TRATADO DE LAS CONSIDERACIONES AL PAPA
EUGENIO: LIBROS PRIMERO, SEGUNDO Y TERCERO
POR SAN BERNADO DE CLARAVAL
SANTO, ABAD Y MONJE CISTERCIENSE
SAN BERNARDO
PROLOGO
Irrumpe en mi interior,
beatísimo papa Eugenio, un deseo incontenible de dictar algo que te edifique,
te agrade y te consuele. Pero vacilo entre hacerlo o no, pues dudo que pueda
salir de mí una exhortación que debería ser libre y al mismo tiempo moderada;
ya que me hallo como envuelto en una lucha entre dos fuerzas contrarias, impulsado
por mi amor y frenado por tu majestad. Mientras ésta me inhibe, el amor me
apremia.
Pero entra en lid tu
condescendencia y no me lo mandas sencillamente, sino que te rebajas a
pedírmelo, cuando te correspondía ordenármelo. ¿Cómo podrán resistirse más mis
temores, si tu propia majestad es tan deferente conmigo? No me mediatiza que
hayas sido elevado a la cátedra pontificia. El amor desconoce lo que es el
señorío y reconoce al hijo aun bajo la tiara. Es sumiso por naturaleza, obedece
espontáneamente, accede desinteresadamente, desiste generosamente. Aunque no
todos son así, no todos; porque muchos se deban llevar de la codicia o del
temor. Esos son los móviles de quienes en apariencia te alaban; sin embargo, en
su corazón anida la maldad. Te adulan con sus reverencias y luego te
abandonarían en la desgracia. En cambio, el amor nunca desaparecerá.
Yo, a decir
verdad, me encuentro liberado de mis servicios maternales contigo, pero no me
han arrancado el afecto de madre. Hace mucho que te llevo en las entrañas y no
es tan fácil que me arranquen un amor tan íntimo. Ya puedes subir a los cielos
o bajar a los abismos, que no acertarás a separarte de mí; te seguiré a donde
vayas. Amé al que era pobre en su espíritu; amaré al que ahora es padre de
pobres y ricos. Llegué a conocerte bien y sé que no has dejado de ser pobre en
el espíritu, aunque te hayan hecho el padre de los pobres. Confío que se haya
realizado en ti ese cambio, pero no a tu costa; tu promoción no ha conseguido
cambiar tu condición anterior, sino solamente sobreañadirse a ella. Te
amonestaré, pues, no como un maestro, sino como una madre. Tal como le
corresponde al que ama. Quizá parezca más bien una locura, pero lo será para el
que no ama ni siente la fuerza del amor.
LIBRO PRIMERO
Capítulo 1
¿Por dónde comenzaría? Me
decido a hacerlo por tus ocupaciones, pues son ellas las que más me mueven a
condolerme contigo. Digo condolerme, en el caso de que a ti también te duelan.
Si no es así, te diría que me apenan; pues no puede hablarse de condolencia
cuando el otro no siente el mismo dolor. Por tanto, si te duelen, me conduelo;
y si no, siento aún mayor pena, porque un miembro insensibilizado difícilmente
podrá recuperarse; no hay enfermedad tan peligrosa como la de no sentirse
enfermo. Pero ni se me ocurre pensar eso de ti.
Sé con qué gusto saboreabas
hasta hace muy poco las delicias de tu dulce soledad. Es imposible que ya no
lamentes su pérdida tan reciente. Una herida aún fresca duele muchísimo. Y no
es posible que se haya encallecido la tuya tan pronto, ni te creo capaz de
haberte insensibilizado en tan poco tiempo. Todo lo contrario. A no ser que
quieras ocultarlo, te sobran razones para sufrir justificadamente por las
fatigas que te reserva cada día. Si no me engaño te arrancaron de los brazos de
tu querida Raquel, contra tu voluntad, y ese dolor has de revivirlo
inevitablemente cuantas veces tienes que soportar las consecuencias.
¡Cuándo te sucede eso? Siempre
que intentas algo inútilmente sin poder llevarlo a cabo. ¡Cuántos esfuerzos sin
éxito! ¡Cuántos dolores de parto sin dar a luz! ¡Cuántos afanes frustrados!
¡Cuántas cosas tienes que abandonar nada más comenzarlas! ¡Y cuántos planes
caen por tierra nada más concebirlos Han llegado los hijos hasta el cuello del
útero -dice el profeta- y no hay fuerza para alumbrarlos. ¿No lo has
experimentado ya? Nadie lo sabe mejor que tú. Tendrían que haberse debilitado
tus facultades mentales o deberías ser como la novilla de Efraín, que trillaba
a gusto, si es que te has acomodado a tu situación sin recuperación alguna.
Pero no; eso sería propio de quien ya se ha rendido ante la reprobación.
Te deseo sinceramente la paz, pero no una paz que nazca de tu conformismo.
Sería muy alarmante para mi que gozarás de esa paz. ¿Te extrañaría que pudieses
llegar a ese extremo? Te aseguro que es posible; ordinariamente la fuerza de la
costumbre lleva a la despreocupación.
Capítulo 2
En una palabra: es lo que
siempre me temí de ti y lo temo ahora: que por haber diferido el remedio, por
no poder soportar más el dolor, llegues, desesperado, a abandonarte al peligro
de forma irremediable. Tengo miedo, te lo confieso, de que en medio de tus
ocupaciones, que son tantas, por no poder esperar que lleguen nunca
a su fin, acabes por endurecerte tú mismo y lentamente pierdas la sensibilidad
de un dolor tan justificado y saludable.
Sustráete de las ocupaciones
al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te arrastren y te
lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la dureza del corazón.
Y no me preguntes qué es esa dureza de corazón Si no te has estremecido ya, es
que tu corazón ha llegado a ella. Corazón duro es simplemente aquel que no se
espanta de sí mismo, porque ni lo advierte. No me hagas más preguntas. Díselo
al faraón. Ningún corazón duro llegó jamás a salvarse, a no ser que Dios, en su
misericordia --como dice el profeta-, lo convierta en un corazón de carne.
¿Cuándo es duro el corazón? Cuando no se rompe por la compunción, ni se ablanda
con la compasión, ni se conmueve en a oración. No cede ante las amenazas
y se encrespa con los golpes. Es ingrato a los bienes que recibe, desconfiado
de los consejos, cruel en sus juicios, cínico ante lo indecoroso, impávido
entre los peligros, inhumano con los hombres, temerario para con lo divino.
Todo lo echa a la espalda, nada le importa el presente. No teme el futuro. Es
de corazón duro el hombre que del pasado sólo recuerda las injurias que le
hicieron. No se aprovecha del presente y el futuro únicamente lo imagina para
maquinar y organizar la venganza. En una palabra: es de corazón duro el que ni
teme a Dios ni respeta al hombre.
Hasta este extremo pueden
llevarte esas malditas ocupaciones si, tal como empezaste, siguen absorbiéndote
por entero sin reservarte nada para ti mismo. Pierdes el tiempo; y si me
permites que sea para ti otro Jetró, te diría que te agotas en un trabajo
insensato, con unas ocupaciones que no son sino tormento del espíritu,
enervamiento del alma y pérdida de la gracia. El fruto de tantos afanes, ¿no se
reducirá a puras telas de araña?
Capítulo 4
No me repliques ahora con las palabras
del Apóstol, cuando dice: Siendo yo libre de todos, a todo me esclavicé. Porque
no puedes aplicártelas a ti mismo. El no servía a los hombres como un esclavo
para que consiguieran ventajas inconfesables. No acudían a él de todas las
panes del mundo los ambiciosos, avaros, simoníacos, sacrílegos, concubinarios,
incestuosos y otros monstruos de parecido ralea para conseguir o conservar
mediante su autoridad apostólica títulos eclesiásticos.
Es cierto que se hizo siervo de todos
aquel hombre cuya vida era Cristo y para quien morir era una ganancia. De este
modo quería ganar a muchos para Cristo; pero no pretendía amontonar tesoros por
su avaricia. No puedes tomar como modelo de tu servil conducta a Pablo por la
sagacidad de su celo, ni por su caridad tan libre como generosa. Sería mucho más
digno para tu apostolado, más saludable para tu conciencia y más fecundo para
la Iglesia de Dios, que escucharas al mismo Pablo cuando dice en otro lugar:
Habéis sido rescatados con un precio muy alto; no os hagáis ahora esclavos de
los hombres.
¿Puede haber algo más servil o indigno
de un Sumo Pontífice como desvivirse por estos negocios, no digo ya cada día,
sino en todo momento? ¿así, qué tiempo puede quedarnos para orar? ¿Cuántas
horas reservamos para adoctrinar a los pueblos? ¿Cómo edificamos la iglesia?
¿Cuándo meditamos la ley del Señor? Y venga a tratar de leyes a diario en
palacio, pero sobre las de Justiniano; no sobre las del Señor. ¿También eso es
justo? ¿allá tú. La ley del Señor es perfecta y alegra el corazón. Pero esas
otras no son propiamente leyes, sino pleitos y sofisterías que trastornan el
Juicio. Y tú, el pastor y guardián de las almas, ¿con qué conciencia puedes
tolerar que la ley quede sofocada entre el bullicio de los litigios?
Estoy seguro de que te muerden los
escrúpulos por tanta perversidad. Y hasta me imagino que más de una vez te
verás obligado a exclamar ante el Señor, como el profeta: Me contaron los
malvados sus intenciones, pero no hay nada como tu ley. Ven ahora y atrévete a
decirme que gozas de libertad bajo la mole aplastante de tantos impedimentos
ineludibles. A no ser que puedas evitarlo y no lo quieras. En ese caso estarías
mucho más esclavizado por ser siervo de una voluntad tan degradada como la
tuya. ¿o no es un esclavo aquel a quien le domina la iniquidad? Y más que
nadie. Aunque tal vez para ti sea una abyección mayor ser dominado por otro
hombre que ser esclavo de un vicio. ¿Y qué importará ser esclavo por propia
complacencia o forzosamente, si al fin lo eres? La esclavitud forzosa es digna
de lástima; pero más degradante será la esclavitud deseada. ¿Qué puedo hacer?,
me dices. Abstenerte de esas ocupaciones. Acaso me responderás: Imposible; más
fácil me resultaría renunciar a la Sede Apostólica. Precisamente eso sería lo
más acertado si yo te exhortara a romper con ellas y no a interrumpirlas.
EXHORTACION
RESPETUOSA
Escucha mi reprensión y mis
consejos. Si toda tu vida y todo tu saber lo dedicas a las actividades y no
reservas nada para la consideración, ¿podría felicitarte? Por eso no te
felicito. Y creo que no podrá hacerlo nadie que haya escuchado lo que dice
Salomón: El que regula sus placeres, se hará sabio. Porque incluso las mismas
ocupaciones saldrán ganando si van acompañadas de un tiempo dedicado a la
consideración. Si tienes ilusión de ser todo para todos, imitando al que se
hizo todo para todos, alabo tu bondad; a condición de que sea plena. Pero ¿cómo
puede ser plena esa bondad si te excluyes de ella a ti mismo? Tú también eres un
ser humano. Luego para que sea total y plena tu bondad, su seno, que abarca a
todos los hombres, debe acogerte también a ti. De lo contrario, ¿de qué te
sirve -de acuerdo con la palabra del Señor ganarlos a todos si te pierdes a ti
mismo? Entonces, va que todos te poseen, sé tú mismo uno de los que
disponen de ti.
¿Por qué has de ser el único
en no beneficiarte de tu propio oficio? ¿Hasta cuándo vas a ser un aliento
fugaz que no torna? ¿Cuándo, por fin, vas a darte audiencia a ti mismo entre
tantos a quienes acoges? Te debes a sabios y necios, ¿y te rechazas sólo a ti
mismo?
El temerario y el sabio, el
esclavo y el libre, el rico y el pobre, el hombre y la mujer, el anciano y el
joven, el clérigo v el laico, el justo y el impío, todos disponen de ti por
igual, todos beben en tu corazón como de una fuente pública, ¿y te quedas tú
solo con sed? Si es maldito el que dilapida su herencia, ¿qué será del que se
queda sin él mismo? Riega las calles con tu manantial, beban de él
hombres, jumentos y animales, sin excluir siquiera a los camellos del criado de
Abrahán; pero bebe tú también con ellos del caudal de tu pozo. No lo repartas
con extraños. ¿o es que tú eres un extraño? ¿para quién no eres un extraño, si
lo eres para ti mismo?
En definitiva, el que es cruel
consigo mismo, ¿para quién es bueno? No te digo que siempre, ni te digo que a
menudo, pero alguna vez, al menos, vuélvete hacia ti mismo. Aunque sea como a
los demás, o siquiera después de los demás, sírvete a ti mismo. ¿Qué mayor
condescencia? Lo digo por exigencia de la caridad más que de la justicia. Y
creo que soy contigo más indulgente que el propio Apóstol. ¿Y más de lo
conveniente?, me dirás. Pero no me preocupa; ¿qué más da, si así conviene?
Porque confío en que tú no te conformarás con mi tímida exhortación, sino
que la superarás. En realidad, lo mejor sería que tu generosidad superara
mi audacia. A mí me parece más seguro equivocarme ante tu majestad que no
quedarme corto por mi timidez. Quizá fuera preferible amonestarle al sabio,
como lo he hecho, según lo que está escrito: Ofrécele la ocasión al
sabio, y será más sabio todavía.
Capítulo 6
QUÉ ES LO QUE PARECE MAS PERFECTO
Escucha, además, lo que piensa
al respecto el Apóstol: Así que, ¿no hay entre vosotros ningún entendido que
pueda arbitrar entre dos hermanos? Y concluye: Lo digo para vergüenza vuestra.
En los pleitos tomáis por jueces a esa gente que en la iglesia no pinta nada.
Luego, según el Apóstol, usurpas para ti indignamente un oficio vil, una
categoría de las más despreciables. Por eso el mismo Apóstol, instruyendo a
otro apóstol, le decía: Nadie que trate de servir a Dios se enreda en asuntos
mundanos. Pero yo soy más condescendiente contigo; no te exijo tanto, sino
únicamente lo que en realidad está a tu alcance.
Creo que, en estos tiempos,
los hombres que litigan por los bienes materiales y que piden justicia, no
tolerarían que les respondieses con una reacción parecida a la del Señor:
Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?. ¿Qué pensarían
inmediatamente de ti? Dirían: Habla como si fuese un rudo ignorante que se
olvida de que es el primado; deshonra su Sede suprema y la gloriosa dignidad
apostólica. Sí, lo dirían; pero jamás podrían demostrar que apóstol alguno se
haya constituido en juez de los hombres, especializado en pleitos sobre lindes
o partición de herencias. Lo que sí he visto es que los apóstoles comparecieron
para ser juzgados; pero nunca he podido comprobar que se hayan sentado para
actuar como jueces. Eso lo harán un día que todavía no ha llegado. ¿o acaso el
siervo se rebaja en su dignidad cuando no intenta ser mayor que su señor? No
creo que desdiga del alumno no ser superior a su maestro, ni que sea indigno de
un hijo no salirse de las prohibiciones que le impusieron sus padres. ¿Quién me
constituyó juez? Lo dijo él, el Señor y el Maestro. ¿Puede ahora sentirse
ofendido el siervo o el alumno que no se erige en juez universal?
Tampoco creo que posea un buen
criterio quien piense que es indigno de los apóstoles y de sus sucesores
carecer de competencia para ser Jueces en toda clase de causas, cuando sólo
recibieron potestad para las más trascendentales. ¿Por qué no puede no
despreciar el rebajarse a juzgar los pleitos más miserables quienes un día
juzgarán a los mismos ángeles del cielo? Tú tienes jurisdicción sobre los
delitos, no sobre las posesiones; recibiste las llaves del reino de los cielos
para cerrar sus puertas a los pecadores, no a los terratenientes. Para que
sepáis -afirma- que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar
los pecados... ¿Qué potestad y dignidad te parece mayor: la de perdonar los
pecados o la de dirimir pleitos? No hay comparación posible. Ya hay jueces para
esos asuntos tan ruines y terrenos: ahí están los príncipes y los reyes de este
mundo. ¿Por qué te entrometes en competencias ajenas? ¿Cómo te atreves a poner
tu hoz en la mies que no es tuya? No es porque tú seas indigno, sino porque es
indigno de ti injerirte en causas semejantes, cuando debes ocuparte de
realidades superiores. Y si alguna vez lo requiere así un caso especial,
conviene que recuerdes no ya mi opinión personal, sino la del mismo Apóstol,
que dice: Si vosotros vais a juzgar al mundo, seréis incapaces de juzgar esas
otras causas más pequeñas.
Capítulo 7
Pero una cosa es caer incidentalmente
en esas causas, cuando lo apremian razones de peso, y otra entregarse a ellas
plenamente, como si se tratara de los asuntos más graves que requieren toda
nuestra dedicación. Debería recordarte otras muchísimas razones, si tratara de
exponerte todos los argumentos más convincentes, con los consejos más atinados
y sinceros. Mas ¿para qué? Corren días malos y ya te he insistido
suficientemente en que no te des del todo, ni siempre, a la acción, sino que te
reserves para la consideración algo de ti mismo, de tu corazón y de tu tiempo.
Y te lo digo pensando más en tu necesidad que en la equidad, aunque no es
contra justicia ceder a lo necesario.
NECESIDAD DE LA CONSIDERACIÓN
Es lícito hacer lo que creemos
más conveniente. Por tanto, de suyo, siempre y en toda ocasión, se debe
preferir la piedad como un valor absoluto. Porque es útil para todo; así nos lo
muestra indiscutiblemente nuestra razón. ¿Me preguntas qué es la piedad? Entregarse
a la consideración. Tal vez me repliques que en esto disiento de quienes
definen la piedad como el culto que se tributa a Dios. Pero no rechazo esta
definición. Si lo piensas bien, la mía, al menos en parte, coincide totalmente
con ella. Porque lo más esencial del culto a Dios es aquello que nos pide el
salmo: Cesad de trabajar y ved que yo soy Dios. ¿No consiste precisamente
en esto la consideración?
Además, viene a ser lo más
útil para todo. Porque incluso sabe anticiparse en cierto modo a la misma
acción, ordenando de antemano lo que se debe hacer mediante una eficaz
previsión. Esto es fundamental. De lo contrario, cosas que podían haber sido
previstas y consideradas con antelación ventajosamente, se llevan a cabo con
mucho riesgo por hacerlas precipitadamente. Y no dudo que te haya ocurrido esto
con frecuencia a ti mismo; repasa, si no, los procesos de los pleitos, los
asuntos más importantes y las decisiones más comprometidas.
Lo primero que purifica
la consideración es su propia fuente; es decir,el alma, de la cual nace.
Además, controla los afectos, corrige los excesos, modera la conducta,
ennoblece y ordena la vida y depara el conocimiento de lo humano y de los
misterios divinos. Es la consideración la que pone orden en lo que está confuso;
concilia lo incompatible, reúne lo disperso, penetra lo secreto, encuentra la
verdad, sopesa las apariencias y sondea el fingimiento taimado. La
consideración prevé lo que se debe hacer, recapacita sobre lo que se ha hecho;
así no queda en el alma sedimento alguno de incorrección ni nada que deba ser
corregido. Por la consideración se presiente la adversidad en el bienestar, tal
como lo dicta la prudencia, y casi no se sienten los infortunios gracias a la
fortaleza de ánimo que infunde.
Debes advertir también la
suavísima armonía, la conexión que existe entre las virtudes y su mutua
interdependencia. Ahora mismo acabas de contemplar a la prudencia como madre de
la fortaleza. Y lo que no nace de la prudencia será una osadía de la temeridad,
no un impulso de la fortaleza. Es también la prudencia quien, haciendo de
mediadora entre lo voluptuoso y lo necesario, los mantiene dentro de sus
propios límites; porque asigna y proporciona lo que basta para satisfacer las
necesidades, pero corta todo exceso al deleite. Así nace una tercera virtud, a
la que llamamos templanza.
Y es precisamente la
consideración quien nos permite descubrir la intemperancia, tanto si nos
empeñamos en privarnos de lo necesario como en regalarnos con nuestros
caprichos. Porque no consiste la templanza únicamente en abstenernos de lo
superfluo, sino también en concedernos lo necesario. El Apóstol, además de secundar
esta idea, es su propio autor, cuando nos dice que cuidemos de nuestro
cuerpo, pero sin darnos a sus bajos deseos. Al pedirnos que no andemos
solícitos por la carne nos prohíbe apetecer lo superfluo; y al añadir: dando
pábulo a los bajos deseos, no excluye que busquemos lo necesario. Por eso
pienso que no será absurdo definir la templanza como la virtud que no se queda
más acá ni va más allá de lo necesario, según aquello del filósofo: ne quid
nimis.
Capítulo 10
Dime, si puedes, a cuál de
estas tres virtudes le asignarías especialmente este término medio. ¿No crees
que es tan propio de las tres, que parece ser exclusivo de cada una? Se diría
que en ese término medio, sin más, consiste toda la virtud. Pero entonces no
habría diversidad de virtudes, pues todas se reducirían a una. No. Lo que pasa
es que no puede darse una virtud que carezca de este término medio, que es el
íntimo dinamismo y el meollo de todas las virtudes. A él revierten tan
estrechamente, que es como si todas pareciesen una única virtud; no porque lo
compartan repartiéndoselo, sino porque cada una -prescindiendo de las demás- lo
posee por entero.
Por poner un ejemplo: ¿no es
la moderación lo más típico de la justicia? Si algo se le escapase de su
control sería incapaz de dar a cada cual todo lo que le corresponde, tal
como lo exige la misma naturaleza de la justicia. Y a su vez, ¿no se
llama la templanza así por excluir todo lo que no sea moderado? Lo mismo sucede
con la fortaleza. Precisamente lo propio de esta virtud es salvarle a la
templanza de los vicios que le asaltan por todas panes a fin de sofocarla,
defendiéndola con todas sus fuerzas hasta fortificarla, como sólida base del
bien v asiento de todas las virtudes. Por tanto, justicia, fortaleza y
templanza llevan en común como propio esa moderación del justo medio.
Mas no por eso carecen de
diferencia especifica. La justicia ama, la fortaleza ejecuta, la templanza
modera el uso y posesión de lo que se tiene. Nos queda por demostrar cómo
participa de esta comunión la virtud de a prudencia. Es ella precisamente
la primera en descubrir y reconocer ese justo medio, pospuesto durante
tanto tiempo por negligencia del alma, aprisionado en lo más oculto por la
envidia de los vicios y encubierto por las tinieblas de olvido. Por esta
razón, te aseguro que son muy pocos los que la descubren, porque son muy pocos
quienes la poseen.
La justicia busca, por tanto,
el justo medio. La prudencia lo encuentra, la fortaleza lo defiende y la
templanza lo posee. Mas no era mi intención tratar aquí de las virtudes. Si me
he extendido en ello, ha sido para exhortarte a que te entregues a la
consideración, pues así descubrimos estas cosas y obras semejantes. Perdería su
vida inútilmente el que jamás se ocupara en este santo ocio, tan religioso y
tan benéfico.
Capítulo 11
Dime, si puedes, a cuál de
estas tres virtudes le asignarías especialmente este término medio. ¿No crees
que es tan propio de las tres, que parece ser exclusivo de cada una? Se diría
que en ese término medio, sin más, consiste toda la virtud. Pero entonces no
habría diversidad de virtudes, pues todas se reducirían a una. No. Lo que pasa
es que no puede darse una virtud que carezca de este término medio, que es el
íntimo dinamismo y el meollo de todas las virtudes. A él revierten tan
estrechamente, que es como si todas pareciesen una única virtud; no porque lo
compartan repartiéndoselo, sino porque cada una -prescindiendo de las demás- lo
posee por entero.
Por poner un ejemplo: ¿no es
la moderación lo más típico de la justicia? Si algo se le escapase de su
control sería incapaz de dar a cada cual todo lo que le corresponde, tal
como lo exige la misma naturaleza de a justicia. Y a su vez, ¿no se llama
la templanza así por excluir todo lo que no sea moderado? Lo mismo sucede con
la fortaleza. Precisamente lo propio de esta virtud es salvarle a la templanza
de los vicios que le asaltan por todas panes a fin de sofocarla, defendiéndola
con todas sus fuerzas hasta fortificarla, como sólida base del bien v asiento
de todas las virtudes. Por tanto, justicia, fortaleza y templanza llevan en
común como propio esa moderación del justo medio.
Mas no por eso carecen de
diferencia especifica. La justicia ama, la fortaleza ejecuta, la templanza
modera el uso y posesión de lo que se tiene. Nos queda por demostrar cómo
participa de esta comunión la virtud de a prudencia. Es ella precisamente
la primera en descubrir y reconocer ese justo medio, pospuesto durante
tanto tiempo por negligencia del alma, aprisionado en lo más oculto por la
envidia de los vicios y encubierto por las tinieblas de olvido. Por esta
razón, te aseguro que son muy pocos los que la descubren, porque son muy pocos
quienes la poseen.
La justicia busca, por tanto,
el justo medio. La prudencia lo encuentra, )a fortaleza lo defiende y la
templanza lo posee. Mas no era mi intención tratar aquí de las virtudes. Si me
he extendido en ello, ha sido para exhortarte a que te entregues a la
consideración, pues así descubrimos estas cosas y obras semejantes. Perdería su
vida inútilmente el que jamás se ocupara en este santo ocio, tan religioso y
tan benéfico.
Capítulo 12
LA MALDAD DE NUESTRA EPOCA
¿Qué sucedería si de repente
te rindieras de plano a esta filosofía? Desde luego, tus predecesores no lo
hicieron. A muchos les resultaría molesto. Seria como si te desviases
inesperadamente de las huellas de tus padres e insultases su recuerdo. Te
aplicarían aquel proverbio: Haz lo que nadie hace y todos se fijarán en ti,
como si pretendieses ser admirado. Claro que no podrías corregir todos los
errores ni moderar todos los excesos inmediatamente. Pero, con el tiempo y el
tino que Dios te concedió, lo conseguirás lentamente si buscas las
oportunidades. Siempre te será factible sacar partido de un mal del que tú no
eres responsable.
Si tomamos ejemplo de los
buenos, y no son precisamente los más recientes, encontraremos algunos sumos
pontífices que fueron capaces de encontrar para sí espacios para el ocio santo,
aunque estaban inmersos en los asuntos más delicados. Era inminente el asedio
de la Urbe y la espada de los bárbaros se cernía sobre el cuello de sus
habitantes. Y no se encogió el santo papa Gregorio, que no interrumpió su
contemplación ni la redacción de sus sabios comentarios. Justamente en esas
circunstancias, como se desprende del prólogo, redactó con exquisita elegancia
y plena dedicación la última parte de su tratado sobre Ezequiel, la más
misteriosa de todas.
Capítulo 13
De acuerdo. Es cierto
que han echado raíces otras formas de vida y que han cambiado radicalmente los
tiempos y los hombres. No es que nos amenacen nuevos peligros, porque ya son
una realidad presente. El fraude, el engaño y la violencia se han apoderado de
la tierra. Campean los calumniadores, apenas nadie defiende la verdad, por
todas partes los más fuertes oprimen a los más débiles. No podemos
desentendernos de los oprimidos, ni negarles la justicia a los que sufren
vejación. ¿Y cómo va a ser posible hacerles justicia, si se encarpetan las
causas y no se escucha a las partes litigantes?
LOS ABOGADOS
Sí; deben tramitarse las
causas. Pero como es debido. Porque resulta detestable cómo se encauzan
habitualmente los litigios; algo indigno, no digamos ya de los tribunales de la
Iglesia, sino hasta de los civiles. Me pasma cómo pueden escuchar tus piadosos
oídos unas argumentaciones y contrarréplicas de los abogados, que sirven más
para destruir la verdad que para esclarecerla.
Corrige la depravación, cierra
los labios lisonjeros y corta la lengua que propala mentiras. Porque afilan su
elocuencia para servir al engaño y argüir contra la justicia, como maestros que
impugnan la verdad. Dan lecciones a quienes deberían instruirles y no se basan
en la evidencia, sino en sus invenciones. Calumnian ellos mismos al inocente.
Desbaratan la simplicidad de la misma verdad. Obstruyen el camino de la
justicia.
Nada puede esclarecer tan
fácilmente la verdad como una exposición precisa y nítida. Quiero que te
habitúes a decidir con brevedad e interés todas las causas que inevitablemente
han de ser vistas por ti, que no tienen por qué ser todas. Y zanja toda
dilación fraudulenta y falsa. Lleva tú personalmente las causas de las viudas,
del pobre y del insolvente. Obras muchas podrías pasarlas a otros. Y las más de
las veces no debes considerarlas ni dignas de audiencia. ¿para qué perder el
tiempo en escuchar a gentes cuyos delitos ya se conocen antes del Juicio?
LOS AMBICIOSOS
Es impresionante el descaro de
algunos, que carecen de todo pudor, para llevar a los tribunales sus evidentes
ansias de ambición, manifiesta a todas luces en sus pleitos. Llegan a la osadía
de apelar a la conciencia pública, cuando bastaba la suya propia para quedar
confundidos. No hubo quien humillase sus frentes altivas, y por eso se
multiplicaron y se hicieron más soberbios aún. Lo que no sé es cómo estos
hombres corrompidos no temen ser descubiertos por los que son tan depravados
como ellos. Y es que donde todos apestan, ninguno percibe su propio hedor. Por
poner un ejemplo: ¿siente rubor alguno el avaro ante el avaro, el impúdico ante
el impúdico, el lujurioso con el lujurioso? Pues lo mismo: la Iglesia está
infestada de ambiciosos. Por eso ya no puede ni horrorizarse siquiera de las
intrigas y apetencias de los ambiciosos. Exactamente igual que dentro de una
guarida de ladrones, donde se contemplan con toda naturalidad los despojos de
los caminantes.
Capítulo 14
Si eres discípulo de Cristo,
deberías consumirte en celo y levantarte con toda tu autoridad contra semejante
corrupción universal de la desvergüenza. Contempla al Maestro y escúchale: El
que quiera servirme, que me siga. Y no predispone sus oídos para que le
escuchen, sino que se hace un látigo para golpearlos. No pronuncia discursos ni
los admite. No se sienta en el tribunal; sin más, los azota. Y no oculta el
motivo: han convertido la casa de oración en una lonja de contrataciones. Haz
tú lo mismo. Huyan avergonzados de tu presencia esos traficantes. Y cuando no
sea posible, que al menos le teman; tú también tienes tu azote. Tiemblen los
banqueros que confían en el oro, porque nada pueden esperar de ti; que escondan
su dinero de tu vista, pues saben que prefieres tirarlo antes que
recibirlo.
Si obras así, con tenacidad y
empeño, ganarás a muchos, consiguiendo que trabajen para vivir valiéndose de
medios más honestos que el lucro infame; y los demás ni se atreverán a concebir
semejantes negocios.
Por añadidura, podrás disponer
mejor de tus tiempos de ocio, como antes te lo indicaba. Porque así encontrarás
muchos momentos libres para dedicarlos a la consideración. Y obrarías con toda
honestidad, si fueras capaz de no conceder siquiera audiencias para asuntos de
pleitos, remitiéndolos a otras personas y resolviendo los que juzgues dignos de
tu intervención con un informe previo que sea breve, fiel y apropiado a la
causa.
Te hablaba de la
consideración; y pienso extenderme más, aunque lo haré en otro libro, para
acabar ya con éste, no sea que te resulte doblemente pesado por su excesiva
tensión y por la aspereza de mi estilo.
LIBRO SEGUNDO
Capítulo 1
No me he olvidado de la
promesa que te hice, santísimo papa Eugenio. Hace ya tiempo que me siento
deudor tuyo y deseo satisfacerte, aunque sea tarde. Me avergonzaría de esta
demora si tuviera que reprocharme por ello de incuria o desconsideración para
contigo. Pero no es así. Como bien sabes, han sucedido recientemente tales
desastres, que llegué a pensar que podían acabar con todas mis aficiones y
hasta con mi vida. Como si el Señor, irritado nuestros pecados y
olvidándose de su misericordia, hubiera determinado juzgar con todo su rigor al
universo entero antes del día prefijado.
No perdono a su pueblo ni a su
santo nombre. Porque ¿no dicen ahora los gentiles, dónde está su Dios? Y no es
de extrañar que lo digan. Los hijos de la Iglesia, los que se gloriaban de ser
cristianos, yacen abatidos en pleno desierto, muertos a espada o devorados por
el hambre. Arrojó el desprecio sobre los príncipes, los descarrió por una
soledad inmensa y sin caminos. Quebranto y calamidad hallaron a su paso. Pavor,
abatimiento y confusión hasta en la alcoba del rey. ¡Qué vergüenza para los que
anuncian la paz y para los encargados de traer buenas noticias! Pregonamos paz
cuando no había paz; prometimos bienestar y nos vino encima el caos; como si
con nuestros proyectos hubiéramos incurrido en temeraria ligereza. Me di de
lleno a la obra, y no precisamente al azar, sino porque tú mismo me lo
mandaste, como si Dios me hablara por tu boca.
¿Por qué ayunamos y no nos
hizo caso? ¿Por qué nos mortificamos y ni se enteró? Y a pesar de ello no se
aclara su ira, sigue extendida su mano. En cambio, con toda su paciencia
escucha encima los gritos sacrílegos y blasfemos de estos otros egipcios, que
siguen diciendo: con mala intención los sacó para hacerlos morir en el desierto.
Pero, a pesar de todo, ¿quién puede ignorar que su justicia es perfecta? Es un
abismo tan hondo esta justicia, que con toda razón puedo tener por un santo a
quien no se escandalice del Señor.
Capítulo 2
Por lo demás, sería una gran
temeridad humana atreverse a censurar lo que escapa plenamente a nuestra
comprensión. Recordemos sus antiguos designios, que son eternos, y acaso
lleguemos a consolarnos. Así lo afirmó un salmista: Recordando tus antiguos
decretos, Señor, quedé consolado.
Voy a recordar cosas que nadie
ignora y parece que ahora todos las olvidamos. Así es el corazón del hombre. Lo
que sabemos cuando no necesitamos saberlo, se nos olvida en el momento en que
precisamos recordarlo. Cuando Moisés sacó a su pueblo del país de Egipto, les
prometió otro mejor. Si no, su pueblo, tan apegado a aquella tierra, nunca lo
hubiera seguido. Sí, lo sacó; pero no lo introdujo en el país que le prometió.
Y, sin embargo, nadie podrá atribuir a la temeridad de aquel caudillo tan
triste e inesperado desenlace. Todo lo hacía por orden del Señor, con la
cooperación directa del Señor, confirmándolo con las señales que le
acompañaban.
Pero dirás: Aquel pueblo era
un pueblo testarudo, en querella siempre contra el Señor y contra su siervo
Moisés. De acuerdo; eran unos incrédulos y rebeldes. ¿Y los nuestros?
Pregúntaselo a ellos. ¿Por qué debo decirlo yo, si lo están confesando ellos
mismos? Sólo me hago esta pregunta: ¿Cómo podían seguir adelante los que
siempre se volvían hacia atrás en su caminar? A lo largo de su peregrinación no
hubo un momento en que su corazón no se volviese hacia Egipto. Si cayeron y
perecieron por su maldad, ¿podrá extrañarnos ahora que sufran el mismo desastre
quienes les imitaron en su proceder? ¿o es que la desgracia que padecieron pone
en tela de juicio las promesas de Dios? Entonces, tampoco ahora. Porque nunca,
efectivamente, las promesas de Dios pueden crear conflicto a su justicia. Y
escucha otra cosa.
Pecó la tribu de Benjamín, y
se aprestan las demás tribus a castigarla con la anuencia de Dios. Incluso él
mismo designó al jefe que debía dirigir la batalla. Trábase el combate,
confiados en que su ejército es mejor, en que su causa es más noble y, sobre
todo, en que Dios está con ellos. Pero ¡qué terrible es Dios en sus designios
con los hombres! Huyeron ante los malvados, los que iban a vengarse de la
maldad y, siendo mucho más numerosos, cedieron ante un enemigo mucho más
reducido. Recurren luego al Señor, y el Señor les dice: Volved. Van otra vez, y
de nuevo son desbaratados y vencidos. Primero contaron con el favor de Dios.
Ahora con su orden expresa. Se enfrentan en una batalla justa, y los justos
sucumben dos veces. Fueron inferiores en la lucha, pero se hicieron más fuertes
en la fe.
¿Te imaginas lo que harían
conmigo, en las actuales circunstancias, si otra vez por mi predicación
volvieran los nuestros a la guerra y fueran también vencidos? ¿Crees que me
escucharían si les exhortara a que por tercera vez repitieran el viaje y
acometieran una hazaña en la que ya habían fracasado por dos veces. Pues ahí
tienes a los israelitas que, sin tener en cuenta su repetido desastre, obedecen
por tercera vez y vencen. Pero nuestros hombres dirían: ¿Y qué señal realizas
tú para que viéndolo creamos? ¿Cuál es tu obra? No estaría bien que yo mismo lo
contestase: no me lo permite mi pudor. Respóndeles tú en mi lugar y por ti
mismo, conforme a lo que has visto y oído, o mejor, según lo que Dios te
inspire.
Posiblemente te preguntes por
qué me entretengo en hablar de todo esto, cuando me había propuesto otra
cuestión. Pero no lo hago porque se me haya olvidado, sino porque lo considero
muy relacionado con mi propósito. Recuerdo muy bien que me he propuesto
desarrollar ante tu santidad el tema de la consideración. Tema muy importante y
digno de profunda reflexión. Por cierto, son los grandes personajes quienes
deben considerar las cosas importantes. Entonces, ¿quién como tú podrá hacerlo
con mayor interés, si no hay sobre la tierra otro semejante a ti? Sé
que lo harás así, pues para ello has recibido de lo alto la sabiduría y el
poder.
Dada mi pequeñez, me siento
incapaz de indicarte cómo debes hacer las cosas. Será suficiente con haberte
insinuado que debes actuar de alguna forma para aportar algún consuelo a la
Iglesia, tapando la boca de tus detractores. Estas brevísimas consideraciones
las hice a modo de apología. Espero haber depositado en tu conciencia las
razones que dejan plenamente tranquila la mía ante mi responsabilidad y la
tuya. Aunque serán insuficientes para esos que suelen juzgar las actuaciones
ajenas solamente por su éxito. La justificación perfecta y absoluta de cada uno
es el testimonio de su propia conciencia. Me importa muy poco lo que de mí
opinen aquellos que le llaman mal al bien y bien al mal, tinieblas a la luz y
luz a las tinieblas. Una de dos: o murmuran de nosotros dos o de Dios. Me
siento feliz de poder servirle de escudo a mi Señor. Acojo con gusto las
imprecaciones y los dardos blasfemos de mis detractores, con tal de que no
lleguen hasta él. Aguanto cualquier afrenta para que no sufra menoscabo la
gloria de mi Dios. Me sentiría plenamente feliz si de verdad pudiese decir: Por
ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro. Es para mí un gran
orgullo compartir la suerte de Cristo, que dijo: Las afrentas con que te
afrentan caen sobre mí. Bien. Es hora ya de volver a nuestro tema y avanzar
ordenadamente en nuestra exposición.
LAS CUATRO COSAS QUE SE DEBEN CONSIDERAR Y LA TRIPLE CONSIDERACIÓN DE SI
MISMO
Antes que nada, mira lo
que yo entiendo por consideración. Pues no pretendo identificarla totalmente
con la contemplación. Esta radica en la visión o certeza de lo va conocido, y
la consideración es una búsqueda más bien de lo desconocido. En este sentido,
la contemplación puede definirse como una penetración cierta y segura
de alma o una aprehensión de la verdad que excluye toda duda. Y la
consideración es una reflexión aguda del entendimiento o una aplicación intensa
del espíritu para descubrir la verdad. En general, estos dos términos suelen
usarse indistintamente.
¿Sobre qué puede versar tu consideración?
Pienso que debes considerar sobre estas cuatro cosas: tú mismo, lo que está
debajo de ti, lo que está alrededor de ti y lo que está sobre ti. Comience tu
consideración por ti mismo, no sea que te ocupes de otras cosas y te olvides de
ti. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si él mismo se pierde? Por
sabio que seas, no posees toda la sabiduría, si no eres sabio para contigo
mismo. ¿Y cuánta sabiduría te faltaría? A mi modo de ver toda. Aunque
conozcas todos los misterios, la anchura de la tierra, la altura del cielo, la
profundidad del mar, si no te conoces a ti mismo, serás como el que edifica sin
cimentar v levanta una ruina, no un edificio. Todo lo que construyas fuera de
ti será como polvo amontonado que se lleva el viento.
No es sabio el que no lo es
consigo mismo. El sabio será sabio por sí mismo, y beberá primero él mismo de
su propia fuente. Comience, pues, por ti tu consideración y acabe también en
ti. Vaya adonde vaya, encamínala de nuevo hacia ti mismo y será de gran provecho
para tu salvación. Sé para ti el primero y el último. Toma ejemplo del Padre
celestial, que envía a su propio Verbo y al mismo tiempo lo retiene consigo. Tu
verbo es tu consideración; si sale de ti, que no se aleje. Que marche sin
ausentarse; que se vaya sin abandonarte. Para alcanzar la salvación, nadie será
más hermano tuyo que el hijo único de tu madre: la consideración. No pienses
nunca nada que vaya contra tu salvación. He dicho mal "contra";
debería haber dicho fuera. Debemos rechazar todo lo que se le brinda a la
consideración, si de alguna manera no nos lleva a la propia salvación.
Esta consideración de ti mismo
abarca tres preguntas: si consideras qué eres, quién eres, cómo eres. Es decir,
qué eres por tu naturaleza, quién eres por tu persona, cómo eres por tus
costumbres. Por ejemplo: qué eres, un hombre; quién eres, el papa o sumo
pontífice; como eres, bondadoso o humilde, etc. Aunque es más propio de los
filósofos que de los hombres apostólicos reflexionar sobre la primera pregunta,
sabemos que se contesta con la definición el hombre en cuanto animal
racional mortal.
A quien le guste, puede
profundizar en ella con mayor precisión. No encontrarás nada que vaya contra tu
profesión y dignidad, si te entregas a esta reflexión. Al contrario, sería
beneficioso para tu salvación. Al considerar estas dos realidades, la
racionabilidad y la mortalidad del hombre, percibirías dos clases de frutos. Tu
mortalidad humillará a tu racionabilidad y tu racionabilidad confortará tu
mortalidad. El hombre sensato apreciará justamente estas dos cosas. Si este
fruto requiere todavía alguna otra consideración, lo expondremos luego, y acaso
sea mejor, debido a la relación de una materia con otra.
QUE RECUERDE SU
PRIMERA PROFESIÓN
Pasamos a reflexionar en quién
eres y de qué has sido hecho. Y aunque dije "de qué", pienso pasarlo
por alto, para dejarlo más bien a tu reflexión. Me limito a recordarte que
sería indigno de ti quedarte por debajo de la perfección, después de haber sido
escogido para una vida tan perfecta. ¿No te avergonzarías de verte el último
ocupando un puesto tan alto, cuando antes eras de los primeros en una profesión
tan humilde como es la del monje? Recuerda tu primera profesión. Que no
desaparezca de tu recuerdo y de tu afecto, a pesar de que te la arrancaron de
las manos. No te vendrá mal que la tengas siempre en tu memoria cuando das una
orden corroboras una sentencia o tomas una decisión. Así, la consideración te
facilitará despreciar los honores en el seno mismo del honor. Lo cual ya es
importante.
Que no se ausente tampoco de
tu corazón. Será como un escudo en el que rebote aquella saeta: El hombre, por
estar rodeado de honores, no entendió. Repite por eso en tu interior: soy el
último en la casa de mi Dios. ¿es posible que a un menesteroso humillado lo
establezcas sobre pueblos y reyes? Quién soy yo y cuál es mi abolengo para
sentarme en el trono más sublime? Sin duda que quien me dijo: Amigo, sube más
arriba, confió en que siempre sería amigo suyo. Si no lo soy, me vendrá una
gran desgracia. Quien me enalteció puede abatirme. Lamento muy tardío sería
decir entonces: Me alzaste en vilo y me tiraste. Es absurdo envanecerse en las
alturas, donde la ansiedad es mayor, cuando la inquietud del cargo es la prueba
del amigo; a esto debo atenerme si, al final de todo, no quiero ocupar el
último puesto.
PARA QUÉ LE HICIERON
SUPERIOR
No podemos negar que estás
sobre los demás. Pero por todos los medios hemos de meditar para qué eres
superior. Creo que no es para comportarte como un señor que domina. Pues
también al profeta, como a ti, lo elevaron y escuchó estas palabras: Para
arrancar y arrasar, destruir y demoler, edificar y plantar. ¿suena a
fastuosidad cualquiera de estos verlos? Son expresiones simbólicas que se
refieren al esfuerzo del labrador, y aquí representan al trabajo del
espíritu.
Por elevado concepto que
tengamos de nosotros mismos, hemos de convencernos de que no se nos ha
entregado un señorío, sino un servicio. Yo no tengo categoría de profeta; a lo
más, podré igualarme en el poder; pero respecto a los méritos, sería absurda
toda comparación. Dítelo interiormente y enséñate a ti mismo, tú que adoctrinas
a los demás. Considérate un profeta cualquiera. ¿o te parece muy poco para ti?
Más bien es demasiado para ti. Pero por la gracia de Dios eres lo que
eres. Concedido que eres un profeta. ¿Piensas que eres más que un profeta? Si
eres sensato, deberás contentarte con la medida que Dios te dio. Todo lo que
sea sobrepasarse, proviene del maligno.
Aprende de los profetas a
presidir, pero haciendo lo que exigen los tiempos y no simplemente mandando.
Debes saber que necesitas más un azadón que el cetro, para acertar a cumplir
las tareas del profeta. La promoción profética no es para reinar, sino para
arrancar. ¿No crees que tú también podrás encontrar algún trabajo en el campo
de tu Señor? Y mucho. Porque no lo limpiaron del todo los verdaderos profetas;
algo dejaron para sus hijos, los apóstoles, como a ti te dejaron algo por
hacer tus inmediatos predecesores. Tú tampoco podrás hacerlo todo. Algo dejarás
para tu sucesor con toda seguridad, y éste para el suyo, los otros al siguiente
y así sucesivamente hasta el último.
Incluso a la hora undécima
reprende el Señor el ocio de los obreros y son enviados a su viña. Ese mismo
Señor les dijo a los apóstoles que la mies es abundante y pocos los
trabajadores. Te lo exige tu herencia paterna, porque si eres dijo, también
heredero. Para demostrar que lo eres, pon manos a la obra. No te apoltrones en
la ociosidad, no sea que te digan como a ellos: ¿Qué haces ahí, todo el día
ocioso?
Máss grave aún sería que
encima te estragaras entre placeres o te infatuara la fastuosidad. Tu testador
no te ha legado nada de esto. Si te atienes a la letra del testamento,
heredarás más bien preocupación y fatiga, no gloria ni riquezas. ¿Te halaga el
solio pontificio? Pues viene a ser como una atalaya de centinelas. Desde ella
deberás vigilarlo todo; ése es el deber que le impone tu condición de obispo, y
no de señor. Pero esa vigilancia te obligará a vivir siempre tenso y no adormilado
en la ociosidad. ¿Puedes apetecer la gloria donde no hay resquicio alguno para
la tranquilidad? Imposible permanecer ocioso cuando apremia incesante la
preocupación por todas las iglesias. ¿o recibiste otra herencia del santo
Apóstol? Lo que tengo, eso te doy. ¿Qué te dio? Yo sólo sé que no te dio oro ni
plata, porque expresamente te lo dijo: No tengo oro ni plata.
Si es que lo tienes tú, úsalo;
pero no caprichosamente, sino según lo exijan los tiempos actuales. Así
lo poseerás como si no lo poseyeras. Las riquezas no son ni buenas ni malas
para el espíritu. Usar de ellas es bueno; su abuso es malo. Codiciarlas es
peor; su lucro es pésimo. Podrás justificarte con las razones que quieras, pero
no apelando al derecho apostólico. Te dio todo lo que tenía: la preocupación
por las iglesias. ¿para dominarlas? Escucha: No tiranizando a los que se os han
confiado, sino haciéndoos modelo del rebaño. Y lo dijo convencido de que debe
ser así, porque también el mismo Señor lo manifestó en el Evangelio: Los reyes
de las naciones las dominan, y los que ejercen el poder se hacen llamar
bienhechores. Y añade: Pero vosotros, nada de eso. Está claro. A los apóstoles
se les prohíbe toda dominación.
Ahora, vete, y si te atreves,
ponte a usurpar como señor el ministerio apostólico; o como apóstol, el
dominio. Ambas cosas se te han negado de plano. Si pretendieses gozar de las
dos, te quedarás sin ninguna. Y entonces no te creas libre de estar entre aquellos
de quienes se lamenta el Señor: Se nombraron reyes sin contar conmigo; se
nombraron príncipes sin mi aprobación. Será muy agradable reinar sin el Señor,
y llegarás a la gloria; pero no a la del Señor.
Ya sabemos lo que está
prohibido; veamos lo que está mandado. El más grande entre vosotros, iguálese
con el más pequeño, y el que dirige, con el que sirve. Esta es la norma
apostólica; se excluye el dominio, se intima el servicio, se encarece imitar el
ejemplo del mismo que lo ordenó, añadiendo seguidamente: Yo estoy entre
vosotros como quien sirve. ¿Podemos considerar indigno un título con el que
antes quiso distinguirse el Señor de la gloria? Con razón Pablo se gloria de
ello y dice: ¿Que sirven a Cristo? También yo. Y sigue: Voy a decir un
desatino: yo más. Les gano en fatigas, en cárceles, en palizas sin comparación
y en peligros de muerte, con mucho. Qué maravilloso servicio! ¿No es
mucho más glorioso que ninguna otra grandeza? Si hay que presumir, mira de qué
forma y considera de qué presumen los apóstoles. ¿acaso te parece escasa
recompensa? ¡Ojalá llegara yo a presumir de la misma gloria de los santos! Tal
como lo proclama el profeta: ¡Oh Dios, tus amigos son colmados de honores, su
autoridad ha sido plenamente confirmada! Y lo proclama también el Apóstol: la
que es a mí, Dios me libre de gloriarme más que en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo.
Yo deseo para ti que ésta sea
siempre tu mayor gloria, la que para sí eligieron los profetas y te la
transmitieron. Descubre tu herencia en la cruz de Cristo en las fatigas
sin tregua. Feliz el que pueda decir: he rendido más que todos ellos. Sí; eso
es gloriarse, pero no estúpidamente ni en la vanidad enervante. Un trabajo que
repugna, necesita el estímulo del premio. El salario que cobre cada cual
dependerá de lo que haya trabajado. Aunque rindió más que todos ellos, no acabó
la tarea; queda mucho por hacer.
EXHORTACION AL CELO Y A LA HUMILDAD
Vete al campo de tu Señor y
considera cuántas espinas y abrojos está echando hoy por la antigua maldición.
Sal y vete al mundo, porque es el campo que te han entregado. Vete a él
no como señor, sino como administrador, para cuidarlo y trabajarlo; que de eso
te van a pedir cuentas. Vete, te diría, con el afán de una atenta solicitud y
una solícita atención. Porque a los Apóstoles se les ordenó que fuesen al mundo
entero, pero no lo recorrieron con sus pies, sino con el celo de su espíritu. Levanta
tú también los ojos de tu consideración, contempla los pueblos de la tierra y
mira si no están más a punto para quemarlos por su aridez que para segarlos por
la madurez de sus cosechas. Si observas detenidamente lo que tú creías trigo en
sazón, descubrirás más bien que son zarzas y maleza. Ni zarzas siquiera,
árboles viejos y carcomidos, y no de sabrosos frutos, sino de bellotas y
algarrobas que comen los cerdos. ¿Hasta cuándo ocuparán la tierra inútilmente?
Si sales y lo ves, te avergonzarás de que si a quieta el hacha; te sonrojarás
de haber recibido en vano la hoz apostólica.
Capítulo 13
Salió a este campo el
patriarca Isaac, cuando por primera vez se encontró con Rebeca. Como dice la
Escritura, había salido para meditar. El salió para meditar; tú debes ir
para arrancarlo todo. Lo debías haber meditado ya hace tiempo; ha llegado tu
hora de ponerte a trabajar. Es ya tarde para seguir vacilando y sin hacer nada.
Según el consejo del Salvador, era antes cuando deberías haberte puesto a
calcular para pensar en la tarea, medir tus fuerzas, sopesar tus capacidades,
acumular méritos y echar cuentas de tus virtudes.
¡A trabajar! Ha llegado el
tiempo de la poda, si a su debido tiempo meditaste. Si has hurgado tu corazón,
debes soltar ya tu lengua y actuar. Cíñete al flanco la espada, la espada del
Espíritu, es decir, la palabra de Dios. Exalta tu mano, robustece tu brazo
para tomar venganza de los pueblos y aplicar el castigo a las
naciones, sujetando a los reyes con argollas y a los nobles con esposas de
hierro. Si obras así, dignificarás tu ministerio y ésa será tu gloria. No es
pequeña esta primacía, porque descartarás de la tierra las alimañas nocivas y
apacentarás seguros tus rebaños: Domarás los lobos, pero sin dominar a las
ovejas, porque te las dieron para apacentarlas, no para oprimirlas. Si has
considerado atentamente quién eres, no puedes ignorar que esto es lo que debes
hacer. Y si, sabiéndolo, no obras en consecuencia, cometes pecado. Recuerdas
muy bien dónde lo leíste: El siervo que, conociendo el deseo de su señor, no
prepara las cosas como su señor desea, recibirá muchos palos. Los
profetas, lo mismo que los apóstoles, fueron valientes en la lucha y no
se apoltronaron entre sedas. Si eres hijo de los profetas y de los apóstoles,
haz tú lo mismo.
CONSIDERA NO SOLO QUIÉN Y QUÉ GRANDE
ERES, SINO TAMBIÉN COMO DEBES SER
Ya has visto quién eres. No
olvides nunca qué eres. Que yo tampoco perderé ocasión de repetírtelo, tal como
me lo he propuesto. Será también muy conveniente que, además de considerar
quién eres, consideres lo que anteriormente eras. ¿Por qué digo
"eras", si ahora también lo sigues siendo? ¿Hay alguna razón para que
dejes de considerar lo que no has dejado de ser?
Porque en una sola
consideración va incluido lo que fuiste y lo que eres. Otra consideración
distinta será la que te induce a considerar en qué te has convertido. Sería
contraproducente que, al pensar en ti mismo, una excluyese a la otra. Pues como
acabo de recordarte, todavía eres lo que eras. Y continúas siéndolo
-acaso más ahora- después de haber sido elevado a lo que eres. Lo que
eras, lo eras por tu nacimiento; lo que has llegado a ser, lo eres de prestado,
sin cambio alguno en tu propio ser. No te quitaron lo que eras. Solamente te
añadieron lo que eres. Por eso debemos ahondar un poco en estos dos aspectos.
Como acabo de indicar, si los comparas entre sí, te servirá de mucho.
Decía antes que, al considerar lo que eres, puedes ver
claramente cuál es tu naturaleza. Eres un hombre, pues hombre naciste. Pero al
preguntarte quién eres, surge el calificativo de tu persona. Eres un obispo. Y
esto te lo han dado; no naciste con ello. ¿Qué te parece más propio de tu
naturaleza: lo que te han hecho o aquello que tienes desde que naciste? ¿No
será esto último? Pues te aconsejo que consideres mucho más lo que
esencialmente eres, es decir, tu condición de hombre, con la que naciste.
Capítulo 14
PARA QUE
CONSIDERE QUÉ ES Y QUÉ LE FALTA
Tal vez me acuses de que no
fui suficientemente claro en mi exposición sobre la primera cuestión. En cuyo
caso no sé cómo me las arreglaré para enfrentarme con la segunda y decirte cómo
debes ser, cuando aún no te he explicado del todo quién eres. Avergonzado
posiblemente de que viesen desnudo a un hombre encumbrado en lo más alto, me
apresuré a revestirlo de sus blasones. Y es que sin ellos se descubre tanto más
tu deformidad cuanto mayor es la gloria de tu dignidad. Es imposible ocultar
las ruinas de una ciudad situada en lo alto de un monte o esconder el humo de
una lámpara recién apagada, si está a la vista de todos. Mona colgada de un
tejado es el rey fatuo sentado sobre su trono. Escucha ahora mi canción,
destemplada por cierto, pero muy al caso.
Es una monstruosidad ostentar
la suprema dignidad con un espíritu miserable; sentarse en la sede más elevada
viviendo la vida más baja. Hablar maravillosamente y no dar golpe: ser sublime
en la predicación e incoherente con ella; ser grave en las formas y superficial
en las obras; firme en la autoridad y vacilante en la constancia. Ya te puse
delante el espejo: el deforme descubrirá en él su propio rostro. Tú puedes
alegrarte, porque encontrarás el tuyo sin deformidad alguna. Pero mírate
también, porque a lo mejor encuentras algo que pueda desagradarte, aunque
tengas razones para estar satisfecho de ti mismo.
Deseo que tu único orgullo sea
el testimonio de tu propia conciencia; pero mucho me gustaría que te humillases
por ese mismo testimonio. Son muy pocos los que pueden decir: No me remuerde la
conciencia de nada. Más cautamente vivirás en la rectitud si no se te oculta el
mal. Por eso te decía que te conozcas a ti mismo. Así gozarás de una conciencia
tranquila cuando te aprisione la angustia, que nunca falta y, sobre todo,
conocerás tus deficiencias. ¿Quién no las tiene? Todo le falta al que piensa
que nada le falta.
Aunque seas el sumo pontífice;
no porque seas el sumo pontífice eres la perfección suma. Eres el ínfimo si te
crees el sumo. Porque ¿quién es el sumo? Aquél a quien nada se le puede
añadir. Estás en el más craso error si te tienes por tal. Pero no. Tú no eres
de esos que cuentan las dignidades por virtudes. Primero tuviste experiencia de
la virtud y luego de los honores. El otro modo de pensar es sólo propio
de emperadores y personajes que no temieron ser adorados con honores
divinos, como Nabucodonosor, Alejandro, Antíoco y Herodes. Tú
debes considerar que no te llamen sumo por haber llegado a ese grado, sino
comparativamente. Pero no creas que me refiero a la comparación de los méritos,
sino de los servicios. Quiero que te consideren a ti como servidor de Cristo y,
sin prevención alguna contra la santidad de nadie, el mejor entre todos sus
servidores. De otra manera: mi deseo es que aspires a lo mejor, no que te creas
el mejor. Ni que te llamen el sumo sin serlo efectivamente. De lo contrario,
¿es posible progresar en la santidad si ya hubieras llegado a la meta
definitiva?
No seas, pues, negligente en
examinar lo que te falta ni insincero para no reconocerlo. Di tú también como
tu antecesor: No es que haya conseguido ya el premio o que ya esté en la meta.
Yo no pienso haberlo obtenido todavía. Esta es la sabiduría de los santos, muy
distinta de esa otra que hincha. Quien se propone alcanzarla sabe que se abraza
con el sufrimiento; pero es un sufrimiento del que nunca pretende evadirse el
sabio, porque es un dolor medicinal que arranca el aturdimiento mortal del
corazón duro e impenitente. Por eso es sabio el que puede afirmar: Mi pena no
se aparta de mis ojos. Ahora ya podemos volver al tema del que nos habíamos
desviado con esta digresión.
DIGNIDAD DE SU PERSONA Y PRERROGATIVAS DE SU POTESTAD
Sigamos. Hemos de ver aún más
profundamente quién eres y cuál es tu personalidad hoy por hoy en la Iglesia.
¿Quién eres? El sumo sacerdote. El sumo pontífice. Tú eres el príncipe de los
obispos, el heredero de los apóstoles. Abel por el primado, Noé por el
gobierno, Abrahán en el patriarcado; en el orden, Melquisedec; en la dignidad,
Aarón; en la autoridad, Moisés; por la jurisdicción, Samuel; por la potestad,
Pedro; por la unción, Cristo. A ti te entregaron las llaves y se te
encomendaron las ovejas.
Es cierto que otros también
pueden abrir las puertas del cielo y apacentar la grey; pero tú sólo heredaste
estos dos poderes tan gloriosamente, por poseerlos de un modo excelso. A los
demás se les ha asignado una porción del rebaño, a cada cual la suya; a ti sólo
se te confiaron universalmente todas las ovejas que forman un único rebaño. Tú
eres el único pastor de las ovejas y de todos los pastores. ¿Me preguntas cómo
podría probártelo? Con las palabras del Señor. Porque a ningún obispo, ni
siquiera a ningún apóstol, le fueron encomendadas las ovejas de manera tan
absoluta y exclusiva. Pedro, si me amas, apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Las de
este pueblo, las de esta ciudad, las de este país, las de este reino? Mis
ovejas, dice. ¿Quién puede dudar que no le excluyó ninguna, sino que le
asignó todas las ovejas? Nada se exceptúa cuando no se hace distinción
alguna.
Posiblemente estaban allí
presentes los demás discípulos, porque al confiarle todas a uno les encarecía a
todos la unidad que forman un único pastor y un único rebaño. Como dice el
Cantar: Una sola es la paloma mía, la hermosa mía, la perfecta mía. Donde
hay unidad hay perfección. Los otros números no llevan perfección, sino
división, a medida que se distancian de la unidad. Y por eso los demás
apóstoles, conscientes de este misterio, se responsabilizaron cada uno de su
propia parcela. El mismo Santiago, que parecía la columna de la Iglesia, se
limitó a presidir las comunidades de Jerusalén, cediéndole a Pedro la
universalidad de las Iglesias. Fue una feliz coincidencia que le asignaran
precisamente esa porción, para que así le procurase descendencia a su hermano
en el mismo lugar donde murió; recordemos que le llamaban el hermano del
Señor. Y si hasta el hermano del Señor estaba subordinado a Pedro, ¿quién
osará injerirse en tus competencias?
Luego, en justicia, los otros
pastores participan en la solicitud de la Iglesia parcialmente, y tú has sido
designado para la potestad plena. La suya se circunscribe a determinados
límites; la tuya está por encima incluso de quienes tienen poder sobre los
demás: Porque tu podrías, si hubiera motivos para ello, cerrar el cielo a un
obispo, deponerlo de su dignidad episcopal, entregarlo a Satanás.
Gozas, por tanto, de una
potestad indiscutible, tanto con respecto a las llaves que te han entregado
como sobre las ovejas recomendadas. Hay además otro argumento que confirma tu
poder. Faenaban los discípulos en el lago cuando el Señor, felizmente
resucitado en su cuerpo, se presentó en la orilla. Seguro Pedro de que era el
Señor, se lanzó al agua y llegó hasta el, mientras los demás se acercaron
remando. ¿Qué significa esto? Era, sin duda, la señal de que el pontificado de
Pedro es único. Porque no había recibido la potestad de regir, como los otros,
una sola barca, sino el mundo entero. El mar representa el mundo; la barca, las
Iglesias.
Por eso, en otra ocasión,
caminando sobre las aguas, nos demostraba que es el único vicario de Cristo, y
como tal debía gobernar no a un pueblo solo, sino a todos. Porque las aguas que
has visto son pueblos y muchedumbres. Así que cada uno de ellos tiene su nave;
pero bajo tu cuidado está una grandísima nave en la que caben todas: es
la Iglesia universal, extendida por todo el mundo.
Capítulo 17
CONSIDERA NO SOLO
QUIÉN Y QUÉ GRANDE ERES, SINO TAMBIÉN COMO DEBES SER
Ya has visto quién eres. No
olvides nunca qué eres. Que yo tampoco perderé ocasión de repetírtelo, tal como
me lo he propuesto. Será también muy conveniente que, además de considerar
quién eres, consideres lo que anteriormente eras. ¿Por qué digo
"eras", si ahora también lo sigues siendo? ¿Hay alguna razón para que
dejes de considerar lo que no has dejado de ser?
Porque en una sola
consideración va incluido lo que fuiste y lo que eres. Otra consideración
distinta será la que te induce a considerar en qué te has convertido. Sería contraproducente
que, al pensar en ti mismo, una excluyese a la otra. Pues como acabo de
recordarte, todavía eres lo que eras. Y continúas siéndolo -acaso más
ahora- después de haber sido elevado a lo que eres. Lo que eras, lo eras
por tu nacimiento; lo que has llegado a ser, lo eres de prestado, sin cambio
alguno en tu propio ser. No te quitaron lo que eras. Solamente te añadieron lo
que eres. Por eso debemos ahondar un poco en estos dos aspectos. Como acabo de
indicar, si los comparas entre sí, te servirá de mucho.
Decía antes que, al considerar lo que eres, puedes ver
claramente cuál es tu naturaleza. Eres un hombre, pues hombre naciste. Pero al
preguntarte quién eres, surge el calificativo de tu persona. Eres un obispo. Y
esto te lo han dado; no naciste con ello. ¿Qué te parece más propio de tu
naturaleza: lo que te han hecho o aquello que tienes desde que naciste? ¿No
será esto último? Pues te aconsejo que consideres mucho más lo que
esencialmente eres, es decir, tu condición de hombre, con la que naciste.
Capítulo 18
Si no quieres perder el fruto
y provecho de esta consideración, piensa no sólo en lo que eres como nacido de
mujer, sino además qué eras en el momento de nacer. Quítate, por tanto, las
hojas de higuera con las que te ciñeron como herencia de maldición original.
Rasga ese velo que cubre tu ignominia, pero no te cura la herida. Límpiate el
aceite de ese fugaz honor y el brillo de esa gloria de mal gusto, para
considerar absolutamente desnudo al que desnudo salió del seno de su madre. ¿o
naciste ya con ínfulas y todo? ¿Y refulgente de piedras preciosas, con sedas
esmaltadas de flores, con el penacho de plumas y cargado de joyas? Aunque así
fuera, todo ello es pura nube mañanera, rocío que se evapora al alba.
Si toda esa vanidad se disipa
ante tu consideración, te verás desnudo, pobre, desventurado y miserable; un
hombre que se duele de serlo, avergonzado de su desnudez, llorando por haber
nacido, quejándose de haber visto la luz; un hombre que engendra la fatiga, no
la gloria; un hombre nacido de mujer y, por lo mismo, en pecado; corto de días
y por eso angustiado; rebosante de miserias y por ello en llanto. Muchas son
sus desgracias, porque se le juntan las del alma y las del cuerpo. No se libra
de calamidad alguna el que nace en pecado, frágil en su carne y estéril en su
espíritu.
Repleto de miserias en verdad,
pues se acumulan sobre él la fragilidad del cuerpo y la ceguera del corazón por
la difusión del pecado y el destino fatal de la muerte. Saludable conjunción de
pensamientos, si al meditar que eres el sumo pontífice tienes presente que no
has sido vil ceniza, sino que lo eres. En tus reflexiones imita a la naturaleza
y sobre todo a su Autor que juntó lo más noble con lo más despreciable.
La naturaleza asoció en la persona del hombre el barro innoble con el aliento
de la vida. Y también el Autor de la naturaleza asoció en su propia persona al
Verlo con el polvo. Así podrás inspirarte en la dualidad de nuestro origen y en
el misterio de nuestra redención, para que, sentado en las alturas, no sientas
demasiado alto de ti mismo, sino humildemente, adaptándote a los más humildes.
Capítulo 19
Por tanto, cuando consideres
lo grande que eres, piensa también, sobre todo, lo que eres. Y esta
consideración te mantendrá dentro de tus propias limitaciones; no te permitirá
elevarte por encima de lo que realmente eres ni pensar en grandezas que superan
tu capacidad:
PARA MANTENERSE EN EL JUSTO MEDIO
Debes situarte exactamente en
ti mismo. Sin abatirte más abajo ni enaltecerte más arriba; ni perderte lejos
de ti ni abarcar lo que no te corresponde. Mantén el justo medio si no quieres
perder el equilibrio. En el centro está la seguridad. En él encontrarás la
mesura, y en la mesura la virtud. Vivir fuera de la moderación es un destierro
para el sabio. Por eso no le gusta habitar lejos de sí, más allá, porque
perdería la medida; ni más acá, porque se saldría de sus límites; ni más
arriba, porque le superaría; ni más abajo, porque le degradaría. Además,
alejándose, uno puede exterminarse; estirándose, podría rasgarse;
encumbrándonos, podemos hundirnos, y descendiendo, ser tragados por el abismo.
Voy a ser más concreto, no sea
que veas aquí una referencia a la anchura y largura, altura y profundidad, a
las que exhorta el Apóstol a todos los cristianos. De esto hablaremos en otro
momento y a otro propósito. Ahora entiendo por anchura confiar en una vida muy
larga; por largura, distraerse en afanes superfluos; por altura, presumir de lo
que se carece; por profundidad, abatirse más de lo necesario. El que se echa
cuentas de que vivirá muchos años, se mete por caminos de perdición, traspasa
la frontera de su vida con sus proyectos ambiciosos. Por eso, los hombres que viven alejados de sí mismos por
olvidar su propio presente, viajan con ilusiones quiméricas a otros tiempos que
nada les podrán aportar, porque no van a llegar.
De modo semejante, el alma
dispersa en mil afanes se verá desgarrada por la ansiedad. Pues lo que se
estira demasiado acaba rompiéndose. El que presume con soberbia cae
ruinosamente. Ya lo has leído: Delante de la ruina va la soberbia. Y abatirse
por excesivo encogimiento no es sino dejarse engullir por la desesperación. No
caerá en ella el hombre fuerte. El prudente no confiará en las esperanzas
inseguras de una vida larga. El moderado controlará sus afanes, se abstendrá de
lo superfluo y atenderá solícito a lo necesario. El justo no se jacta de lo que
le supera y dice como él: Si fuese inocente no levantaría cabeza.
Capítulo 20
PARA CONSIDERAR SI PROGRESA EN LA VIRTUD
Camina con cautela cuando
pongas en práctica esta consideración y realízala con todo equilibrio, para que
no te atribuyas más de lo que tienes ni renuncies más de lo debido. Te
adjudicarías más de lo que eres, arrogándote la bondad que no posees y
atribuyéndote a ti mismo lo que posees. Distingue atinadamente qué es lo que
eres por ti mismo y lo que eres por pura gracia de Dios; así no habrá engaño en
tu espíritu. Lo habría, de no adjudicar sin fraude lo tuyo para ti y lo de Dios
para Dios, distribuyéndolo noblemente. No dudo que tú ves con claridad cómo lo
malo te corresponde a ti y lo bueno a Dios.
Cuando consideras lo que eres,
debes recordar lo que fuiste. Debes cotejar tu presente con tu pasado. Mira si
has progresado en virtud, sabiduría, conocimiento y en moderación de
costumbres; o, si acaso, ojalá no, has retrocedido en todo esto. Si eres por lo
común más paciente más impaciente; más iracundo o más apacible; más insolente o
más humilde; más afable o más áspero; más asequible o más inexorable; más
interesado o más generoso; más grave o más ligero; más temeroso de Dios o más
confiado de lo conveniente.
¡Qué campo tan dilatado se te
abre aquí para practicar esta consideración Te brindo unas
simples sugerencias, como quien ofrece unos granos de simiente sin
sembrarlos, para dárselos al sembrador. Debes saber hasta dónde llega tu celo,
tu clemencia y tu discreción para moderar estas dos virtudes, esto es, cómo
perdonas las injurias y cómo las castigas; con qué prudencia sabes ponderar las
circunstancias de lugar, tiempo y las demás actitudes. Conviene que consideres
especialmente los tres aspectos en la práctica de estas virtudes, no sea que
dejen de serlo por no concurrir en su favor esas tres circunstancias.
Porque, efectivamente, no son
virtudes en sí mismas, sino por el modo con que se pongan en práctica.
Sabemos que de por sí son indiferentes; todo depende de ti. Si las
falsificas o abusas de ellas, se convertirán en vicios; y si las encauzas hacia
el bien, serán verdaderas virtudes. Ordinariamente, cuando se ofusca el sentido
de la discreción, se suplantan entre sí y se excluyen la una a la otra.
Dos son las causas de esta ofuscación: la ira y el afecto demasiado blando.
Este enerva la objetividad de juicio y la cólera lo precipita.
Es imposible que por una de
estas razones no se perjudiquen o el equilibrio de la clemencia o la rectitud
del celo. Debido a la turbación de la ira, nunca se podrá ver nada con ojos
indulgentes, y no seremos íntegros si nos alucinamos por la blandura afeminada
del corazón. No serás honesto si castigas a quien posiblemente se debiera
perdonar y si perdonas al que se debía castigar.
COMO DEBE CONDUCIRSE EN LA PROSPERIDAD Y EN LA ADVERSIDAD
Tampoco me gustaría que dejes
de tener en cuenta cómo te comportas respecto a las tribulaciones. Felicítate
si perseveras constante a pesar de las tuyas y te condueles de las ajenas. Será
una señal la rectitud de tu corazón. A la inversa, sería indicio de
un ánimo ruin y perverso si te sientes incapaz de soportar las propias y no
tienes la más mínima compasión de las ajenas.
¿Y en la prosperidad? ¿No
habrá nada que considerar? Lo hay. Si lo piensas bien, verás que son muy pocos
los que no hayan aflojado al menos algo en la tensión de su espíritu por la
guarda de sí mismo y por sus propias exigencias. ¿Podemos asegurar que la
prosperidad no fue para los incautos algo así como el fuego para la cera o los
rayos del sol para la nieve y el hielo? Sabio fue David y más sabio aún Salomón.
Pero cuando nadaron en la prosperidad de los éxitos, uno perdió la cabeza en
algún momento y el otro para siempre.
Es todo un hombre el que no
pierde a cordura cuando se sume en las contrariedades. Pero también lo es si,
sonriéndole la felicidad presente, no se deja seducir por ella. Sin embargo, de
hecho, encontrarás muchas personas que mantuvieron el equilibrio en la
adversidad y muy pocas que no lo perdieron en la prosperidad. Supera y aventaja
a todos el que, con la fortuna a su favor, no se mostró insolente en su
hilaridad, ni impertinente en su modo de hablar, ni ostentoso en el lujo de sus
vestidos, ni arrogante en sus ademanes.
EVITAR EL OCIO Y LAS CHANZAS
Aunque el sabio nos asegura con
razón que el ocio del escritor aumenta su sabiduría, hay que evitar la
ociosidad en el ocio mismo. Huye, pues, de la ociosidad, madre de las
chocarrerías y madrastra de las virtudes. Entre seglares, las palabras
maliciosas no pasan de ser palabras maliciosas; en boca del sacerdote son
blasfemias. No obstante, cuando surjan, tal vez sea prudente tolerarlas, pero
nunca repetirlas. Lo mejor es cortarlas con gracia y disimulo, encauzando la
tertulia hacia temas amenos que puedan interesar y así eclipsar a los
anteriores. Consagraste tu boca al Evangelio; no es licito abrirla
maliciosamente. Acostumbrarse a ello es sacrilegio. Los labios del sacerdote
han de guardar el saber y en su boca se busca la doctrina, no la picaresca y el
chisme.
Es insuficiente desterrar de
los labios las palabras maliciosas, que suelen justificarse como chistes
graciosos; también hay que cerrarles el oído. Es vergonzoso que provoquen tus
carcajadas. Pero más vergonzoso aún que las provoques en los otros. Finalmente,
no acertaría a decirte qué es peor: si caer en la detracción o escuchar al
detractor.
EL FAVORITISMO Y LA CREDULIDAD
Tal vez abuse de tu atención
sin necesidad, hablándote ahora de la avaricia, cuando todos sabemos que para
ti las riquezas son paja que lleva el viento. En este sentido, nadie puede
atemorizarse ante tus tribunales. Pero hay otra cosa que suele acechar a los
jueces con no poca frecuencia y con mucho daño. No quisiera que estuviese
ausente de tu conciencia en ningún momento. ¿Cuál es? El favoritismo. No creas
que cometerías una falta cualquiera si, a la hora de dar sentencia, te pesa la
personalidad del delincuente más que la objetividad de su causa.
Existe todavía otra debilidad,
de la que, si te sientes inmune, serías, entre todos los jueces que conozco, el
único que has tomado asiento en los tribunales y te has mantenido siempre libre
de toda influencia, cosa singular, hasta por encima de ti mismo, como dice el
profeta. Me refiero a la excesiva credulidad. Es como una raposilla astuta; no
vi a ninguna persona importante que acertara a precaverse de su habilidad. De
aquí nacen esos arrebatos sin motivo, esa rigurosidad en castigar a los
inocentes y esos juicios precipitados de reos ausentes. Yo te felicito, sin
miedo a que me tomes por un adulador, y te doy mi parabién, porque hasta ahora
has intervenido en muchos pleitos sin incurrir en nada de esto. Tú sabrás si
estás libre también de toda culpa. Ahora tenemos que encauzar la
consideración hacia las realidades que están debajo de ti. Pero eso lo haremos
en otro libro, porque tus muchas ocupaciones te exigen que sea breve.
LIBRO TERCERO
CONSIDERACIÓN DE LO QUE ESTÁDEBAJO DE TI
Capítulo 1
Al terminar ya el libro
anterior te indicaba la materia con la que pensaba comenzar el siguiente. Para
cumplir lo prometido, vamos a considerar lo que está por debajo de ti. Espero
que el buen papa Eugenio, el mejor de los sacerdotes, no tenga que preguntarse
a qué ámbito se circunscriben las realidades que están bajo su poder. Porque
más bien deberías preguntarte cuáles son las que no están.
Tendría que salir de este
mundo el que pretenda encontrar algo que esté exento de tu jurisdicción. No
fueron asignados a tus antecesores unos países determinados, sino el orbe
entero. Id por todo el mundo, se les dijo. Y ellos vendieron sus túnicas para
comprarse, como si fueran espadas, las armas poderosas de Dios: sus palabras,
ardientes como viento del desierto. ¿Adónde no llegaron estos ínclitos vencedores,
los hijos de la Juventud? ¿Qué baluartes dejaron ¿sin someter las flechas de
aquellos valientes, afiladas con ascuas de retama? A toda la tierra alcanza su
pregón y basta los límites del orbe su lenguaje. Todo lo invadían y abrasaban
con sus palabras encendidas en el fuego que el Señor vino a encender sobre la
tierra. A veces perecieron como heroicos guerreros, pero nunca sucumbieron; aun
muriendo triunfaban. Por su poderío los nombrarás príncipes sobre toda la
tierra. Harás memorable su nombre, Señor.
Tú les has sucedido como
heredero. Tu herencia es también el orbe entero. Pero debes sopesar mediante
prudente consideración bajo qué condiciones recibiste, tú como ellos, la
heredad que te corresponde: Pienso que no puedes disponer de ella absolutamente,
pues creo que no te la han dado en propiedad, sino para administrarla. Si te
empeñas en usurparla, te saldrá al paso el que dijo: El orbe y todo lo que
encierra es mío.
Está claro que no puedes
aplicarte aquellas palabras del profeta: La tierra entera será su posesión. El
único que puede reclamar para sí este dominio absoluto es Cristo, pues le
pertenece como creador lo mereció como redentor y se lo concedió su Padre como
don. ¿a quién sino a él se le pudo decir: Pídemelo, te daré en herencia las naciones;
en posesión los confines de la tierra. Reconócele su dominio y posesión. Tú
adminístraselo; es lo que te corresponde. No te propases en nada.
Capítulo 2
Entonces -me replicarás- ¿me
concedes la autoridad y me niegas el mando? Exactamente. Hasta el extremo
de que no mandaría con justicia el que sólo se preocupa de su autoridad. ¿Y no
dispone de la granja su mayordomo? ¿No está sometido a su receptor el
príncipe todavía niño? Sí. Pero la granja no es de mayordomo ni el
preceptor es amo del príncipe. También tú gozas de una autoridad; mas para
velar, servir, dirigir y mirar por el bien de todos. Presides la Iglesia para
servirla. La gobiernas como un empleado fiel y cuidadoso, encargado por el amo.
¿para qué? Para dar a su servidumbre la comida a sus horas, es decir, para que
te desvivas por ella, no para dominarla. Haz justamente eso y no pretendas,
hombre como eres, avasallar a los hombres, no sea que termine dominándote la
maldad. Pero de todo esto ya hemos tratado lo suficiente y con profundidad
cuando analizábamos quién eres tú. He vuelto a insistir en ello, pues lo
más que me aterra es que llegues a ser víctima de este veneno y de
este puñal: la pasión de dominar. Por mucho que te valores a ti mismo, a no ser
que te hayas alucinado, nunca te atreverás a creer que tú eres más que los
santos apóstoles.
QUE CORRIJA A LOS HEREJES,
CONVIERTA A LOS GENTILES Y REPRIMA A LOS AMBICIOSOS
Recuerda aquellas palabras:
Estoy en deuda con sabios e ignorantes. Y si piensas que puedes aplicártelas
justamente, recuerda también que el título molesto de deudor le corresponde más
al siervo que al Señor. Escucha lo que en el Evangelio se le dice a un siervo:
¿Cuánto debes a mi señor? Luego si te reconoces no como señor, sino como deudor
de sabios e ignorantes, considéralo atentamente y cuídate de que lleguen a ser
sabios los que no lo son y vuelvan a serlo quienes lo fueron. Y no hay
ignorancia más grave que la infidelidad. Por eso te debes también a los
infieles, judíos, griegos y gentiles.
Capítulo 3
Es fundamental que te afanes
cuanto puedas por la conversión de los incrédulos a la fe. Que los convertidos
no se desvíen de esa fe y los que se desviaron la recuperen. Por otra parte,
los perversos necesitan volver a la rectitud; los seducidos por el error han de
recobrar la verdad y a los seductores que demostrarles su engaño con sólidos
argumentos para que se enmienden, si es posible, y si no, que se desprestigie
su autoridad y su influencia para engañar a los demás.
De ninguna manera puedes
descuidarte ante la peor clase de incrédulos. Me refiero a los herejes y
cismáticos, que están engañados e inducen a otros al error. Son como perros que
se tiran a desgarrar, como zorros astutos para ocultarse. Estos, te repito,
deben preocuparte especialmente para corregirlos y salvarlos o para
reprimirlos, no sea que lleven a otros a la perdición. Pero en cuanto a los
judíos, quedas excusado: está ya determinado el día de su conversión y no es
posible adelantarlo. Primero tienen que convertirse todos los gentiles.
Y respecto a los gentiles,
¿qué me dices? O mejor, ¿qué te dicta tu propia consideración, que en todo te
interpela? ¿en qué pensaban tus antecesores para ponerle límites al Evangelio
realizando la propagación de la fe, cuando todavía existen infieles? ¿Por qué
-me pregunto y- se puede frenar su Palabra, que corre veloz? ¿Quién fue el
primero que detuvo la carrera e su órbita de salvación? Tal vez tuvieran unas
razones que se nos ocultan o se lo impidieron circunstancias insuperables.
Capítulo 4
¿Cómo podemos justificarnos para cerrar los ojos a la
realidad? ¿Con qué garantía y con qué conciencia podemos dejar de presentar a
Cristo a quienes lo desconocen? ¿es que por una severidad mal entendida vamos a
ocultar la verdad? A toda costa deben llegar alguna vez los paganos a la fe. ¿o
esperarnos que les baje de los cielos ella sola? Nadie se ha encontrado
casualmente con la fe. ¿Cómo van a creer si no hay alguien que les predique?
Pedro fue enviado a Cornelio; Felipe, al eunuco; y si buscamos ejemplos más
recientes, Agustín, enviado por Gregorio, difundió en Inglaterra los contenidos
de la fe. Lo mismo puedes pensar de ti con relación a los paganos.
Por mi parte, te recuerdo la pertinacia de los
griegos, que están con nosotros sin estar: viven unidos en la fe, pero
divididos en la comunión. Aunque a decir verdad, también se han desviado ya de
los senderos de la fe. Igual que la herejía. Disimuladamente serpentea por
todas partes, y en algunos lugares hace estragos abiertamente, devora de modo
fulminante e indistintamente a los hijos más tiernos de la Iglesia. No me
preguntarás dónde está sucediendo esto. Tus legados, que con tanta frecuencia
visitan los países más occidentales, lo saben muy bien y pueden informarte. Van
y vienen constantemente por esas tierras o pasan muy cerca. Pero, que yo
sepa, nada han hecho hasta ahora para remediarlo. Tal vez lo hubiéramos sabido,
si el oro que llega de España no hubiese prostituido la salvación del pueblo.
Tarea tuya es poner remedio a semejante astucia.
Capítulo 5
Pero existe otra estúpida
ignorancia que ha llegado a convertir en una necedad la misma sabiduría de la
fe. Y este virus pudo inficionar por poco a la totalidad de la Iglesia. ¿Cómo?
Sencillamente, porque cada uno de nosotros sólo nos interesamos por lo nuestro.
Y así nos envidiamos, nos provocamos y encendemos los odios, nos exasperamos
llevando cuentas del mal, nos defendemos discutiendo, maquinamos el engaño, nos
zaherimos hasta la detracción, nos deshacemos en maldiciones y, porque nos
oprimen los más fuertes, tiranizamos a los más débiles.
Será muy oportuno y laudable
que intensifiques la meditación de tu corazón en esta locura tan insensata que
está infestando al mismo Cuerpo de Cristo, la totalidad de los creyentes; así
te lo descubre tu propia consideración. ¡Ah la ambición, cruz y tormento de los
propios ambiciosos! ¿será posible que a todos atormentes y todos te sigan? Nada
acongoja tan angustiosamente ni inquieta tan agudamente al hombre como la
ambición. Y es lo que con mayor ansiedad apetece el corazón humano.
¿Vas a decirme que los Estados
Pontificios no rezuman más ambición que devoción? ¿Qué resuena en tus palacios
todo el día sino el griterío de la ambición? ¿No transpiran afán de lucro las
leyes canónicas y su disciplina? ¿No pretende la voracidad italiana arrebatar
sus despojos con insaciable avidez? Y a ti mismo, más de una vez, ¿no te ha
obligado a interrumpir e incluso a abandonar tus ocios contemplativos? ¿Cuántas
veces esta inquieta e inquietante calamidad te ha hecho abortar tus santas
ocupaciones! Una cosa es que los oprimidos apelen a ti y otra muy distinta que
los ambiciosos intenten aprovecharse de ti para dominar a la Iglesia. No puedes
dejar abandonados a los que te necesitan, pero tampoco complacer en lo más
mínimo a los ambiciosos. ¡Qué injustamente se favorece a éstos y se desatiende
a los otros! Con unos estás en deuda para aliviarlos y con los otros tienes la
obligación de reprimirlos.
Capítulo 6
LAS APELACIONES
Y ya que incidentalmente
salieron a colación las apelaciones, no estará de más tratar expresamente esta
materia. Es muy importante prestarles una religiosa atención, para evitar que
por su abuso termine siendo inservible lo que se instituyó por necesidades
apremiantes. A mi parecer, pueden derivarse gravísimos males si no se procede
con suma prudencia en este aspecto: Desde todos los rincones de la tierra se
apela a ti. Es una prueba más de la singularidad de tu primado.
Gracias a tu sensatez, espero
que no caigas en vanagloria por este primado tuyo; más bien gozarás de los
bienes que reporta. Ya se les dijo a los apóstoles: No os alegréis porque se os
someten los espíritus. Efectivamente, apelan a ti, y Dios quiera que consigan
lo que buscan, porque realmente lo necesitan. Ojalá que cuando clame el
oprimido se enrede el malvado en las intrigas que ha tramado. Sería maravilloso
que con sólo pronunciar tu nombre se vean libres los pobres y tuvieran que huir
los opresores. Por el contrario, es inconcebible, por perverso y absolutamente
injusto, que saliera satisfecho el que obra el mal y luchara vanamente el
que sufre sus consecuencias.
Cruel corazón el tuyo si no se
conmueve ante un hombre que, además de ser victima de una injusticia, debe
sufrir la contrariedad y el cansancio de un viaje y encima pagar los costes del
juicio. Serías un cobarde además, si no actuaras contra los causantes de tantos
males. Alerta, hombre de Dios, para que cuando llegue el caso sepas reaccionar
con misericordia hacia el oprimido y con indignación contra el opresor. Así se
verá reconfortado el pobre por la reparación de los daños causados, por la
satisfacción de sus injurias y por el esclarecimiento final de los hechos. Y
sobre el otro recaerá de tal modo la justicia, que pueda arrepentirse del mal
perpetrado alevosamente y no se burle más de la desdicha del inocente.
Capítulo 7
En mi opinión no puede quedar
impune el que apela contra derecho. Esta norma de justicia te la imponen los
principios inmutables de la equidad divina y, si no estoy en un error, la misma
legalidad de las apelaciones. De manera que una apelación de recurso ilícito no
es válida para el que apela, ni su sentencia puede ser adversa para aquel
contra quien se apeló. Y es lógico. ¿Con qué derecho se le puede perjudicar a
nadie sin razón alguna? Por el contrario, la justicia más elemental exige que
salga condenado el que pretendió hacer daño a otro.
Apelar injustamente es
injusto; recurrir injusta e impunemente equivale a fomentar las apelaciones
injustas. Y es injusta toda apelación motivada por una sentencia judicial
equivocada o injusta. Es lícito apelar, no para inferir daño a otro, sino para
defenderse del que desean hacernos. Se presume que la apelación
interpuesta antes de dictar sentencia es totalmente injusta; a no ser que
se prevea con evidencia y antelación el desafuero que nos amenaza. Por tanto,
el que apela sin haber sido condenado, manifiesta claramente que intenta vejar
al otro o demorar el pleito con dilaciones.
Pero la apelación no es un
subterfugio, sino una defensa. Sabemos de muchos que apelaron por conseguir un
tiempo para permitirse lo que jamás es lícito. También nos consta que otros
muchos consiguieron, mediante la apelación, vivir hasta el final de sus días en
gravísimos desórdenes como el adulterio o el incesto. ¿será posible que sirva
para amparar las mayores deshonestidades, precisamente lo que debía espantar a
quienes las cometen?
¿Hasta cuándo puedes
fingir que no oyes o que ignoras el enojo de la tierra entera? ¿Cuándo
vas a despertar? Abre los ojos con tu consideración y contempla tanta confusión
por el abuso de las apelaciones. Se interponen contra todo derecho y contra
toda justicia, fuera de toda moral y todo control. No se tienen en cuenta las
circunstancias más simples de lugar y de tiempo, los diversos matices de causas
y situaciones personales. A lo más se conjeturan superficialmente, y muchas
veces contra justicia. Antes, los que deseaban perpetrar el mal, siquiera
temían a las apelaciones. Ahora se valen de ellas para hacerse temer por la
gente honrada. El antídoto se ha convertido en veneno. Y este cambio no se debe
precisamente a la mano del Altísimo.
Capítulo 8
Los mezquinos apelan contra los honrados para ponerles trabas a su
rectitud, y éstos, por temor a la severidad de tus sentencias, se acobardan y
desisten. También se apela contra los obispos para intimidarles en las causas
de disolución o de impedimentos matrimoniales o por su ilicitud. Se apela
contra ellos para coaccionarlos, y así pasan por alto rapiñas, robos,
sacrilegios y delitos análogos. Se apela contra ellos para que a los infames e
indignos se les concedan oficios y prebendas eclesiásticas o no se les remueva.
¿No se te ocurre ningún remedio a tanta calamidad? Por lo menos, que no sirvan
para causar la muerte de unas instituciones que se crearon para evitarla.
El Señor se encendió de ira
por el celo de su casa, convertida en cueva de ladrones. Tú, su ministro,
¿serás capaz de tolerar que el asilo de los desgraciados acabe siendo un arma
poderosa para que domine a iniquidad? ¿No ves cómo todos hacen el papel
de oprimidos y se dan prisa en apelar, no para defenderse sino para
atropellar a otros? ¿Qué injusticias se ocultan en todo esto? Tú debes
meditarlo en tu consideración. Yo no tengo por qué explicártelo. ¿Y por qué -me
preguntarás quizá- no acuden a mí los que son víctimas de una apelación
injusta, para probar su inocencia y dejar desarmada a la maldad? Yo te
respondería con sus propios comentarios: No queremos luchar inútilmente. Es la
misma curia quien favorece más a los que así apelan, e incluso fomentan este
estilo de apelaciones. Para perder en Roma es preferible perder sin movernos de
casa.
Capítulo 9
Te confieso que yo me inclino
a darles la razón. Entre tantas apelaciones que hoy se interponen, ¿podrías
citarme un solo caso en que se restituya un céntimo por los gastos de
viaje a quien se le ha llevado injustamente a un juicio de apelación?
Sería un milagro que en tus tribunales se haga justicia con todos los apelantes
cuando se resuelven en su favor y con todos sus contrarios cuando se les
declara reos. Amad la justicia los que regís la tierra.
De poco sirve cumplir con la
justicia sin amarla. Los que la cumplen se limitan a cumplirla; los que la aman
se desviven por ella. El que ama la justicia la busca sin descanso y corre tras
ella. Por eso persigue tú toda injusticia. No tengas nada en común con quienes
van a las apelaciones como a una cacería. Es bochornoso. Pero podríamos evocar
el reclamo pagano, convenido ya en refrán: Hemos soltado dos gruesos ciervos.
Hablando llanamente, se trata de una bufonada vacía de todo sentido de
Justicia.
EL ABUSO DE LAS APELACIONES
Si tú realmente amas la justicia, no puedes apasionarte por las
apelaciones. En todo caso, te limitarás a tolerarlas. Por otra parte, ¿de qué
les sirve a las Iglesias de Dios tu entrega personal a la justicia, cuando de
hecho prevalece la sentencia de otros que no piensan como tú? Pero de
esto ya trataremos cuando abordemos el tema de las circunstancias que te
rodean.
TRATADO DE LAS CONSIDERACIONES AL
PAPA EUGENIO. LIBRO TERCERO. CAPÍTULO X
Capítulo 10
Con todo, no creas que pierdes
el tiempo considerando ya cómo podrías restablecer la legitimidad de las
apelaciones. Si quieres saber mi parecer, o mejor, si se tuviera en cuenta mi
pensamiento, te diría que no deben ni menospreciarse ni recomendarse. Es más,
me resultaría difícil decirte cuál de las dos cosas considero más nociva. No
obstante, es claro que abusar de algo induce necesariamente a despreciarlo. Por
esta razón habría que desaconsejar decididamente las apelaciones, más bien
nocivas que beneficiosas. ¿o no resulta más perjudicial lo que, siendo de suyo
malo, es peor todavía en sus mismas consecuencias? ¿No es su abuso el que
degrada y destruye la naturaleza misma de las cosas? De ordinario, basta su
abuso para rebajar e incluso anular el valor de las realidades más ricas.
¿Existe algo superior a los
sacramentos? Y no sirven para nada cuando se confieren indignamente o se
reciben mal. En cuyo caso son motivo de condenación, porque no se les presta la
debida veneración. Reconozco que las apelaciones son un bien universal, tan
benéfico para los hombres como el sol: algo así como ese sol de justicia que
descubre y reprueba lo que está oculto, porque son las obras de las tinieblas.
Deben mantenerse e incluso fomentarse, pero cuando efectivamente son
necesarias. No cuando son artimañas de la astucia. En este caso siempre son
abusivas: no ayudan al que lo necesita y favorecen al malvado. Por ello han
caído en total descrédito. Hasta el extremo de que muchos, en vez de comparecer
ante los tribunales, renuncian a sus propios derechos por no embarcarse en un
viaje penoso y perdido. Otros, aunque no se resignan a perder sus
derechos, refieren eludir una apelación inútil, despreciando la
dignidad de personas excelsas a quienes se apela más inútilmente aún.
TRATADO DE LAS CONSIDERACIONES AL
PAPA EUGENIO. LIBRO TERCERO. CAPÍTULO XI
Capítulo 11
Voy a poner algunos ejemplos.
Cierta persona se había desposado oficialmente con su prometida. Llega el gran
día de sus bodas. Todo estaba preparado y asistían muchos invitados.
Bruscamente irrumpió en gritos de apelación uno de los presentes, que deseaba
la mujer del novio, alegando su propio derecho a casarse con ella por haberse
prometido anteriormente a él. Pasmado el novio y asombrados todos los asistentes,
el sacerdote vacila en seguir adelante, y con toda la fiesta preparada, cada
cual se vuelve a su propia casa a comer. Quedó así la novia privada del derecho
a la mesa y al lecho de su marido, mientras no se resolviese el asunto en Roma.
Esto sucedía en París, noble ciudad y corte real de Francia.
En la misma ciudad, otro
desposado ya con su novia, fijó la fecha de boda. Inventan una calumnia,
afirman que no pueden casarse y llevan la causa a los tribunales eclesiásticos.
Sin esperar a que se dictase sentencia, sin causa ni razón, apelan a Roma con
la única intención de dar largas y demorar las nupcias. Pero el interesado no
se resignó a que sus gastos fueran baldíos ni a vivir más tiempo sin la
compañía de su mujer tan amada y, despreciando o fingiendo ignorar la
apelación, consumó todos sus propósitos.
¿Y lo que sucedió con un joven
de Auxerre? Muerto su santo obispo, los clérigos se dispusieron, según
costumbre, a la elección del sucesor. Pero intervino un joven, que apeló
oponiéndose a que la realizaran mientras él no fuese a Roma y regresara. Ni
siquiera cursó la apelación. Y al ver que todos se mofaban de él por su absurda
apelación, se confabuló con otros, y tres días después de haber hecho los
clérigos la elección, procedió a su propia designación.
Se deduce de estos casos y
otros muchísimos parecidos que no se abusa de las apelaciones porque son
menospreciadas. Al revés. Son despreciadas porque se abusa de ellas. Tú verás,
por tanto, qué sentido puede tener que tu celo casi siempre castigue su
desprecio y tolere su abuso. ¿Deseas de verdad que tu castigo sea eficaz?
Ahoga ese germen funesto en el
seno mismo de una madre tan corrompida. Lo conseguirás si sancionas el abuso de
las apelaciones con la severidad que se merece. Arráncalo, y así no
tendrá excusa quien las menosprecie. Es más: esa inexcusabilidad desaprobará la
audacia de no comparecer. Si desaparecen los abusos, se elimina el menosprecio,
o será muy raro. Obras rectamente cuando rechazas el recurso, o mejor, el
subterfugio de las apelaciones y remites muchas causas a los peritos o a
quienes están más capacitados para sentenciar. Siempre que la averiguación de
los hechos se clarifique más exactamente, la decisión será más segura y más
libre. Prestas así un gran servicio, ahorrando con ello mucho trabajo y muchos
gastos. Pero lo que te exige suma atención es indagar a quiénes debes
concederles tu credibilidad.
CUANTO DAÑA LA AVARICIA
Sobre todo esto podía decirte
muchas cosas más. Pero fiel a mi planteamiento, y satisfecho por haberte
proporcionado materia para tu consideración, voy a pasar a otro punto.
Creo que no se puede tornar a
la ligera el primer tema que se nos presentó. Ejerces una primacía única. ¿para
qué? Te insisto en que esto es lo que más debes considerar. ¿eres el primado
para prosperar tú a costa de tus súbditos? De ninguna manera, sino ellos a
costa tuya. Te nombraron príncipe para su servicio, no para el tuyo. De
lo contrario, ¿cómo podrías considerarte superior a aquellos de quienes
mendigas tu propio bienestar? Escucha al Señor: los que ejercen el poder se
hacen llamar bienhechores.
Estas palabras se refieren al
poder mundano y temporal. ¿Rezan con nosotros? Serías un insincero si lo
negases. Pues más que hacerles el bien, pretenderías dominar sobre aquel a
quien se lo haces. Y es de corazones ruines y mezquinos buscar en los súbditos
no su promoción, sino los intereses propios. Nada más bochornoso, especialmente
para quien es el mayor de todos. Lo dijo bellamente el Doctor de los gentiles
cuando afirmaba que son los padres quienes tienen que ganar para los hijos y no
los hijos para los padres. No menos honrosa es aquella otra frase suya: no
busco vuestros dones, sino vuestros intereses.
Pero pasemos adelante, no sea
que, si me detengo más en esto, termines pensando que te considero un
avaricioso. Ya dejé claro en el libro II que estás totalmente exento de este
vicio. Sé cuántas cosas has rechazado, pasando tú necesidad. Pero no olvides
que estoy escribiéndote a ti, mas no para ti. Pues lo que te digo a ti, no va
dirigido sólo a tu propio bien. He censurado aquí la avaricia, vicio del que tu
fama se ve muy libre. Pero tú verás si también están libres tus obras. Por no
referirme a las ofrendas para los pobres, que ni las tocas, hemos podido
comprobar cómo descendían las arcas de Alemania, pero no de volumen, sino de
valor. Porque consideraste su plata como si fuese heno. Obligaste, y con gran
resistencia, a que regresaran a su patria con sus acémilas aquellos hombres sin
que siquiera llegasen a desatar las sacas. Algo inaudito.
¿Cuándo se había rehusado en
Roma el oro? No puedo creer que esto sucediese con el asentimiento de los
romanos. Llegaron dos personajes, los dos ricos y reos de una acusación. Uno de
ellos era de Maguncia y el otro de Colonia. Al primero se le absolvió
absolutamente gratis. Al segundo, indigno del perdón, según creo, le dijeron:
Puedes marcharte con toda la riqueza que trajiste. Admirable reacción, muy
propia de tu libertad apostólica. Claramente paralela de otra que conocemos:
Púdrete tú con tus cuartos. Sólo hay una ligera diferencia entre ambas: en
ésta, el celo es más violento, y en la otra, más moderado.
También se hizo famoso el caso
de aquel otro señor que, procedente de islas remotas, atravesó mares y tierras
para volver a comprar un obispado con su dinero y el ajeno. Por el mismo
procedimiento, había conseguido otro anteriormente. Mucho llevó consigo, pero
tuvo que regresar con ello. Bueno; algo le quitaron. Porque el desgraciado cayó
en otras manos, más abiertas para recibir que para dar. Obraste rectamente
conservando limpias las tuyas, por no consentir en imponerlas sobre un
ambicioso y por no abrirlas al oro de la iniquidad.
En cambio, no cerraste tus
manos a un obispo pobre, dándole de lo tuyo para que él, a su vez, pudiera
darlo y no quedara como un tacaño. El recibió a escondidas lo que después
regalaría con gran publicidad. Con tu bolsa le sacabas de un apuro,
permitiéndole que pudiese corresponder con las costumbres establecidas en la
curia romana. Y a la vez tu generosidad evitaba la avaricia de los que buscan
gratificaciones. No puedes negarlo, porque conozco el caso y su protagonista. ¿Te
molesta que lo dé a conocer? Pues cuanto más te mortifique su divulgación, lo
hago más gustosamente. Así yo cumplo con mi deber y tú con el tuyo: Yo no debo
silenciar la gloria de Cristo y tú no puedes buscar tu propio prestigio. Y si
todavía sigues lamentándote, podría recordarte lo del Evangelio:
Cuanto más se lo prohibía, más lo pregonaban ellos, diciendo: ¡qué bien lo hace
todo!
LOS OBISPOS REBELDES A LA SUMISIÓN DESEAN EMANCIPARSE
Escucha otra cosa, si
realmente puede considerarse distinta de la anterior. Tal vez alguien
prefiera pensar que no difieren entre sí. Que lo decida tu consideración. A mi
entender, no anda muy equivocado el que sitúa la rebeldía entre las diversas especies
de avaricia. No seré yo quien niegue que es una clase de codicia. Al menos
tiene todas las apariencias de serlo. Y no olvides que tu perfección exige no
sólo evitar el mal, sino todo lo que pueda parecerlo. Lo primero, por tu
conciencia. Lo segundo, por tu buena fama. Aunque a otros se les permita,
recuerda que tú no puedes realizar nada que resulte sospechoso. Pregúntaselo a
tus antepasados y te lo dirán: Manteneos lejos de toda clase de mal. Imite el
siervo a su señor, como él dice: El que quiera servirme, que me siga. Por
otra parte, afirma el salmo: El Señor reina, vestido de majestad; el Señor,
vestido y ceñido de poder. Sé tú también firme en la fe, cíñete de gloria y
mostrarás que eres fiel imitador de Dios. Tu fortaleza ha de ser la confianza
en la fidelidad de tu conciencia; tu gloria, el brillo de tu fama.
Te repito que te revistas de
fuerza ara complacer a tu Señor. El goza con tu hermosura y tu belleza
como en su propia imagen. Vístete con las vestiduras de tu gloria, semejantes a
los trajes forrados que llevaban los criados de aquella mujer hacendosa.
Elimina de tu conciencia la debilidad vacilante de una fe mediocre. Que no
aparezca en tu fama la más leve moda de imperfección. Ponte los vestidos
forrados, y así, la alegría que nuestra el marido con su esposa, tú alma, la
encontrará tu Dios contigo. Quizá te extrañe todo lo que voy diciéndote, pues
no sabes lo que busco con ello. Y no quiero tenene en vilo.
Me refiero al descontento y a
las disensiones de las Iglesias. Braman al verse truncadas y desmembradas. No
hay ninguna o son poquísimas las que no sientan o no teman esta herida.
¿Quieres saber cuál? Mira. Los abades eluden la jurisdicción de los obispos;
éstos, la de los arzobispos, y los arzobispos, la de los patriarcas o primados.
¿Qué te parece el espectáculo? Me chocaría mucho que fueras capaz de encontrar
excusas a esta situación. Tampoco entendería que sea necesario hallarlas. Si
fuera así, me demostrarías que estás encumbrado en el poder, pero no en la
justicia. Lo harías porque puedes hacerlo. Pero la cuestión es saber si debes
hacerlo. Has sido elevado a ese lugar que ocupas no para remover, sino para
mantener a cada uno en su puesto y rango de honor que le corresponde, como dice
el Apóstol: Honra a quien le corresponde el honor.
El hombre de espíritu,
el que puede enjuiciarlo todo, mientras a él nadie puede enjuiciale,
antes de poner en obra cualquier cosa tiene presentes estas tres
consideraciones: ¿es lícito, es conveniente, es útil? Pues aunque en pura
filosofía cristiana no es conveniente una cosa sino cuando es lícita, y no es
útil sino cuando es conveniente y lícita, no siempre será consecuente hacer
todo lo que es lícito, útil y conveniente. Vamos a ver si podemos aplicar estas
tres condiciones al caso concreto del que tratamos.
¿Cómo es posible que
conviertas en norma a tu propia voluntad? Y puesto que no tienes a quién
recurrir, ¿vas a tomar como único consejero a tu propio poder? ¿serás mayor que
tu Señor cuando dijo: No he venido a hacer mi voluntad? Es propio de un
espíritu, no ya vil, sino soberbio, comportarse contra el dictado de la razón
como un irracional, siguiendo el propio capricho, impulsado por el instinto y
no por el discernimiento. ¿Hay algo más brutal? Es indigno de todo ser dotado
de razón vivir como una bestia. ¿Quién podrá concebir en ti, puesto sobre todos
para regir el mundo entero, semejante degradación de tu naturaleza y un insulto
tan afrentoso a tu dignidad? Si llegases hasta ese envilecimiento -lo que Dios
no permita- podrías apropiarte como dirigida a ti aquella increpación general:
El hombre no entendió el honor al que fue elevado, se rebajó al nivel de los
jumentos que nada saben y se hizo semejante a ellos.
Tú lo posees todo. Pero sería
vergonzoso que todavía vivieras insatisfecho y te rebajaras a regañar hasta lo
más insignificante, como si no te peteneciese. Me gustaría que recordases ahora
la parábola de Natán sobre aquel hombre que, poseyendo cien ovejas, codició la
única que tenía un pobre. También sería oportuno traer a colación la conducta,
o, mejor, el crimen, del rey Ajab, que lo tenía todo y se encaprichó de una
viña ajena. Que Dios te libre de escuchar lo que él oyó: Has asesinado y encima
robas.
No alegues ahora los bienes
que se derivan de la exención, porque con eso no se consigue nada. Unicamente
que los obispos se vuelvan más insolentes y los monjes más relaJados. Y si me
apuras, más necesitados. Si no, examina atentamente los bienes que poseen y su
estilo de vida. Seguro que en unos encontrarás la miseria más vergonzante y el
aseglaramiento en otros. Este par de hijos nacieron de la misma madre: el abuso
de la libertad. ¿Cómo no va a pecar más licenciosamente un pueblo suelto y mal
gobernado, si no tiene quién le reprenda? ¿Cómo no van a ser saqueados y
robados impunemente los monasterios si se ven sin un defensor? ¿a quién pueden
acudir? ¿a los obispos dolidos aún del desprecio que les infirieron con la
exención? Es justo que contemplen con desprecio los desórdenes en que han caído
y los males que padecen.
¿Qué ganamos con tanta sangre?
Tememos aquella amenaza de Dios contra el profeta: El malvado morirá en su
culpa y a ti te pediré cuenta de su sangre. Si por causa de la
exención se hincha de orgullo el que la recibe y se consume en ira el que pierde
sus derechos, no puede considerarse inocente el que la concede. Mas no para
aquí la cosa, porque el fuego ha quedado encubierto por las cenizas. Y me
explico.
Si el que murmura muere en su
espíritu, ¿podrá vivir el que le instiga? Y el que proporciona la espada para
que mueran los dos, ¿no será reo de la muerte de ambos? Eso es lo que hace poco
escuchábamos: Has asesinado y encima robas. Por si fuera poco, los que escuchan
la murmuración se escandalizan se indignan, insultan, blasfeman. En una
palabra: quedan heridos de muerte. No es un buen árbol el que da frutos de
arrogancia, relajación, fraude, dilapidación, fingimiento, escándalo, odio lo
que es más doloroso aún, las profundas rivalidades y continuas discordias entre
las Iglesias. Ya ves qué gran verdad encierra aquella sentencia: Todo me está
permitido, pero yo no me dejo dominar por nada. ¿Y cuando ni siquiera está
permitido? Perdóname, pero no puedo hacerme a la idea de que te esté permitido
consentir en algo que engendra tantos males.
Capítulo 17
Finalmente, ¿piensas que te es
lícito amputar a las Iglesias sus miembros, cambiar el orden establecido y
variar caprichosamente los límites señalados por tus antecesores? Si la
Justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, quitárselo siempre será una
injusticia. Te equivocas si crees que por ser tu potestad apostólica la suprema
autoridad, es también la única establecida por Dios. Disentirías de aquel que
dijo: No existe autoridad sin que lo disponga Dios. Por eso añadió: El insumiso
a la autoridad se opone a la disposición de Dios. El se refiere principalmente
a tu autoridad, pero no exclusivamente. Por ello prosigue diciendo: Sométase
todo individuo a las autoridades superiores. No dice superior. Y refiriéndose a
una sola persona, sino superiores, porque se trata de muchos.
Así que no sólo tu poder viene
del Señor, sino también el de las autoridades intermedias e inferiores. Y como
no se debe separar lo que Dios unió, tampoco se debe equiparar lo que
mutuamente subordinó entre sí. Engendrarías un monstruo si, arrancando un dedo
de una mano, lo cuelgas de la cabeza; lo harías superior a su mano e igual a su
brazo. Lo mismo sucedería si en el Cuerpo de Cristo distribuyeses sus miembros
modificando la disposición que él estableció. A no ser que tú prescindas de que
fue Cristo quien puso en la Iglesia a unos como apóstoles, a otros como
profetas, a otros como evangelistas, a otros como maestros y pastores, con el
fin de equipar a los consagrados para los diversos ministerios y construir el
Cuerpo de Cristo.
Este Cuerpo es el que San
Pablo te describe, con su lenguaje verdaderamente apostólico, en perfecta
armonía con su cabeza, Cristo. De él viene que el Cuerpo entero, compacto y
trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar de
cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por
el amor. Líbrate bien de menospreciar esta ordenación, so pretexto de que sólo
se organizó para este mundo, que su modelo ejemplar está en el cielo. Ni
siquiera el Hijo puede hacer nada de por sí; primero tiene que vérselo
hacer a Padre. A él van dirigidas especialmente estas palabras que
escuchó Moisés: Ten cuidado de hacerlo todo conforme al modelo que se te
ha mostrado en el monte.
Esta misma frase la tuvo en
cuenta el que escribía: Vi bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa,
la nueva Jerusalén, ataviada como una novia. Yo creo que lo dijo pensando en la
semejanza entre las dos ciudades. Así como los serafines y querubines y los
demás órdenes celestiales, hasta los arcángeles y los ángeles, están
subordinados a un solo Señor que es Dios, también en la tierra primados y
patriarcas, arzobispos y obispos, abades y presbíteros y todos los demás están
bajo un único sumo pontífice. No debemos subestimar un orden dispuesto por Dios
mismo y que tiene su origen en el cielo. Si un obispo dijera: No quiero estar
bajo el arzobispo, o un abad: No quiero obedecer al obispo, tenga por seguro
que sus sentimientos no vienen del cielo. A menos que tengas noticias de algún
ángel insumiso a los arcángeles o de cualquier otro espíritu celestial, que
sólo se somete a Dios.
Entonces -me dirás-, ¿me
prohíbes conceder dispensas? No. Te prohíbo que lo hagas destruyendo el orden.
No puedo ignorar que tienes poder para establecer dispensas, pero que sirvan
para edificar, no para destruir. Lo que al fin y al cabo se pide a los
encargados es que sean de fiar. Cuando lo exige una necesidad, está justificada
la dispensa. Si lo requiere la utilidad es hasta encomiable. Me refiero a la
utilidad común; no a la propia. Si no concurren estas circunstancias, no se
puede hablar de dispensas legítimas, sino de una cruel destrucción. Todos
sabemos que algunos monasterios enclavados en diversas diócesis, por voluntad
de sus fundadores, pertenecen desde sus orígenes de manera especial a la Santa
Sede. Pero una cosa es lo que se funda por devoción y otra muy distinta lo que
maquinan los ambiciosos por no soportar la sumisión. Y con esto concluimos el
tema.
QUE CONSIDERE SI SE OBSERVAN EN LA IGLESIA UNIVERSAL SUS PROPIAS
CONSTITUCIONES APOSTOLICAS
Réstanos ahora que tu
consideración detenga su mirada en el estado general de la Iglesia universal.
Para ver si los pueblos viven sumisos con la humildad necesaria a los clérigos,
éstos a los sacerdotes y los sacerdotes a Dios; si en los monasterios y demás
lugares religiosos reina el orden y se guarda celosamente la observancia; si se
mantienen en todo su vigor las censuras eclesiásticas en materia de fe y
costumbres; si florece la viña del Señor por la honestidad y la santidad de sus
sacerdotes; si esas flores dan sus frutos por la obediencia del pueblo fiel; si
se cumplen tus leyes y constituciones apostólicas con la solicitud que se
merecen, no sea que aparezca en el campo del Señor la incuria o el hurto como
consecuencias de tu descuido.
Por de pronto, sin hablar de
muchísimas disposiciones que hace tiempo yacen en el olvido, puedo demostrarte
que tampoco se cumplen algunas otras que tú promulgaste. Fuiste tú en
persona quien decretaste en concilio de Reims los cánones que ahora mencionaré.
¿Y quién los ha cumplido? Estás equivocado si crees que se tienen en cuenta. Y
si crees que no se cumplen, pecas. Porque decretaste lo que no se iba a poner
en práctica o porque haces la vista gorda.
Mandamos -decías- que tanto
los obispos como los clérigos eviten escandalizar con tu porte exterior, por el
lujo en el vestir telas de colores llamativos y peregrinas hechuras o por sus
peinados, cuando deberían ser modelo y ejemplo de todos los que les vean.
Disponemos asimismo que condenen la inmoralidad con su propia conducta y
demuestren con su vida entera el amor a la inocencia, tal como lo exige la
dignidad del orden clerical. Si, amonestados por sus propios obispos, no les
obedeciesen en el plazo de cuarenta días, sean privados de sus beneficios
eclesiásticos por la autoridad directa de sus propios obispos. Si éstos fuesen
remisos en imponer dichas penas, se abstendrán de su oficio de obispo hasta que
castiguen a los clérigos de su jurisdicción con las sanciones impuestas por
Nos; porque a nadie se le puede imputar con mayor razón la culpa de los
súbditos como a sus superiores descuidados o negligentes.
También mandamos que nadie sea
nombrado arcediano o deán si no ha recibido el sacramento del diaconado o
presbiterado. Y los arcedianos, deanes o prebostes que hubieran sido promovidos
sin recibir esos sacramentos, si se negasen a ser ordenados, serán privados de
su dignidad. Prohibimos además que se concedan dichas dignidades a cualquier
adolescente y a quienes sólo han recibido órdenes de grado inferior. Asígnense
únicamente a los ordenados que sobresalen por su moderación y santidad de vida.
Estas fueron tus leyes. Tú
mismo las promulgaste, Qué efecto han tenido? Continúa promoviéndose en la
Iglesia a los adolescentes y a los que aún no han recibido órdenes sagradas. En
cuanto al primer punto, sí se ha prohibido el lujo en el vestir, pero no ha
desaparecido. Quedó promulgado su castigo, mas nunca se ha aplicado. Han
transcurrido ya cuatro años desde su promulgación y aún no hemos tenido que
llorar por un solo clérigo privado de su beneficio ni por un solo obispo
suspendido de su oficio. Pero sí hemos tenido que derramar lágrimas amargas por
las consecuencias que se han seguido. ¿Por qué? Por la más absoluta impunidad,
hija de la incuria, madre de la insolencia, raíz de la desvergüenza, fomento de
toda transgresión. Dichoso tú, si consigues desterrar esta incuria, causa
fundamental de todos esos males Es de esperar que te esfuerces para lograrlo.
Ahora levanta tus ojos y mira
si no sigue deshonrando al orden clerical su modo de vestir; si la confección
de sus prendas no deja al desnudo hasta la ingle. Y se excusan diciendo: ¿Acaso
Dios no se fija más en las costumbres que en los vestidos? Pero es evidente que
esa manera de vestir delata la deformidad de sus almas y de sus vidas. Es una
insensatez que los clérigos pretendan ser una cosa y aparentar otra. Con ello
desmerece su honestidad y su sinceridad. Parecen militares por su porte y
clérigos por su avaricia; pero por sus obras no son ni una cosa ni otra. Ni luchan
como soldados ni evangelizan como clérigos.
¿A qué orden pertenecen
entonces? Como quieren ser de los dos, desertan de ambos y a los dos confunden
y traicionan. Cada cual resucitará en su orden. ¿en cuál resucitarán ellos? ¿o
perecerán más bien sin pertenecer a ninguno los que vivieron fuera de todo
orden? Si creemos que Dios no ha dejado nada en el desorden; desde lo más
elevado hasta lo más insignificante, temo que les lleve al lugar en el
que no hay orden alguno, sino el horror sempiterno. Esposa desgraciada la que
se fía de tales padrinos de boda. No tienen escrúpulo alguno en robarle
ambiciosamente lo que debían regalarle para embellecerla. No son amigos del
esposo, sino sus rivales.
Ya hemos hablado bastante
sobre lo que cae bajo tu poder. No porque haya agotado la materia, que es
excesiva, sino porque con esto es suficiente para lo que yo me había propuesto,
Vamos a entrar ya en la consideración de lo que tienes a tu alrededor. Y el
Libro IV nos dará esa oportunidad.
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