viernes, 18 de enero de 2013

CONSIDRACIONES AL PAPA EUGENIO: LIBROS I, II Y III


TRATADO DE LAS CONSIDERACIONES AL PAPA EUGENIO: LIBROS PRIMERO, SEGUNDO Y TERCERO

POR SAN BERNADO DE CLARAVAL
SANTO, ABAD Y MONJE CISTERCIENSE


SAN BERNARDO 

 PROLOGO

Irrumpe en mi interior, beatísimo papa Eugenio, un deseo incontenible de dictar algo que te edifique, te agrade y te consuele. Pero vacilo entre hacerlo o no, pues dudo que pueda salir de mí una exhortación que debería ser libre y al mismo tiempo moderada; ya que me hallo como envuelto en una lucha entre dos fuerzas contrarias, impulsado por mi amor y frenado por tu majestad. Mientras ésta me inhibe, el amor me apremia. 
Pero entra en lid tu condescendencia y no me lo mandas sencillamente, sino que te rebajas a pedírmelo, cuando te correspondía ordenármelo. ¿Cómo podrán resistirse más mis temores, si tu propia majestad es tan deferente conmigo? No me mediatiza que hayas sido elevado a la cátedra pontificia. El amor desconoce lo que es el señorío y reconoce al hijo aun bajo la tiara. Es sumiso por naturaleza, obedece espontáneamente, accede desinteresadamente, desiste generosamente. Aunque no todos son así, no todos; porque muchos se deban llevar de la codicia o del temor. Esos son los móviles de quienes en apariencia te alaban; sin embargo, en su corazón anida la maldad. Te adulan con sus reverencias y luego te abandonarían en la desgracia. En cambio, el amor nunca desaparecerá. 
Yo, a decir verdad, me encuentro liberado de mis servicios maternales contigo, pero no me han arrancado el afecto de madre. Hace mucho que te llevo en las entrañas y no es tan fácil que me arranquen un amor tan íntimo. Ya puedes subir a los cielos o bajar a los abismos, que no acertarás a separarte de mí; te seguiré a donde vayas. Amé al que era pobre en su espíritu; amaré al que ahora es padre de pobres y ricos. Llegué a conocerte bien y sé que no has dejado de ser pobre en el espíritu, aunque te hayan hecho el padre de los pobres. Confío que se haya realizado en ti ese cambio, pero no a tu costa; tu promoción no ha conseguido cambiar tu condición anterior, sino solamente sobreañadirse a ella. Te amonestaré, pues, no como un maestro, sino como una madre. Tal como le corresponde al que ama. Quizá parezca más bien una locura, pero lo será para el que no ama ni siente la fuerza del amor.
 LIBRO PRIMERO

Capítulo 1


¿Por dónde comenzaría? Me decido a hacerlo por tus ocupaciones, pues son ellas las que más me mueven a condolerme contigo. Digo condolerme, en el caso de que a ti también te duelan. Si no es así, te diría que me apenan; pues no puede hablarse de condolencia cuando el otro no siente el mismo dolor. Por tanto, si te duelen, me conduelo; y si no, siento aún mayor pena, porque un miembro insensibilizado difícilmente podrá recuperarse; no hay enfermedad tan peligrosa como la de no sentirse enfermo. Pero ni se me ocurre pensar eso de ti.  
Sé con qué gusto saboreabas hasta hace muy poco las delicias de tu dulce soledad. Es imposible que ya no lamentes su pérdida tan reciente. Una herida aún fresca duele muchísimo. Y no es posible que se haya encallecido la tuya tan pronto, ni te creo capaz de haberte insensibilizado en tan poco tiempo. Todo lo contrario. A no ser que quieras ocultarlo, te sobran razones para sufrir justificadamente por las fatigas que te reserva cada día. Si no me engaño te arrancaron de los brazos de tu querida Raquel,  contra tu voluntad, y ese dolor has de revivirlo inevitablemente cuantas veces tienes que soportar las consecuencias. 
¡Cuándo te sucede eso? Siempre que intentas algo inútilmente sin poder llevarlo a cabo. ¡Cuántos esfuerzos sin éxito! ¡Cuántos dolores de parto sin dar a luz! ¡Cuántos afanes frustrados! ¡Cuántas cosas tienes que abandonar nada más comenzarlas! ¡Y cuántos planes caen por tierra nada más concebirlos Han llegado los hijos hasta el cuello del útero -dice el profeta- y no hay fuerza para alumbrarlos. ¿No lo has experimentado ya? Nadie lo sabe mejor que tú. Tendrían que haberse debilitado tus facultades mentales o deberías ser como la novilla de Efraín, que trillaba a gusto, si es que te has acomodado a tu situación sin recuperación alguna. Pero no; eso sería propio de quien ya se  ha rendido ante la reprobación. Te deseo sinceramente la paz, pero no una paz que nazca de tu conformismo. Sería muy alarmante para mi que gozarás de esa paz. ¿Te extrañaría que pudieses llegar a ese extremo? Te aseguro que es posible; ordinariamente la fuerza de la costumbre lleva a la despreocupación.

Capítulo 2

En una palabra: es lo que siempre me temí de ti y lo temo ahora: que por haber diferido el remedio, por no poder soportar más el dolor, llegues, desesperado, a abandonarte al peligro de forma irremediable. Tengo miedo, te lo confieso, de que en medio de tus ocupaciones,  que son tantas, por no poder esperar  que lleguen nunca a su fin, acabes por endurecerte tú mismo y lentamente pierdas la sensibilidad de un dolor tan justificado y saludable. 
Sustráete de las ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la dureza del corazón. Y no me preguntes qué es esa dureza de corazón Si no te has estremecido ya, es que tu corazón ha llegado a ella. Corazón duro es simplemente aquel que no se espanta de sí mismo, porque ni lo advierte. No me hagas más preguntas. Díselo al faraón. Ningún corazón duro llegó jamás a salvarse, a no ser que Dios, en su misericordia --como dice el profeta-, lo convierta en un corazón de carne. ¿Cuándo es duro el corazón? Cuando no se rompe por la compunción, ni se ablanda con la compasión, ni se conmueve en  a oración. No cede ante las amenazas y se encrespa con los golpes. Es ingrato a los bienes que recibe, desconfiado de los consejos, cruel en sus juicios, cínico ante lo indecoroso, impávido entre los peligros, inhumano con los hombres, temerario para con lo divino. Todo lo echa a la espalda, nada le importa el presente. No teme el futuro. Es de corazón duro el hombre que del pasado sólo recuerda las injurias que le hicieron. No se aprovecha del presente y el futuro únicamente lo imagina para maquinar y organizar la venganza. En una palabra: es de corazón duro el que ni teme a Dios ni respeta al hombre. 
Hasta este extremo pueden llevarte esas malditas ocupaciones si, tal como empezaste, siguen absorbiéndote por entero sin reservarte nada para ti mismo. Pierdes el tiempo; y si me permites que sea para ti otro Jetró, te diría que te agotas en un trabajo insensato, con unas ocupaciones que no son sino tormento del espíritu, enervamiento del alma y pérdida de la gracia. El fruto de tantos afanes, ¿no se reducirá a puras telas de araña?
Capítulo 4

No me repliques ahora con las palabras del Apóstol, cuando dice: Siendo yo libre de todos, a todo me esclavicé. Porque no puedes aplicártelas a ti mismo. El no servía a los hombres como un esclavo para que consiguieran ventajas inconfesables. No acudían a él de todas las panes del mundo los ambiciosos, avaros, simoníacos, sacrílegos, concubinarios, incestuosos y otros monstruos de parecido ralea para conseguir o conservar mediante su autoridad apostólica títulos eclesiásticos.
Es cierto que se hizo siervo de todos aquel hombre cuya vida era Cristo y para quien morir era una ganancia. De este modo quería ganar a muchos para Cristo; pero no pretendía amontonar tesoros por su avaricia. No puedes tomar como modelo de tu servil conducta a Pablo por la sagacidad de su celo, ni por su caridad tan libre como generosa. Sería mucho más digno para tu apostolado, más saludable para tu conciencia y más fecundo para la Iglesia de Dios, que escucharas al mismo Pablo cuando dice en otro lugar: Habéis sido rescatados con un precio muy alto; no os hagáis ahora esclavos de los hombres.
¿Puede haber algo más servil o indigno de un Sumo Pontífice como desvivirse por estos negocios, no digo ya cada día, sino en todo momento? ¿así, qué tiempo puede quedarnos para orar? ¿Cuántas horas reservamos para adoctrinar a los pueblos? ¿Cómo edificamos la iglesia? ¿Cuándo meditamos la ley del Señor? Y venga a tratar de leyes a diario en palacio, pero sobre las de Justiniano; no sobre las del Señor. ¿También eso es justo? ¿allá tú. La ley del Señor es perfecta y alegra el corazón. Pero esas otras no son propiamente leyes, sino pleitos y sofisterías que trastornan el Juicio. Y tú, el pastor y guardián de las almas, ¿con qué conciencia puedes tolerar que la ley quede sofocada entre el bullicio de los litigios?
Estoy seguro de que te muerden los escrúpulos por tanta perversidad. Y hasta me imagino que más de una vez te verás obligado a exclamar ante el Señor, como el profeta: Me contaron los malvados sus intenciones, pero no hay nada como tu ley. Ven ahora y atrévete a decirme que gozas de libertad bajo la mole aplastante de tantos impedimentos ineludibles. A no ser que puedas evitarlo y no lo quieras. En ese caso estarías mucho más esclavizado por ser siervo de una voluntad tan degradada como la tuya. ¿o no es un esclavo aquel a quien le domina la iniquidad? Y más que nadie. Aunque tal vez para ti sea una abyección mayor ser dominado por otro hombre que ser esclavo de un vicio. ¿Y qué importará ser esclavo por propia complacencia o forzosamente, si al fin lo eres? La esclavitud forzosa es digna de lástima; pero más degradante será la esclavitud deseada. ¿Qué puedo hacer?, me dices. Abstenerte de esas ocupaciones. Acaso me responderás: Imposible; más fácil me resultaría renunciar a la Sede Apostólica. Precisamente eso sería lo más acertado si yo te exhortara a romper con ellas y no a interrumpirlas.



EXHORTACION RESPETUOSA


Escucha mi reprensión y mis consejos. Si toda tu vida y todo tu saber lo dedicas a las actividades y no reservas nada para la consideración, ¿podría felicitarte? Por eso no te felicito. Y creo que no podrá hacerlo nadie que haya escuchado lo que dice Salomón: El que regula sus placeres, se hará sabio. Porque incluso las mismas ocupaciones saldrán ganando si van acompañadas de un tiempo dedicado a la consideración. Si tienes ilusión de ser todo para todos, imitando al que se hizo todo para todos, alabo tu bondad; a condición de que sea plena. Pero ¿cómo puede ser plena esa bondad si te excluyes de ella a ti mismo? Tú también eres un ser humano. Luego para que sea total y plena tu bondad, su seno, que abarca a todos los hombres, debe acogerte también a ti. De lo contrario, ¿de qué te sirve -de acuerdo con la palabra del Señor ganarlos a todos si te pierdes a ti mismo? Entonces, va que todos te poseen, sé tú mismo uno de los  que disponen de ti. 
¿Por qué has de ser el único en no beneficiarte de tu propio oficio? ¿Hasta cuándo vas a ser un aliento fugaz que no torna? ¿Cuándo, por fin, vas a darte audiencia a ti mismo entre tantos a quienes acoges? Te debes a sabios y necios, ¿y te rechazas sólo a ti mismo? 
El temerario y el sabio, el esclavo y el libre, el rico y el pobre, el hombre y la mujer, el anciano y el joven, el clérigo v el laico, el justo y el impío, todos disponen de ti por igual, todos beben en tu corazón como de una fuente pública, ¿y te quedas tú solo con sed? Si es maldito el que dilapida su herencia, ¿qué será del que se queda sin él mismo? Riega las calles con tu manantial, beban  de él hombres, jumentos y animales, sin excluir siquiera a los camellos del criado de Abrahán; pero bebe tú también con ellos del caudal de tu pozo. No lo repartas con extraños. ¿o es que tú eres un extraño? ¿para quién no eres un extraño, si lo eres para ti mismo? 
En definitiva, el que es cruel consigo mismo, ¿para quién es bueno? No te digo que siempre, ni te digo que a menudo, pero alguna vez, al menos, vuélvete hacia ti mismo. Aunque sea como a los demás, o siquiera después de los demás, sírvete a ti mismo. ¿Qué mayor condescencia? Lo digo por exigencia de la caridad más que de la justicia. Y creo que soy contigo más indulgente que el propio Apóstol. ¿Y más de lo conveniente?, me dirás. Pero no me preocupa; ¿qué más da, si así conviene? Porque confío en que tú no te conformarás con mi tímida exhortación, sino  que la superarás. En realidad, lo mejor sería que tu generosidad  superara mi audacia. A mí me parece más seguro equivocarme ante tu majestad que no quedarme corto por mi timidez. Quizá fuera preferible amonestarle al sabio, como lo he hecho, según lo  que está escrito: Ofrécele la ocasión al sabio, y será más sabio todavía.
Capítulo 6

QUÉ ES LO QUE PARECE MAS PERFECTO


Escucha, además, lo que piensa al respecto el Apóstol: Así que, ¿no hay entre vosotros ningún entendido que pueda arbitrar entre dos hermanos? Y concluye: Lo digo para vergüenza vuestra. En los pleitos tomáis por jueces a esa gente que en la iglesia no pinta nada. Luego, según el Apóstol, usurpas para ti indignamente un oficio vil, una categoría de las más despreciables. Por eso el mismo Apóstol, instruyendo a otro apóstol, le decía: Nadie que trate de servir a Dios se enreda en asuntos mundanos. Pero yo soy más condescendiente contigo; no te exijo tanto, sino únicamente lo que en realidad está a tu alcance. 
Creo que, en estos tiempos, los hombres que litigan por los bienes materiales y que piden justicia, no tolerarían que les respondieses con una reacción parecida a la del Señor: Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?. ¿Qué pensarían inmediatamente de ti? Dirían: Habla como si fuese un rudo ignorante que se olvida de que es el primado; deshonra su Sede suprema y la gloriosa dignidad apostólica. Sí, lo dirían; pero jamás podrían demostrar que apóstol alguno se haya constituido en juez de los hombres, especializado en pleitos sobre lindes o partición de herencias. Lo que sí he visto es que los apóstoles comparecieron para ser juzgados; pero nunca he podido comprobar que se hayan sentado para actuar como jueces. Eso lo harán un día que todavía no ha llegado. ¿o acaso el siervo se rebaja en su dignidad cuando no intenta ser mayor que su señor? No creo que desdiga del alumno no ser superior a su maestro, ni que sea indigno de un hijo no salirse de las prohibiciones que le impusieron sus padres. ¿Quién me constituyó juez? Lo dijo él, el Señor y el Maestro. ¿Puede ahora sentirse ofendido el siervo o el alumno que no se erige en juez universal? 
Tampoco creo que posea un buen criterio quien piense que es indigno de los apóstoles y de sus sucesores carecer de competencia para ser Jueces en toda clase de causas, cuando sólo recibieron potestad para las más trascendentales. ¿Por qué no puede no despreciar el rebajarse a juzgar los pleitos más miserables quienes un día juzgarán a los mismos ángeles del cielo? Tú tienes jurisdicción sobre los delitos, no sobre las posesiones; recibiste las llaves del reino de los cielos para cerrar sus puertas a los pecadores, no a los terratenientes. Para que sepáis -afirma- que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados... ¿Qué potestad y dignidad te parece mayor: la de perdonar los pecados o la de dirimir pleitos? No hay comparación posible. Ya hay jueces para esos asuntos tan ruines y terrenos: ahí están los príncipes y los reyes de este mundo. ¿Por qué te entrometes en competencias ajenas? ¿Cómo te atreves a poner tu hoz en la mies que no es tuya? No es porque tú seas indigno, sino porque es indigno de ti injerirte en causas semejantes, cuando debes ocuparte de realidades superiores. Y si alguna vez lo requiere así un caso especial, conviene que recuerdes no ya mi opinión personal, sino la del mismo Apóstol, que dice: Si vosotros vais a juzgar al mundo, seréis incapaces de juzgar esas otras causas más pequeñas.
Capítulo 7


Pero una cosa es caer incidentalmente en esas causas, cuando lo apremian razones de peso, y otra entregarse a ellas plenamente, como si se tratara de los asuntos más graves que requieren toda nuestra dedicación. Debería recordarte otras muchísimas razones, si tratara de exponerte todos los argumentos más convincentes, con los consejos más atinados y sinceros. Mas ¿para qué? Corren días malos y ya te he insistido suficientemente en que no te des del todo, ni siempre, a la acción, sino que te reserves para la consideración algo de ti mismo, de tu corazón y de tu tiempo. Y te lo digo pensando más en tu necesidad que en la equidad, aunque no es contra justicia ceder a lo necesario.  
NECESIDAD DE LA CONSIDERACIÓN 
Es lícito hacer lo que creemos más conveniente. Por tanto, de suyo, siempre y en toda ocasión, se debe preferir la piedad como un valor absoluto. Porque es útil para todo; así nos lo muestra indiscutiblemente nuestra razón. ¿Me preguntas qué es la piedad? Entregarse a la consideración. Tal vez me repliques que en esto disiento de quienes definen la piedad como el culto que se tributa a Dios. Pero no rechazo esta definición. Si lo piensas bien, la mía, al menos en parte, coincide totalmente con ella. Porque lo más esencial del culto a Dios es aquello que nos pide el salmo: Cesad de trabajar y ved  que yo soy Dios. ¿No consiste precisamente en esto la consideración? 
Además, viene a ser lo más útil para todo. Porque incluso sabe anticiparse en cierto modo a la misma acción, ordenando de antemano lo que se debe hacer mediante una eficaz previsión. Esto es fundamental. De lo contrario, cosas que podían haber sido previstas y consideradas con antelación ventajosamente, se llevan a cabo con mucho riesgo por hacerlas precipitadamente. Y no dudo que te haya ocurrido esto con frecuencia a ti mismo; repasa, si no, los procesos de los pleitos, los asuntos más importantes y las decisiones más comprometidas.  
Lo primero  que purifica la consideración es su propia fuente; es decir,el alma, de la cual nace. Además, controla los afectos, corrige los excesos, modera la conducta, ennoblece y ordena la vida y depara el conocimiento de lo humano y de los misterios divinos. Es la consideración la que pone orden en lo que está confuso; concilia lo incompatible, reúne lo disperso, penetra lo secreto, encuentra la verdad, sopesa las apariencias y sondea el fingimiento taimado. La consideración prevé lo que se debe hacer, recapacita sobre lo que se ha hecho; así no queda en el alma sedimento alguno de incorrección ni nada que deba ser corregido. Por la consideración se presiente la adversidad en el bienestar, tal como lo dicta la prudencia, y casi no se sienten los infortunios gracias a la fortaleza de ánimo que infunde.

Debes advertir también la suavísima armonía, la conexión  que existe entre las virtudes y su mutua interdependencia. Ahora mismo acabas de contemplar a la prudencia como madre de la fortaleza. Y lo que no nace de la prudencia será una osadía de la temeridad, no un impulso de la fortaleza. Es también la prudencia quien, haciendo de mediadora entre lo voluptuoso y lo necesario, los mantiene dentro de sus propios límites; porque asigna y proporciona lo que basta para satisfacer las necesidades, pero corta todo exceso al deleite. Así nace una tercera virtud, a la que llamamos templanza. 
Y es precisamente la consideración quien nos permite descubrir la intemperancia, tanto si nos empeñamos en privarnos de lo necesario como en regalarnos con nuestros caprichos. Porque no consiste la templanza únicamente en abstenernos de lo superfluo, sino también en concedernos lo necesario. El Apóstol, además de secundar esta idea, es su propio autor, cuando nos dice  que cuidemos de nuestro cuerpo, pero sin darnos a sus bajos deseos. Al pedirnos que no andemos solícitos por la carne nos prohíbe apetecer lo superfluo; y al añadir: dando pábulo a los bajos deseos, no excluye que busquemos lo necesario. Por eso pienso que no será absurdo definir la templanza como la virtud que no se queda más acá ni va más allá de lo necesario, según aquello del filósofo: ne quid nimis.
Capítulo 10



Dime, si puedes, a cuál de estas tres virtudes le asignarías especialmente este término medio. ¿No crees que es tan propio de las tres, que parece ser exclusivo de cada una? Se diría que en ese término medio, sin más, consiste toda la virtud. Pero entonces no habría diversidad de virtudes, pues todas se reducirían a una. No. Lo que pasa es que no puede darse una virtud que carezca de este término medio, que es el íntimo dinamismo y el meollo de todas las virtudes. A él revierten tan estrechamente, que es como si todas pareciesen una única virtud; no porque lo compartan repartiéndoselo, sino porque cada una -prescindiendo de las demás- lo posee por entero. 
Por poner un ejemplo: ¿no es la moderación lo más típico de la justicia? Si algo se le escapase de su control sería incapaz de dar a cada cual todo lo  que le corresponde, tal como lo exige la misma naturaleza de  la justicia. Y a su vez, ¿no se llama la templanza así por excluir todo lo que no sea moderado? Lo mismo sucede con la fortaleza. Precisamente lo propio de esta virtud es salvarle a la templanza de los vicios que le asaltan por todas panes a fin de sofocarla, defendiéndola con todas sus fuerzas hasta fortificarla, como sólida base del bien v asiento de todas las virtudes. Por tanto, justicia, fortaleza y templanza llevan en común como propio esa moderación del justo medio. 
Mas no por eso carecen de diferencia especifica. La justicia ama, la fortaleza ejecuta, la templanza modera el uso y posesión de lo que se tiene. Nos queda por demostrar cómo participa de esta comunión la virtud de a prudencia. Es ella precisamente la  primera en descubrir y reconocer ese justo medio, pospuesto durante tanto tiempo por negligencia del alma, aprisionado en lo más oculto por la envidia de los vicios y encubierto por las tinieblas de  olvido. Por esta razón, te aseguro que son muy pocos los que la descubren, porque son muy pocos quienes la poseen. 
La justicia busca, por tanto, el justo medio. La prudencia lo encuentra, la fortaleza lo defiende y la templanza lo posee. Mas no era mi intención tratar aquí de las virtudes. Si me he extendido en ello, ha sido para exhortarte a que te entregues a la consideración, pues así descubrimos estas cosas y obras semejantes. Perdería su vida inútilmente el que jamás se ocupara en este santo ocio, tan religioso y tan benéfico.
Capítulo 11


Dime, si puedes, a cuál de estas tres virtudes le asignarías especialmente este término medio. ¿No crees que es tan propio de las tres, que parece ser exclusivo de cada una? Se diría que en ese término medio, sin más, consiste toda la virtud. Pero entonces no habría diversidad de virtudes, pues todas se reducirían a una. No. Lo que pasa es que no puede darse una virtud que carezca de este término medio, que es el íntimo dinamismo y el meollo de todas las virtudes. A él revierten tan estrechamente, que es como si todas pareciesen una única virtud; no porque lo compartan repartiéndoselo, sino porque cada una -prescindiendo de las demás- lo posee por entero. 
Por poner un ejemplo: ¿no es la moderación lo más típico de la justicia? Si algo se le escapase de su control sería incapaz de dar a cada cual todo lo  que le corresponde, tal como lo exige la misma naturaleza de  a justicia. Y a su vez, ¿no se llama la templanza así por excluir todo lo que no sea moderado? Lo mismo sucede con la fortaleza. Precisamente lo propio de esta virtud es salvarle a la templanza de los vicios que le asaltan por todas panes a fin de sofocarla, defendiéndola con todas sus fuerzas hasta fortificarla, como sólida base del bien v asiento de todas las virtudes. Por tanto, justicia, fortaleza y templanza llevan en común como propio esa moderación del justo medio. 
Mas no por eso carecen de diferencia especifica. La justicia ama, la fortaleza ejecuta, la templanza modera el uso y posesión de lo que se tiene. Nos queda por demostrar cómo participa de esta comunión la virtud de a prudencia. Es ella precisamente la  primera en descubrir y reconocer ese justo medio, pospuesto durante tanto tiempo por negligencia del alma, aprisionado en lo más oculto por la envidia de los vicios y encubierto por las tinieblas de  olvido. Por esta razón, te aseguro que son muy pocos los que la descubren, porque son muy pocos quienes la poseen. 
La justicia busca, por tanto, el justo medio. La prudencia lo encuentra, )a fortaleza lo defiende y la templanza lo posee. Mas no era mi intención tratar aquí de las virtudes. Si me he extendido en ello, ha sido para exhortarte a que te entregues a la consideración, pues así descubrimos estas cosas y obras semejantes. Perdería su vida inútilmente el que jamás se ocupara en este santo ocio, tan religioso y tan benéfico.
Capítulo 12


LA MALDAD DE NUESTRA EPOCA


¿Qué sucedería si de repente te rindieras de plano a esta filosofía? Desde luego, tus predecesores no lo hicieron. A muchos les resultaría molesto. Seria como si te desviases inesperadamente de las huellas de tus padres e insultases su recuerdo. Te aplicarían aquel proverbio: Haz lo que nadie hace y todos se fijarán en ti, como si pretendieses ser admirado. Claro que no podrías corregir todos los errores ni moderar todos los excesos inmediatamente. Pero, con el tiempo y el tino que Dios te concedió, lo conseguirás lentamente si buscas las oportunidades. Siempre te será factible sacar partido de un mal del que tú no eres responsable. 
Si tomamos ejemplo de los buenos, y no son precisamente los más recientes, encontraremos algunos sumos pontífices que fueron capaces de encontrar para sí espacios para el ocio santo, aunque estaban inmersos en los asuntos más delicados. Era inminente el asedio de la Urbe y la espada de los bárbaros se cernía sobre el cuello de sus habitantes. Y no se encogió el santo papa Gregorio, que no interrumpió su contemplación ni la redacción de sus sabios comentarios. Justamente en esas circunstancias, como se desprende del prólogo, redactó con exquisita elegancia y plena dedicación la última parte de su tratado sobre Ezequiel, la más misteriosa de todas.
Capítulo 13 

De acuerdo. Es cierto  que han echado raíces otras formas de vida y que han cambiado radicalmente los tiempos y los hombres. No es que nos amenacen nuevos peligros, porque ya son una realidad presente. El fraude, el engaño y la violencia se han apoderado de la tierra. Campean los calumniadores, apenas nadie defiende la verdad, por todas partes los más fuertes oprimen a los más débiles. No podemos desentendernos de los oprimidos, ni negarles la justicia a los que sufren vejación. ¿Y cómo va a ser posible hacerles justicia, si se encarpetan las causas y no se escucha a las partes litigantes? 
LOS ABOGADOS 
Sí; deben tramitarse las causas. Pero como es debido. Porque resulta detestable cómo se encauzan habitualmente los litigios; algo indigno, no digamos ya de los tribunales de la Iglesia, sino hasta de los civiles. Me pasma cómo pueden escuchar tus piadosos oídos unas argumentaciones y contrarréplicas de los abogados, que sirven más para destruir la verdad que para esclarecerla. 
Corrige la depravación, cierra los labios lisonjeros y corta la lengua que propala mentiras. Porque afilan su elocuencia para servir al engaño y argüir contra la justicia, como maestros que impugnan la verdad. Dan lecciones a quienes deberían instruirles y no se basan en la evidencia, sino en sus invenciones. Calumnian ellos mismos al inocente. Desbaratan la simplicidad de la misma verdad. Obstruyen el camino de la justicia. 
Nada puede esclarecer tan fácilmente la verdad como una exposición precisa y nítida. Quiero que te habitúes a decidir con brevedad e interés todas las causas que inevitablemente han de ser vistas por ti, que no tienen por qué ser todas. Y zanja toda dilación fraudulenta y falsa. Lleva tú personalmente las causas de las viudas, del pobre y del insolvente. Obras muchas podrías pasarlas a otros. Y las más de las veces no debes considerarlas ni dignas de audiencia. ¿para qué perder el tiempo en escuchar a gentes cuyos delitos ya se conocen antes del Juicio?

LOS AMBICIOSOS 

Es impresionante el descaro de algunos, que carecen de todo pudor, para llevar a los tribunales sus evidentes ansias de ambición, manifiesta a todas luces en sus pleitos. Llegan a la osadía de apelar a la conciencia pública, cuando bastaba la suya propia para quedar confundidos. No hubo quien humillase sus frentes altivas, y por eso se multiplicaron y se hicieron más soberbios aún. Lo  que no sé es cómo estos hombres corrompidos no temen ser descubiertos por los que son tan depravados como ellos. Y es que donde todos apestan, ninguno percibe su propio hedor. Por poner un ejemplo: ¿siente rubor alguno el avaro ante el avaro, el impúdico ante el impúdico, el lujurioso con el lujurioso? Pues lo mismo: la Iglesia está infestada de ambiciosos. Por eso ya no puede ni horrorizarse siquiera de las intrigas y apetencias de los ambiciosos. Exactamente igual que dentro de una guarida de ladrones, donde se contemplan con toda naturalidad los despojos de los caminantes.
Capítulo 14


Si eres discípulo de Cristo, deberías consumirte en celo y levantarte con toda tu autoridad contra semejante corrupción universal de la desvergüenza. Contempla al Maestro y escúchale: El que quiera servirme, que me siga. Y no predispone sus oídos para que le escuchen, sino que se hace un látigo para golpearlos. No pronuncia discursos ni los admite. No se sienta en el tribunal; sin más, los azota. Y no oculta el motivo: han convertido la casa de oración en una lonja de contrataciones. Haz tú lo mismo. Huyan avergonzados de tu presencia esos traficantes. Y cuando no sea posible, que al menos le teman; tú también tienes tu azote. Tiemblen los banqueros que confían en el oro, porque nada pueden esperar de ti; que escondan su dinero de tu vista, pues saben que prefieres tirarlo antes que recibirlo.  
Si obras así, con tenacidad y empeño, ganarás a muchos, consiguiendo que trabajen para vivir valiéndose de medios más honestos que el lucro infame; y los demás ni se atreverán a concebir semejantes negocios. 
Por añadidura, podrás disponer mejor de tus tiempos de ocio, como antes te lo indicaba. Porque así encontrarás muchos momentos libres para dedicarlos a la consideración. Y obrarías con toda honestidad, si fueras capaz de no conceder siquiera audiencias para asuntos de pleitos, remitiéndolos a otras personas y resolviendo los que juzgues dignos de tu intervención con un informe previo que sea breve, fiel y apropiado a la causa. 
Te hablaba de la consideración; y pienso extenderme más, aunque lo haré en otro libro, para acabar ya con éste, no sea que te resulte doblemente pesado por su excesiva tensión y por la aspereza de mi estilo.































LIBRO SEGUNDO



Capítulo 1


No me he olvidado de la promesa que te hice, santísimo papa Eugenio. Hace ya tiempo que me siento deudor tuyo y deseo satisfacerte, aunque sea tarde. Me avergonzaría de esta demora si tuviera que reprocharme por ello de incuria o desconsideración para contigo. Pero no es así. Como bien sabes, han sucedido recientemente tales desastres, que llegué a pensar que podían acabar con todas mis aficiones y hasta con mi vida. Como si el Señor, irritado  nuestros pecados y olvidándose de su misericordia, hubiera determinado juzgar con todo su rigor al universo entero antes del día prefijado. 
No perdono a su pueblo ni a su santo nombre. Porque ¿no dicen ahora los gentiles, dónde está su Dios? Y no es de extrañar que lo digan. Los hijos de la Iglesia, los que se gloriaban de ser cristianos, yacen abatidos en pleno desierto, muertos a espada o devorados por el hambre. Arrojó el desprecio sobre los príncipes, los descarrió por una soledad inmensa y sin caminos. Quebranto y calamidad hallaron a su paso. Pavor, abatimiento y confusión hasta en la alcoba del rey. ¡Qué vergüenza para los que anuncian la paz y para los encargados de traer buenas noticias! Pregonamos paz cuando no había paz; prometimos bienestar y nos vino encima el caos; como si con nuestros proyectos hubiéramos incurrido en temeraria ligereza. Me di de lleno a la obra, y no precisamente al azar, sino porque tú mismo me lo mandaste, como si Dios me hablara por tu boca. 
¿Por qué ayunamos y no nos hizo caso? ¿Por qué nos mortificamos y ni se enteró? Y a pesar de ello no se aclara su ira, sigue extendida su mano. En cambio, con toda su paciencia escucha encima los gritos sacrílegos y blasfemos de estos otros egipcios, que siguen diciendo: con mala intención los sacó para hacerlos morir en el desierto. Pero, a pesar de todo, ¿quién puede ignorar que su justicia es perfecta? Es un abismo tan hondo esta justicia, que con toda razón puedo tener por un santo a quien no se escandalice del Señor.
Capítulo 2


Por lo demás, sería una gran temeridad humana atreverse a censurar lo que escapa plenamente a nuestra comprensión. Recordemos sus antiguos designios, que son eternos, y acaso lleguemos a consolarnos. Así lo afirmó un salmista: Recordando tus antiguos decretos, Señor, quedé consolado. 
Voy a recordar cosas que nadie ignora y parece que ahora todos las olvidamos. Así es el corazón del hombre. Lo que sabemos cuando no necesitamos saberlo, se nos olvida en el momento en que precisamos recordarlo. Cuando Moisés sacó a su pueblo del país de Egipto, les prometió otro mejor. Si no, su pueblo, tan apegado a aquella tierra, nunca lo hubiera seguido. Sí, lo sacó; pero no lo introdujo en el país que le prometió. Y, sin embargo, nadie podrá atribuir a la temeridad de aquel caudillo tan triste e inesperado desenlace. Todo lo hacía por orden del Señor, con la cooperación directa del Señor, confirmándolo con las señales que le acompañaban.
Pero dirás: Aquel pueblo era un pueblo testarudo, en querella siempre contra el Señor y contra su siervo Moisés. De acuerdo; eran unos incrédulos y rebeldes. ¿Y los nuestros? Pregúntaselo a ellos. ¿Por qué debo decirlo yo, si lo están confesando ellos mismos? Sólo me hago esta pregunta: ¿Cómo podían seguir adelante los que siempre se volvían hacia atrás en su caminar? A lo largo de su peregrinación no hubo un momento en que su corazón no se volviese hacia Egipto. Si cayeron y perecieron por su maldad, ¿podrá extrañarnos ahora que sufran el mismo desastre quienes les imitaron en su proceder? ¿o es que la desgracia que padecieron pone en tela de juicio las promesas de Dios? Entonces, tampoco ahora. Porque nunca, efectivamente, las promesas de Dios pueden crear conflicto a su justicia. Y escucha otra cosa.


Pecó la tribu de Benjamín, y se aprestan las demás tribus a castigarla con la anuencia de Dios. Incluso él mismo designó al jefe que debía dirigir la batalla. Trábase el combate, confiados en que su ejército es mejor, en que su causa es más noble y, sobre todo, en que Dios está con ellos. Pero ¡qué terrible es Dios en sus designios con los hombres! Huyeron ante los malvados, los que iban a vengarse de la maldad y, siendo mucho más numerosos, cedieron ante un enemigo mucho más reducido. Recurren luego al Señor, y el Señor les dice: Volved. Van otra vez, y de nuevo son desbaratados y vencidos. Primero contaron con el favor de Dios. Ahora con su orden expresa. Se enfrentan en una batalla justa, y los justos sucumben dos veces. Fueron inferiores en la lucha, pero se hicieron más fuertes en la fe. 
¿Te imaginas lo que harían conmigo, en las actuales circunstancias, si otra vez por mi predicación volvieran los nuestros a la guerra y fueran también vencidos? ¿Crees que me escucharían si les exhortara a que por tercera vez repitieran el viaje y acometieran una hazaña en la que ya habían fracasado por dos veces. Pues ahí tienes a los israelitas que, sin tener en cuenta su repetido desastre, obedecen por tercera vez y vencen. Pero nuestros hombres dirían: ¿Y qué señal realizas tú para que viéndolo creamos? ¿Cuál es tu obra? No estaría bien que yo mismo lo contestase: no me lo permite mi pudor. Respóndeles tú en mi lugar y por ti mismo, conforme a lo que has visto y oído, o mejor, según lo que Dios te inspire.

Posiblemente te preguntes por qué me entretengo en hablar de todo esto, cuando me había propuesto otra cuestión. Pero no lo hago porque se me haya olvidado, sino porque lo considero muy relacionado con mi propósito. Recuerdo muy bien que me he propuesto desarrollar ante tu santidad el tema de la consideración. Tema muy importante y digno de profunda reflexión. Por cierto, son los grandes personajes quienes deben considerar las cosas importantes. Entonces, ¿quién como tú podrá hacerlo con mayor interés, si no hay sobre la tierra otro semejante a ti? Sé  que lo harás así, pues para ello has recibido de lo alto la sabiduría y el poder. 
Dada mi pequeñez, me siento incapaz de indicarte cómo debes hacer las cosas. Será suficiente con haberte insinuado que debes actuar de alguna forma para aportar algún consuelo a la Iglesia, tapando la boca de tus detractores. Estas brevísimas consideraciones las hice a modo de apología. Espero haber depositado en tu conciencia las razones que dejan plenamente tranquila la mía ante mi responsabilidad y la tuya. Aunque serán insuficientes para esos que suelen juzgar las actuaciones ajenas solamente por su éxito. La justificación perfecta y absoluta de cada uno es el testimonio de su propia conciencia. Me importa muy poco lo que de mí opinen aquellos que le llaman mal al bien y bien al mal, tinieblas a la luz y luz a las tinieblas. Una de dos: o murmuran de nosotros dos o de Dios. Me siento feliz de poder servirle de escudo a mi Señor. Acojo con gusto las imprecaciones y los dardos blasfemos de mis detractores, con tal de que no lleguen hasta él. Aguanto cualquier afrenta para que no sufra menoscabo la gloria de mi Dios. Me sentiría plenamente feliz si de verdad pudiese decir: Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro. Es para mí un gran orgullo compartir la suerte de Cristo, que dijo: Las afrentas con que te afrentan caen sobre mí. Bien. Es hora ya de volver a nuestro tema y avanzar ordenadamente en nuestra exposición.

LAS CUATRO COSAS QUE SE DEBEN CONSIDERAR Y LA TRIPLE CONSIDERACIÓN DE SI MISMO

Antes que nada, mira lo  que yo entiendo por consideración. Pues no pretendo identificarla totalmente con la contemplación. Esta radica en la visión o certeza de lo va conocido, y la consideración es una búsqueda más bien de lo desconocido. En este sentido, la contemplación puede  definirse como una penetración cierta y segura de  alma o una aprehensión de la verdad que excluye toda duda. Y la consideración es una reflexión aguda del entendimiento o una aplicación intensa del espíritu para descubrir la verdad. En general, estos dos términos suelen usarse indistintamente.


¿Sobre qué puede versar tu consideración? Pienso que debes considerar sobre estas cuatro cosas: tú mismo, lo que está debajo de ti, lo que está alrededor de ti y lo que está sobre ti. Comience tu consideración por ti mismo, no sea que te ocupes de otras cosas y te olvides de ti. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si él mismo se pierde? Por sabio que seas, no posees toda la sabiduría, si no eres sabio para contigo mismo. ¿Y cuánta sabiduría te faltaría? A mi modo de ver  toda. Aunque conozcas todos los misterios, la anchura de la tierra, la altura del cielo, la profundidad del mar, si no te conoces a ti mismo, serás como el que edifica sin cimentar v levanta una ruina, no un edificio. Todo lo que construyas fuera de ti será como polvo amontonado que se lleva el viento. 
No es sabio el que no lo es consigo mismo. El sabio será sabio por sí mismo, y beberá primero él mismo de su propia fuente. Comience, pues, por ti tu consideración y acabe también en ti. Vaya adonde vaya, encamínala de nuevo hacia ti mismo y será de gran provecho para tu salvación. Sé para ti el primero y el último. Toma ejemplo del Padre celestial, que envía a su propio Verbo y al mismo tiempo lo retiene consigo. Tu verbo es tu consideración; si sale de ti, que no se aleje. Que marche sin ausentarse; que se vaya sin abandonarte. Para alcanzar la salvación, nadie será más hermano tuyo que el hijo único de tu madre: la consideración. No pienses nunca nada que vaya contra tu salvación. He dicho mal "contra"; debería haber dicho fuera. Debemos rechazar todo lo que se le brinda a la consideración, si de alguna manera no nos lleva a la propia salvación.


Esta consideración de ti mismo abarca tres preguntas: si consideras qué eres, quién eres, cómo eres. Es decir, qué eres por tu naturaleza, quién eres por tu persona, cómo eres por tus costumbres. Por ejemplo: qué eres, un hombre; quién eres, el papa o sumo pontífice; como eres, bondadoso o humilde, etc. Aunque es más propio de los filósofos que de los hombres apostólicos reflexionar sobre la primera pregunta, sabemos que se contesta con la definición  el hombre en cuanto animal racional mortal. 
A quien le guste, puede profundizar en ella con mayor precisión. No encontrarás nada que vaya contra tu profesión y dignidad, si te entregas a esta reflexión. Al contrario, sería beneficioso  para tu salvación. Al considerar estas dos realidades, la racionabilidad y la mortalidad del hombre, percibirías dos clases de frutos. Tu mortalidad humillará a tu racionabilidad y tu racionabilidad confortará tu mortalidad. El hombre sensato apreciará justamente estas dos cosas. Si este fruto requiere todavía alguna otra consideración, lo expondremos luego, y acaso sea mejor, debido a la relación de una materia con otra.








QUE RECUERDE SU PRIMERA PROFESIÓN


Pasamos a reflexionar en quién eres y de qué has sido hecho. Y aunque dije "de qué", pienso pasarlo por alto, para dejarlo más bien a tu reflexión. Me limito a recordarte que sería indigno de ti quedarte por debajo de la perfección, después de haber sido escogido para una vida tan perfecta. ¿No te avergonzarías de verte el último ocupando un puesto tan alto, cuando antes eras de los primeros en una profesión tan humilde como es la del monje? Recuerda tu primera profesión. Que no desaparezca de tu recuerdo y de tu afecto, a pesar de que te la arrancaron de las manos. No te vendrá mal que la tengas siempre en tu memoria cuando das una orden corroboras una sentencia o tomas una decisión. Así, la consideración te facilitará despreciar los honores en el seno mismo del honor. Lo cual ya es importante. 
Que no se ausente tampoco de tu corazón. Será como un escudo en el que rebote aquella saeta: El hombre, por estar rodeado de honores, no entendió. Repite por eso en tu interior: soy el último en la casa de mi Dios. ¿es posible que a un menesteroso humillado lo establezcas sobre pueblos y reyes? Quién soy yo y cuál es mi abolengo para sentarme en el trono más sublime? Sin duda que quien me dijo: Amigo, sube más arriba, confió en que siempre sería amigo suyo. Si no lo soy, me vendrá una gran desgracia. Quien me enalteció puede abatirme. Lamento muy tardío sería decir entonces: Me alzaste en vilo y me tiraste. Es absurdo envanecerse en las alturas, donde la ansiedad es mayor, cuando la inquietud del cargo es la prueba del amigo; a esto debo atenerme si, al final de todo, no quiero ocupar el último puesto.








PARA QUÉ LE HICIERON SUPERIOR


No podemos negar que estás sobre los demás. Pero por todos los medios hemos de meditar para qué eres superior. Creo que no es para comportarte como un señor que domina. Pues también al profeta, como a ti, lo elevaron y escuchó estas palabras: Para arrancar y arrasar, destruir y demoler, edificar y plantar. ¿suena a fastuosidad cualquiera de estos verlos? Son expresiones simbólicas que se refieren al esfuerzo del labrador, y aquí representan al trabajo del espíritu. 
Por elevado concepto que tengamos de nosotros mismos, hemos de convencernos de que no se nos ha entregado un señorío, sino un servicio. Yo no tengo categoría de profeta; a lo más, podré igualarme en el poder; pero respecto a los méritos, sería absurda toda comparación. Dítelo interiormente y enséñate a ti mismo, tú que adoctrinas a los demás. Considérate un profeta cualquiera. ¿o te parece muy poco para ti? Más bien es demasiado  para ti. Pero por la gracia de Dios eres lo que eres. Concedido que eres un profeta. ¿Piensas que eres más que un profeta? Si eres sensato, deberás contentarte con la medida que Dios te dio. Todo lo que sea sobrepasarse, proviene del maligno. 
Aprende de los profetas a presidir, pero haciendo lo que exigen los tiempos y no simplemente mandando. Debes saber que necesitas más un azadón que el cetro, para acertar a cumplir las tareas del profeta. La promoción profética no es para reinar, sino para arrancar. ¿No crees que tú también podrás encontrar algún trabajo en el campo de tu Señor? Y mucho. Porque no lo limpiaron del todo los verdaderos profetas; algo dejaron  para sus hijos, los apóstoles, como a ti te dejaron algo por hacer tus inmediatos predecesores. Tú tampoco podrás hacerlo todo. Algo dejarás para tu sucesor con toda seguridad, y éste para el suyo, los otros al siguiente y así sucesivamente hasta el último. 
Incluso a la hora undécima reprende el Señor el ocio de los obreros y son enviados a su viña. Ese mismo Señor les dijo a los apóstoles que la mies es abundante y pocos los trabajadores. Te lo exige tu herencia paterna, porque si eres dijo, también heredero. Para demostrar que lo eres, pon manos a la obra. No te apoltrones en la ociosidad, no sea que te digan como a ellos: ¿Qué haces ahí, todo el día ocioso?

Máss grave aún sería que encima te estragaras entre placeres o te infatuara la fastuosidad. Tu testador no te ha legado nada de esto. Si te atienes a la letra del testamento, heredarás más bien preocupación y fatiga, no gloria ni riquezas. ¿Te halaga el solio pontificio? Pues viene a ser como una atalaya de centinelas. Desde ella deberás vigilarlo todo; ése es el deber que le impone tu condición de obispo, y no de señor. Pero esa vigilancia te obligará a vivir siempre tenso y no adormilado en la ociosidad. ¿Puedes apetecer la gloria donde no hay resquicio alguno para la tranquilidad? Imposible permanecer ocioso cuando apremia incesante la preocupación por todas las iglesias. ¿o recibiste otra herencia del santo Apóstol? Lo que tengo, eso te doy. ¿Qué te dio? Yo sólo sé que no te dio oro ni plata, porque expresamente te lo dijo: No tengo oro ni plata. 
Si es que lo tienes tú, úsalo; pero no caprichosamente, sino según lo exijan los tiempos actuales. Así  lo poseerás como si no lo poseyeras. Las riquezas no son ni buenas ni malas para el espíritu. Usar de ellas es bueno; su abuso es malo. Codiciarlas es peor; su lucro es pésimo. Podrás justificarte con las razones que quieras, pero no apelando al derecho apostólico. Te dio todo lo que tenía: la preocupación por las iglesias. ¿para dominarlas? Escucha: No tiranizando a los que se os han confiado, sino haciéndoos modelo del rebaño. Y lo dijo convencido de que debe ser así, porque también el mismo Señor lo manifestó en el Evangelio: Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. Y añade: Pero vosotros, nada de eso. Está claro. A los apóstoles se les prohíbe toda dominación.


Ahora, vete, y si te atreves, ponte a usurpar como señor el ministerio apostólico; o como apóstol, el dominio. Ambas cosas se te han negado de plano. Si pretendieses gozar de las dos, te quedarás sin ninguna. Y entonces no te creas libre de estar entre aquellos de quienes se lamenta el Señor: Se nombraron reyes sin contar conmigo; se nombraron príncipes sin mi aprobación. Será muy agradable reinar sin el Señor, y llegarás a la gloria; pero no a la del Señor. 
Ya sabemos lo que está prohibido; veamos lo que está mandado. El más grande entre vosotros, iguálese con el más pequeño, y el que dirige, con el que sirve. Esta es la norma apostólica; se excluye el dominio, se intima el servicio, se encarece imitar el ejemplo del mismo que lo ordenó, añadiendo seguidamente: Yo estoy entre vosotros como quien sirve. ¿Podemos considerar indigno un título con el que antes quiso distinguirse el Señor de la gloria? Con razón Pablo se gloria de ello y dice: ¿Que sirven a Cristo? También yo. Y sigue: Voy a decir un desatino: yo más. Les gano en fatigas, en cárceles, en palizas sin comparación y en peligros  de muerte, con mucho. Qué maravilloso servicio! ¿No es mucho más glorioso que ninguna otra grandeza? Si hay que presumir, mira de qué forma y considera de qué presumen los apóstoles. ¿acaso te parece escasa recompensa? ¡Ojalá llegara yo a presumir de la misma gloria de los santos! Tal como lo proclama el profeta: ¡Oh Dios, tus amigos son colmados de honores, su autoridad ha sido plenamente confirmada! Y lo proclama también el Apóstol: la que es a mí, Dios me libre de gloriarme más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

Yo deseo para ti que ésta sea siempre tu mayor gloria, la que para sí eligieron los profetas y te la transmitieron. Descubre tu herencia en la cruz de Cristo  en las fatigas sin tregua. Feliz el que pueda decir: he rendido más que todos ellos. Sí; eso es gloriarse, pero no estúpidamente ni en la vanidad enervante. Un trabajo que repugna, necesita el estímulo del premio. El salario que cobre cada cual dependerá de lo que haya trabajado. Aunque rindió más que todos ellos, no acabó la tarea; queda mucho por hacer. 
EXHORTACION AL CELO Y A LA HUMILDAD
Vete al campo de tu Señor y considera cuántas espinas y abrojos está echando hoy por la antigua maldición. Sal y vete al mundo, porque es el campo  que te han entregado. Vete a él no como señor, sino como administrador, para cuidarlo y trabajarlo; que de eso te van a pedir cuentas. Vete, te diría, con el afán de una atenta solicitud y una solícita atención. Porque a los Apóstoles se les ordenó que fuesen al mundo entero, pero no lo recorrieron con sus pies, sino con el celo de su espíritu. Levanta tú también los ojos de tu consideración, contempla los pueblos de la tierra y mira si no están más a punto para quemarlos por su aridez que para segarlos por la madurez de sus cosechas. Si observas detenidamente lo que tú creías trigo en sazón, descubrirás más bien que son zarzas y maleza. Ni zarzas siquiera, árboles viejos y carcomidos, y no de sabrosos frutos, sino de bellotas y algarrobas que comen los cerdos. ¿Hasta cuándo ocuparán la tierra inútilmente? Si sales y lo ves, te avergonzarás de que si a quieta el hacha; te sonrojarás de haber recibido en vano la hoz apostólica.

Capítulo 13



Salió a este campo el patriarca Isaac, cuando por primera vez se encontró con Rebeca. Como dice la Escritura, había salido  para meditar. El salió para meditar; tú debes ir para arrancarlo todo. Lo debías haber meditado ya hace tiempo; ha llegado tu hora de ponerte a trabajar. Es ya tarde para seguir vacilando y sin hacer nada. Según el consejo del Salvador, era antes cuando deberías haberte puesto a calcular para pensar en la tarea, medir tus fuerzas, sopesar tus capacidades, acumular méritos y echar cuentas de tus virtudes. 
¡A trabajar! Ha llegado el tiempo de la poda, si a su debido tiempo meditaste. Si has hurgado tu corazón, debes soltar ya tu lengua y actuar. Cíñete al flanco la espada, la espada del Espíritu, es decir, la palabra de Dios. Exalta tu mano, robustece tu brazo  para tomar venganza de los pueblos y aplicar el castigo a  las naciones, sujetando a los reyes con argollas y a los nobles con esposas de hierro. Si obras así, dignificarás tu ministerio y ésa será tu gloria. No es pequeña esta primacía, porque descartarás de la tierra las alimañas nocivas y apacentarás seguros tus rebaños: Domarás los lobos, pero sin dominar a las ovejas, porque te las dieron para apacentarlas, no para oprimirlas. Si has considerado atentamente quién eres, no puedes ignorar que esto es lo que debes hacer. Y si, sabiéndolo, no obras en consecuencia, cometes pecado. Recuerdas muy bien dónde lo leíste: El siervo que, conociendo el deseo de su señor, no prepara las cosas como su señor desea, recibirá muchos palos.  Los profetas,  lo mismo que los apóstoles, fueron valientes en la lucha y no se apoltronaron entre sedas. Si eres hijo de los profetas y de los apóstoles, haz tú lo mismo.
CONSIDERA NO SOLO QUIÉN Y QUÉ GRANDE ERES, SINO TAMBIÉN COMO DEBES SER


Ya has visto quién eres. No olvides nunca qué eres. Que yo tampoco perderé ocasión de repetírtelo, tal como me lo he propuesto. Será también muy conveniente que, además de considerar quién eres, consideres lo que anteriormente eras. ¿Por qué digo "eras", si ahora también lo sigues siendo? ¿Hay alguna razón para que dejes de considerar lo que no has dejado de ser? 
Porque en una sola consideración va incluido lo que fuiste y lo que eres. Otra consideración distinta será la que te induce a considerar en qué te has convertido. Sería contraproducente que, al pensar en ti mismo, una excluyese a la otra. Pues como acabo de recordarte, todavía eres lo  que eras. Y continúas siéndolo -acaso más ahora- después  de haber sido elevado a lo que eres. Lo que eras, lo eras por tu nacimiento; lo que has llegado a ser, lo eres de prestado, sin cambio alguno en tu propio ser. No te quitaron lo que eras. Solamente te añadieron lo que eres. Por eso debemos ahondar un poco en estos dos aspectos. Como acabo de indicar, si los comparas entre sí, te servirá de mucho.

   Decía antes que, al considerar lo que eres, puedes ver claramente cuál es tu naturaleza. Eres un hombre, pues hombre naciste. Pero al preguntarte quién eres, surge el calificativo de tu persona. Eres un obispo. Y esto te lo han dado; no naciste con ello. ¿Qué te parece más propio de tu naturaleza: lo que te han hecho o aquello que tienes desde que naciste? ¿No será esto último? Pues te aconsejo que consideres mucho más lo que esencialmente eres, es decir, tu condición de hombre, con la que naciste.
Capítulo 14



PARA QUE CONSIDERE QUÉ ES Y QUÉ LE FALTA



Tal vez me acuses de que no fui suficientemente claro en mi exposición sobre la primera cuestión. En cuyo caso no sé cómo me las arreglaré para enfrentarme con la segunda y decirte cómo debes ser, cuando aún no te he explicado del todo quién eres. Avergonzado posiblemente de que viesen desnudo a un hombre encumbrado en lo más alto, me apresuré a revestirlo de sus blasones. Y es que sin ellos se descubre tanto más tu deformidad cuanto mayor es la gloria de tu dignidad. Es imposible ocultar las ruinas de una ciudad situada en lo alto de un monte o esconder el humo de una lámpara recién apagada, si está a la vista de todos. Mona colgada de un tejado es el rey fatuo sentado sobre su trono. Escucha ahora mi canción, destemplada por cierto, pero muy al caso. 
Es una monstruosidad ostentar la suprema dignidad con un espíritu miserable; sentarse en la sede más elevada viviendo la vida más baja. Hablar maravillosamente y no dar golpe: ser sublime en la predicación e incoherente con ella; ser grave en las formas y superficial en las obras; firme en la autoridad y vacilante en la constancia. Ya te puse delante el espejo: el deforme descubrirá en él su propio rostro. Tú puedes alegrarte, porque encontrarás el tuyo sin deformidad alguna. Pero mírate también, porque a lo mejor encuentras algo que pueda desagradarte, aunque tengas razones para estar satisfecho de ti mismo.
Deseo que tu único orgullo sea el testimonio de tu propia conciencia; pero mucho me gustaría que te humillases por ese mismo testimonio. Son muy pocos los que pueden decir: No me remuerde la conciencia de nada. Más cautamente vivirás en la rectitud si no se te oculta el mal. Por eso te decía que te conozcas a ti mismo. Así gozarás de una conciencia tranquila cuando te aprisione la angustia, que nunca falta y, sobre todo, conocerás tus deficiencias. ¿Quién no las tiene? Todo le falta al que piensa que nada le falta.
Aunque seas el sumo pontífice; no porque seas el sumo pontífice eres la perfección suma. Eres el ínfimo si te crees el sumo. Porque  ¿quién es el sumo? Aquél a quien nada se le puede añadir. Estás en el más craso error si te tienes por tal. Pero no. Tú no eres de esos que cuentan las dignidades por virtudes. Primero tuviste experiencia de la virtud  y luego de los honores. El otro modo de pensar es sólo propio de emperadores y personajes que no temieron ser adorados con honores  divinos,  como Nabucodonosor,  Alejandro, Antíoco  y Herodes. Tú debes considerar que no te llamen sumo por haber llegado a ese grado, sino comparativamente. Pero no creas que me refiero a la comparación de los méritos, sino de los servicios. Quiero que te consideren a ti como servidor de Cristo y, sin prevención alguna contra la santidad de nadie, el mejor entre todos sus servidores. De otra manera: mi deseo es que aspires a lo mejor, no que te creas el mejor. Ni que te llamen el sumo sin serlo efectivamente. De lo contrario, ¿es posible progresar en la santidad si ya hubieras llegado a la meta definitiva?
No seas, pues, negligente en examinar lo que te falta ni insincero para no reconocerlo. Di tú también como tu antecesor: No es que haya conseguido ya el premio o que ya esté en la meta. Yo no pienso haberlo obtenido todavía. Esta es la sabiduría de los santos, muy distinta de esa otra que hincha. Quien se propone alcanzarla sabe que se abraza con el sufrimiento; pero es un sufrimiento del que nunca pretende evadirse el sabio, porque es un dolor medicinal que arranca el aturdimiento mortal del corazón duro e impenitente. Por eso es sabio el que puede afirmar: Mi pena no se aparta de mis ojos. Ahora ya podemos volver al tema del que nos habíamos desviado con esta digresión.

 DIGNIDAD DE SU PERSONA Y PRERROGATIVAS DE SU POTESTAD


Sigamos. Hemos de ver aún más profundamente quién eres y cuál es tu personalidad hoy por hoy en la Iglesia. ¿Quién eres? El sumo sacerdote. El sumo pontífice. Tú eres el príncipe de los obispos, el heredero de los apóstoles. Abel por el primado, Noé por el gobierno, Abrahán en el patriarcado; en el orden, Melquisedec; en la dignidad, Aarón; en la autoridad, Moisés; por la jurisdicción, Samuel; por la potestad, Pedro; por la unción, Cristo. A ti te entregaron las llaves y se te encomendaron las ovejas. 
Es cierto que otros también pueden abrir las puertas del cielo y apacentar la grey; pero tú sólo heredaste estos dos poderes tan gloriosamente, por poseerlos de un modo excelso. A los demás se les ha asignado una porción del rebaño, a cada cual la suya; a ti sólo se te confiaron universalmente todas las ovejas que forman un único rebaño. Tú eres el único pastor de las ovejas y de todos los pastores. ¿Me preguntas cómo podría probártelo? Con las palabras del Señor. Porque a ningún obispo, ni siquiera a ningún apóstol, le fueron encomendadas las ovejas de manera tan absoluta y exclusiva. Pedro, si me amas, apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Las de este pueblo, las de esta ciudad, las de este país, las de este reino? Mis ovejas, dice. ¿Quién puede  dudar que no le excluyó ninguna, sino que le asignó todas las ovejas? Nada se exceptúa cuando no se hace distinción alguna. 
Posiblemente estaban allí presentes los demás discípulos, porque al confiarle todas a uno les encarecía a todos la unidad que forman un único pastor y un único rebaño. Como dice el Cantar: Una sola es la paloma mía, la hermosa mía, la perfecta mía.  Donde hay unidad hay perfección. Los otros números no llevan perfección, sino división, a medida que se distancian de la unidad. Y por eso los demás apóstoles, conscientes de este misterio, se responsabilizaron cada uno de su propia parcela. El mismo Santiago, que parecía la columna de la Iglesia, se limitó a presidir las comunidades de Jerusalén, cediéndole a Pedro la universalidad de las Iglesias. Fue una feliz coincidencia que le asignaran precisamente esa porción, para que así le procurase descendencia a su hermano en el mismo lugar donde murió; recordemos  que le llamaban el hermano del Señor. Y si hasta el hermano del  Señor estaba subordinado a Pedro, ¿quién osará injerirse en tus competencias?



Luego, en justicia, los otros pastores participan en la solicitud de la Iglesia parcialmente, y tú has sido designado para la potestad plena. La suya se circunscribe a determinados límites; la tuya está por encima incluso de quienes tienen poder sobre los demás: Porque tu podrías, si hubiera motivos para ello, cerrar el cielo a un obispo, deponerlo de su dignidad episcopal, entregarlo a Satanás. 
Gozas, por tanto, de una potestad indiscutible, tanto con respecto a las llaves que te han entregado como sobre las ovejas recomendadas. Hay además otro argumento que confirma tu poder. Faenaban los discípulos en el lago cuando el Señor, felizmente resucitado en su cuerpo, se presentó en la orilla. Seguro Pedro de que era el Señor, se lanzó al agua y llegó hasta el, mientras los demás se acercaron remando. ¿Qué significa esto? Era, sin duda, la señal de que el pontificado de Pedro es único. Porque no había recibido la potestad de regir, como los otros, una sola barca, sino el mundo entero. El mar representa el mundo; la barca, las Iglesias. 
Por eso, en otra ocasión, caminando sobre las aguas, nos demostraba que es el único vicario de Cristo, y como tal debía gobernar no a un pueblo solo, sino a todos. Porque las aguas que has visto son pueblos y muchedumbres. Así que cada uno de ellos tiene su nave; pero bajo tu cuidado está una grandísima nave en la  que caben todas: es la Iglesia universal, extendida por todo el mundo.
Capítulo 17



 CONSIDERA NO SOLO QUIÉN Y QUÉ GRANDE ERES, SINO TAMBIÉN COMO DEBES SER


Ya has visto quién eres. No olvides nunca qué eres. Que yo tampoco perderé ocasión de repetírtelo, tal como me lo he propuesto. Será también muy conveniente que, además de considerar quién eres, consideres lo que anteriormente eras. ¿Por qué digo "eras", si ahora también lo sigues siendo? ¿Hay alguna razón para que dejes de considerar lo que no has dejado de ser? 
Porque en una sola consideración va incluido lo que fuiste y lo que eres. Otra consideración distinta será la que te induce a considerar en qué te has convertido. Sería contraproducente que, al pensar en ti mismo, una excluyese a la otra. Pues como acabo de recordarte, todavía eres lo  que eras. Y continúas siéndolo -acaso más ahora- después  de haber sido elevado a lo que eres. Lo que eras, lo eras por tu nacimiento; lo que has llegado a ser, lo eres de prestado, sin cambio alguno en tu propio ser. No te quitaron lo que eras. Solamente te añadieron lo que eres. Por eso debemos ahondar un poco en estos dos aspectos. Como acabo de indicar, si los comparas entre sí, te servirá de mucho.

   Decía antes que, al considerar lo que eres, puedes ver claramente cuál es tu naturaleza. Eres un hombre, pues hombre naciste. Pero al preguntarte quién eres, surge el calificativo de tu persona. Eres un obispo. Y esto te lo han dado; no naciste con ello. ¿Qué te parece más propio de tu naturaleza: lo que te han hecho o aquello que tienes desde que naciste? ¿No será esto último? Pues te aconsejo que consideres mucho más lo que esencialmente eres, es decir, tu condición de hombre, con la que naciste.




Capítulo 18


Si no quieres perder el fruto y provecho de esta consideración, piensa no sólo en lo que eres como nacido de mujer, sino además qué eras en el momento de nacer. Quítate, por tanto, las hojas de higuera con las que te ciñeron como herencia de maldición original. Rasga ese velo que cubre tu ignominia, pero no te cura la herida. Límpiate el aceite de ese fugaz honor y el brillo de esa gloria de mal gusto, para considerar absolutamente desnudo al que desnudo salió del seno de su madre. ¿o naciste ya con ínfulas y todo? ¿Y refulgente de piedras preciosas, con sedas esmaltadas de flores, con el penacho de plumas y cargado de joyas? Aunque así fuera, todo ello es pura nube mañanera, rocío que se evapora al alba.
Si toda esa vanidad se disipa ante tu consideración, te verás desnudo, pobre, desventurado y miserable; un hombre que se duele de serlo, avergonzado de su desnudez, llorando por haber nacido, quejándose de haber visto la luz; un hombre que engendra la fatiga, no la gloria; un hombre nacido de mujer y, por lo mismo, en pecado; corto de días y por eso angustiado; rebosante de miserias y por ello en llanto. Muchas son sus desgracias, porque se le juntan las del alma y las del cuerpo. No se libra de calamidad alguna el que nace en pecado, frágil en su carne y estéril en su espíritu. 
Repleto de miserias en verdad, pues se acumulan sobre él la fragilidad del cuerpo y la ceguera del corazón por la difusión del pecado y el destino fatal de la muerte. Saludable conjunción de pensamientos, si al meditar que eres el sumo pontífice tienes presente que no has sido vil ceniza, sino que lo eres. En tus reflexiones imita a la naturaleza y sobre todo a su Autor  que juntó lo más noble con lo más despreciable. La naturaleza asoció en la persona del hombre el barro innoble con el aliento de la vida. Y también el Autor de la naturaleza asoció en su propia persona al Verlo con el polvo. Así podrás inspirarte en la dualidad de nuestro origen y en el misterio de nuestra redención, para que, sentado en las alturas, no sientas demasiado alto de ti mismo, sino humildemente, adaptándote a los más humildes.

Capítulo 19

Por tanto, cuando consideres lo grande que eres, piensa también, sobre todo, lo que eres. Y esta consideración te mantendrá dentro de tus propias limitaciones; no te permitirá elevarte por encima de lo que realmente eres ni pensar en grandezas que superan tu capacidad: 

PARA MANTENERSE EN EL JUSTO MEDIO 

Debes situarte exactamente en ti mismo. Sin abatirte más abajo ni enaltecerte más arriba; ni perderte lejos de ti ni abarcar lo que no te corresponde. Mantén el justo medio si no quieres perder el equilibrio. En el centro está la seguridad. En él encontrarás la mesura, y en la mesura la virtud. Vivir fuera de la moderación es un destierro para el sabio. Por eso no le gusta habitar lejos de sí, más allá, porque perdería la medida; ni más acá, porque se saldría de sus límites; ni más arriba, porque le superaría; ni más abajo, porque le degradaría. Además, alejándose, uno puede  exterminarse; estirándose, podría rasgarse; encumbrándonos, podemos hundirnos, y descendiendo, ser tragados por el abismo.
Voy a ser más concreto, no sea que veas aquí una referencia a la anchura y largura, altura y profundidad, a las que exhorta el Apóstol a todos los cristianos. De esto hablaremos en otro momento y a otro propósito. Ahora entiendo por anchura confiar en una vida muy larga; por largura, distraerse en afanes superfluos; por altura, presumir de lo que se carece; por profundidad, abatirse más de lo necesario. El que se echa cuentas de que vivirá muchos años, se mete por caminos de perdición, traspasa la frontera de su vida con sus proyectos ambiciosos. Por eso, los hombres que viven alejados de sí mismos por olvidar su propio presente, viajan con ilusiones quiméricas a otros tiempos que nada les podrán aportar, porque no van a llegar.
De modo semejante, el alma dispersa en mil afanes se verá desgarrada por la ansiedad. Pues lo que se estira demasiado acaba rompiéndose. El que presume con soberbia cae ruinosamente. Ya lo has leído: Delante de la ruina va la soberbia. Y abatirse por excesivo encogimiento no es sino dejarse engullir por la desesperación. No caerá en ella el hombre fuerte. El prudente no confiará en las esperanzas inseguras de una vida larga. El moderado controlará sus afanes, se abstendrá de lo superfluo y atenderá solícito a lo necesario. El justo no se jacta de lo que le supera y dice como él: Si fuese inocente no levantaría cabeza.


Capítulo 20



PARA CONSIDERAR SI PROGRESA EN LA VIRTUD



Camina con cautela cuando pongas en práctica esta consideración y realízala con todo equilibrio, para que no te atribuyas más de lo que tienes ni renuncies más de lo debido. Te adjudicarías más de lo que eres, arrogándote la bondad que no posees y atribuyéndote a ti mismo lo que posees. Distingue atinadamente qué es lo que eres por ti mismo y lo que eres por pura gracia de Dios; así no habrá engaño en tu espíritu. Lo habría, de no adjudicar sin fraude lo tuyo para ti y lo de Dios para Dios, distribuyéndolo noblemente. No dudo que tú ves con claridad cómo lo malo te corresponde a ti y lo bueno a Dios. 
Cuando consideras lo que eres, debes recordar lo que fuiste. Debes cotejar tu presente con tu pasado. Mira si has progresado en virtud, sabiduría, conocimiento y en moderación de costumbres; o, si acaso, ojalá no, has retrocedido en todo esto. Si eres por lo común más paciente más impaciente; más iracundo o más apacible; más insolente o más humilde; más afable o más áspero; más asequible o más inexorable; más interesado o más generoso; más grave o más ligero; más temeroso de Dios o más confiado  de lo conveniente. 
¡Qué campo tan dilatado se te abre aquí para practicar esta consideración  Te  brindo  unas simples sugerencias,  como quien ofrece unos granos de simiente sin sembrarlos, para dárselos al sembrador. Debes saber hasta dónde llega tu celo, tu clemencia y tu discreción para moderar estas dos virtudes, esto es, cómo perdonas las injurias y cómo las castigas; con qué prudencia sabes ponderar las circunstancias de lugar, tiempo y las demás actitudes. Conviene que consideres especialmente los tres aspectos en la práctica de estas virtudes, no sea que dejen de serlo por no concurrir en su favor esas tres circunstancias. 
Porque, efectivamente, no son virtudes en sí mismas, sino por el modo con que se pongan en práctica. Sabemos  que de por sí son indiferentes; todo depende de ti. Si las falsificas o abusas de ellas, se convertirán en vicios; y si las encauzas hacia el bien, serán verdaderas virtudes. Ordinariamente, cuando se ofusca el sentido de la discreción, se suplantan entre sí y  se excluyen la una a la otra. Dos son las causas de esta ofuscación: la ira y el afecto demasiado blando. Este enerva la objetividad de juicio y la cólera lo precipita. 
Es imposible que por una de estas razones no se perjudiquen o el equilibrio de la clemencia o la rectitud del celo. Debido a la turbación de la ira, nunca se podrá ver nada con ojos indulgentes, y no seremos íntegros si nos alucinamos por la blandura afeminada del corazón. No serás honesto si castigas a quien posiblemente se debiera perdonar y si perdonas al que se debía castigar.



COMO DEBE CONDUCIRSE EN LA PROSPERIDAD Y EN LA ADVERSIDAD


Tampoco me gustaría que dejes de tener en cuenta cómo te comportas respecto a las tribulaciones. Felicítate si perseveras constante a pesar de las tuyas y te condueles de las ajenas. Será una señal   la rectitud de tu corazón. A la inversa, sería indicio de un ánimo ruin y perverso si te sientes incapaz de soportar las propias y no tienes la más mínima compasión de las ajenas. 
¿Y en la prosperidad? ¿No habrá nada que considerar? Lo hay. Si lo piensas bien, verás que son muy pocos los que no hayan aflojado al menos algo en la tensión de su espíritu por la guarda de sí mismo y por sus propias exigencias. ¿Podemos asegurar que la prosperidad no fue para los incautos algo así como el fuego para la cera o los rayos del sol para la nieve y el hielo? Sabio fue David y más sabio aún Salomón. Pero cuando nadaron en la prosperidad de los éxitos, uno perdió la cabeza en algún momento y el otro para siempre. 
Es todo un hombre el que no pierde a cordura cuando se sume en las contrariedades. Pero también lo es si, sonriéndole la felicidad presente, no se deja seducir por ella. Sin embargo, de hecho, encontrarás muchas personas que mantuvieron el equilibrio en la adversidad y muy pocas que no lo perdieron en la prosperidad. Supera y aventaja a todos el que, con la fortuna a su favor, no se mostró insolente en su hilaridad, ni impertinente en su modo de hablar, ni ostentoso en el lujo de sus vestidos, ni arrogante en sus ademanes.



EVITAR EL OCIO Y LAS CHANZAS

Aunque el sabio nos asegura con razón que el ocio del escritor aumenta su sabiduría, hay que evitar la ociosidad en el ocio mismo. Huye, pues, de la ociosidad, madre de las chocarrerías y madrastra de las virtudes. Entre seglares, las palabras maliciosas no  pasan de ser palabras maliciosas; en boca del sacerdote son blasfemias. No obstante, cuando surjan, tal vez sea prudente tolerarlas, pero nunca repetirlas. Lo mejor es cortarlas con gracia y disimulo, encauzando la tertulia hacia temas amenos que puedan interesar y así eclipsar a los anteriores. Consagraste tu boca al Evangelio; no es licito abrirla maliciosamente. Acostumbrarse a ello es sacrilegio. Los labios del sacerdote han de guardar el saber y en su boca se busca la doctrina, no la picaresca y el chisme.

Es insuficiente desterrar de los labios las palabras maliciosas, que suelen justificarse como chistes graciosos; también hay que cerrarles el oído. Es vergonzoso que provoquen tus carcajadas. Pero más vergonzoso aún que las provoques en los otros. Finalmente, no acertaría a decirte qué es peor: si caer en la detracción o escuchar al detractor.



EL FAVORITISMO Y LA CREDULIDAD


Tal vez abuse de tu atención sin necesidad, hablándote ahora de la avaricia, cuando todos sabemos que para ti las riquezas son paja que lleva el viento. En este sentido, nadie puede atemorizarse ante tus tribunales. Pero hay otra cosa que suele acechar a los jueces con no poca frecuencia y con mucho daño. No quisiera que estuviese ausente de tu conciencia en ningún momento. ¿Cuál es? El favoritismo. No creas que cometerías una falta cualquiera si, a la hora de dar sentencia, te pesa la personalidad del delincuente más que la objetividad de su causa. 
Existe todavía otra debilidad, de la que, si te sientes inmune, serías, entre todos los jueces que conozco, el único que has tomado asiento en los tribunales y te has mantenido siempre libre de toda influencia, cosa singular, hasta por encima de ti mismo, como dice el profeta. Me refiero a la excesiva credulidad. Es como una raposilla astuta; no vi a ninguna persona importante que acertara a precaverse de su habilidad. De aquí nacen esos arrebatos sin motivo, esa rigurosidad en castigar a los inocentes y esos juicios precipitados de reos ausentes. Yo te felicito, sin miedo a que me tomes por un adulador, y te doy mi parabién, porque hasta ahora has intervenido en muchos pleitos sin incurrir en nada de esto. Tú sabrás si estás libre también de toda culpa. Ahora tenemos  que encauzar la consideración hacia las realidades que están debajo de ti. Pero eso lo haremos en otro libro, porque tus muchas ocupaciones te exigen que sea breve.










LIBRO TERCERO
 CONSIDERACIÓN DE LO QUE ESTÁDEBAJO DE TI


Capítulo 1


Al terminar ya el libro anterior te indicaba la materia con la que pensaba comenzar el siguiente. Para cumplir lo prometido, vamos a considerar lo que está por debajo de ti. Espero que el buen papa Eugenio, el mejor de los sacerdotes, no tenga que preguntarse a qué ámbito se circunscriben las realidades que están bajo su poder. Porque más bien deberías preguntarte cuáles son las que no están. 
Tendría que salir de este mundo el que pretenda encontrar algo que esté exento de tu jurisdicción. No fueron asignados a tus antecesores unos países determinados, sino el orbe entero. Id por todo el mundo, se les dijo. Y ellos vendieron sus túnicas para comprarse, como si fueran espadas, las armas poderosas de Dios: sus palabras, ardientes como viento del desierto. ¿Adónde no llegaron estos ínclitos vencedores, los hijos de la Juventud? ¿Qué baluartes dejaron ¿sin someter las flechas de aquellos valientes, afiladas con ascuas de retama? A toda la tierra alcanza su pregón y basta los límites del orbe su lenguaje. Todo lo invadían y abrasaban con sus palabras encendidas en el fuego que el Señor vino a encender sobre la tierra. A veces perecieron como heroicos guerreros, pero nunca sucumbieron; aun muriendo triunfaban. Por su poderío los nombrarás príncipes sobre toda la tierra. Harás memorable su nombre, Señor. 
Tú les has sucedido como heredero. Tu herencia es también el orbe entero. Pero debes sopesar mediante prudente consideración bajo qué condiciones recibiste, tú como ellos, la heredad que te corresponde: Pienso que no puedes disponer de ella absolutamente, pues creo que no te la han dado en propiedad, sino para administrarla. Si te empeñas en usurparla, te saldrá al paso el que dijo: El orbe y todo lo que encierra es mío. 
Está claro que no puedes aplicarte aquellas palabras del profeta: La tierra entera será su posesión. El único que puede reclamar para sí este dominio absoluto es Cristo, pues le pertenece como creador lo mereció como redentor y se lo concedió su Padre como don. ¿a quién sino a él se le pudo decir: Pídemelo, te daré en herencia las naciones; en posesión los confines de la tierra. Reconócele su dominio y posesión. Tú adminístraselo; es lo que te corresponde. No te propases en nada.


Capítulo 2

Entonces -me replicarás- ¿me concedes la autoridad y me niegas el mando?  Exactamente. Hasta el extremo de que no mandaría con justicia el que sólo se preocupa de su autoridad. ¿Y no dispone de la granja su mayordomo? ¿No está sometido a su  receptor el príncipe todavía niño? Sí. Pero la granja no es de  mayordomo ni el preceptor es amo del príncipe. También tú gozas de una autoridad; mas para velar, servir, dirigir y mirar por el bien de todos. Presides la Iglesia para servirla. La gobiernas como un empleado fiel y cuidadoso, encargado por el amo. ¿para qué? Para dar a su servidumbre la comida a sus horas, es decir, para que te desvivas por ella, no para dominarla. Haz justamente eso y no pretendas, hombre como eres, avasallar a los hombres, no sea que termine dominándote la maldad. Pero de todo esto ya hemos tratado lo suficiente y con profundidad cuando analizábamos quién eres tú. He vuelto a insistir en ello, pues lo más  que me aterra es que llegues a ser víctima de este veneno y  de este puñal: la pasión de dominar. Por mucho que te valores a ti mismo, a no ser que te hayas alucinado, nunca te atreverás a creer que tú eres más que los santos apóstoles. 
QUE CORRIJA A LOS HEREJES, CONVIERTA A LOS GENTILES Y REPRIMA A LOS AMBICIOSOS
Recuerda aquellas palabras: Estoy en deuda con sabios e ignorantes. Y si piensas que puedes aplicártelas justamente, recuerda también que el título molesto de deudor le corresponde más al siervo que al Señor. Escucha lo que en el Evangelio se le dice a un siervo: ¿Cuánto debes a mi señor? Luego si te reconoces no como señor, sino como deudor de sabios e ignorantes, considéralo atentamente y cuídate de que lleguen a ser sabios los que no lo son y vuelvan a serlo quienes lo fueron. Y no hay ignorancia más grave que la infidelidad. Por eso te debes también a los infieles, judíos, griegos y gentiles.


Capítulo 3


Es fundamental que te afanes cuanto puedas por la conversión de los incrédulos a la fe. Que los convertidos no se desvíen de esa fe y los que se desviaron la recuperen. Por otra parte, los perversos necesitan volver a la rectitud; los seducidos por el error han de recobrar la verdad y a los seductores que demostrarles su engaño con sólidos argumentos para que se enmienden, si es posible, y si no, que se desprestigie su autoridad y su influencia para engañar a los demás. 
De ninguna manera puedes descuidarte ante la peor clase de incrédulos. Me refiero a los herejes y cismáticos, que están engañados e inducen a otros al error. Son como perros que se tiran a desgarrar, como zorros astutos para ocultarse. Estos, te repito, deben preocuparte especialmente para corregirlos y salvarlos o para reprimirlos, no sea que lleven a otros a la perdición. Pero en cuanto a los judíos, quedas excusado: está ya determinado el día de su conversión y no es posible adelantarlo. Primero tienen que convertirse todos los gentiles. 
Y respecto a los gentiles, ¿qué me dices? O mejor, ¿qué te dicta tu propia consideración, que en todo te interpela? ¿en qué pensaban tus antecesores para ponerle límites al Evangelio realizando la propagación de la fe, cuando todavía existen infieles? ¿Por qué -me pregunto y- se puede frenar su Palabra, que corre veloz? ¿Quién fue el primero que detuvo la carrera e su órbita de salvación? Tal vez tuvieran unas razones que se nos ocultan o se lo impidieron circunstancias insuperables.

Capítulo 4 
¿Cómo podemos justificarnos para cerrar los ojos a la realidad? ¿Con qué garantía y con qué conciencia podemos dejar de presentar a Cristo a quienes lo desconocen? ¿es que por una severidad mal entendida vamos a ocultar la verdad? A toda costa deben llegar alguna vez los paganos a la fe. ¿o esperarnos que les baje de los cielos ella sola? Nadie se ha encontrado casualmente con la fe. ¿Cómo van a creer si no hay alguien que les predique? Pedro fue enviado a Cornelio; Felipe, al eunuco; y si buscamos ejemplos más recientes, Agustín, enviado por Gregorio, difundió en Inglaterra los contenidos de la fe. Lo mismo puedes pensar de ti con relación a los paganos.
Por mi parte, te recuerdo la pertinacia de los griegos, que están con nosotros sin estar: viven unidos en la fe, pero divididos en la comunión. Aunque a decir verdad, también se han desviado ya de los senderos de la fe. Igual que la herejía. Disimuladamente serpentea por todas partes, y en algunos lugares hace estragos abiertamente, devora de modo fulminante e indistintamente a los hijos más tiernos de la Iglesia. No me preguntarás dónde está sucediendo esto. Tus legados, que con tanta frecuencia visitan los países más occidentales, lo saben muy bien y pueden informarte. Van y vienen constantemente por esas tierras o pasan muy cerca. Pero, que  yo sepa, nada han hecho hasta ahora para remediarlo. Tal vez lo hubiéramos sabido, si el oro que llega de España no hubiese prostituido la salvación del pueblo. Tarea tuya es poner remedio a semejante astucia.
Capítulo 5 

Pero existe otra estúpida ignorancia que ha llegado a convertir en una necedad la misma sabiduría de la fe. Y este virus pudo inficionar por poco a la totalidad de la Iglesia. ¿Cómo? Sencillamente, porque cada uno de nosotros sólo nos interesamos por lo nuestro. Y así nos envidiamos, nos provocamos y encendemos los odios, nos exasperamos llevando cuentas del mal, nos defendemos discutiendo, maquinamos el engaño, nos zaherimos hasta la detracción, nos deshacemos en maldiciones y, porque nos oprimen los más fuertes, tiranizamos a los más débiles.
Será muy oportuno y laudable que intensifiques la meditación de tu corazón en esta locura tan insensata que está infestando al mismo Cuerpo de Cristo, la totalidad de los creyentes; así te lo descubre tu propia consideración. ¡Ah la ambición, cruz y tormento de los propios ambiciosos! ¿será posible que a todos atormentes y todos te sigan? Nada acongoja tan angustiosamente ni inquieta tan agudamente al hombre como la ambición. Y es lo que con mayor ansiedad apetece el corazón humano. 
¿Vas a decirme que los Estados Pontificios no rezuman más ambición que devoción? ¿Qué resuena en tus palacios todo el día sino el griterío de la ambición? ¿No transpiran afán de lucro las leyes canónicas y su disciplina? ¿No pretende la voracidad italiana arrebatar sus despojos con insaciable avidez? Y a ti mismo, más de una vez, ¿no te ha obligado a interrumpir e incluso a abandonar tus ocios contemplativos? ¿Cuántas veces esta inquieta e inquietante calamidad te ha hecho abortar tus santas ocupaciones! Una cosa es que los oprimidos apelen a ti y otra muy distinta que los ambiciosos intenten aprovecharse de ti para dominar a la Iglesia. No puedes dejar abandonados a los que te necesitan, pero tampoco complacer en lo más mínimo a los ambiciosos. ¡Qué injustamente se favorece a éstos y se desatiende a los otros! Con unos estás en deuda para aliviarlos y con los otros tienes la obligación de reprimirlos.

Capítulo 6



LAS APELACIONES


Y ya que incidentalmente salieron a colación las apelaciones, no estará de más tratar expresamente esta materia. Es muy importante prestarles una religiosa atención, para evitar que por su abuso termine siendo inservible lo que se instituyó por necesidades apremiantes. A mi parecer, pueden derivarse gravísimos males si no se procede con suma prudencia en este aspecto: Desde todos los rincones de la tierra se apela a ti. Es una prueba más de la singularidad de tu primado.
Gracias a tu sensatez, espero que no caigas en vanagloria por este primado tuyo; más bien gozarás de los bienes que reporta. Ya se les dijo a los apóstoles: No os alegréis porque se os someten los espíritus. Efectivamente, apelan a ti, y Dios quiera que consigan lo que buscan, porque realmente lo necesitan. Ojalá que cuando clame el oprimido se enrede el malvado en las intrigas que ha tramado. Sería maravilloso que con sólo pronunciar tu nombre se vean libres los pobres y tuvieran que huir los opresores. Por el contrario, es inconcebible, por perverso y absolutamente injusto,  que saliera satisfecho el que obra el mal y luchara vanamente el que sufre sus consecuencias. 
Cruel corazón el tuyo si no se conmueve ante un hombre que, además de ser victima de una injusticia, debe sufrir la contrariedad y el cansancio de un viaje y encima pagar los costes del juicio. Serías un cobarde además, si no actuaras contra los causantes de tantos males. Alerta, hombre de Dios, para que cuando llegue el caso sepas reaccionar con misericordia hacia el oprimido y con indignación contra el opresor. Así se verá reconfortado el pobre por la reparación de los daños causados, por la satisfacción de sus injurias y por el esclarecimiento final de los hechos. Y sobre el otro recaerá de tal modo la justicia, que pueda arrepentirse del mal perpetrado alevosamente y no se burle más de la desdicha del inocente.
Capítulo 7

En mi opinión no puede quedar impune el que apela contra derecho. Esta norma de justicia te la imponen los principios inmutables de la equidad divina y, si no estoy en un error, la misma legalidad de las apelaciones. De manera que una apelación de recurso ilícito no es válida  para el que apela, ni su sentencia puede ser adversa para aquel contra quien se apeló. Y es lógico. ¿Con qué derecho se le puede perjudicar a nadie sin razón alguna? Por el contrario, la justicia más elemental exige que salga condenado el que pretendió hacer daño a otro.
Apelar injustamente es injusto; recurrir injusta e impunemente equivale a fomentar las apelaciones injustas. Y es injusta toda apelación motivada por una sentencia judicial equivocada o injusta. Es lícito apelar, no para inferir daño a otro, sino para defenderse del que desean hacernos. Se presume que la apelación  interpuesta antes de dictar sentencia es  totalmente injusta; a no ser que se prevea con evidencia y antelación el desafuero que nos amenaza. Por tanto, el que apela sin haber sido condenado, manifiesta claramente que intenta vejar al otro o demorar el pleito con dilaciones.
Pero la apelación no es un subterfugio, sino una defensa. Sabemos de muchos que apelaron por conseguir un tiempo para permitirse lo que jamás es lícito. También nos consta que otros muchos consiguieron, mediante la apelación, vivir hasta el final de sus días en gravísimos desórdenes como el adulterio o el incesto. ¿será posible que sirva para amparar las mayores deshonestidades, precisamente lo que debía espantar a quienes las cometen?
¿Hasta cuándo puedes fingir  que no oyes o que ignoras el enojo de la tierra entera? ¿Cuándo vas a despertar? Abre los ojos con tu consideración y contempla tanta confusión por el abuso de las apelaciones. Se interponen contra todo derecho y contra toda justicia, fuera de toda moral y todo control. No se tienen en cuenta las circunstancias más simples de lugar y de tiempo, los diversos matices de causas y situaciones personales. A lo más se conjeturan superficialmente, y muchas veces contra justicia. Antes, los que deseaban perpetrar el mal, siquiera temían a las apelaciones. Ahora se valen de ellas para hacerse temer por la gente honrada. El antídoto se ha convertido en veneno. Y este cambio no se debe precisamente a la mano del Altísimo.
Capítulo 8

Los mezquinos apelan contra los honrados para ponerles trabas a su rectitud, y éstos, por temor a la severidad de tus sentencias, se acobardan y desisten. También se apela contra los obispos para intimidarles en las causas de disolución o de impedimentos matrimoniales o por su ilicitud. Se apela contra ellos para coaccionarlos, y así pasan por alto rapiñas, robos, sacrilegios y delitos análogos. Se apela contra ellos para que a los infames e indignos se les concedan oficios y prebendas eclesiásticas o no se les remueva. ¿No se te ocurre ningún remedio a tanta calamidad? Por lo menos, que no sirvan para causar la muerte de unas instituciones que se crearon para evitarla. 
El Señor se encendió de ira por el celo de su casa, convertida en cueva de ladrones. Tú, su ministro, ¿serás capaz de tolerar que el asilo de los desgraciados acabe siendo un arma poderosa para que domine  a iniquidad? ¿No ves cómo todos hacen el papel de oprimidos y se dan prisa en apelar, no para defenderse  sino para atropellar a otros? ¿Qué injusticias se ocultan en todo esto? Tú debes meditarlo en tu consideración. Yo no tengo por qué explicártelo. ¿Y por qué -me preguntarás quizá- no acuden a mí los que son víctimas de una apelación injusta, para probar su inocencia y dejar desarmada a la maldad?  Yo te respondería con sus propios comentarios: No queremos luchar inútilmente. Es la misma curia quien favorece más a los que así apelan, e incluso fomentan este estilo de apelaciones. Para perder en Roma es preferible perder sin movernos de casa.
Capítulo 9



Te confieso que yo me inclino a darles la razón. Entre tantas apelaciones que hoy se interponen, ¿podrías citarme un solo caso en  que se restituya un céntimo por los gastos de viaje a quien se le  ha llevado injustamente a un juicio de apelación? Sería un milagro que en tus tribunales se haga justicia con todos los apelantes cuando se resuelven en su favor y con todos sus contrarios cuando se les declara reos. Amad la justicia los que regís la tierra. 
De poco sirve cumplir con la justicia sin amarla. Los que la cumplen se limitan a cumplirla; los que la aman se desviven por ella. El que ama la justicia la busca sin descanso y corre tras ella. Por eso persigue tú toda injusticia. No tengas nada en común con quienes van a las apelaciones como a una cacería. Es bochornoso. Pero podríamos evocar el reclamo pagano, convenido ya en refrán: Hemos soltado dos gruesos ciervos. Hablando llanamente, se trata de una bufonada vacía de todo sentido de Justicia. 
EL ABUSO DE LAS APELACIONES 
Si tú realmente amas la justicia, no puedes apasionarte por las apelaciones. En todo caso, te limitarás a tolerarlas. Por otra parte, ¿de qué les sirve a las Iglesias de Dios tu entrega personal a la justicia, cuando de  hecho prevalece la sentencia de otros que no piensan como tú? Pero de esto ya trataremos cuando abordemos el tema de las circunstancias que te rodean.
TRATADO DE LAS CONSIDERACIONES AL PAPA EUGENIO. LIBRO TERCERO. CAPÍTULO X

Capítulo 10



Con todo, no creas que pierdes el tiempo considerando ya cómo podrías restablecer la legitimidad  de las apelaciones. Si quieres saber mi parecer, o mejor, si se tuviera en cuenta mi pensamiento, te diría que no deben ni menospreciarse ni recomendarse. Es más, me resultaría difícil decirte cuál de las dos cosas considero más nociva. No obstante, es claro que abusar de algo induce necesariamente a despreciarlo. Por esta razón habría que desaconsejar decididamente las apelaciones, más bien nocivas que beneficiosas. ¿o no resulta más perjudicial lo que, siendo de suyo malo, es peor todavía en sus mismas consecuencias? ¿No es su abuso el que degrada y destruye la naturaleza misma de las cosas? De ordinario, basta su abuso para rebajar e incluso anular el valor de las realidades más ricas. 
¿Existe algo superior a los sacramentos? Y no sirven para nada cuando se confieren indignamente o se reciben mal. En cuyo caso son motivo de condenación, porque no se les presta la debida veneración. Reconozco que las apelaciones son un bien universal, tan benéfico para los hombres como el sol: algo así como ese sol de justicia que descubre y reprueba lo que está oculto, porque son las obras de las tinieblas. Deben mantenerse e incluso fomentarse, pero cuando efectivamente son necesarias. No cuando son artimañas de la astucia. En este caso siempre son abusivas: no ayudan al que lo necesita y favorecen al malvado. Por ello han caído en total descrédito. Hasta el extremo de que muchos, en vez de comparecer ante los tribunales, renuncian a sus propios derechos por no embarcarse en un viaje penoso y perdido. Otros, aunque no se resignan a perder sus derechos,  refieren eludir una apelación inútil, despreciando la dignidad  de personas excelsas a quienes se apela más inútilmente aún.
TRATADO DE LAS CONSIDERACIONES AL PAPA EUGENIO. LIBRO TERCERO. CAPÍTULO XI

Capítulo 11

Voy a poner algunos ejemplos. Cierta persona se había desposado oficialmente con su prometida. Llega el gran día de sus bodas. Todo estaba preparado y asistían muchos invitados. Bruscamente irrumpió en gritos de apelación uno de los presentes, que deseaba la mujer del novio, alegando su propio derecho a casarse con ella por haberse prometido anteriormente a él. Pasmado el novio y asombrados todos los asistentes, el sacerdote vacila en seguir adelante, y con toda la fiesta preparada, cada cual se vuelve a su propia casa a comer. Quedó así la novia privada del derecho a la mesa y al lecho de su marido, mientras no se resolviese el asunto en Roma. Esto sucedía en París, noble ciudad y corte real de Francia. 
En la misma ciudad, otro desposado ya con su novia, fijó la fecha de boda. Inventan una calumnia, afirman que no pueden casarse y llevan la causa a los tribunales eclesiásticos. Sin esperar a que se dictase sentencia, sin causa ni razón, apelan a Roma con la única intención de dar largas y demorar las nupcias. Pero el interesado no se resignó a que sus gastos fueran baldíos ni a vivir más tiempo sin la compañía de su mujer tan amada y, despreciando o fingiendo ignorar la apelación, consumó todos sus propósitos. 
¿Y lo que sucedió con un joven de Auxerre? Muerto su santo obispo, los clérigos se dispusieron, según costumbre, a la elección del sucesor. Pero intervino un joven, que apeló oponiéndose a que la realizaran mientras él no fuese a Roma y regresara. Ni siquiera cursó la apelación. Y al ver que todos se mofaban de él por su absurda apelación, se confabuló con otros, y tres días después de haber hecho los clérigos la elección, procedió a su propia designación.


Se deduce de estos casos y otros muchísimos parecidos que no se abusa de las apelaciones porque son menospreciadas. Al revés. Son despreciadas porque se abusa de ellas. Tú verás, por tanto, qué sentido puede tener que tu celo casi siempre castigue su desprecio y tolere su abuso. ¿Deseas de verdad que tu castigo sea eficaz? 
Ahoga ese germen funesto en el seno mismo de una madre tan corrompida. Lo conseguirás si sancionas el abuso de las apelaciones con la severidad  que se merece. Arráncalo, y así no tendrá excusa quien las menosprecie. Es más: esa inexcusabilidad desaprobará la audacia de no comparecer. Si desaparecen los abusos, se elimina el menosprecio, o será muy raro. Obras rectamente cuando rechazas el recurso, o mejor, el subterfugio de las apelaciones y remites muchas causas a los peritos o a quienes están más capacitados para sentenciar. Siempre que la averiguación de los hechos se clarifique más exactamente, la decisión será más segura y más libre. Prestas así un gran servicio, ahorrando con ello mucho trabajo y muchos gastos. Pero lo que te exige suma atención es indagar a quiénes debes concederles tu credibilidad. 

CUANTO DAÑA LA AVARICIA 
Sobre todo esto podía decirte muchas cosas más. Pero fiel a mi planteamiento, y satisfecho por haberte proporcionado materia para tu consideración, voy a pasar a otro punto.


Creo que no se puede tornar a la ligera el primer tema que se nos presentó. Ejerces una primacía única. ¿para qué? Te insisto en que esto es lo que más debes considerar. ¿eres el primado para prosperar tú a costa de tus súbditos? De ninguna manera, sino ellos a costa tuya. Te nombraron príncipe  para su servicio, no para el tuyo. De lo contrario, ¿cómo podrías considerarte superior a aquellos de quienes mendigas tu propio bienestar? Escucha al Señor: los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. 
Estas palabras se refieren al poder mundano y temporal. ¿Rezan con nosotros? Serías un insincero si lo negases. Pues más que hacerles el bien, pretenderías dominar sobre aquel a quien se lo haces. Y es de corazones ruines y mezquinos buscar en los súbditos no su promoción, sino los intereses propios. Nada más bochornoso, especialmente para quien es el mayor de todos. Lo dijo bellamente el Doctor de los gentiles cuando afirmaba que son los padres quienes tienen que ganar para los hijos y no los hijos para los padres. No menos honrosa es aquella otra frase suya: no busco vuestros dones, sino vuestros intereses. 
Pero pasemos adelante, no sea que, si me detengo más en esto, termines pensando que te considero un avaricioso. Ya dejé claro en el libro II que estás totalmente exento de este vicio. Sé cuántas cosas has rechazado, pasando tú necesidad. Pero no olvides que estoy escribiéndote a ti, mas no para ti. Pues lo que te digo a ti, no va dirigido sólo a tu propio bien. He censurado aquí la avaricia, vicio del que tu fama se ve muy libre. Pero tú verás si también están libres tus obras. Por no referirme a las ofrendas para los pobres, que ni las tocas, hemos podido comprobar cómo descendían las arcas de Alemania, pero no de volumen, sino de valor. Porque consideraste su plata como si fuese heno. Obligaste, y con gran resistencia, a que regresaran a su patria con sus acémilas aquellos hombres sin que siquiera llegasen a desatar las sacas. Algo inaudito. 
¿Cuándo se había rehusado en Roma el oro? No puedo creer que esto sucediese con el asentimiento de los romanos. Llegaron dos personajes, los dos ricos y reos de una acusación. Uno de ellos era de Maguncia y el otro de Colonia. Al primero se le absolvió absolutamente gratis. Al segundo, indigno del perdón, según creo, le dijeron: Puedes marcharte con toda la riqueza que trajiste. Admirable reacción, muy propia de tu libertad apostólica. Claramente paralela de otra que conocemos: Púdrete tú con tus cuartos. Sólo hay una ligera diferencia entre ambas: en ésta, el celo es más violento, y en la otra, más moderado.  
También se hizo famoso el caso de aquel otro señor que, procedente de islas remotas, atravesó mares y tierras para volver a comprar un obispado con su dinero y el ajeno. Por el mismo procedimiento, había conseguido otro anteriormente. Mucho llevó consigo, pero tuvo que regresar con ello. Bueno; algo le quitaron. Porque el desgraciado cayó en otras manos, más abiertas para recibir que para dar. Obraste rectamente conservando limpias las tuyas, por no consentir en imponerlas sobre un ambicioso y por no abrirlas al oro de la iniquidad. 
En cambio, no cerraste tus manos a un obispo pobre, dándole de lo tuyo para que él, a su vez, pudiera darlo y no quedara como un tacaño. El recibió a escondidas lo que después regalaría con gran publicidad. Con tu bolsa le sacabas de un apuro, permitiéndole que pudiese corresponder con las costumbres establecidas en la curia romana. Y a la vez tu generosidad evitaba la avaricia de los que buscan gratificaciones. No puedes negarlo, porque conozco el caso y su protagonista. ¿Te molesta que lo dé a conocer? Pues cuanto más te mortifique su divulgación, lo hago más gustosamente. Así yo cumplo con mi deber y tú con el tuyo: Yo no debo silenciar la gloria de Cristo y tú no puedes buscar tu propio prestigio. Y si todavía sigues  lamentándote, podría recordarte lo del  Evangelio: Cuanto más se lo prohibía, más lo pregonaban ellos, diciendo: ¡qué bien lo hace todo!


LOS OBISPOS REBELDES A LA SUMISIÓN DESEAN EMANCIPARSE


Escucha otra cosa, si realmente puede  considerarse distinta de la anterior. Tal vez alguien prefiera pensar que no difieren entre sí. Que lo decida tu consideración. A mi entender, no anda muy equivocado el que sitúa la rebeldía entre las diversas especies de avaricia. No seré yo quien niegue que es una clase de codicia. Al menos tiene todas las apariencias de serlo. Y no olvides que tu perfección exige no sólo evitar el mal, sino todo lo que pueda parecerlo. Lo primero, por tu conciencia. Lo segundo, por tu buena fama. Aunque a otros se les permita, recuerda que tú no puedes realizar nada que resulte sospechoso. Pregúntaselo a tus antepasados y te lo dirán: Manteneos lejos de toda clase de mal. Imite el siervo a su señor, como él dice: El  que quiera servirme, que me siga. Por otra parte, afirma el salmo: El Señor reina, vestido de majestad; el Señor, vestido y ceñido de poder. Sé tú también firme en la fe, cíñete de gloria y mostrarás que eres fiel imitador de Dios. Tu fortaleza ha de ser la confianza en la fidelidad de tu conciencia; tu gloria, el brillo de tu fama. 
Te repito que te revistas de fuerza  ara complacer a tu Señor. El goza con tu hermosura y tu belleza como en su propia imagen. Vístete con las vestiduras de tu gloria, semejantes a los trajes forrados que llevaban los criados de aquella mujer hacendosa. Elimina de tu conciencia la debilidad vacilante de una fe mediocre. Que no aparezca en tu fama la más leve moda de imperfección. Ponte los vestidos forrados, y así, la alegría que nuestra el marido con su esposa, tú alma, la encontrará tu Dios contigo. Quizá te extrañe todo lo que voy diciéndote, pues no sabes lo que busco con ello. Y no quiero tenene en vilo. 
Me refiero al descontento y a las disensiones de las Iglesias. Braman al verse truncadas y desmembradas. No hay ninguna o son poquísimas las que no sientan o no teman esta herida. ¿Quieres saber cuál? Mira. Los abades eluden la jurisdicción de los obispos; éstos, la de los arzobispos, y los arzobispos, la de los patriarcas o primados. ¿Qué te parece el espectáculo? Me chocaría mucho que fueras capaz de encontrar excusas a esta situación. Tampoco entendería que sea necesario hallarlas. Si fuera así, me demostrarías que estás encumbrado en el poder, pero no en la justicia. Lo harías porque puedes hacerlo. Pero la cuestión es saber si debes hacerlo. Has sido elevado a ese lugar que ocupas no para remover, sino para mantener a cada uno en su puesto y rango de honor que le corresponde, como dice el Apóstol: Honra a quien le corresponde el honor.


El hombre de espíritu, el  que puede enjuiciarlo todo, mientras a él nadie puede enjuiciale, antes de poner en obra cualquier cosa tiene presentes estas tres consideraciones: ¿es lícito, es conveniente, es útil? Pues aunque en pura filosofía cristiana no es conveniente una cosa sino cuando es lícita, y no es útil sino cuando es conveniente y lícita, no siempre será consecuente hacer todo lo que es lícito, útil y conveniente. Vamos a ver si podemos aplicar estas tres condiciones al caso concreto del que tratamos. 
¿Cómo es posible que conviertas en norma a tu propia voluntad? Y puesto que no tienes a quién recurrir, ¿vas a tomar como único consejero a tu propio poder? ¿serás mayor que tu Señor cuando dijo: No he venido a hacer mi voluntad? Es propio de un espíritu, no ya vil, sino soberbio, comportarse contra el dictado de la razón como un irracional, siguiendo el propio capricho, impulsado por el instinto y no por el discernimiento. ¿Hay algo más brutal? Es indigno de todo ser dotado de razón vivir como una bestia. ¿Quién podrá concebir en ti, puesto sobre todos para regir el mundo entero, semejante degradación de tu naturaleza y un insulto tan afrentoso a tu dignidad? Si llegases hasta ese envilecimiento -lo que Dios no permita- podrías apropiarte como dirigida a ti aquella increpación general: El hombre no entendió el honor al que fue elevado, se rebajó al nivel de los jumentos que nada saben y se hizo semejante a ellos. 
Tú lo posees todo. Pero sería vergonzoso que todavía vivieras insatisfecho y te rebajaras a regañar hasta lo más insignificante, como si no te peteneciese. Me gustaría que recordases ahora la parábola de Natán sobre aquel hombre que, poseyendo cien ovejas, codició la única que tenía un pobre. También sería oportuno traer a colación la conducta, o, mejor, el crimen, del rey Ajab, que lo tenía todo y se encaprichó de una viña ajena. Que Dios te libre de escuchar lo que él oyó: Has asesinado y encima robas.


No alegues ahora los bienes que se derivan de la exención, porque con eso no se consigue nada. Unicamente que los obispos se vuelvan más insolentes y los monjes más relaJados. Y si me apuras, más necesitados. Si no, examina atentamente los bienes que poseen y su estilo de vida. Seguro que en unos encontrarás la miseria más vergonzante y el aseglaramiento en otros. Este par de hijos nacieron de la misma madre: el abuso de la libertad. ¿Cómo no va a pecar más licenciosamente un pueblo suelto y mal gobernado, si no tiene quién le reprenda? ¿Cómo no van a ser saqueados y robados impunemente los monasterios si se ven sin un defensor? ¿a quién pueden acudir? ¿a los obispos dolidos aún del desprecio que les infirieron con la exención? Es justo que contemplen con desprecio los desórdenes en que han caído y los males que padecen. 
¿Qué ganamos con tanta sangre? Tememos aquella amenaza de Dios contra el profeta: El malvado morirá en su culpa y a ti te pediré cuenta de  su sangre. Si por causa de la exención se hincha de orgullo el que la recibe y se consume en ira el que pierde sus derechos, no puede considerarse inocente el que la concede. Mas no para aquí la cosa, porque el fuego ha quedado encubierto por las cenizas. Y me explico.  
Si el que murmura muere en su espíritu, ¿podrá vivir el que le instiga? Y el que proporciona la espada para que mueran los dos, ¿no será reo de la muerte de ambos? Eso es lo que hace poco escuchábamos: Has asesinado y encima robas. Por si fuera poco, los que escuchan la murmuración se escandalizan se indignan, insultan, blasfeman. En una palabra: quedan heridos de muerte. No es un buen árbol el que da frutos de arrogancia, relajación, fraude, dilapidación, fingimiento, escándalo, odio lo que es más doloroso aún, las profundas rivalidades y continuas discordias entre las Iglesias. Ya ves qué gran verdad encierra aquella sentencia: Todo me está permitido, pero yo no me dejo dominar por nada. ¿Y cuando ni siquiera está permitido? Perdóname, pero no puedo hacerme a la idea de que te esté permitido consentir en algo que engendra tantos males.
Capítulo 17

Finalmente, ¿piensas que te es lícito amputar a las Iglesias sus miembros, cambiar el orden establecido y variar caprichosamente los límites señalados por tus antecesores? Si la Justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, quitárselo siempre será una injusticia. Te equivocas si crees que por ser tu potestad apostólica la suprema autoridad, es también la única establecida por Dios. Disentirías de aquel que dijo: No existe autoridad sin que lo disponga Dios. Por eso añadió: El insumiso a la autoridad se opone a la disposición de Dios. El se refiere principalmente a tu autoridad, pero no exclusivamente. Por ello prosigue diciendo: Sométase todo individuo a las autoridades superiores. No dice superior. Y refiriéndose a una sola persona, sino superiores, porque se trata de muchos. 
Así que no sólo tu poder viene del Señor, sino también el de las autoridades intermedias e inferiores. Y como no se debe separar lo que Dios unió, tampoco se debe equiparar lo que mutuamente subordinó entre sí. Engendrarías un monstruo si, arrancando un dedo de una mano, lo cuelgas de la cabeza; lo harías superior a su mano e igual a su brazo. Lo mismo sucedería si en el Cuerpo de Cristo distribuyeses sus miembros modificando la disposición que él estableció. A no ser que tú prescindas de que fue Cristo quien puso en la Iglesia a unos como apóstoles, a otros como profetas, a otros como evangelistas, a otros como maestros y pastores, con el fin de equipar a los consagrados para los diversos ministerios y construir el Cuerpo de Cristo. 
Este Cuerpo es el que San Pablo te describe, con su lenguaje verdaderamente apostólico, en perfecta armonía con su cabeza, Cristo. De él viene que el Cuerpo entero, compacto y trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar de cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por el amor. Líbrate bien de menospreciar esta ordenación, so pretexto de que sólo se organizó para este mundo, que su modelo ejemplar está en el cielo. Ni siquiera el Hijo puede  hacer nada de por sí; primero tiene que vérselo hacer a Padre. A él van dirigidas especialmente estas palabras  que escuchó Moisés: Ten cuidado de hacerlo todo conforme al  modelo que se te ha mostrado en el monte.


Esta misma frase la tuvo en cuenta el que escribía: Vi bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia. Yo creo que lo dijo pensando en la semejanza entre las dos ciudades. Así como los serafines y querubines y los demás órdenes celestiales, hasta los arcángeles y los ángeles, están subordinados a un solo Señor que es Dios, también en la tierra primados y patriarcas, arzobispos y obispos, abades y presbíteros y todos los demás están bajo un único sumo pontífice. No debemos subestimar un orden dispuesto por Dios mismo y que tiene su origen en el cielo. Si un obispo dijera: No quiero estar bajo el arzobispo, o un abad: No quiero obedecer al obispo, tenga por seguro que sus sentimientos no vienen del cielo. A menos que tengas noticias de algún ángel insumiso a los arcángeles o de cualquier otro espíritu celestial, que sólo se somete a Dios. 
Entonces -me dirás-, ¿me prohíbes conceder dispensas? No. Te prohíbo que lo hagas destruyendo el orden. No puedo ignorar que tienes poder para establecer dispensas, pero que sirvan para edificar, no para destruir. Lo que al fin y al cabo se pide a los encargados es que sean de fiar. Cuando lo exige una necesidad, está justificada la dispensa. Si lo requiere la utilidad es hasta encomiable. Me refiero a la utilidad común; no a la propia. Si no concurren estas circunstancias, no se puede hablar de dispensas legítimas, sino de una cruel destrucción. Todos sabemos que algunos monasterios enclavados en diversas diócesis, por voluntad de sus fundadores, pertenecen desde sus orígenes de manera especial a la Santa Sede. Pero una cosa es lo que se funda por devoción y otra muy distinta lo que maquinan los ambiciosos por no soportar la sumisión. Y con esto concluimos el tema.


QUE CONSIDERE SI SE OBSERVAN EN LA IGLESIA UNIVERSAL SUS PROPIAS CONSTITUCIONES APOSTOLICAS


Réstanos ahora que tu consideración detenga su mirada en el estado general de la Iglesia universal. Para ver si los pueblos viven sumisos con la humildad necesaria a los clérigos, éstos a los sacerdotes y los sacerdotes a Dios; si en los monasterios y demás lugares religiosos reina el orden y se guarda celosamente la observancia; si se mantienen en todo su vigor las censuras eclesiásticas en materia de fe y costumbres; si florece la viña del Señor por la honestidad y la santidad de sus sacerdotes; si esas flores dan sus frutos por la obediencia del pueblo fiel; si se cumplen tus leyes y constituciones apostólicas con la solicitud que se merecen, no sea que aparezca en el campo del Señor la incuria o el hurto como consecuencias de tu descuido. 
Por de pronto, sin hablar de muchísimas disposiciones que hace tiempo yacen en el olvido, puedo demostrarte que tampoco se cumplen algunas otras  que tú promulgaste. Fuiste tú en persona quien decretaste en concilio de Reims los cánones que ahora mencionaré. ¿Y quién los ha cumplido? Estás equivocado si crees que se tienen en cuenta. Y si crees que no se cumplen, pecas. Porque decretaste lo que no se iba a poner en práctica o porque haces la vista gorda. 
Mandamos -decías- que tanto los obispos como los clérigos eviten escandalizar con tu porte exterior, por el lujo en el vestir telas de colores llamativos y peregrinas hechuras o por sus peinados, cuando deberían ser modelo y ejemplo de todos los que les vean. Disponemos asimismo que condenen la inmoralidad con su propia conducta y demuestren con su vida entera el amor a la inocencia, tal como lo exige la dignidad del orden clerical. Si, amonestados por sus propios obispos, no les obedeciesen en el plazo de cuarenta días, sean privados de sus beneficios eclesiásticos por la autoridad directa de sus propios obispos. Si éstos fuesen remisos en imponer dichas penas, se abstendrán de su oficio de obispo hasta que castiguen a los clérigos de su jurisdicción con las sanciones impuestas por Nos; porque a nadie se le puede imputar con mayor razón la culpa de los súbditos como a sus superiores descuidados o negligentes. 
También mandamos que nadie sea nombrado arcediano o deán si no ha recibido el sacramento del diaconado o presbiterado. Y los arcedianos, deanes o prebostes que hubieran sido promovidos sin recibir esos sacramentos, si se negasen a ser ordenados, serán privados de su dignidad. Prohibimos además que se concedan dichas dignidades a cualquier adolescente y a quienes sólo han recibido órdenes de grado inferior. Asígnense únicamente a los ordenados que sobresalen por su moderación y santidad de vida.




Estas fueron tus leyes. Tú mismo las promulgaste, Qué efecto han tenido? Continúa promoviéndose en la Iglesia a los adolescentes y a los que aún no han recibido órdenes sagradas. En cuanto al primer punto, sí se ha prohibido el lujo en el vestir, pero no ha desaparecido. Quedó promulgado su castigo, mas nunca se ha aplicado. Han transcurrido ya cuatro años desde su promulgación y aún no hemos tenido que llorar por un solo clérigo privado de su beneficio ni por un solo obispo suspendido de su oficio. Pero sí hemos tenido que derramar lágrimas amargas por las consecuencias que se han seguido. ¿Por qué? Por la más absoluta impunidad, hija de la incuria, madre de la insolencia, raíz de la desvergüenza, fomento de toda transgresión. Dichoso tú, si consigues desterrar esta incuria, causa fundamental de todos esos males Es de esperar que te esfuerces para lograrlo. 
Ahora levanta tus ojos y mira si no sigue deshonrando al orden clerical su modo de vestir; si la confección de sus prendas no deja al desnudo hasta la ingle. Y se excusan diciendo: ¿Acaso Dios no se fija más en las costumbres que en los vestidos? Pero es evidente que esa manera de vestir delata la deformidad de sus almas y de sus vidas. Es una insensatez que los clérigos pretendan ser una cosa y aparentar otra. Con ello desmerece su honestidad y su sinceridad. Parecen militares por su porte y clérigos por su avaricia; pero por sus obras no son ni una cosa ni otra. Ni luchan como soldados ni evangelizan como clérigos. 
¿A qué orden pertenecen entonces? Como quieren ser de los dos, desertan de ambos y a los dos confunden y traicionan. Cada cual resucitará en su orden. ¿en cuál resucitarán ellos? ¿o perecerán más bien sin pertenecer a ninguno los que vivieron fuera de todo orden? Si creemos que Dios no ha dejado nada en el desorden; desde lo más elevado hasta lo más insignificante, temo que les lleve al lugar en el  que no hay orden alguno, sino el horror sempiterno. Esposa desgraciada la que se fía de tales padrinos de  boda. No tienen escrúpulo alguno en robarle ambiciosamente lo que debían regalarle para embellecerla. No son amigos del esposo, sino sus rivales. 
Ya hemos hablado bastante sobre lo que cae bajo tu poder. No porque haya agotado la materia, que es excesiva, sino porque con esto es suficiente para lo que yo me había propuesto, Vamos a entrar ya en la consideración de lo que tienes a tu alrededor. Y el Libro IV nos dará esa oportunidad.




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