoyo y para conquistar Roma, solamente de Alemania se podía esperar un socorro eficaz. Desgraciadamente, el Imperio era continuamente presa de división y Lothario no podía volver a Italia sin haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo partió para Alemania y trabajó en la reconciliación de los Hohenstaufen con el emperador; aquí también sus esfuerzos fueron coronados por el éxito; fue luego a consagrar la feliz salida a la dieta de Bamberg, que abandonó luego para volver al concilio que Inocencio II había convocado en Pisa. En esta ocasión, hubo de dirigir reproches a Luis el Gordo, que se había opuesto a la salida de los obispos de su reino; la prohibición fue levantada y los principales miembros del clero francés pudieron responder a la llamada del jefe de la Iglesia. Bernardo fue el alma del concilio; en el intervalo de las sesiones, cuenta un historiador de su tiempo, su puerta era asediada por los que tenían algún asunto grave que tratar, como si este humilde monje hubiera tenido el poder de solucionar con su opinión todas las cuestiones eclesiásticas Delegado luego a Milán para ganar esta ciudad para Inocencio II y Lothario, fue aclamado por el clero y los fieles que, en una manifestación espontánea de entusiasmo, quisieron hacerle su arzobispo, y tuvo grandes dificultades para sustraerse a este honor. El no aspiraba sino a volver a su monasterio, volvió efectivamente, pero no fue por mucho tiempo.
Desde principios del año 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad para venir, conforme al deseo del Papa, a unirse en Italia al ejército alemán, comandado por el duque Enrique de Baviera, yerno del Emperador. El desacuerdo había estallado entre éste e Inocencio II; Enrique, poco respetuoso con los derechos de la Iglesia, inducía en todas las circunstancias a no ocuparse más que de los derechos del Estado. También el abad de Clairvaux debió trabajar de firme para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar sus pretensiones rivales, especialmente en algunas cuestiones relativas a las investiduras, donde parece haber desempeñado constantemente un papel de moderador. Sin embargo, Lothario, que había tomado él mismo el mando del ejército, sometió a toda la Italia meridional, pero se equivocó al rechazar las pretensiones de paz del rey de Sicilia, que no tardó en tomarse la revancha, arrasando todo a sangre y fuego. Bernardo no dudó entonces en presentarse en el campo de Roger, el cual acogió muy mal sus palabras de paz y a quien predijo un desastre que efectivamente se produjo; luego, volviendo sobre sus pasos, le visitó en Salerno y se esforzó en apartarlo del cisma en el que su ambición lo había arrojado. Roger consintió en escuchar contradictoriamente a los partidarios de Inocencio y de Anacleto, pero, aun pareciendo conducir la encuesta con imparcialidad, no buscó más que ganar tiempo y rechazó tomar una decisión; al menos, este debate tuvo por feliz resultado la conversión de uno de los principales autores del cisma; el cardenal Pedro de Pisa al cual Bernardo condujo ante Inocencio II. Esta conversión asestó un golpe terrible a la causa del antipapa; Bernardo supo aprovecharse de ello, y en Roma mismo, por su verbo ardiente y convencido, consiguió en algunos días separar del partido de Anacleto a la mayor parte de los disidentes. Esto ocurría en el año 1137, hacia el período de las fiestas de Navidad; un mes más tarde, Anacleto moría súbitamente. Algunos cardenales, más comprometidos en el cisma, eligieron un nuevo antipapa bajo el nombre de Víctor IV; pero su resistencia no podía durar mucho tiempo y el día octavo de Pentecostés, todos dimitieron; desde la semana siguiente, el abad de Clairvaux retomaba el camino a su monasterio.
Este resumen muy rápido basta para dar una idea de lo que se podría llamar la actividad política de San Bernardo, que por otra parte no se detuvo ahí: de 1140 a 1144, hubo de protestar contra la intromisión abusiva del Rey Luis el Joven en las elecciones episcopales, después tuvo que intervenir en un grave conflicto entre este mismo rey y el conde Thibaut de Champagne; pero sería fastidioso extenderse sobre estos diversos acontecimientos. En suma, se puede decir que la conducta de Bernardo fue siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Es esta preocupación constante por la unidad lo que le anima en su lucha contra el cisma; es ella también la que le hace emprender, en 1145, un viaje al Languedoc para hacer retornar a la Iglesia a los heréticos neomaniqueos (cátaros) que comenzaban a extenderse en esta zona. Parece que tuvo sin cesar presente en el pensamiento estas palabras del Evangelio: "Que sean todos uno, como el Padre y yo somos uno".
Sin embargo, el abad de Claraval no solo luchó en el dominio político, sino también en el campo intelectual, donde sus triunfos no fueron menos esplendorosos, ya que estuvieron marcados por la condena de dos adversarios eminentes, Abelardo y Gilberto de la Porrée. El primero había adquirido, por su enseñanza y sus escritos, la reputación de dialéctico muy hábil, incluso abusaba de la dialéctica pues, en lugar de ver lo que ella es realmente, un simple medio para llegar conocimiento de la verdad, la veía casi como un fin en sí misma, lo que desembocaba naturalmente en una especie de verbalismo. Parece también que haya en él, sea en su método o en el mismo fondo de sus ideas, una búsqueda de originalidad que le aproxima algo a los filósofos modernos; y, en una época donde el individualismo era poco menos que desconocido, tal defecto no podía pasar como una cualidad tal como ocurre en nuestros días. También algunos se inquietaron pronto con sus novedades, que tendían nada menos que a establecer una verdadera confusión entre el dominio de la razón y el de la fe; No es que Abelardo fuese propiamente hablando un racionalista tal como se ha pretendido en ocasiones, pues no hubo racionalistas antes que Descartes, sino que no supo hacer la distinción entre lo que revela la razón y lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y aquí está la raíz de todos sus errores. Abelardo ¿no llegaba acaso hasta a sostener que los filósofos y los dialécticos gozaban de la inspiración habitual que seria comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas? Se comprende sin esfuerzo que San Bernardo, cuando se llamó su atención sobre semejantes teorías, se hubiera levantado contra ellas con fuerza, incluso con cierto arrebato, y también que haya reprochado amargamente a su autor el haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión. La controversia entre estos dos hombres tan diferentes, comenzó en entrevistas particulares, teniendo pronto una inmensa resonancia en las escuelas y los monasterios. Abelardo, confiando en su habilidad para manejar el razonamiento, pidió al. Arzobispo de Sens la reunión de un concilio ante el cual se justificaría públicamente, pues pensaba poder conducir bien la discusión de tal forma que llevaría la confusión al adversario. Las cosas sucedieron de muy diferente forma: el abad de Claraval, en efecto, no concebía el concilio más que como un tribunal ante el cual el teólogo sospechoso debía comparecer como acusado; en una sesión preparatoria analizó las obras de Abelardo y extrajo las proposiciones más temerarias, de las que probó la heterodoxia; al día siguiente, introducido el autor en el concilio se le conminó, tras haber enunciado tales proposiciones, a retractarse o justificarlas. Abelardo, presintiendo desde entonces una condena, no esperó el juicio del concilio y declaró que apelaba a la corte de Roma; el proceso no dejo de seguir su curso, y, desde que la condena fue pronunciada, Bernardo escribió a Inocencio II y a los cardenales unas cartas de apremiante elocuencia, si bien, seis semanas más tarde, la sentencia era confirmada en Roma. Abelardo no tenía más que someterse; se refugió en Cluny, cerca de Pedro el Venerable, que le preparó una entrevista con el abad de Claraval y logró reconciliarlos.
El concilio de Sens tuvo lugar en 1140; en 1147 Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, la condena de los errores de Gilberto de la Porrée, obispo de Poitiers, concernientes al misterio de la Trinidad; estos errores procedían do que el autor aplicaba a Dios la distinción real de la esencia y de la existencia, que no es aplicable más que a los seres creados. Gilberto se retractó entonces sin dificultad; también se le prohibió simplemente leer o transcribir su obra antes de que hubiera sido corregida; su autoridad, fuera de los puntos particulares que se cuestionaban, no quedó alcanzada, y su doctrina mantuvo gran crédito en las escuelas durante toda la Edad Media.
Dos años antes de este último asunto, el abad de Claraval había tenido la alegría de ver subir al trono pontificio a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, que tomó el nombre de Eugenio III y que siempre continuó manteniendo con él las más afectuosas relaciones; es este nuevo Papa quien, casi desde el principio de su pontificado, le encargó predicar la segunda cruzada. Hasta entonces Tierra Santa no había tenido, en apariencia al menos, más que un lugar muy pequeño en las preocupaciones de San Bernardo; seria sin embargo un error creer que fue enteramente ajeno a lo que pasaba y la prueba es un hecho sobre el cual, de ordinario, se insiste mucho menos de lo que convendría. Queremos hacer referencia al papel que jugó en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las Ordenes militares por la fecha y por la importancia, la que iba a servir de modelo para todas las demás. Es en 1128, diez años después de su fundación, cuando esta Orden recibió su regla en el concilio de Troyes y es Bernardo quien, en calidad de secretario del concilio, estuvo encargado de redactarla, o al menos de trazar sus orientaciones generales, pues parece que no fue sino un poco más tarde cuando se le llamó para completarla, y que no acabó su redacción definitiva más que en 1131. Comentó luego esta regla en el tratado "De laude Novae militiae", donde expuso en términos de magnífica elocuencia la misión e ideal de la caballería cristiana., de lo que llamaba la "milicia de Dios". Estas relaciones del abad de Clairvaux con la Orden del Temple, que los historiadores modernos no consideran sino como un episodio bastante secundario de su vida tenían sin duda muy otra importancia a los ojos de los hombres de la Edad Media; y hemos mostrado en otra parte que constituyen sin duda la razón por la cual Dante debía escoger a San Bernardo para su guía en los últimos círculos del Paraíso.
Desde 1145, Luis VII, tenía el proyecto de acudir en socorro de los principados latinos de Oriente amenazados por el emir de Alepo, pero la oposición de sus consejeros había obligado a retrasar su realización y la decisión definitiva había sido remitida a la asamblea plenaria que debía celebrarse en Vezelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente. Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaldo de Brescia, encargó al abad de Clairvaux el reemplazarlo en esta asamblea; Bernardo, tras haber dado lectura a la bula que invitaba a Francia a la cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la más grande pieza oratoria de su vida; todos los asistentes se precipitaron para recibir la cruz de sus manos. Animado por este éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando por todas partes la cruzada con un celo infatigable; allí donde no podía ir en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos. Pasó luego a Alemania, donde su predicación obtuvo los mismos efectos que en Francia; el Emperador Conrado, tras haber resistido algún tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la cruzada. Hacia mediados del año 1147, los ejércitos franceses y alemanes se ponían en marcha para esta gran expedición que, a pesar de su formidable apariencia, desembocó en un desastre. Las causas del fracaso fueron múltiples: las principales parecieron ser la traición de los Griegos y la falta de entendimiento entre los diversos jefes de la cruzada; pero algunos buscaron, muy injustamente por lo demás, hacer recaer la responsabilidad sobre el abad de Clairvaux. Este debió escribir una verdadera apología de su conducta, que era al mismo tiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desgracias sobrevenidas no eran imputables más que a las faltas de los cristianos, y que así "las promesas de Dios permanecían intactas, pues ellas no prescriben contra los derechos de su justicia"; la apología está contenida en el libro De Consideratione, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de San Bernardo y que contiene especialmente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por otro lado, no todos se dejaban llevar por el desánimo, y Suger concibió pronto el proyecto de una nueva cruzada de la que el mismo abad de Clairvaux debía ser el jefe; pero la muerte del gran ministro de Luis VII detuvo la ejecución de los planes. San Bernardo también murió poco después, en 1153, y sus últimas cartas testimonian que se preocupó hasta el final por la suerte de Tierra Santa.
Si el fin inmediato de la cruzada no había sido alcanzado, ¿se diría por ello que la expedición fue completamente inútil y que los esfuerzos de San Bernardo habían sido desperdiciados? No lo creemos, a pesar de lo que podrían pensar los historiadores que sólo se ocupan de las apariencias exteriores, pues había en estos grandes movimientos de la Edad Media un carácter político y religioso a la vez y razones más profundas de las que una, la única que queremos resaltar aquí, era el mantener en la Cristiandad una viva conciencia de su unidad. La Cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda civilización normal, y que iba a alcanzar su apogeo en el siglo XIII; la pérdida de este carácter tradicional debía necesariamente seguir a la ruptura de la unidad misma de la Cristiandad. Esta ruptura, que fue realizada en el dominio religioso por la Reforma, lo fue, en el dominio político, por la instauración de las nacionalidades, precedida por la destrucción del régimen feudal; y se puede decir, sobre este último punto de vista, que aquel que asestó los primeros golpes al edificio grandioso de la Cristiandad medieval fue Felipe el Hermoso, el mismo que por una coincidencia que no tiene, sin duda nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atacando directamente la obra misma de San Bernardo.
En el curso de todos sus viajes, San Bernardo apoyó constantemente su predicación en numerosas curaciones milagrosas que eran para la masa como los signos visibles de su misión; estos hechos han sido referidos por testigos oculares, pero él mismo no hablaba de ello sino en contadas ocasiones. Quizás esta reserva le era impuesta por su extraordinaria modestia; pero sin duda tampoco atribuía a esos milagros mas que una importancia secundaria, considerándolos solo como una concesión acordada por la misericordia divina a la debilidad de la fe en la mayor parte de los hombres, conforme a la palabra de Cristo: "Bienaventurados los que creerán sin haber visto". Esta actitud estaba en relación con el desdén que manifestó siempre por todos los medios exteriores y sensibles, tales como la pompa de las ceremonias y la ornamentación de las iglesias; se le ha incluso podido reprochar, con alguna apariencia de verosimilitud, el no tener más que desprecio por el arte religioso. Los que formulan esta crítica olvidan sin embargo una distinción necesaria, la que él mismo establece entre lo que llama arquitectura episcopal y la arquitectura monástica: esta última es solamente la que debe tener la austeridad que él preconiza; no es más que a los religiosos y a los que siguen el camino de la perfección que prohibe el "culto a los ídolos", es decir, a las formas de las que proclama por el contrario, su utilidad como medio de educación para los simples y los imperfectos. Si ha protestado contra el abuso de las representaciones desprovistas de significado y no poseedoras sino de un valor puramente ornamental, no ha podido desear, como se ha pretendido falsamente, el proscribir el simbolismo del arte arquitectónico, mientras que él mismo en sus sermones hacía de él un uso muy frecuente.
La doctrina de San Bernardo es esencialmente mística; por esto entendemos que contempla sobre todo las cosas divinas bajo el aspecto del amor; que sería, por otro lado, erróneo interpretar en un sentido simplemente afectivo como lo hacen los modernos psicólogos. Como muchos grandes místicos, fue especialmente atraído por el "Cantar de los Cantares", el cual comentó en numerosos sermones, formando una serie que se prosigue durante casi toda su carrera; y este comentario, que permaneció siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hasta la Paz suprema a la cual el alma alcanza en el éxtasis. El estado extático, tal como lo comprende y que ciertamente lo ha experimentado, es una especie de muerte a las cosas de este mundo; con las imágenes sensibles todo sentimiento natural ha desaparecido; todo es puro y espiritual en el alma misma como en su amor. Este misticismo debía naturalmente reflejarse en los rasgos dogmáticos de san Bernardo; el título de una de sus principales obras: De diligendo Deo, muestra, en efecto, suficientemente, qué lugar ocupa ahí el amor; pero se estaría muy equivocado al creer que ello sea en detrimento de la verdadera intelectualidad. Si el abad de Clairvaux quiso siempre permanecer ajeno a las vanas sutilidades de escuela, es por que no tenía ninguna necesidad de los laboriosos artificios de la dialéctica; resolvía de un sólo golpe las cuestiones más arduas, porque no procedía por una larga serie de operaciones discursivas, lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una vía desviada y como a tientas, él lo alcanzaba inmediatamente, por la intuición intelectual, sin la cual ninguna metafísica real es posible, y fuera de la cual no se puede aprehender sino una sombra de la verdad.
Un último rasgo de la fisonomía de San Bernardo, que es esencial señalar aún, es el lugar eminente que mantiene en su vida y en sus obras, el culto a la Santa Virgen, y que ha dado lugar a toda una floración de leyendas que son quizás aquello por lo que ha permanecido más popular. Gustaba de dar a la Santa Virgen el título de "Notre Dame", (Nuestra Señora), cuyo uso se generalizó en esta época y sin duda en gran parte gracias a su influencia; y es que él era verdaderamente, como se ha dicho, un auténtico "caballero de María", y la consideraba verdaderamente como su "dama", en el sentido caballeresco de la palabra. Si tal hecho se relaciona con el papel que jugaba el amor en su doctrina, y que desempeñaba también en formas más o menos simbólicas, en las concepciones propias a las Ordenes de Caballería, se comprenderá fácilmente el porqué hemos cuidado de mencionar al principio sus orígenes familiares. Convertido en monje, permanecerá siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por ello mismo, se puede decir que estaba, en cierto modo, predestinado a desempeñar, como lo hizo en tantas circunstancias, el papel de intermediario, y árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque había en su persona como una participación en la naturaleza de lo uno y de lo otro. Monje y caballero al tiempo, estas dos características eran las de los miembros de la "milicia de Dios", de la Orden del Temple; eran también, y en primer lugar, los del autor de su regla, del gran santo al que se ha denominado el último de los Padres de la Iglesia, y en quien algunos quieren ver, no sin alguna razón, el prototipo de Galahad, el caballero ideal y sin tacha, el héroe victorioso de la "demanda del Santo Grial".
SAINT BERNARD, Publiroc, Marsella, 1929. Éditions Traditionnelles, París, 1951, 1959, 1973, 1981, 1984, 1998.
Trad. castellana. (incompleta): San Bernardo, en Dossier Orden del Temple, Alternativa, Barcelona, s.f. Traducción completa en "Revista de Soria", 1998 y "Letra y Espíritu", nº 2, L´Hospitalet, 1998.
Trad. italiana: San Bernardo, Il Cinabro, Catania, s.f. Edición autorizada: Luni, Milán, 1999 (trad. de Pietro Nutrizio)
Trad. portuguesa de António Carlos Carvalho en O esoterismo de Dante, seguido de São Bernardo, Editorial Vega, colecção Janus, Lisboa, 1978.
Trad. húngara: Szent Bernát, Stella Maris Kiadó, Budapest, 1995 (en un tomo con otros títulos).
Trad. inglesa: Revista "Sophia", Oakton (USA), 1998
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