martes, 1 de enero de 2013

SAN BERNARDO Y EL SIGLO UNDÉCIMO


San Bernardo y el siglo duodécimo

El camino de la Cruz

Europa se había investido con la armadura de la fe y se sintió animada por el espíritu delas Cruzadas. La aurora de ese siglo vio a los cristianos en posesión de los Santos Lugares después de haber derrotado definitivamente a los turcos. Vio también a un escolar llamado Bernardo, que luego, durante sesenta y tres años de gigante actividad ejercería perdurable influencia sobre la Iglesia y el Imperio. Este sorprendente carácter, destinado a inmortalizarse en la historia, provenía de una familia extraordinaria. Su padre, Tecelino, fue un poderoso vasallo del duque de Borgoña; su madre, llamada Isabel, esposa feliz, previsora y sensible. A la edad de nueve años, el muchacho borgoñón fue enviado a la escuela de Chatillon-sur-Seine, donde, entre los hijos de las clases superiores, estudió idioma y literatura, poesía y las Sagradas Escrituras. El tumulto y la algarada de la Primera Cruzada apenas había pasado cuando ya aquellos muchachos de la Edad Media se familiarizaron con viseras, espadas y brillantes armaduras, así como los jóvenes actuales se entretienen con los palos de baseball, pelotas y guantes de boxeo. Escucharon muchas historias sobre cristianos perseguidos y esclavizados por los musulmanes, cuya Media Luna siempre amenazaba a la Verdadera Cruz. Estudiantes de más edad recordaban haber oído hablar de Pedro el Ermitaño quien, estimulado por el Papa Urbano, cruzó todo el norte de Italia así como Francia, reclutando soldados para partir a conquistar los Santos Lugares del dominio de los turcos. "¡Dios lo quiere!", fue el grito de guerra del fogoso monje. "Debe haber guerra -proclamó Pedro el Ermitaño-, sí guerra sin cuartel, mientras los infieles continúen torturando a los peregrinos y profanando los Santos Lugares." Con la partida de los primeros cruzados, Pedro había cumplido su obra. Los cruzados fundaron el reino de Jerusalén, permaneciendo muchos para plantar la buena simiente en Siria y Palestina.
El espíritu de la Guerra Santa prendió profundamente en el corazón del joven escolar. ¿Se imaginarían sus compañeros que el hijo de Tecelino se consagraría un día a la causa de Dios? El mismo año en que él ingresó en la escuela, en el verano de 1099, el patio de juegos fue agitado por la feliz noticia de la toma de Jerusalén. El alma juvenil de Bernardo debió anhelar ardientemente vestir la brillante armadura e ingresar en las filas de los soldados de la Cruz. Tanto más cuanto se inflamaba su mente con las historias que oía referentes a Constantinopla, Niza y Antioquia. A lo que habrá que agregar las cartas que de seguro leyó, como ejemplo ésta de Pedro de Blois a su esposa:
Puedes estar segura, amada mía, que mi mensajero me deja delante de Antioquia sano y salvo, debido a la gracia de Dios. Hemos avanzado continuamente durante veintitrés semanas hacia la patria de Nuestro Señor Jesucristo. Debes tener por cierto, querida mía, que poseo ahora el doble de ora y de plata y de muchas otras clases de riquezas que las que tenía cuando dejé Nicea. Con la ayuda de Dios derrotamos por completo a los pérfidos turcos en una gran batalla. Desde entonces, persiguiendo continuamente a los perversos turcos, los arrojamos más allá del gran río Eufrates.
Los más valientes de ellos, por marchas forzadas, noche y día, se apresuraron a entrar en la ciudad real de Antioquia antes de que nosotros nos acercáramos. El ejército entero de Dios, al enterarse de eso, expresó su agradecimiento y sus alabanzas al Señor Omnipotente. Nos aproximamos con contento a Antioquia, ciudad que sitiamos, y tuvimos constantes combates con los turcos, y siete veces con los mismos ciudadanos de Antioquia y con las innumerables tropas que acudían en su auxilio. En todas esas siete batallas, con la ayuda de Dios Nuestro Señor, conquistamos, y muy seguramente matamos, una inmensa cantidad de nuestros enemigos. También murieron muchos de nuestros hermanos y adeptos, y sus almas gozarán ahora de las alegrías del Paraíso.
Cuando el emir de Antioquia -es decir, su príncipe y señor- conoció que estaba gravemente amenazado por nosotros, envió a su hijo al príncipe que domina en Jerusalén, y al príncipe de Damasco y a otros tres príncipes. Estos cinco emires, con doce mil escogidos caballeros turcos, acudieron rápidamente en socorro de los habitantes de Antioquia. Nosotros, ignorantes de todo ello, habíamos enviado muchos de nuestros soldados a ciudad y fortalezas; porque están en nuestro poder, a través de toda Siria, unas ciento sesenta y cinco ciudades y fortalezas. Pero un poco antes de que penetraran en la ciudad, los atacamos a tres leguas de distancia con setecientos soldados. Dios luchó por nosotros, sus creyentes. En aquel día los derrotamos y matamos una multitud innumerable; y trajimos para mostrar al ejército más de doscientas de sus cabezas, a objeto de que el pueblo se regocijara en aquella ocasión...
Aquellos "lobos pardos" pagaron muy caro todas las lágrimas y sangre, hambre y sed, e inesperadas muertes que habían causado a hombres y mujeres cristianos. ¿Pero cuándo el impaciente joven podría empezar a servir? ¿Cuándo podría tomar parte en el conflicto del cristianismo contra el mahometismo?

Pruebas de un joven caballero

A los diecinueve años, Bernardo abandonó la escuela para retornar al castillo de su padre, cerca de Dijón. Diez años habían causado muchos cambios en el estudiante, extraordinariamente dotado. Había crecido mucho, era sumamente atractivo, vigoroso, alegre y lleno de vida. Una tentación violenta de goces impuros asaltó al hermoso joven, que consiguió escapar al pecado luchando con el mal enemigo hasta el fin y obteniendo una victoria muy importante sobre sí mismo. Preocupado por dominar su baja naturaleza, Bernardo ya mostró en cierta medida de qué heroica sustancia estaba hecho. La siguiente gran prueba que tuvo que soportar fue la pérdida de su maravillosa madre, terrible golpe para toda la familia, especialmente para Bernardo que la amaba con profundo y perdurable amor. Su partida pareció arrebatarle toda alegría, toda felicidad, casi la vida misma. Tenía entonces veinte años de edad; y vivía en una atmósfera de guerra cuando recibió el llamado de los cielos, para ser un soldado de Jesucristo. Ocurrió ello un día, mientras iba de camino para visitar a sus hermanos que se encontraban en el campo de batalla del lado del duque de Borgoña. Mientras galopaba pensando en este mundo dominado por el delirio de la guerra, por el orgullo y la perpetua intranquilidad, le pareció ver ante sí una vaga sombra, y de repente una voz resonó en lo recóndito de su corazón: "Venid a Mí, todos los que trabajáis y estáis sobrecargados y yo os refrescaré; aceptad mi yugo sobre vosotros y encontraréis reposo para vuestras almas". Las vivas palabras de Cristo encontraron eco, y un anhelo celestial tomó posesión de Bernardo, emocionado como nunca hasta la médula de sus huesos. Siguió su camino y desmontó ante la puerta de la próxima iglesia que encontró: todo tembloroso, penetró en el templo y se postró ante el altar, orando con fervor, levantando sus ojos impregnados de lágrimas hacia los cielos y volcando su corazón como agua ante la faz del Señor. Le llegó la respuesta de Dios cuando cayó sobre su alma una calma profunda, en tanto que el aliento divino renovó su mismo ser interior. Ardiente de amor, consagró su existencia a Dios, aceptando gozosamente el yugo de Aquel que es manso y humilde de corazón.
La decisión de Bernardo en ese día, resolución heroica, alteró su vida entera. Resolvió enterrar su espada virgen, renunciar a su carrera de caballero y hacerse monje. Todo ello, sin embargo, no resultó nada fácil a causa de la oposición decidida de su anciano padre, de sus batalladores hermanos y de su amorosa hermanita, Humbelina, tan cara a su corazón. Todos ellos recurrieron a los medios que juzgaron más convincentes para disuadir al joven de dar aquel paso. La decisión se hacía sumamente dificultosa, pero un tío, que era ala vez soldado y noble, estuvo por entero de parte de Bernardo, a despecho de todas las protestas de la familia. Después de cierto tiempo, Bernardo ganó la buena voluntad de sus hermanos más jóvenes, Andrés y Bartolomé, a la vez que del mayor. Pero su hermano Gerardo se oponía con tanto encono a su proyecto que Bernardo decidió visitarlo en el campamento, donde estaba al frente de las tropas sitiadoras de Grancey. El recibimiento que su hermanos le acordó estuvo lejos de ser fraternal, ni siquiera amistoso: hubo desprecio, insultos, escarnio, a medida que se inflamaba su enojo. "Sé -dijo Bernardo poniendo su mano sobre el hombro de su atrabiliario hermano-, sí, bien sé que sólo la adversidad abrirá tu espíritu a la verdad. Bien, llegará el día en que esta parte de tu cuerpo que ahora toco, será atravesada por una flecha, la que abrirá así una entrada hacia tu corazón a estas palabras que ahora rechazas con desdén". Pocos días después, durante el sitio, Gerardo fue seriamente herido por una flecha en el mismo punto de su espalda que su hermano había tocado. Durante días, el bravo y joven caballero estuvo entre la vida y la muerte, tan cruel fue la herida y tan constante la fiebre. Hubo poca esperanza hasta después de la llegada de un mensajero enviado por el afligido Bernardo. "Tu herida -decía en su carta- no es para la muerte sino para la vida". Y así ocurrió, en efecto, y el mismo Gerardo, años más tarde, se hizo monje. Durante todo aquel turbulento tiempo, Bernardo, como buen soldado de Cristo, pudo sólo vigilar, orar y luchar en lo más íntimo de su corazón contra el mundo, la carne y el demonio.

El joven monje

El año 1113 figura como una de las más grandes fechas en la historia de aquel siglo. En tal año, Bernardo y treinta jóvenes más llamaron a las puertas de Cister, implorando ser admitidos en las filas de los monjes blancos. Fue la más valiente, la más elevadas aventura que nunca emprendieran, porque la Regla cisterciense requería no sólo valor físico sino también gran energía de espíritu. "Nuestro alimento es escaso -escribe un abad-, nuestros hábitos, los más ordinarios. Bebemos en el arroyo que corre, dormimos a menudo sobre nuestro libro de oración. Y extendemos bajo nuestros fatigados miembros un jergón que anda tiene de muelle... Cuando suenan las campanas, a la hora en que el sueño es más dulce, debemos levantarnos. No hay sitio para la propia voluntad, ni tiempo para holgar o para la disipación". La vida entera de aquellos hombres de Dios estaba orientada por su ardiente amor a Nuestro Señor, por el solo propósito de "avanzar" en Cristo y por el deseo de seguir su ejemplo a través del desierto de la vida. Tales sentimientos dominaron desde un principio a Bernardo hasta llevarlo a grandes progresos espirituales, tanto, que después de tres años sus superiores decidieron enviar al joven monje a realizar una campaña por Dios. En el año 1115 lo vemos cumpliendo sus tareas en las gargantas y ásperos riscos de la Vallée d' Absinthe (el desierto Valle de Amargura), en que edificó el monasterio de Claraval. Sus monjes sirvieron bajo una disciplina militar muy severa, y el silencio del lugar era roto únicamente por el canto del divino oficio o por los ruidos de sus trabajos. "A juzgar por su apariencia exterior -dice Pedro de Roya- por sus expresiones, sus ropas miserables, parecen más bien una compañía de locos, sin habla y sin sentido". Quizá, bien una compañía de locos por el amor de Cristo, y no iba a pasar mucho tiempo antes de que el sonido de sus obras resonara a través de toda Europa. Enrique, hijo de Luis IV, al visitar el monasterio, cayó bajo la santa influencia de Bernardo y declaró su intención de convertirse en un monje blanco. Su escudero Andrés de París, abandonó a Claraval maldiciendo y jurando que el Príncipe estaba loco, pero antes del alba retornó para seguir las huellas de su propio señor feudal. Tales eran la energía, elocuencia y ejemplo, en suma, el poder sobrenatural del abad de Claraval "que las madres ocultaban a sus hijos, las esposas a sus maridos, los compañeros a sus amigos, de miedo que pudieran ser arrebatados como cautivos".
Un visitante de Claraval, Guillermo de san Thierry, que fue en busca del sorprendente monje, lo encontró "enfermo en aquel tiempo por los excesos de sus mortificaciones, tendido en una celda fuera del recinto; como en una choza de leproso, y cuando él a su vez nos dio la bienvenida alegremente y le preguntamos cómo se encontraba, sonrió con aquella generosa sonrisa que le era propia y nos respondió: "magníficamente". Su padre Tecelino y sus nobles hermanos, entre tanto, se habían unido a los cistercienses, y le ayudaron en la obra de la gran abadía. Pero su hermosa hermana, Humbelina, mariposa social, ansiosa de las vanidades de la vida, se mantuvo tercamente alejada de la vida religiosa. Desde que se casó con un hermano de la duquesa de Lorena, Humbelina se convirtió en una mujer de mundo. Le resultó trágicamente ridículo que la familia de su padre Tecelino, el gran vasallo, se hubiera consagrado a Dios, y, en particular, Bernardo, tan lleno de encanto personal e intelectual. Un día, ganada por un irresistible impulso, la vana criatura se encaminó derechamente a visitar a su amado hermano. Al llegar al monasterio ordenó al hermano lego, tostado por el sol, que llamara al abad de Claraval. ¿La recibiría -se debió preguntar al altiva dama- o se mantendría encerrado en su celda detrás de su cruz de hierro? La orden de Humbelina no fue contestada, porque Bernardo, desde detrás de la puerta del claustro, vio que su hermana se acercaba. Tan disgustado quedó que no acertó a saludarla. Humbelina, acongojada ante tal recibimiento y muy acobardada al verse así rechazada, exclamó: "Sé que soy una pecadora; pero, ¿Jesucristo no murió por seres como yo? Si mi hermano desprecia mi cuerpo, que el siervo de Dios no desprecie mi alma. Que venga, que ordene, y obedeceré; haré todo o que desee de mí". De repente la puerta trasera quedó abierta y aparecieron sus hermanos, encabezados por Bernardo, que saludaron a la arrepentida mundana. El abad se apartó con ella para conversar, y durante algunos momentos evocó los recuerdos de la madre y aconsejó a Humbelina que la tomara de ejemplo en su vida matrimonial. La orgullosa dama vióse así curada de su orgullo y, a decir verdad, ganada por completo por la gracia de Dios. Volvió a su castillo completamente cambiada, preocupada hondamente por los consejos de su hermano. Más tarde, a la muerte de su marido, dejó el mundo e ingresó en un convento en el que murió en olor de santidad.

Llamada a las armas

El abad de Claraval, ya teólogo reconocido y sabio consejero, era igualmente famoso por su humildad, mansedumbre y bondad. Se dijo, y era verdad, que no temía a hombre alguno, pero que reverenciaba a todos los hombres. Si la ocasión lo exigía, Bernardo se dirigía al Papa o al Rey con igual libertad. Por ejemplo advirtió con toda precisión y energía al Papa Eugenio III sobre el peligro que representaba para el papado la inconducta de alguien altamente colocado en el mundo. En otra ocasión protestó ante el rey Luis VII con estas duras palabras: "¿De quién sino del demonio puedo decir que deriva vuestra política? Sea lo que fuere lo que os plazca hacer con vuestro propio reino, vuestra corona y vuestra misma alma, nosotros, como hijos de la Iglesia, no podemos mantener nuestra paz ante los insultos y menosprecio con que nuestra madre es ultrajada". No pasó mucho tiempo sin que el monje blanco se encontrara en guerra con los falsos maestros de su tiempo. Uno de éstos fue Pedro Abelardo, bretón, sin duda el más brillante maestro de teología del siglo XII, si bien su genio quedó perjudicado por su vanidad, mal carácter y lenguaje intemperante. A principio de 1115, en tanto que Bernardo oraba en Cister, la escuela de Abelardo, en París, se había hecho famosa, concurrida por millares de discípulos. Su brillante carrera quedó manchada por su desgraciada conducta con Eloísa, joven hacia la cual experimentó profundo amor. Terminada esta aventura, Abelardo se retiró a un sitio desierto cerca de Nogent, adonde le siguieron centenares de ansiosos estudiantes que se sentaron a sus pies. Les enseño que todas las verdades podían ser controvertidas, que una cosa podía ser verdadera en teología y falsa en filosofía, que se podía creer en algo comprobado como incierto. Tan audaces teorías, junto con su descarada mofa de toda autoridad, lo llevaron a conflictos con los abades heroicos y austeros de aquel tiempo. Bernardo, cuya piedad fue herida, atacó al audaz pensador, y así quedó establecido un duelo que puso de manifiesto dos corrientes de pensamiento fundamentalmente contradictorias: el nuevo racionalismo contra la autoridad tradicional. En una carta al Papa Inocencio II, el monje blanco declaró: "Pedro Abelardo está tratando de invalidar el mérito de la fe cristiana, cuando se considera capaz, por la razón humana, de concebir a Dios enteramente... El hombre es grande a sus propios ojos". En el Concilio de Sens de 1140, el abad de Claraval se enfrentó con Abelardo, que fue acusado de herejía. Y cuando el errático maestro apeló ante el Papa, la sentencia fue confirmada; después de lo cual retornó a Cluny, donde pasó sus últimos días con Pedro el Venerable, dentro del recinto del monasterio.
El siguiente de esos falsos maestros fue Arnoldo de Brescia, sacerdote que fue alumno de Abelardo. El fanático reformador Arnoldo bregó por la simplicidad evangélica por parte del clero, sosteniendo que todas las propiedades debían ser devueltas al Estado. Sus palabras evangélicas hallaron eco en muchos corazones, pero la severidad de sus ataques enajenó muchas voluntades, en particular de nobles y prelados. El hecho de que Arnoldo practicara la vida ascética disimuló el más peligros de ser un pensador desviado. Bernardo, sin embargo, comprendió bien su carácter al declarar: "No come ni bebe, pero con el demonio tiene hambre y sed de almas". La exactitud del juicio de Bernardo quedó probada cuando el violento misionario se convirtió en una amenaza para la autoridad civil, y continuó manifestando ardiente odio contra el Papa como contra los obispos. En seguida que el Concilio Lateranense condenó a Arnoldo, pasó de un país a otro hasta llegar finalmente a Roma, donde las fuerzas republicanas recibieron al enfurecido desterrado con los brazos abiertos. La devoción de esos republicanos a su hermano viajero fue ilimitada, puesto que él se apresuró a sostener la causa de los mismos contra el Papado. En la lucha que se originó, el Papa Lucio II fue asesinado y el Papa Eugenio III tuvo que huir a Francia, donde encontró la protección del todopoderoso abad de Claraval.

La Segunda Cruzada

Aquellos choques nada significaron comparados con la tarea impuesta a Bernardo por el Papa. La noticia de la caída de Edessa, en 1144, causó general consternación en Europa; significó que los Santos Lugres se encontraban una vez más en peligro. ¿Qué significaba la gloria de la catedral de Chartres, terminada de construir aquel mismo año, o los éxitos de los grandes monasterios en sus celosas reformas, cuando la Ciudad Santa misma se encontraba en peligro? Se debía organizar una nueva cruzada, y Bernardo fue encargado de levantar a Europa. El humilde aunque poderoso cisterciense, el más elocuente de los predicadores, fue dominado por el temor cuando recibió semejante orden de la Santa Sede. "Hermanos -pudo decir a sus compañeros monjes- bueno es para nosotros encontrarnos aquí, pero, ¡ved! este mal día nos aleja". Desempeñar un papel preponderante en el campamento como en la corte, era en verdad una gran aventura, sin embargo, el desempeño de tal misión parecía imposible. A los cincuenta y cinco años de edad, debilitado por las austeridades, Bernardo parecía más bien un espectro de hombre, mas aquel frágil cuerpo estaba animado por un indomable espíritu. "¿Te encoges -escribió a un monje timorato- te encoges, soldado delicado, bajo la rudeza y el peso de la guerra? ¡Ah!, créeme, el ataque del enemigo y el espeso volar de las flechas y lanzas hará el escudo demasiado ligero en tus manos y te hará insensible a la presión del yelmo y del pretal... ¿Qué causa existe para que te asustes...? Tienes a los sagrados ángeles como aliados y como capitán al mismo Cristo, que anima a sus guerreros en el conflicto con las palabras. "Tened confianza, yo he sojuzgado al mundo". Tal fue el espíritu que ardió en el pecho de Bernardo cuando fue de ciudad a ciudad, por Francia y Alemania. "Los caballeros -exclamó con vibración de clarín- pueden luchar con toda seguridad contra los infieles, porque luchan por Dios. Son los ministros de Dios para infligir su venganza. ¡Para ellos, dar o recibir la muerte no es un pecado sino la hazaña más gloriosa!" Ningún caballero, sin duda alguna, se mostró más capaz, más enérgico, más valiente que aquel monje blanco que pudo denunciar, lanzar a la acción o inspirar según la ocasión lo demandara. El día de la fiesta de San Juan del año 1146, predicó ante el emperador germánico en la catedral de Spira; Conrado, conmovido hasta las lágrimas, declaró que el Señor mismo había hablado.
El año 1147, dos ejércitos, los germanos bajo Conrado III y los franceses bajo Luis VII, iniciaron la Gran Cruzada. Si los infieles desenfrenados amenazaban el Santo Sepulcro, tendrían que ser derrotados y deshechos sin demora. Así, pues, los caballeros de la Cruz, llenos de celo y esperanza y movidos por la fe, cabalgaron hacia el Oriente. Antes de haber hecho mucho camino, la expedición les resultó penosa, sumamente difícil, a causa de la imprevista traición de los griegos y de los furiosos asaltos de los turcos.
En Asia Menor, el emperador germánico perdió la mayor parte de su ejército, uniéndose el resto con las tropas francesas en Nicea. El ataque contra Damasco resultó un completo fracaso, y el número de los cristianos se vio notablemente disminuido. Hubo que agregar a esa tragedia, que los nobles cristianos de Siria, en vez de ayudar a la causa, se opusieron a ella. Las disputas entre los grandes guerreros cristianos empeoraron la situación, si bien tales caballeros se enorgullecían de sus hechos. Y las desgracias se sucedieron a causa de que los cristianos dieron libre desahogo a tan pequeñas rivalidades. La disciplina desapareció casi por completo, sus planes quedaron desbaratados y se extraviaron muchos "entre los remolinos de arena de los desiertos, víctimas de serpientes ocultas y teniendo por única tienda el cielo". Los sarracenos, viendo la situación de las fuerzas cristianas, lucharon con más empuje hasta que la gloriosa aventura cristiana se convirtió en la más espantosa derrota. Muchos caballeros cruzados permanecieron en Oriente, arraigaron allí y trabajaron por la causa cristiana. El rey francés, Luis, se encaminó a Antioquia, de allí a Jerusalén para visitar los Santos Lugares y después hizo el fatigoso viaje de retorno a la patria, después de una cruzada que resultó una funesta empresa.

Estudio en contrastes

Son de imaginar los sentimientos de Bernardo cuando se enteró de los desastres que habían sufrido los ejércitos de la Cruz. La fogosa elocuencia del monje blanco los había enviado anhelosamente hacia la victoria, pero de todas las cruzadas, ninguna otra terminó en desastre tan colosal. Al retorno de los sombríos y descorazonados caballeros, los dardos del desprecio, las flechas de la crítica fueron lanzadas contra el gran predicador. En una de las horas más oscuras de su vida, otro hombre de menos valentía moral habría quedado anonadado ante tanta furia y tan terribles denuestos. Pero no ocurrió así con el gran cisterciense; quedó humillado pero no vencido, y hasta consiguió reaccionar ante el peor golpe: la negra traición y la perfidia de Nicolás, el secretario en quien más había confiado. Con el corazón enfermo, no dejó de exclamar a la muerte de su hermano Gerardo: "Se me retuercen y me arrancan las entrañas para decirme: ¡No sufras! Pero sufro, y a pesar mío; no tengo la sensibilidad de una piedra, ni estoy hecho de bronce..." Con el andar de los duros años, vemos a Bernardo, cumplidos sus sesenta años, hecho un anciano monje. En otro tiempo se había encontrado tan cómodo en los campamentos entre la ruda soldadesca como en compañía de los reyes en las salas de los palacios. Ya no era más así, desgraciadamente, porque ahora se sentía débil, agotado, extenuado, al borde de la eternidad, pero era siempre el mismo monje amable, humilde, dulce y benigno. Y siempre siguió siendo el hombre más ilustre de su tiempo, el siervo sumiso de la Iglesia que había aniquilado las herejías, curado los cismas y dado orientación al destino del siglo. En su breve hora, este fundador, del misticismo cristiano en la Edad Media abrió unos ciento sesenta y tres monasterios por toda Europa y sirvió de pastor a millares de almas; su ardiente personalidad y su exaltado idealismo atrajeron multitudes hacia las ya famosas filas cistercienses. "¿Cuántos hombres de letras, cuántos oradores, cuántos filósofos -pregunta Ernald de Bonneval- desertaron de las escuelas de la sabiduría mundana para ingresar en la escuela de Cristo? ¿Cuál de las ciencias no está representada en esa comunidad, en la cual tantos ilustres doctores y hombres de mente culta se ocupan hoy exclusivamente en las cosas de Dios?"
No bien desaparecido Bernardo de la escena terrenal cuando fue ocupada por otra gran figura completamente opuesta a la del santo. Fue Federico I (los italianos lo apellidaron Barbarroja), que a sus treinta años de edad ascendió al trono en pleno vigor de su primera juventud. Pequeño de estatura, de tez blanda y cabellos rubios, adornado de su barba roja, Federico se creyó nada menos que el sucesor de Carlomagno, y así, después de informar al Papa Eugenio III de su designación por Dios (y no por los hombres), se dispuso a dominar la Europa entera. El año 1154 cruzó los Alpes y dominó a los lombardos; más tarde aplastó el poder de los republicanos en Roma y ejecutó sumariamente a Arnoldo de Brescia. Barbarroja, por lo que se ve, era un batallador de puños de hierro, y al dominar a los lombardos hizo, involuntariamente, un gran favor al Papado. El nuevo Papa, Adriano IV, de origen inglés, hermoso, valiente y sinceramente piadoso, no era hombre que se acobardara ante ningún gobernante. Cuando se enteró de la aproximación a Roma de Federico, salió para encontrar al Emperador en Sutra; al acercarse el Vicario de Cristo a la tienda real, el Rey rehusó sostener el estribo para que el Papa desmontara. Adriano se mantuvo con toda firmeza, a pesar de no habérsele sostenido el estribo ni ofrecido el beso de paz. Por último, Federico cedió, y fue más tarde coronado Emperador, aunque en medio de un tumulto que costó la vida a ochocientos romanos. El Papa tenía sus temores, sin embargo, conociendo a Barbarroja por hombre audazmente agresivo y de inescrupulosa ambición, sostenido por una Germania unida. No tardaron en producirse desavenencias. En seguida que Adriano sancionó las conquistas de Guillermo de Sicilia, el Emperador se vengó apoderándose de las rentas alemanas de la Iglesia y negándose a ayudar a la Santa Sede. En la enconada controversia que se produjo, el Papa hizo un tratado secreto en Milán y con los aliados de esta ciudad, en tanto que el Emperador cambió de actitud respecto de los republicanos romanos ayudándolos en sus conspiraciones. El teutón, que había reclamado ciegamente todos los derechos del antiguo César, fue salvado de la excomunión tan sólo por la muerte de Adriano. Pero las divergencias renacieron cuando en un anhelo de mayor poder, suscitó un cisma papal; pero Alejandro III (1159-1181) ascendió al trono, contra la voluntad del Emperador que quiso imponer a Víctor III, y fue reconocido en Sicilia, Milán y todos los más grandes países de Occidente, con excepción, por supuesto, de Alemania. Durante todo ese tiempo, los monjes blancos y cistercienses viajaron por toda Europa para informar al mundo de las desviadas actividades del Emperador y prevenir a los pueblos contra los antipapas. Barbarroja volvió a descender a Italia y destruyó a Milán, pero esta demostración de furia de nada le valió a los ojos de la Iglesia, y su próximo antipapa, Pascual, le resultó otro fracaso.

Ecos en Inglaterra

El mismo antiguo conflicto entre los poderes temporal y espiritual prodújose en la distante Inglaterra. Tomás Becket, consejero escuchado y canciller de Enrique II, había sido designado, a ruego real, arzobispo de Canterbury. Leal hasta el fundo de su corazón de soldado, sirvió a la Iglesia tan fielmente como había servido al Rey, negándose a permitir que el clero fuera sometido a la jurisdicción de las cortes civiles. Todos los ministros de la Iglesia, insistió el primado, deben ser juzgados en tribunales eclesiásticos de acuerdo con las leyes canónicas. Como en Alemania, también allí hubo obispos contemporizadores y oportunistas que se pusieron de parte del Rey, pero Becket se negó a ceder en lo más mínimo de su posición ortodoxa. Nació así una querella que se hizo tan enconada, que Becket, conocedor de las violentas pasiones del Rey, tuvo que huir a Francia. Retornó a su patria para encontrar tan sólo que toda posibilidad de entendimiento se había desvanecido. "¿Quién os ha hecho arzobispo?" -le preguntó claramente Fitz Urse-. "Mis bienes espirituales -contestó Tomás- los tengo de Dios y de mi señor el Papa; mis bienes temporales y mis posesiones de mi señor el Rey". Así era, y meridianamente claro. "Así, pues, ¿no reconocéis que todo lo habéis recibido del Rey?" -preguntó el emisario real-. "¡No! -fue la decidida respuesta del prelado-; tenemos que dar al Rey las cosas que son del Rey, y a Dios lo que es de Dios". La cosa, como se ve, era bien simple, pero la resuelta actitud de Becket no convenía a los propósitos de Enrique. "¿No hay alguien -exclamo el Rey- que me libre de los insultos de ese turbulento sacerdote?" ¡Palabras imprudentes y fatales! Fueron rápidamente contestadas el 29 de diciembre de 1170, cuando cuatro caballeros se dirigieron a Canterbury e irrumpieron en la capilla de la Catedral. "¿Dónde está el traidor?" -exclamaron a la vez que desenvainaban sus espadas-. "¿Dónde está el arzobispo? -replicó Becket-. ¡Aquí estoy, un arzobispo soy y no un traidor!" Pudo contener muy poco a los asaltantes que le cercaban; y cuando trataron de arrastrarlo fuera de la catedral, se resistió vigorosamente. Se le hirió en la cabeza de un golpe de espada, y él inclinó su cabeza para orar. Con dos golpes más ultimaron al mártir sobre las gradas de su altar favorito.
El brutal asesinato de Becket produjo consternación en toda Inglaterra. Nada tan infame, tan sacrílego había ocurrido desde los terribles días de los daneses. No sólo los clérigos, sino también los laicos expresaron su indignación; pronto se levantó el pueblo furiosamente contra el Rey, y el Papa decidió que él no había ordenado el hecho cruel. Huyó a Normandía, quizá con el propósito de aludir la visita de los delegados del Papa, que ya estaba enterado de lo acaecido, según el relato que de ello le hicieron sus mismos enviados. Dijeran l oque dijeran, lo cierto es que Enrique mostró arrepentimiento por aquel escándalo de la cristiandad. Dentro de los dos años, el Papa Alejandro canonizó a Tomás Becket, mártir por Dios y por la Iglesia. Ni el juramento del Rey de que él era inocente convenció a Inglaterra, mientras que las querellas en el seno de la familia real iban empeorando las cosas. Por último, decidióse Enrique a realizar un acto público de arrepentimiento, y se repitió una escena no muy diferente a la de Canosa un siglo antes. Inició en Southampton su larga peregrinación a caballo hasta la tumba del mártir Tomás Becket. Y cuando percibió a la distancia las agujas de la Iglesia de Cristo, desmontó, se vistió con hábito de penitente e hizo el camino descalzo, exigiendo que los monjes le azotaran con juncos. Entró en la repleta catedral, encaminándose hacia la cripta donde se había levantado la tumba de Becket. Entre tanto, el obispo de Londres predicó al pueblo, tratando de probar la inocencia del Rey. Poco después volvió éste de la cripta, pasó la noche en oración, y, después de oír la primera misa de la mañana, partió para Londres. Tuvo, pues, el buen tino de escoger el camino de la penitencia, que es el único que conduce a la paz.

Tercera Cruzada

Sin dejarse conmover por el arrepentimiento de Enrique de Inglaterra, el belicoso emperador germano aprovechó la pausa para maquinar sus planes. Ansioso de dominación, descendió a Italia en 1174 para quebrar el poder de los lombardos, pero sufrió una significativa derrota en Legnano. Como se verá, fue gradualmente aprendiendo su lección de que "quien muerde al Papa, de ello muere". En Venecia, el intrigante, cansado de guerras y marcado en las batallas, cayó a los pies de Alejandro, que lo levantó para darle el beso de paz. Siguió una tregua durante la cual el poder de Federico alcanzó su apogeo; antes de que pudiera aprovecharse de esta situación, como él lo deseaba, llegaron muy malas noticias de Oriente. Jerusalén había caído en manos de Saladino; la Verdadera Cruz, así como los Santos Lugares, estaban otra vez en manos de los infieles. Eran en verdad noticias tristísimas: Saladino, el astuto musulmán, había hecho caer a los cruzados en una trampa en la alturas de Hattin, en Galilea. En una lóbrega noche de julio del año 1187 quedaron totalmente desprovistos de agua, al día siguiente no pudieron batirse, abrasados de calor en sus calientes armaduras y enceguecidos por el fuego griego que les arrojaban los enemigos. Y aunque lucharon como tigres teniendo en contra el sol, el fuego y la espada, las tropas infieles prontamente los rodearon inflingiéndoles espantosa derrota. Repuesta rápidamente de la impresión causada por estos hechos, Europa entera se levantó en armas. Durante un tiempo se extinguieron todas las querellas disnásticas, uniéndose con entusiasmo todas las fuerzas con la esperanza de recobrar la Tierra Santa. Federico reunió un gran ejército, y lo mismo hizo el rey inglés, Ricardo I, y Felipe de Francia. Por desgracia, partieron en momentos diferentes y obraron como ejércitos separados. Los germanos marcharon por tierra hasta Constantinopla, mientras que el rey francés se embarcó en Génova, y el rey inglés en Marsella.
Barbarroja y su magnífico ejército sufrieron un completo descalabro. El valeroso jefe, que tenía cerca de sesenta años de edad, se ahogó intentando llegar a nado a la orilla de Saled, en Cilicia. Sus caballeros teutones, traicionados por los griegos, fueron diezmados a manos de los árabes; muchos consiguieron huir hacia su patria, otros fueron asesinados y otros vendidos como esclavos. Si hubiera vivido Federico para llegar a Palestina, la historia de la Tercera Cruzada habría sido en verdad muy diferente. Porque el suyo fue, sin disputa, un ejército formidable, encabezado por jefes muy capaces e integrado con soldados curtidos en largas campañas. Entre tanto, las fuerzas inglesas y franceses se entretuvieron demasiado en la travesía, y cuando llegaron a Tierra Santa se renovaron las antiguas rivalidades. No puede caber duda alguna de que el egotismo de aquellos reyes hizo enorme daño a la causa cristiana. No cooperaron ni aun después de la captura de Acre; hubo demoras, voluntarios retrasos, sospechas, envidias, desavenencias, que nada bueno presagiaban. El jefe infiel, conocedor de todo eso, aguardaba su hora sobre la cordillera central, no atreviéndose a marchar sobre Jerusalén hasta que el valle del Jordán, la llanura Marítima y Askalón cayeron previamente en sus manos. Sabía muy bien por la historia, que Judea había sido siempre para todos sus enemigos tierra muy difícil de dominar. Inevitablemente, el destino de Palestina fue decidido cuando Saladino conquistó el resto de la tierra a la que marchó desde Hebrón, Askalón y el norte para rodear la Ciudad Santa. El único verdadero resultado de la Tercera Cruzada fue la captura de Chipre por Ricardo, y la de Acre por los ejércitos combinados. Por lo demás, fue un fracaso tráfico, a pesar del valor de Ricardo, que luchó como un león, y causó verdaderos estragos en las filas sarracenas. Claro es que el espíritu y la unidad de acción fueron cosas del pasado; y nada subsistía de la antigua fe combativa.

Guerra y no paz

A la catástrofe de la Tercera Cruzada en Oriente, correspondió la situación de los cristianos en Occidente: las últimas décadas del siglo XII presenciaron otra vez las antiguas rivalidades, la intranquilidad y la violencia sobre toda Europa. Los espíritus de los hombres estuvieron dominados por el error y la duda, mientras que los fanáticos azuzaban la rebelión religiosa. El papado había perdido el poder temporal, en cuanto a su poder espiritual, alcanzó su más bajo nivel. El hijo de Barbarroja, Enrique VI, de veinticuatro años de edad, se manifestó tan audaz como era encanijado y mezquino. Sus ojos codiciosos se dirigieron al reino de Sicilia, buena presa en verdad. ¿No se había casado con Constancia, hija de Rogerio, rey de Sicilia, y no le pertenecía toda la parte sur de la península? Sin embargo, en su propia Germania le suscitó un conflicto su poderoso vasallo Enrique el León, que intentó reconquistar su ducado, y sólo en 1190 pudieron llegar a un acuerdo. Enrique, digno hijo de su padre, fue tan cruel y ambicioso como Barbarroja y casi igualmente hábil. No se preocupó mucho de los derechos del Papa a su roca de Pedro; pero el derecho de un emperador era dominar el mundo: a Oriente, Occidente y hasta la Tierra Santa. Con todo, tenía que obtener la aprobación papal, de manera que se encaminó hacia Italia para asegurarse la corona imperial en Roma, de manos del Papa Celestino, que estaba en sus noventa años de edad. Se propuso conquistar el reino de Nápoles, pero cuando quiso dominar a esta ciudad, los fieros patriotas opusieron enérgica defensa, y el ejército germano fue, además, diezmado por al peste negra. A esto, el Emperador se retiró hacia el norte, dejando a su esposa como rehén en manos de Tancredo, descendiente ilegítimo de los reyes normandos.
El resto de las andanzas guerreras de Enrique fue pródigo en derramamientos de sangre y culminó en su final descalabro. Es la vieja historia del ansia de poder que termina en fracaso; cuando intenta dominar al mundo entero. No bien el Emperador entró en Alemania, tuvo que afrontar la insurrección de los güelfos, tramada por Enrique el León. En aquel momento crítico consiguió dominar a los insurrectos, gracias a que Ricardo estaba todavía en cautividad. El rey inglés, aliado de Enrique el león y de Tancredo, había sido capturado por el duque de Austria y entregado al Emperador el año 1193. Tal acto no fue más que un injustificable ultraje, desde que un cruzado estaba bajo la protección de la Iglesia. El germano, que no respetaba leyes, consiguió así su objeto, que fue, además, un grave ofensa moral. Ricardo no consiguió obtener su libertad hasta que reconoció plenamente las exigencias de Enrique, pagó el excesivo rescate y declaró a Inglaterra feudo imperial. El viejo Corazón de León murió dos años después, en 1195, dejando al Emperador en libertad de formar un gran ejército con el dinero de su rescate, para volver a la conquista de todo el Sur. Esta vez, sin embargo, tuvo que enfrentarse no con un débil y anciano Papa como Celestino III, sino con el inteligente y vigoroso Inocencio III (1198-1216), hombre apropiado para controlar sus movimientos y descubrir sus intrigas imperiales. Sus planes fueron detenidos cuando Inocencio se opuso a que el Emperador penetrara en Sicilia, de la cual el Papa era no sólo cabeza espiritual sino también soberano temporal. Y justamente en el momento en que aquel pretendido señor maquinaba su venganza por el fuego y por el hierro, como siempre había hecho con quienes se atrevieron a contrariar su voluntad real, la muerte ofreció la solución. Víctima de la fiebre, murió el Emperador de Messina, en agosto de 1197, y aquel mismo año murió también Inocencio. Y así cambió la fortuna. Con la desaparición de Enrique, el reino de Sicilia se vio libre de la dominación germana, en tanto que el patrimonio de San Pedro ya no se vio cercado por ejércitos imperiales. No sólo Italia sino, en verdad, toda Europa, debió lanzar un suspiro de alivio después de haber gemido bajo tal tiranía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario