Pedro Abelardo HISTORIA DE MIS DESVENTURAS
Intro
Con frecuencia los ejemplos, más que las palabras, excitan y mitigan los sentimientos. Ésta es la razón que me determina ahora, después de haber tenido alguna consolación en la charla habida contigo, a escribir una carta al amigo ausente, sobre las mismas experiencias vividas de mis calamidades para que en comparación de las mías, las tuyas se te antojen naderías y las soportes más fácilmente.
Capítulo I
Soy oriundo de una villa fortificada que fue construida a la entrada de la Bretaña Menor. Tiene por nombre Pallet y según entiendo dista hacia oriente ocho millas de la ciudad de Nantes.
De la índole de mi tierra y de mi estirpe me viene el ser ligero de corazón; pero también el estar dotado de inteligencia superior para las disciplinas literarias.
Mi padre había recibido alguna cultura antes de ceñir el cíngulo militar. Y después, le embargó tal amor al saber que dispuso que todos los hijos que pudiera tener fueran educados antes en las letras que en las armas. Y así se hizo.
A mí, que me tenía más amor por ser su primogénito, procuró con más ahínco que se me instruyera.
Yo, a medida que más avanzaba y más fácilmente aprendía, más me encendía en el amor por los conocimientos. De forma que fui totalmente seducido por la literatura hasta el punto de abandonar la pompa militar y los derechos de la primogenitura a favor de mis hermanos. Abdiqué de la corte de Marte para ser educado en el regazo de Minerva.
Estimando como más valiosa la armadura de los razonamientos dialécticos que los demás aspectos de la Filosofía, cambié las otras armas por éstas y antepuse a los trofeos de las armas bélicas la contienda de las disputas.
Con este espíritu me dediqué a recorrer disputando todas las provincias en que se cultivaba esta arte, convirtiéndome de este modo en imitador de los peripatéticos.
Capítulo II
Llegué finalmente a París, ciudad en que ya hacía tiempo que esta disciplina se cultivaba florecientemente. Allí me establecí al lado de Guillermo, el Capellense, mi preceptor, que por aquel entonces era famoso y realmente eminente en este magisterio.
Por algún tiempo permanecí escuchándole. Al principio me tenía simpatía, pero después se puso molestísimo conmigo. Esto aconteció cuando me atreví a refutarle alguna de sus sentencias y opiniones, cuando comencé a razonar contra lo que él sostenía y a manifestarme en el curso de las polémicas, algunas veces, superior a él.
Esto mismo hizo también que algunos que gozaban de fama de sobresalientes entre mis condiscípulos se indignasen contra mí que era más joven y con menos tiempo de estudios que ellos.
De aquí en verdad data el principio de mis calamidades que continúan hasta el día de hoy; pues, cuanto más se extendía mi fama, más me socavaba la envidia ajena.
Se sumó a esto, el que yo mismo, joven aún, presumiendo de las fuerzas de mi edad y de mi talento más de lo que correspondía, quise tener mis propias escuelas. Me propuse fundarlas en el histórico castillo de Malun, que en aquel entonces era sede real.
No bien presintió el referido maestro mis intentos, hizo todo lo que estuvo a su alcance para alejarme de sí lo más posible. Valiéndose de todas las artimañas imaginables, solapadamente maquinó la forma de arrebatarme el sitio (elegido por mí) y las escuelas antes de que yo llevara a cabo mi retiro de las suyas.
Por suerte, daba la coincidencia de que algunos nobles que eran enemigos suyos me apoyaban. Por esto le planté cara seguro de poder hacer realidad mis deseos. Desenmascarada ante los ojos de todos su envidia, conseguí el apoyo de muchos.
Con el nacimiento de nuestros propios centros de estudios se engrandeció tanto nuestro nombre en el campo de la dialéctica que se fue extinguiendo poco a poco la fama de nuestros condiscípulos y la del mismo maestro.
Todo esto hizo que alardeando más de mi capacidad y resistencia trasladase rápidamente mi centro de estudios al castillo de Corbeil que se encuentra más cercano de la ciudad de París. Creía, claro está, que nuestra presencia allí daría lugar a numerosas controversias dialécticas.
Mas al poco tiempo, atacado por una enfermedad originada por la demasiada dedicación a los estudios me vi obligado a retornar a mi patria de origen.
Algunos años me mantuve alejado de Francia. En todo ese tiempo fui ardientemente buscado por todos aquellos a los que inquietaba la disciplina dialéctica. Después de algunos años convalecí de mi enfermedad. Entre tanto mi preceptor, el arcediano Guillermo el parisiense, había trocado su antiguo hábito por el de la orden de los clérigos regulares. Las malas lenguas decían que lo hizo con la intención de que se le creyera más espiritual y lo promovieran a los más altos grados del episcopado. Cosa esta última que aconteció al poco tiempo, pues le consagraron obispo, de Chalons sur Marne.
El nuevo hábito no le hizo retirarse de París, ni de su acostumbrada dedicación a la Filosofía. Sino que inmediatamente y según era costumbre, dictó lecciones en el mismo convento en que moraba ahora en razón de su nuevo estado.
Yo volví a él, a fin de aprender el arte de la retórica. En esta ocasión, siendo nuestras opiniones tan dispares, se reanudaron los choques entre los dos. Y yo traté de hacer zozobrar o mejor dicho destruir con claras argumentaciones su antigua tesis sobre la comunidad de los universales. Más, traté de destruirlo a él mismo.
Sostenía él que la naturaleza universal era una cosa esencialmente la misma en todos, que se debía atribuir o predicar como siendo toda y a la vez una en todos los individuos. De forma que no se daba para él ninguna diversidad desde el punto de vista esencial entre los individuos, sino sólo variedad a causa del diverso número de accidentes (con que cada uno se encuentra afectado).
Acosado, corrigió esta opinión modificándola. Vino a sostener que la naturaleza no era una y la misma en los individuos desde el punto de vista esencial; pero afirmó que lo seguía siendo desde el punto de vista de la indiferencia.
Determinar esto dentro de la cuestión de los universales fue siempre lo más importante para los dialécticos. Al punto que, el mismo Porfirio, al referirse a él en sus comentarios a la Isagoge, evade definirse y dice: "éste es un asunto de máxima importancia". Por esto, al corregir nuestro maestro su opinión en esta cuestión, o, mejor dicho, al abandonarla del todo, acorralado por nosotros, cayó en tanto desprestigio su explicación, que nadie acudía a escucharle en dialéctica, como si toda su preparación hubiera consistido tan sólo en lo que se refería a la cuestión de los universales.
A raíz de estos hechos, nuestra enseñanza tomó tanta preponderancia y autoridad, que hasta los mismos que anteriormente se habían puesto de parte del maestro y habían procurado por todos los medios entorpecer nuestras explicaciones, volaban ahora a nuestras aulas.
La persona que había ocupado el puesto de nuestro propio maestro en las escuelas parisinas, me ofreció su lugar para poder ella misma escuchar nuestras palabras en donde se había destacado su maestro y el mío.
No es fácil de expresar cómo, pocos días después, nuestro maestro comenzó a corroerse de envidia y a consumirse de dolor al ver que estábamos dirigiendo el estudio de la dialéctica allí. No soportando más la quemazón de su resentimiento, trató astutamente de derrocarme.
Y, como no podía ya luchar contra mí al descubierto, tramó calumnias torpísimas contra el que me había concedido el magisterio. Y así puso al frente de las cátedras a uno que era mi abierto enemigo.
Volví yo entonces a Malun. Y, como había hecho antes, abrí mi centro de estudios. Cuanto más pública se hacía su envidia, más crecía mi autoridad, según aquello del poeta:
"Es la grandeza lo que ataca la envidia
y las cimas las que barren los vientos"
(Ovidio, Remedios al amor, I. 369 )
No mucho después, comprendiendo que casi todos sus discípulos dudaban de su religiosidad y murmuraban de su conversión, pues no se había alejado de la ciudad, trasladóse en unión de una pequeña comunidad de hermanos y sus escuelas, a una aldea distante de la urbe.
Retorné yo, inmediatamente, de Malun a París. Esperaba que en adelante me dejarían en paz. Pero, como había hecho ocupar mi lugar por un émulo mío, según ya dije, asenté mis campamentos escolares, a las afueras de la ciudad, en el monte de Santa Genoveva, como para asediar al que había ocupado mi puesto.
Ante esta nueva, el maestro, dejando de lado todo pudor, volvió a la ciudad. Procuró entonces restablecer al pequeño grupo de hermanos y las escuelas en el primitivo monasterio como para salvar de asedio a su lugarteniente que había antes dejado solo.
Mas, en verdad, aunque pensó ayudarle, le dañó al máximo con todo esto. Pues antes tenía aquél cualquier clase de alumnos, sobre todo en las explicaciones sobre Prisciliano, en que se le estimaba competente; pero, después de la vuelta del maestro, casi perdió a todos. Circunstancia que le obligó a dejar la enseñanza.
No mucho después, desanimado de poder conseguir nuevos triunfos, se retiró él también a la vida monástica.
Ya te hice saber hace tiempo las grandes polémicas que nuestros alumnos tuvieron, a raíz de la vuelta de Guillermo a París, tanto con él como con sus discípulos. Y te conté también los resultados que la fortuna deparó a los nuestros y en ellos a mí. En verdad que puedo repetir, menos ambiciosamente, pero sin miedo, lo de Ayax:
"Si buscas el resultado de esta lucha
no fui superado por él"
(Ovidio, Metamorfosis, XIII. 89)
Bueno, y aunque lo callara yo, los hechos y los resultados lo proclamarían.
Mientras todo esto acontecía, mi queridísima madre Lucía me obligó a repatriarme, ya que después de la conversión de mi padre Berenguer a la vida monástica, se proponía ella hacer lo mismo.
Cuando mi madre dio cumplimiento a su deseo volví de nuevo a Francia, con intención, sobre todo, de añadir a mis conocimientos el saber teológico. Nuestro referido maestro Guillermo era fuerte ya en el obispado de Chalons Sur Marne.
En esta disciplina, la teología, gozaba de la máxima autoridad, en razón de su antigüedad, su maestro Anselmo de Laón.
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Pedro Abelardo HISTORIA DE MIS DESVENTURAS
Capítulo III
Me acerqué, pues, a este anciano, al cual un prolongado ejercicio de la enseñanza, más bien que el ingenio o el saber, le había dado renombre.
Pues, en verdad, si alguien con dudas sobre algún problema se acercaba a él, al separarse más dudoso se marchaba.
Era admirable, por cierto, este hombre a los ojos de los que le escuchaban. Pero era nulo a la vista de quienes le interrogaban cualquier cuestión.
Poseía a las mil maravillas el don de las palabras. Pero este don se tornaba despreciable por la falta de contenido y por ausencia de razonamiento.
Cuando prendía su fuego llenaba la casa de humo, pero no irradiaba luz en ella. Su árbol aparecía todo lleno de fronda a quien lo contemplaba desde la lejanía, y estéril a quien lo miraba de cerca y con detención.
Cuando yo me acerqué a él con ánimo de recoger algún fruto, me di cuenta de que parecía la higuera que maldijo el Señor (Marcos, XXI. 19; Marcos, XI. 13) o a aquella vieja encina que Lucano compara con Pompeya:
"Permanece a la sombra de un gran nombre,
cual una encina sublime en fértil campo."
(Lucano, Farsalia, IV. 135)
Habiéndome dado cuenta de esto, no fueron muchos los días que estuve tendido, ocioso, a su sombra. Paulatinamente me fui ausentando de sus clases.
Algunos de sus más eminentes discípulos tomaron muy mal mi proceder. Estimaron que yo despreciaba a tal maestro. Comenzaron, pues, a azuzarle solapada y depravadamente para indisponerle conmigo. Así es como me trocaron en el blanco de la envidia de aquel hombre.
Un día, después de la sesión de debates, nos divertíamos familiarmente entre camaradas; uno de ellos maliciosamente me interrogó qué era lo que yo pensaba del estudio de las Escrituras, ya que hasta ese momento no me había ocupado sino de la física.
Le respondí que tenía por muy saludable tal estudio; pues que en él se ventilaba la salvación del alma. Pero añadí que me admiraba mucho que a los ya versados, para entender, no les bastasen los escritos sagrados y las glosas, sin otro magisterio.
Al oírme decir esto, se rieron los que estaban presentes, que eran muchos. Y trataron en seguida de ver si yo me atrevía y tenía agallas para realizar lo que había dicho.
Yo les dije que, si querían experimentarlo, estaba preparado para ello.
A carcajada batiente, todos a una dijeron: ¡sí!
Yo me mantuve en lo dicho, y les añadí: traed un expositor de alguna inusitada escritura y pongamos a prueba lo que estáis prometiendo.
Entonces todos convinieron en que fuera la obscurísima profecía de Ezequiel. Se señaló ahí mismo, también, el expositor. Y yo, ahí mismo los invité para la exposición que tendría lugar al día siguiente por la mañana.
Me aconsejaban, aunque yo no quería escucharles, diciéndome que para asunto de tal importancia no me debía apresurar. Y ya que era inexperto en el tema convenía que lo transnochara por más tiempo a fin de que pudiera investigar y afianzar bien la exposición.
Lleno de indignación les respondí que no era mi costumbre el marchar por los rieles de lo corriente, sino por los del ingenio. Y que yo desistiría del todo, si es que ellos contra mi voluntad diferían la asistencia a la disertación.
Pocos asistieron a aquella mi primera lección. A todos parecía ridículo que yo, aún casi totalmente inexperto, la acometiera tan rápido.
Mas todos los que asistieron, la encontraron tan de su gusto, que hicieron de ella toda clase de alabanzas y me incitaron a proseguir glosando en el mismo tenor.
Cuando esto se supo, los que no habían venido a la primera lección, comenzaron a concurrir en competencia a la segunda y a la tercera. Y todos por igual trataban de transcribir las glosas que había comenzado el primer día, buscando afanosamente la primera lección.
Capítulo IV
Estos hechos encendieron violentamente la envidia del anciano. Y, excitado como estaba por las continuas insinuaciones, comenzó a perseguirme en la lección de las sagradas letras con no menor vehemencia de lo que lo había hecho nuestro Guillermo en filosofía.
Entre el grupo escolar de este anciano había dos que parecían sobresalir, uno era Alberico de Reims y otro Lotulfo Lombardo. Y estos dos en la misma medida en que se estimaban a sí mismos, se encendieron contra mí.
Según se pudo saber, perturbado el viejo por las sugestiones de estos dos, me prohibió continuar el trabajo comenzado de las glosas en el local en que él ejercía el magisterio, alegando que tal vez se le atribuiría a él lo que pudiera escapársenos de incorrecto en el trabajo, ya que éramos noveles.
Cuando la noticia llegó a oídos de los estudiantes, se enfurecieron indignados ante calumnia tan descarada, fruto de la envidia más negra. No se sabía que a nadie le hubiera pasado cosa igual.
Pero, en verdad, cuanto más al desnudo se puso tal envidia, tanto más contribuyó a acrecentarme, e hizo al perseguido más glorioso.
Capítulo V
Vuelto a los pocos días a París, por algún tiempo y sin tropiezos dirigí las escuelas de las que había sido expulsado anteriormente y las cuales hacía mucho me habían sido ofrecidas y destinadas.
Allí, al comenzar mi docencia, procuré terminar las glosas sobre Ezequiel que había iniciado en Laón.
Agradaron tanto a todos los que las leyeron que comenzaron por ellas a estimarme tan eminente en la lección sagrada como me habían considerado en las cuestiones filosóficas.
Con el dictado esmerado de las dos disciplinas se multiplicaron nuestros alumnos. Las ganancias y la gloria que reporté por ello, por ser ya famoso, no te lo puedo ocultar tampoco.
Pero la prosperidad siempre hincha a los tontos, y la tranquilidad mundana relaja el vigor del alma haciéndola propender por los halagos carnales. Por eso yo, que me tenía por el único filósofo del mundo y no abrigaba temor por futuras agitaciones, aunque había hecho hasta entonces una vida de extrema continencia, comencé a aflojar los frenos de la concupiscencia.
Cuantos más progresos, pues, hacía en la filosofía y en el estudio de la Sagrada Escritura, más me alejaba de los filósofos y de los santos por la corrupción de mi vida.
Es claro y evidente que los filósofos y más aún los santos que rigieron su vida por las exhortaciones de la Sagrada Escritura, resplandecieron con el fulgor de la continencia.
Yo me encontraba entregado por entero a la soberbia y a la lujuria. Pero cuando así me encontraba, la gracia divina me aportó, bien que contra mi voluntad, el remedio para ambas enfermedades. Primero me curó de la lujuria y después de la soberbia.
De la lujuria me sanó privándome de aquello con que la practicaba.
De la soberbia, que había nacido en mí principalmente de la ciencia sagrada que creía tener, pues según lo del apóstol: "La ciencia infla" (I Corintios, VIII. 1), humillándome con la cremación de aquel libro en que yo ponía mi gloria.
Yo quiero que tú conozcas ahora la doble historia de todo esto. Y que la conozcas tal como aconteció en realidad y no por lo que la gente ha propalado. Y tengo interés en que también conozcas el orden en que se desenvolvieron los acontecimientos.
Siempre me asqueó la inmundicia de las prostitutas; la asidua preparación de las labores escolares no me permitía frecuentar la sociedad de mujeres de noble nacimiento; ni tenía casi relaciones con laicas. La fortuna halagadora, como se dice, fue la que encontró la más cómoda ocasión con que fácilmente precipitarme desde la cima de estas sublimidades. Bueno, digamos mejor que fue la piedad divina la que reivindicó para sí, después de haberlo humillado al que henchido de soberbia, se había olvidado de su divina gracia.
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Capítulo VI
Vivía en la ciudad de París una jovencita de nombre Eloísa, sobrina de un canónigo llamado Fulberto. Este hombre que sentía por ella un inmenso amor, había hecho todo lo que estaba de su parte para que ella progresara lo más posible en todas las ramas del saber.
Ella, que no estaba mal físicamente, era maravillosa por los conocimientos que poseía. Y como este don imponderable de las ciencias literarias es raro en las mujeres hacía más recomendable a esta niña. Por esto era famosísima en todo el reino.
Vistas todas las circunstancias que suelen excitar a los amantes, fue a ésta a la que pensé me sería más fácil de enamorar. Llevarlo a cabo se me antojó lo más sencillo.
Era yo tan famoso entonces y sobresalía tanto por mi elegancia que no tenía temor alguno de ser rechazado por ninguna mujer a la que hubiera dignificado con la oferta de mi amor.
Estimé que me sería sobradamente fácil el hacer consentir a esta niña que no sólo poseía la ciencia de las letras, sino que las amaba.
Como nos encontrábamos separados creí que era conveniente que nos presentáramos por intermedio de cartas. Pensé que muchas cosas las expresaría mejor por escrito, pues es más fácil ser atrevido por escrito que de palabra. De esta forma siempre acompañarían las sabrosas frases.
Cuando me vi enteramente inflamado por el amor a esta adolescente, busqué la manera de hacérmela más familiar. Pensé que una íntima conversación y un trato diario la llevarían más fácilmente al consentimiento.
Traté entonces de que el predicho tío abuelo de la joven me recibiera en su casa, que no estaba lejos del lugar de mis clases, en calidad de huésped. Me ofrecí a pagar por ello cualquier precio.
Para todo, me valí de la intermediación de algunos amigos suyos.
Yo aducía que buscaba esta solución, porque el cuidado de los asuntos domésticos me robaba mucho del tiempo que necesitaba emplear para el estudio, ocasionándome además gastos que me eran insoportables.
Él era sumamente avaro, y también tenía mucho interés en que su sobrina progresara más y más en las disciplinas literarias. Excitándole estas dos pasiones, le saqué fácilmente el consentimiento y conseguí lo que quería.
El viejo cedió a la avidez de dinero que lo devoraba, al mismo tiempo que creyó que su sobrina se habría de aprovechar de mis conocimientos. Después de haberme rogado encarecidamente sobre este último punto, accedió a mis deseos más de lo que yo había esperado. Sirviendo él mismo al amor, la puso totalmente bajo nuestro magisterio y cuidado para que cuantas veces me sobrara tiempo terminada mi tarea escolar, tanto de día como de noche, procurara ilustrarla autorizándome además a castigarla con energía si la veía negligente.
Yo quedé estupefacto al ver la supina ignorancia que él manifestaba tener sobre la realidad. No me asombré menos para mis adentros, de lo que me hubiera asombrado al ver que a una tierna cordera la ponían bajo el cuidado de un lobo hambriento.
Pues, en verdad, quien me entregaba a la joven, no sólo para que le enseñara, sino para que la apremiara con vehemencia si era necesario, ¿qué otra cosa hacía sino dar amplio campo a mis deseos? ¿No me brindada la oportunidad, aun en el caso de no haberla yo buscado, de poder doblegarla con azotes, si los halagos hubieran resultado insuficientes?
Había, en verdad, dos circunstancias que me hacían aparecer a los ojos del canónigo como totalmente inofensivo: una era el amor que él sentía por su sobrina; y otra la fama de mi continencia.
¿Qué más pasó?:
Primeramente, convivimos bajo el mismo techo. Llegando después a convivir en una sola alma.
Al amparo de la ocasión del estudio, comenzamos a dedicarnos por entero a la ciencia del amor.
Los escondrijos que el amor hambrea, nos los proporcionaba la tarea de la lección. Pero, una vez que los libros se abrían, muchas más palabras de amor que del tema del estudio se proferían. Más abundantes salían los besos que las sentencias. Muchas más veces, las manos se escurrían a los senos que a los libros.
Más a menudo el amor fijaba los ojos en sí mismo que en la escritura del texto.
Y a veces, el amor que no el rigor, propinaba azotes. Y entonces lo hacía con cariño, no con ira, para que supieran más suaves que todos los ungüentos.
¿Qué puedo decirte que hicimos a partir de esto?
Ningún grado del amor fue omitido por los ardientes amantes. Y si algo desacostumbrado el amor inventa, ése también fue añadido. Y como éramos novatos en estos goces insistíamos con ardor en ellos, sin que nos aburriesen.
Ahora que, cuánto más me embargaba esta delectación, menos podía dedicarme a la filosofía y menos podía también atender a mis escuelas. Me resultaba terriblemente odioso volver a las aulas y permanecer en ellas. Me era pesado dedicar las horas de la noche al amor y las del día al estudio.
Llegué entonces a ejercitar la docencia tan lánguida y negligentemente, que nada original decía, sino que todo lo hacía rutinariamente. No era ya otra cosa que un mero recitador de lo que otros habían creado. Y hasta los pocos versos que componía, tenían por tema el amor y no los arcanos de la filosofía.
Algunos de estos versos, como me he enterado, se conocen y se cantan por muchas partes, principalmente por aquellos a los que agrada una vida semejante a la que yo llevaba.
Es indecible la inmensa tristeza que se apoderó de nuestros alumnos, los lamentos y gemidos que los inundaron, cuando sospecharon mis andanzas, y sobre todo, cuando barruntaron la conturbación espiritual en que me encontraba.
Verdaderamente a pocos podría engañar cosa tan patente. Yo creo que a nadie, a no ser a aquél con cuya deshonra se relacionaba. Hablo del tío abuelo de la niña. Pues, aunque alguna vez alguien se lo había insinuado no lo podía creer; tanto por el gran amor que hacia su sobrina abrigaba como por el conocimiento que tenía de mi continencia pasada. En verdad, no es fácil imaginar torpeza en los que mucho queremos. No anida la baja sospecha en un amor vehemente.
Y por esto asegura el beato Jerónimo en su epístola a Sabiniano (epístola 48) que, "somos los postreros en llegar a conocer los males de nuestra propia casa, y que mientras los vicios de nuestros hijos y consortes son comidilla de las gentes, nosotros permanecemos en la luna".
Pero lo que al fin uno percibe, aunque sea el último en percibirlo, tiempo llega en que lo conoce del todo; lo que todos saben no es fácil ocultárselo a uno. Eso ocurrió exactamente con nosotros. Transcurridos algunos meses, el tío se enteró de nuestras relaciones.
¡Qué infinito fue el dolor que este conocimiento despertó en el tío! ¡Qué inmensa pena recibimos los amantes por la separación! ¡Cómo me confundí de vergüenza! ¡Con qué opresión se ahogaba mi corazón por la aflicción de la niña! ¡Qué ahogos tan grandes le produjo a ella mi abatimiento! Ninguno de los dos se preocupaba de lo que le pasaba a sí mismo, sino de lo que le estaba pasando al otro. Ninguno lloraba sus propias penas, sino las del otro. La separación de los cuerpos estrechó aún más los lazos que unían nuestros corazones.
Privados de toda satisfacción, más se inflamaba el amor. El pensamiento del escándalo sufrido nos hacía insensibles a todo escándalo. Pequeña nos parecía la pena proveniente del qué dirán ante la dulzura del goce de poseernos.
Pasó, ciertamente, en nosotros, lo que la fábula poética cuenta que ocurrió entre Venus y Marte cuando fueron sorprendidos.
Al poco tiempo, la joven, se dio en cuenta de que estaba encinta. Inmediatamente me escribió llena de alborozo contándomelo y consultándome qué era lo que yo pensaba se debía hacer. Una noche pues, en que su tío se encontraba ausente y tal como lo habíamos convenido, la sustraje, furtivamente, de la casa y la llevé sin demora a mi patria.
Allí moró en la casa de mi hermana hasta que dio a luz un varón al que puso por nombre Astrolabio.
Su tío, después que ella se fue, casi enloqueció. Se precisa haber sufrido la violencia de su dolor y el aplastamiento de su vergüenza para hacerse una idea de lo que aquel hombre pasaba. No sabía que hacer conmigo ni qué asechanzas tenderme. Temía muchísimo matarme o mutilarme; pues pensaba que los míos podrían tomar represalias en mi patria sobre su sobrina queridísima.
Atraparme en algún lado y obligarme a algo que yo no quisiera, le era imposible. Yo estaba muy en guardia sobre esto; pues no dudaba que él no hubiera dudado un minuto en agredirme si le hubiera sido factible.
Al fin, yo, compadecido de su inmoderada ansiedad, me acerqué al hombre, suplicándole y prometiéndole avenirme a cualquier enmienda que él indicara. Con vehemencia me acusé como de las más grande de las traiciones, del dolor que había hecho el amor. Pero afirmaré también que, a nadie que hubiera experimentado la fuerza del amor y tuviera presente las calamidades en que las mujeres habían precipitado aun a los grandes varones desde que el mundo es mundo, se podría sorprender de lo que me había acontecido a mí.
Para calmarlo, me ofrecí a satisfacerlo más allá de lo que él esperaba. Le prometí unirme en matrimonio con la que había corrompido, siempre y cuando esto se hiciera en secreto, a fin de evitar el menoscabo de mi fama.
Consintió él. Y por la fe y los besos de aquel hombre y de los suyos, vino a mí, aunque para perderme con más facilidad, la paz que había buscado.
Capítulo VII
Inmediatamente volví a mi tierra y traje desde allí a mi amiga para casarme con ella.
Sin embargo ella no quería consentir de ninguna manera. Trataba de disuadirme diciendo que el matrimonio ponía en peligro mi honor y también a mi propia persona. Perjuraba que su tío no se aplacaría con ningún género de satisfacción. Cosa que se evidenció después.
Me preguntaba qué gloria había de obtener de mí con este matrimonio que arruinaría mi gloria y la degradaría a ella conjuntamente conmigo. ¡Qué expiación no estaría en derecho de exigirle a ella el mundo, decía, si le arrebataba tan gran luminaria!, ¡cuántas maldiciones no había de atraer esto sobre su cabeza!, ¡cuánta ruina para la iglesia!, ¡cuántas serían las lágrimas de los filósofos a causa de este matrimonio!
Era indecoroso y lamentable, decía, que quien había sido creado para todos lo dedicara yo a una mujer, haciéndole caer en tal bajeza.
Repudiaba enérgicamente este matrimonio; pues por doquiera que se lo mirase era, en su opinión, deshonroso y una carga para mí.
Alegaba que se daban para mí, aquí, aquella infamia y aquellas dificultades del matrimonio que debemos evitar según la exhortación del apóstol: "Estás libre de mujer. . . no quieras casarte. Pero si tomaste mujer, no pecaste. Si la virgen se casa, no peca. Pero tendrán de este modo las tribulaciones de la carne, lo que yo quisiera ahorraros" (I Corintios, 27) Y nuevamente: "Quiero que todos vosotros estéis sin preocupaciones" (I Corintios, 32).
Al menos, en caso de que no te conmueva ni el consejo del apóstol ni las exhortaciones de los santos que tan claramente señalan al matrimonio como un yugo pesado, consulta, decía, a los filósofos y fija la atención en lo que ellos y sobre lo que de ellos se halla escrito en este particular.
Pues, reiteradamente, los santos han tratado el tema presente. Así lo hace el beato Jerónimo en su primer libro contra Jeviniano, en donde recuerda cómo Teofrasto expuso ya con razonamientos evidentes que ningún sabio debería casarse: alegando para ello que son intolerables las molestias del matrimonio y continuas las inquietudes que de él se siguen. Reflexiones que culmina el mismo Jerónimo diciendo: "si así razonaba Teofrasto, ¿a qué cristiano no confundirá esto?". Y allí mismo cuenta también que "rogado Cicerón por Hircio a que, después de repudiar a Terencia, se uniera en matrimonio con su hermana, lo rehusó Cicerón afirmando que no podía cuidar, a la vez, de la esposa y de la filosofía".
Considera con atención lo que es la vida matrimonial y no me impidas remover este estorbo para tu vida filosófica: ¿Qué unión formarán los escolares con las mucamas, los tinteros con las cunitas, los libros o tablillas con las ruecas, los estilos o plumas con los husos? ¿Aquel que debe observarse en meditaciones teológicas y filosóficas, podrá soportar los vagidos infantiles, las canciones de cuna que las nodrizas entonan para calmarlos y la ruidosa multitud de domésticos, varones y mujeres? ¿Podrás acaso aguantar las poco agradables inmundicias de los párvulos?
Tal vez digas que los ricos pueden sobrellevar todo esto, pues sus palacios o casas tienen muchos ambientes y su opulencia no siente los gastos, ni se atormenta por los cuidados cotidianos. Pero no es la condición de los filósofos, la misma que la de los ricos. Ni los que se afanan por la fortuna o llenan su vida de preocupaciones por las cosas del mundo se cuidan mucho de la filosofía o teología.
Es por esto que, los antiguos e insignes filósofos despreciando totalmente al mundo, no tanto dejándolo cuanto huyendo de él, mataron en sí mismos todo género de deseo voluptuoso para poder descansar en los brazos de la filosofía. Cabe recordar entre ellos a Séneca, uno de los más grandes, quien dice a Lucilio: "No sólo cuando sobra el tiempo hay que dedicarse a la filosofía, sino que hay que despreciarlo todo, para poder acostumbrarse a esto para lo cual ningún tiempo es demasiado grande" (epístola 73).
No importa mucho si dejas la filosofía o sólo la interrumpes; porque no permanece allí en donde es interrumpida. Debes huir de las demás ocupaciones, para que no se multipliquen sino se vayan eliminando.
Lo que los auténticos monjes soportan en el presente por amor a la filosofía, entre nosotros, por amor de Dios, lo soportaron entre los gentiles aquellos filósofos que sobresalieron por la nobleza de sus vidas. Porque, en cualquier pueblo, tanto gentil como judío o cristiano existieron quienes se destacaron por la fe o la honestidad de las costumbres, segregándose de la multitud por su especial continencia y abstinencia.
Recordemos que en la antigüedad dentro del pueblo judío, existieron los nazarenos, que se consagraban a la ley del Señor, y también los hijos de los profetas, seguidores de Elias o Elíseo a los que llama el bienaventurado Jerónimo monjes del Antiguo Testamento (epístolas 4 y 13). Más modernamente aquellas tres sectas de que hace memoria Josefo en su libro Antigüedades: fariseos, saduceos y esenios.
Entre nosotros, los monjes que imitan la vida comunitaria de los apóstoles o la solitaria de Juan.
Entre los gentiles, como más arriba se ha dicho, los filósofos. Los cuales relacionaban el nombre de la filosofía o sabiduría tanto con la adquisición de conocimientos, como con la religiosidad de la vida. Y esto está claro por el sentido etimológico de esta disciplina y consta además por el testimonio de los santos padres. San Agustín, en el libro octavo de La ciudad de Dios, cuando analiza las diversas escuelas filosóficas escribe: “La escuela itálica tuvo por fundador a Pitágoras de Samos que fue el que dio origen al nombre mismo de filosofía. Antes de él eran llamados sabios los que parecían sobresalir por su vida admirable. Pero preguntado Pitágoras por profesión, dijo que era filósofo, es decir amante de la sabiduría. Le pareció arrogante el ser llamado sabio”.
El pasaje en que Agustín dice: "quienes de algún modo parecían sobresalir por su admirable vida" confirma que para él, es claro que los llamados sabios o filósofos, lo eran más por la honorable vida que llevaban que por el cúmulo de conocimientos que atesoraban.
Sobre lo sabia y moderadamente que vivía no es oportuno que yo aporte ahora ejemplos, no vaya a estimarse que pretendo enseñar a la misma Minerva.
Pero si así vivieron los laicos y los gentiles sin estar ligados por la profesión religiosa, ¿qué no convendrá que hagas tú, clérigo y canónigo para no preferir los torpes placeres a los divinos oficios, para no ser absorbido al precipitarse por esta Caribdis o torbellino, para no sumergirte imprudentemente e irremediablemente en tales obscenidades?
Si no te preocupa la prerrogativa del clérigo, defiende al menos la dignidad del filósofo. Y si nada te dice el amor de Dios, pon freno a la desvergüenza por amor a la honestidad.
Recuerda que Sócrates fue casado y expidió en una desgraciada circunstancia, esta desventura de la filosofía, para que los demás se hicieran más cautos con su ejemplo.
Lo cual ni siquiera el mismo Jerónimo le pasó por alto, pues escribe de Sócrates en el libro primero contra Joviniano lo siguiente: "Empapado por agua inmunda, se detuvo, y sólo esto le respondió a Jantipas que desde lo alto se la había arrojado con infinita rabia, sabía que después de los truenos viene la lluvia".
Finalmente, hablando en su propio nombre, dijo que era expuesto para mí el tratar de devolverla a París. Que además, ella prefería más que la llamase amiga que esposa: así era más decoroso para mí. Que no quería que ninguna atadura matrimonial mediara entre nosotros, para estar segura de que sería sólo el cariño lo que a su lado me retendría.
Por otra parte, comentaba, los intervalos henchirán los encuentros de gozos más agradables. Y habiéndome persuadido o disuadido estas y otras cosas semejantes, como no pudiera doblegar mi torpeza, ni tolerarse tampoco el ofenderme con vehementes llantos y suspiros, puso fin a la agitación que en su pecho sentía por eso, pronunciando las siguientes palabras:
“Una sola cosa resta, dijo, para que el dolor que siga a nuestra mutua ruina, sea mayor que el amor que la precedió”.
Ni en esto, como todo el mundo sabe, le faltó el espíritu de profecía.
Nacido nuestro niño y encomendado a mi hermana, volvimos ocultamente a París.
Pocos días después, celebradas secretamente las vigilias y oraciones en una iglesia, allí mismo, muy de mañana, nos unimos con la bendición nupcial. Estaban presentes en la ceremonia el tío y algunos amigos nuestros, mejor dicho, suyos.
Poco después oculta y separadamente nos fuimos cada uno por un lado. En lo sucesivo no nos vimos, sino muy de tarde en tarde y clandestinamente. Tratábamos de disimular en lo posible lo que habíamos hecho.
Mas, su tío en persona y los criados de él, buscando algún desahogo a su ignominia, comenzaron a divulgar nuestro incipiente matrimonio, faltando así a la palabra dada. Ella, por el contrario, protestaba por esto y públicamente juraba que era absolutamente falso.
Enfurecido su tío al saberlo, la comenzó a atormentar con innumerables ultrajes.
Cuando yo me enteré la trasladé a una abadía de monjas que estaba cerca de París y llamada Argenteuil. Ella misma había sido educada allí durante su niñez.
Le hice adoptar los hábitos propios de la vida religiosa, excepto el velo, y con ellos la revestí.
El tío y sus familiares pensaron que había yo logrado sagazmente burlarme de ellos esta vez; pues creían que lo que yo pretendía al meterla en el convento, era lavarme las manos en el asunto del matrimonio.
Se indignaron, pues, furiosamente y comenzaron a tramar contra mí.
Y una noche, mientras dormía en la secreta alcoba de mi albergue, habiendo antes sobornado a uno de mis sirvientes con dinero me castigaron con cruelísima y vergonzosísima venganza que recibió el mundo con estupor: me amputaron aquellas partes de mi cuerpo con las que yo había cometido lo que ellos lloraban.
Inmediatamente huyeron. Pero dos de ellos que pudieron ser capturados, fueron privados de los ojos y de los genitales. Por cierto que entre esos dos, uno era aquel sirviente mío al que la avaricia condujo a la traición.
Capítulo VIII
Al alborear, la ciudad entera se había congregado junto a mi casa. Difícil ahora y casi imposible resulta expresar su estupor, la lamentación inmensa con que todos se afligían, la enorme gritería con que se convulsionaban y los llantos con que me entristecían. Sobre todo me estaban crucificando con inaguantables lamentos y quejas, los clérigos y mis propios alumnos.
A tal punto llegaron las cosas que yo sentía más dolor por la compasión que por el sufrimiento de las heridas, más me afligía la vergüenza que la lesión de mis carnes, más me dolía el pudor que el dolor.
Mil ideas se agolparon en mi mente en aquella ocasión atormentándome: sin cesar me obsesionaba la idea de que esta fácil y momentánea caída iba a humillar y a extinguir por entero la inmensa gloria de que gozaba. Por otro lado veía lo justicieramente que Dios me había castigado en aquella parte de mi cuerpo con la que yo había pecado y lo justo de la traición con la cual, aquél, al que primero yo había traicionado, a su vez me correspondía. Me venía a la imaginación la alegría con que mis émulos celebrarían tal manifiesta equidad. Me aplastaba la insufrible pena que con esta desgracia ataría a mis padres y amigos para siempre. Me deshacía moralmente al pensar que esta singular infamia se publicaría por el mundo entero.
Me atormentaba a mí mismo pensando en el porvenir que en adelante me esperaba: ¿cómo me podría presentar en público en lo sucesivo? Todos me señalarían con el dedo. Todas las lenguas me corroerían. Sería el monstruoso espectáculo de todas las gentes.
No menos me confundía el saber que, según la versión occidental de la ley, Dios siente tal abominación hacia los eunucos que a los que han sufrido extracción o amputación de los testículos les prohíbe la entrada en la iglesia como a inmundos o pestilentes. Y hasta rechaza a los animales castrados en los sacrificios. “No ofrezcáis al Señor un animal que tenga tos testículos aplastados, hundidos, cortados o arrancados”. (Levítico, XII. 24.) “No será admitido en la iglesia de Dios aquel cuyos órganos genitales hayan sido aplastados o amputados”. (Deuteronomio, 22, I.) Me encontraba entonces sumido en tal confusión que confieso sinceramente que más por el sentimiento de vergüenza que por un verdadero deseo de conversión fui impulsado al asilo de los claustros monásticos. Eloísa, siguiendo nuestras órdenes con entera abnegación, había tomado el velo ingresando así en un monasterio.
Los dos, al mismo tiempo, tomamos el hábito sagrado. Yo en el monasterio de Saint Denis y ella en el referido monasterio Argenteuil.
Recuerdo muy bien que muchos, compadecidos trataron de apartar su juventud del juego de la vida monástica como de un intolerable suplicio; pero ella, entre sollozos y lágrimas, prorrumpió en aquella lamentación de Cornelia:
"Oh el más grande de los esposos
que no mereciste la desventura de mis tálamos.
La fortuna tenía semejante poder sobre tan
[noble cabeza.
¿Por qué despiadada vine a casarme contigo,
si te había de hacer tan desdichado?
Acepta ahora las penas que yo purgaré
[espontáneamente.
(Lucano, Farsalia, VIH. 94)
En medio de estas voces, a toda prisa, se acercó al altar. Inmediatamente tomó el velo bendecido que estaba ante el obispo y, en presencia de todos, se ligó con la profesión religiosa.
Aún no me había repuesto de mi herida cuando comenzaron a hostigarme con continuos ruegos los clérigos que acudían a mí. Ya directamente ellos en persona, ya por intermedio del abad, me repetían: que lo que había hecho hasta entonces por amor al dinero o por deseo de fama, me esforzara en hacerlo ahora por amor de Dios, teniendo en cuenta que se me había entregado un talento por el Señor y se me pediría cuenta exacta del uso que de él hiciese (Mateo, xxv. 15). Y añadían también que quien hasta el presente había puesto tanto empeño para enseñar a los ricos, debía ahora enseñar a los pobres, pues no debía olvidar que había sido tocado por la mano de Dios, para que, más libre de todo lo carnal y abstraído de la tumultuosa vida del siglo, me pudiera dedicar mejor al estudio de las sagradas letras, hasta llegar a ser más filósofo de Dios que del mundo. Pero en verdad, aquella abadía en la que me había refugiado estaba infestada de vida mundana y torpe. Y el abad que resaltaba por su jerarquía entre los demás, era más notable por su mayor desvergüenza y mala vida.
Pronto me les hice odioso e insoportable, pues comencé a recriminar dura y enérgicamente, tanto en público como en privado, su vida inmunda.
Mucho se alegraron, cuando vieron la continua presión que mis discípulos ejercían sobre mí. Creyeron encontrar la ocasión para poder tenerme separado de ellos.
Debido a la presión incesante e importuna de los escolares me retiré a una celda para dedicarme, según era costumbre, a la tarea escolar. En todo esto estuvo presente la mano del abad y la de los hermanos monjes.
Fue tal la multitud que acudió en aquella ocasión a escucharme que no había suficiente lugar para los huéspedes en el monasterio, ni bastaba la tierra para producir tanto alimento como se necesitaba.
En aquella ocasión me dediqué asiduamente a la lección sagrada. Tal como convenía a mi profesión. No descuidé no obstante, del todo a las artes seculares en las que estaba más acostumbrado; porque me pedían con insistencia que las enseñara. Pero hice de las mismas un anzuelo para poder atraer a los que eran pescados con el gusto de la filosofía, al estudio de la verdadera sabiduría. Seguí el ejemplo de Orígenes, el más grande de los filósofos cristianos que lo hizo así, según lo testimonia Eusebio en la Historia eclesiástica.
Y como el Señor me había otorgado no menor don para el estudio de la sagrada escritura del que me había dado para la filosofía, con la enseñanza de ambas ramas se multiplicaron tantos nuestros alumnos que se fueron quedando vacías las aulas de los demás profesores.
Por esto, se encrespó la envidia y el odio de todos ellos contra mí. Me criticaban cuanto podían objetando a espaldas mías dos cosas en especial: la primera que era contraria a la vida de un monje dedicarse a los estudios profanos; la segunda, con intención de que se me impidiera la enseñanza de la teología, que yo me había atrevido a enseñarla sin haber tenido maestro alguno. Trataban ciertamente de que se me prohibiera toda clase de docencia. No descansaron para conseguirlo: azuzaron a los obispos, arzobispos, abades y a todas las personas de renombre que pudieron.
Capítulo IX
Me dediqué entonces a exponer con argumentos y analogías de razón los fundamentos de nuestra fe. Como resultado compuse un tratado sobre la unidad y trinidad de Dios destinado a mis alumnos.
Hice todo esto movido por las insistencias de mis escolares, que exigían razones humanas y filosóficas y solicitaban con mayor interés algo que comprender antes que algo qué decir. ¿De qué sirve, decían, emitir palabras desprovistas de inteligibilidad? No es posible creer nada que primero no se entienda. Es ridículo que alguien predique algo a los otros que ni él ni el auditorio pueda captar con la inteligencia; el dicho del Señor: “ciegos eran los que conducían a los ciegos” (Mateo, XV. 14) se le aplicaría con exactitud.
Visto y leído este tratado por muchos, fue, en general, bien recibido por todos. Pues estimaban que en él se ventilaban a un mismo tiempo todas las cuestiones sobre el tema. Y como los problemas allí tratados se tenían por los más difíciles dada la seriedad que encerraban, ponderaban la gran sutileza que creían habría necesitado para resolverlos. Este detalle incendió de envidia a mis émulos, los cuales convocaron un concilio contra mí. El alma del movimiento fueron, sobre todo, aquellos dos acechadores, Alberico y Latulfo, quienes muertos los maestros Guillermo y Anselmo, ansiaban reinar ellos solos y suceder a los mismos como si hubieren sido sus herederos.
Dirigían ambos por aquel tiempo la Escuela de Reims. Y con depravadas insinuaciones indispusieron contra mí al arzobispo Rodolfo. Lo movieron para que en compañía del obispo extranjero, Canno Prenestino, legado papal en la Galia, celebrase un conciliábulo con nombre de concilio en la ciudad de Soissons, y me invitaron a llevar allí el famoso libro que yo había escrito sobre la Trinidad.
Y así se hizo.
Pero antes de que llegara yo a la ciudad, ya mis rivales me habían difamado en tal forma ante el pueblo y ante el clero, que casi nos apedrea la gente a mí y a los pocos discípulos míos que me acompañaban. Todo esto ocurrió el primer día de nuestro arribo. Y lo hacían al grito de que yo predicaba y había escrito que había tres dioses y no uno, según se lo habían insinuado.
Tan pronto como llegué a la ciudad, me presenté al legado pontificio, entregándole mi obrita para que la leyera y la juzgase. Le dije también que estaba dispuesto a corregir y dar la debida satisfacción por todo aquello que hubiera podido escribir contra el sentir de la Iglesia.
Me ordenó que inmediatamente entregara mi obra al arzobispo y a aquellos dos émulos míos, para que me juzgasen los mismos que me acusaban. Así se cumplió lo que dice (Deuteronomio, XXXII. 31): “son jueces nuestros mismos enemigos”.
Por más que reiteradamente inspeccionaron y dieron Vueltas al librito, no pudieron encontrar nada que achacarme en el curso de las sesiones. Y por esto retardaron hasta el término del concilio la anatematización que tan ardientemente deseaban.
Yo, sin embargo, cada día, desde que comenzó el concilio hasta que terminó, prediqué la fe católica a todos según el pensamiento que había expresado en mi obra.
Todos los que me escuchaban, alababan con gran admiración tanto la exégesis lingüística como la exposición del contenido.
Al ver esto, el pueblo y el clero comenzaron a susurrar entre sí unos con otros, diciendo: he aquí que, ahora habla en público y nadie dice nada en contra suya. El concilio ya se acerca a su fin y había sido convocado contra él, según oímos. ¿No será que los jueces han reconocido que ellos, más que él, están en el error?
Todas estas circunstancias enfurecían cada día más y más a nuestros enemigos.
Cierto día, pues, Alberico en compañía de sus alumnos se me acercó con ánimo insidioso. Después de haberse presentado con zalameras frases me dijo que le admiraban algunas cosas que había leído en el libro. Tales como ésta: “como habiendo Dios engendrado a Dios y no habiendo más que un Dios, podía yo negar que Dios se hubiera engendrado a sí mismo”. Al instante le contesté que si él quería le daría mis razones sobre este punto.
No me importan los argumentos de razón, dijo, ni nuestro propio parecer en estas cuestiones, sino solamente la prueba de autoridad.
Abrid el libro y encontraréis la autoridad, le dije entonces.
El libro estaba al alcance de la mano ya que lo llevaba consigo. Lo hojeé y busqué la página en que sabía se encontraba la prueba de autoridad. Él nunca la hubiera encontrado pues sólo buscaba lo que me pudiera a mí dañar.
Dios quiso que lo que yo deseaba saliera pronto al encuentro.
Di con la sentencia intitulada: (San Agustín, De Trinitate, I. i) : “Quien se imagina a Dios en su poder, como capaz de engendrarse a sí mismo, tanto más yerra; porque no sólo no es así Dios sino que tampoco lo es la criatura espiritual ni corporal. No existe ninguna cosa que se engendre a sí misma”.
Cuando oyeron esto los discípulos que le acompañaban, estupefactos, se llenaron de rubor. Entonces él mismo como para salvarse de algún modo dijo: “bueno, esto hay que entenderlo bien”.
No es ninguna novedad, le dije yo, eso de que hay que entenderlo; pero en este momento poco importa, porque lo exigido eran palabras y no sentido. Le añadí que, si realmente él quería atenerse al verdadero sentido, estaba dispuesto a demostrarle que él había caído en la herejía que sostiene que el mismo que es padre, es hijo, a la vez, de sí mismo.
Se enardeció y pasó a las amenazas: asegurándome que de nada me había de servir en este proceso las razones ni las autoridades aportadas. Después se marchó.
El último día del concilio, antes de la apertura de la sesión, el legado, el arzobispado, mis émulos y algunas otras personas, se pusieron a conversar sobre lo que harían conmigo y con mi libro; ya que estban allí congregados principalmente para resolver ese asunto.
Como ni mis palabras ni el escrito que tenían ante sus ojos dieran pie para recriminaciones hubo un momento en que todos estaban más o menos callados y mis enemigos no tan atrevidos en su lenguaje calumnioso, entonces Geoffroy, obispo de Chartres que por su reputación de santidad y por la importancia de su sede tenía la preeminencia sobre los demás obispos, comenzó a hablarles de esta manera: “conocéis, señores todos que aquí os encontráis que la doctrina de este hombre, sea el que fuere su talento, tuvo múltiples adherentes donde quiera que la expuso. No ignoráis, tampoco, como hizo desvanecerse la fama de sus maestros que fueron también los nuestros. Y sabéis bien que a su viña, por hablar de algún modo, le ensanchó los sarmientos de un mar a otro. Mirad bien lo que hacéis, si ahora, me resisto a creerlo, lo condenáis por prejuicios sabiendo que vais a ofender a muchos y que hay muchos que están prestos a defenderlo; y sobre todo que en el presente escrito, en verdad, nada se encuentra que pueda claramente ser calificado de error; porque puede ocurrir que al obrar violentamente contra él le aumentéis el renombre que tiene, y, como consecuencia de la maledicencia pública, la acusación nos provoque más inconvenientes a los jueces de los que él acumule por la sentencia. Ya el beato Jerónimo dijo que siempre que se ostenta valía, se atrae uno enemigos; y citando al poeta: “las altas cimas, llaman a los rayos”. Y no olvidéis que este mismo doctor nos dice: los rumores falsos se diluyen prontamente y la historia hace justicia" (Epístola 10).
Pero si a pesar de todo vosotros determináis obrar canónicamente, pido que su dogma o escrito sea leído ante nosotros y se le permita al acusado defenderse libremente, para que convencido y confundido, enmudezca por completo. Atengámonos, al menos, al sentir del bienaventurado Nicodemo quien, queriendo librar al mismo Señor, dijo: “¿Acaso nuestra ley juzga a algún hombre sin oírlo primero y conocer lo que ha hecho?” (Juan VIL 51).
No bien se escucharon estas palabras, mis émulos comenzaron a hacer alboroto y exclamaron: “¡Sabio consejo este de luchar contra la verbosidad de este hombre a cuyos argumentos y sofismas no podría resistir el mundo entero!”.
Pero, en verdad, más difícil era luchar contra Cristo y sin embargo a oírlo invitaba Nicodemo en cumplimiento de la ley.
Cuando el obispo se dio cuenta que no podía inclinar los ánimos al fin que se proponía, probó otra vía para ver si podría refrenar la envidia de ellos. Y así les dijo que para tratar asunto de tanta importancia, le parecía que no eran suficientes los pocos que estaban presentes. Que él creía que esta causa necesitaba mayor examen. Que daría su último consejo y que era éste: Mi abad que se encontraba allí, me debía volver a mi abadía, es decir, al monasterio de Saint Denis. Después debía convocarse en aquel lugar a muchas y doctas personas, las cuales, previo un examen diligente del asunto, deberían expedirse sobre él.
Asintió el legado a este último planteo y todos los demás con él.
En seguida se levantó para celebrar la misa, antes de entrar al concilio. Y me mandó, por medio de aquel obispo Gaufrido, una licencia refrendada, en la que me autorizaba a volver a mi monasterio, en donde debía esperar la realización de lo acordado.
Pensando entonces mis émulos que nada habían conseguido si este asunto se llegaba a tratar fuera de la diócesis, pues no podrían en tal circunstancia manejar tos tribunales y nada esperaban de un procedimiento justo, persuadieron al arzobispo y le hicieron ver que era muy ignominioso que la causa se transfiriera a otra audiencia y peligroso que yo escapara así en esta ocasión.
Al punto acudieron al legado y le hicieron cambiar de opinión. Y, contra su voluntad, le obligaron a condenar mi libro sin ningún estudio previo, a hacerlo quemar públicamente y a imponerme clausura perpetua en un monasterio distinto del mío.
Le dijeron que el quemar el libro estaba suficientemente justificado por el hecho de que yo me había atrevido a leerlo públicamente sin autoridad eclesiástica ni pontificia y por haberme sobreestimado a los demás al escribirlo.
Aseguraban, además, que sería de mucha utilidad futura para la fe cristiana mi escarmiento; pues, con mi ejemplo, se refrenaría la presunción de otros muchos.
Como aquel legado era menos culto de lo que convenía, se dejó llevar por el consejo del arzobispo, así como el arzobispo por el de aquellos émulos míos.
Apenas se dio cuenta de todo esto el obispo Gaufrido, me puso al tanto de tales maquinaciones. Me invitó fervorosamente entonces a que todo lo tolerase con mansedumbre; ya que era manifiesto que ellos estaban obrando con extremada injusticia contra mí.
Me aseguró en esa ocasión que no tuviera la menor duda de que este atropello, destilación de una envidia indisimulada, los iba a perjudicar a ellos mucho en el futuro, mientras que a mí me sería de provecho.
Me dijo también que no me preocupara en absoluto sobre la clausura monástica; sabiendo por adelantado que el legado papal, que ahora hacía todo esto coaccionado, cuando todo estuviera terminado, me libraría dé ella completamente.
Y de este modo consoló como pudo gimiendo al gimiente y se consoló también a sí mismo.
Capítulo X
En cuanto me llamaron, me presenté al concilio.
Sin ningún examen ni discusión me obligaron a que yo mismo con mis propias manos arrojara a las llamas mi memorable libro. De este modo se quemó.
Nadie decía nada. Sólo uno de mis amigos comentó en voz baja que había encontrado en la obra esta sentencia: “sólo Dios Padre es omnipotente”.
El legado, al oírlo, lleno de admiración respondió que tal cosa, ni se podría creer de un niño por ser error tan craso, y tan contrario a la fe común que claramente afirma que son tres los omnipotentes.
Entonces, Térrico, profesor con cátedra, que había escuchado esto, se sonrió a la vez que recordaba esta parte del símbolo atanasiano: “y, sin embargo, no son tres los omnipotentes, sino uno solo omnipotente”.
Intervino su obispo y le recriminó como a reo que hablaba contra la autoridad. Térrico no se calló, sino que casi rememorando las palabras de Daniel, le resistió con audacia, diciendo: “¿Tan insensatos sois, hijos de Israel, que, sin inquirir ni poner en claro la verdad, condenáis a la hija de Israel? Volved al juicio y juzgad al mismo juez, vosotros que lo establecisteis para el fomento de la fe y la corrección del error; porque habiendo de juzgar se condenó por su propia boca”. (Daniel, XIII. 8) “¡Oh, misericordia divina, librad hoy al que a todas luces es inocente, como librasteis en otro tiempo a Susana de sus falsos acusadores!”.
Se levantó entonces el arzobispo e interpretó las palabras (del símbolo atanasiano) como mejor le convenía. Y tratando de reafirmar la opinión del legado, dijo: “En verdad, oh Señor, omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo. Quien de esto disiente está en el error y no debe escuchársele. Y ahora, si todos están de acuerdo, bueno será que el hermano exponga ante nosotros su fe, a fin de que, según sea conveniente, la misma sea aprobada, desaprobada o corregida”.
Me adelanté yo para exponer, profesar mi fe y expresar con mis propias palabras lo que sentía.
Mis adversarios me salieron al paso, diciéndome que lo único que debía hacer era recitar el símbolo atanasiano.
Cualquier niño hubiera podido también recitarlo. Y para que no pudiera alegar falta de memoria, hicieron que se me trajera por escrito, como si yo no hubiera conocido la letra.
Entre suspiros, sollozos y lágrimas lo leí como me fue posible.
Fui inmediatamente entregado como reo y convicto al abad del monasterio de San Medardo, que se encontraba allí presente, y llevado a sus claustros como a una prisión. Después de esto se disolvió el concilio.
El abad y los monjes del monasterio de San Medardo que pensaban que en adelante iba a morar allí, me recibieron con gran alegría y pusieron todo lo que estaba de su parte para consolarme; pero todo fue en vano.
¡Oh Dios mío, que juzgas la justicia, con cuánta amargura de espíritu, desventurado de mí, te recriminaba! Con cuánta rabia te acusaba repitiendo aquella queja de Antonio: “Oh, buen Jesús, ¿dónde estabas?”.
El gran dolor que me quemaba, la enorme desesperación que me confundía, los pude sentir en aquel entonces; pero no los podría expresar ahora. Amontonaba todo lo que ahora sentía y padecía con lo que otrora había sufrido en mi cuerpo y me parecía ser el más misérrimo de todos los hombres. Pequeña se me antojaba aquella perfidia pasada al compararla con esta injuria. Lamentaba más el detrimento de la fama que el del cuerpo. Pues pensaba que aquella antigua pena me había sobrevenido por mi culpa; mas a esta manifiesta injusticia me había conducido una sincera intención y un sano amor por la fe que eran los que me habían impulsado a escribir.
Como todos a los que llegaba la noticia de lo que tan inmoderada y cruelmente habían hecho conmigo lo criticasen, cada uno de los que intervinieron en el asunto procuraba excusarse echando la culpa a los demás. Mis mismos enemigos negaban ahora que todo se hubiera realizado por su consejo. El legado papal recriminaba públicamente la envidia de los franceses tan manifiesta en esta ocasión. Pocos días después, oprimido por el remordimiento y como ya había satisfecho la saña de los otros, me sacó del monasterio ajeno y me remitió al mío propio.
En Saint Denis, como ya noté más arriba, casi todos cuantos moraban me odiaban. Me tenían por peligroso; pues, dada la torpeza de sus vidas y sus impúdicas costumbres, no aguantaban mis críticas.
Pocos meses después la suerte les deparó una ocasión con que comenzaron a forjar mis desventuras. Leía yo la exposición de los hechos apostólicos escrita por Beda, y por casualidad me saltó a la vista una proposición en la que Beda afirma que Dionisio Areopagita fue obispo de Corinto y no de Atenas. La tradición del monasterio sostenía todo lo contrario. Propalaban que su Dionisio era el verdadero Dionisio Areopagita, obispo de Atenas.
Bromeando mostré a los hermanos que se encontraban presentes en ése momento, la opinión de Beda.
Se llenaron de indignación. Y en seguida me replicaron que Beda era un escritor falacísimo. Y que ellos se atenían al testimonio de su abad Hilduino que había recorrido Grecia investigando sobre el asunto. Y que con conocimiento de la verdad había escrito en los Hechos esclarecidos de san Dionisio lo suficiente para anular toda duda al respecto.
Uno de ellos trató de tantearme con esta pregunta:
¿Cuál es tu opinión acerca de la controversia entre Beda y Hilduino?
Yo le respondí que la autoridad de Beda, cuyos “escritos leen todas las iglesias latinas”, me parecía más ponderable. No bien terminé de expresar mi opinión, comenzaron a gritar totalmente enfurecidos, diciendo: que yo acababa de probar fehacientemente mi perpetua hostilidad al monasterio a la par que me develaba como un traidor del reino entero al negar que Dionisio Areopagita hubiera sido su patrón.
Yo repliqué que no estaba negando esto. Que tenía en verdad poca importancia que el patrón del reino hubiera sido areopagita o de otra parte, habiendo conseguido como consiguió ante el Señor gloria tan grande.
No me escucharon, sino que, inmediatamente, fueron a contarle al abad lo que ellos mismos me hacían decir.
El abad lo oyó todo con agrado y se regocijó. Tenía en sus manos una ocasión para poder oprimirme. Como era tan torpe su vida, me temía más que nadie.
Congregó a su consejo y a los hermanos monjes y me apercibió solemnemente diciendo que iría inmediatamente en misión al rey para pedirle que tomara venganza sobre mí como sobre quien le estaba quitando la gloria y la corona de su reino. Dio órdenes de tenerme vigilado hasta que me llevase a la presencia del rey.
Yo me ofrecí a expiar según la disciplina regular aquello en que hubiera delinquido. No me hicieron caso.
Me horroricé por tan gran maldad. Cosa natural que le ocurriera a quien tan larga mala suerte había sufrido. Desesperado, cual si todo el mundo se hubiera conjurado contra mí, con la ayuda de algunos hermanos y discípulos nuestros que me compadecían, una noche, a escondidas, me fugué a la cercana tierra del conde Teobaldo. En este lugar había yo antes morado en una celda.
El conde, a quien conocía algo, me compadecía en la medida en que estaba al tanto de mis calamidades.
Me establecí en el castillo de Provins en la iglesia perteneciente al monasterio de los monjes de Troyes, cuyo prior había sido antes muy amigo mío y me quería mucho.
Mi llegada llenó de contento al prior quien procuró con sumo esmero atenderme en todo.
Un día empero, vino mi abad al castillo para tratar ciertos asuntos con el conde.
Apenas me enteré acudí al conde en compañía del prior para rogarle que, en la medida en que le fuera posible, intercediera ante nuestro abad en mi favor: solicitándole que me absolviera y me diera licencia de vivir monásticamente en cualquier lugar apropiado que yo encontrara.
El abad y los que le acompañaban se constituyeron en consejo para poder responder al conde en el mismo día antes de su partida.
Comenzado el consejo, les pareció que lo que yo pretendía era pasarme a otra abadía. Tuvieron esto por muy deshonroso para ellos. Se gloriaban de que, en el momento de conversión, les hubiera yo buscado despreciando en cierto modo a todas las demás abadías y no podían tolerar que ahora los dejase; pues sostenían que si ahora yo me iba con otros caería sobre todos ellos el más grande de los oprobios.
Ni a mí ni al conde nos quisieron atender, sino que por el contrario, allí mismo me amenazaron con la excomunión si no me reintegraba de inmediato al monasterio de Saint Denis. Y prohibieron al prior darme refugio so pena de hacerse partícipe, él tabién, de la excomunión.
Angustiadísimos nos puso todo esto a mí y al prior. Pero a los pocos días el abad que en tal obstinación había caído, falleció. Acudí a su sucesor acompañado por el obispo de Meaux, para que me concediera lo que le había pedido a su predecesor.
En un principio no quiso atenderme tampoco. Mas después, con la ayuda de ciertos amigos míos, me dirigí al rey y al consejo del reino y conseguí lo que quería.
Por una parte, Esteban, trinchante del rey, llamó al abad y acompañantes y trató de averiguar las razones en que se fundaban para retenerme con ellos a la fuerza. Les hizo ver que, al obrar así, podrían fácilmente provocar escándalo, sin que tal conducta les pudiera acarrear provecho alguno; ya que mi vida y la suya no se podían compaginar.
Por otro lado, yo sabía muy bien que la opinión del rey y del consejo del reino era que la abadía regularizaba su situación por la moderación de las costumbres, o quedaba sometida a impuestos tributarios en lo económico. El monarca podía aprovechar los bienes temporales de una abadía relajada.
Por esto es que yo creía que podría conseguir fácilmente lo que me proponía.
Así aconteció.
Pero, para que el monasterio no perdiera la gloria, me concedieron poder ir a cualquier soledad que yo estimase conveniente, siempre que no me subyugase a ninguna otra abadía.
Esto fue confirmado y consentido por ambas partes en presencia del rey y de la corte.
Conforme con lo establecido, me trasladé a un lugar solitario ubicado en la región de Troyes que antes había conocido.
Allí, en un terreno que alguien me había donado, contando con el consentimiento del obispo de aquel lugar, construí primeramente un oratorio de pajas y cañas y le puse el nombre de la Santísima Trinidad.
En ese lugar, alejado de la vista del mundo y con sólo un clérigo por compañero, podía cantar con toda verdad al Señor: “He aquí que me alejé huyendo y permanecí en la soledad” (Salmos, LIV. 8).
Capítulo XI
Conocida esta circunstancia por los escolares comenzaron a concurrir de todas partes. Dejaban las ciudades y los castillos y venían a vivir en la soledad. Cambiaron las amplias casas por pequeñas tiendas que para sí construían, los deliciosos manjares por hierbas agrestes, los suaves lechos por tallos y forrajes y las mesas por piedras que ellos erigían con sus manos.
Verdaderamente, hubieses creído al verlos que estaban imitando a aquellos antiguos filósofos que recuerda Jerónimo en su segundo libro contra Joviniano: “Por los sentidos, como por ciertas ventanas entran los vicios al alma. Si el ejército enemigo no atraviesa las puertas, la ciudad y fortaleza del alma no pueden ser copadas. Todos los que se gozan con los juegos del circo, con los prestidigitadores, con las formas de las mujeres, con el esplendor de las piedras preciosas, de los trajes y otras cosas por el estilo, han perdido la libertad del alma por las ventanas de los ojos, y para ellos rige la palabra del profeta: No adviene la muerte por nuestras ventanas” (Jeremías, XI. 21).
Por tanto, si las tentaciones de este mundo invaden como enemigos el castillo del alma y la imaginación pintando al vivo los placeres vividos por el tacto, tortura nuestro espíritu con la presencia permanente de lo que ya no hace ¿dónde estará nuestra libertad, dónde nuestro valor, dónde nuestro pensar en Dios?
Por estas razones muchos filósofos dejaron la frecuentación de las ciudades y de los vergeles suburbanos, en los que el campo regado, el follaje de los árboles, el susurro de las aves, el canto de la fuente, el espejo de los arroyuelos y otras cosas, hechizan los ojos y los oídos. Se apartaron de todo esto para que no se debilitase el vigor del alma por el lujo y la abundancia de los bienes, ni se le corrompiera su pudor. Es peligroso vivir entre aquellas cosas que nos pueden embelesar. Y es expuesto dedicarse al fomento de aquellas de las que difícilmente uno se puede despegar después: “Por todo esto, los pitagóricos se alejaron de las urbes y buscaron las soledumbres y los páramos”.
Platón mismo, que era rico y a quien Diógenes le había pisado irónicamente la alfombra con los pies llenos de fango, eligió la villa Academia, que no sólo estaba alejada de la ciudad sino que era maloliente, para poder dedicarse a la filosofía. Y también lo hizo para que el cuidado y la asiduidad de las enfermedades quebraran el ímpetu de la concupiscencia y sus discípulos no sintieran deseos por otras cosas sino por las que estaban aprendiendo.
También se cuenta que llevaron un género de vida semejante los hijos de los profetas o seguidores de Eliseo (Libro IV de los Reyes). San Jerónimo, escribiendo al monje Rústico, habla de ellos como de los monjes de aquel tiempo, y entre otras cosas dice: “Los hijos de los profetas, monjes del Antiguo Testamento, construían para sí casuchas a la vera del Jordán. Allí vivían alejados de la multitud y de las ciudades y se alimentaban de gachas y de hierbas”.
Nuestros discípulos, al edificar sus cabañas junto al río Ardusson, más parecían eremitas que escolares.
Pero, cuanto mayor era la confluencia de alumnos allí y más dura la vida que soportaban en cumplimiento de mis enseñanzas, más se indignaban mis enemigos. Consideraban que todo esto redundaba en gloria mía y en ignominia de ellos.
Habiendo hecho antes contra mí cuanto estuvo a su alcance sufrían ahora por que todo estaba contribuyendo a mi bien.
Y de este modo, según el decir de Jerónimo, a mí que estaba alejado de las ciudades, del foro, de las lides y de las multitudes, en palabras de Quintiliano, “a mí, que me escondía, aun escondido me encontró la envidia”.
Porque mis enemigos amargándose y atormentándose, calladamente se decían: “He aquí que el mundo entero va tras él. Nada aprovechamos persiguiéndole; sino que más bien lo engrandecimos. Tratamos de extinguir su nombre y lo convertimos en lumbrera. Los escolares que tienen en las ciudades todo lo necesario desprecian todas las delicias ciudadanas y confluyen a la inhóspita soledad y voluntariamente se hacen miserables por él”.
La intolerable pobreza fue lo que en esta ocasión me impulsó al régimen escolar. Arar la tierra no podía y mendigar me avergonzaba. Así que, incapaz de trabajar con las manos, me sentí impulsado a servirme de mi lengua, volviendo al oficio que conocía.
Mis alumnos me proporcionaban con creces lo necesario en la comida, en el vestir, en el cultivo de los campos y en el gasto de las obras, para que ningún cuidado doméstico me entorpeciera el estudio.
Como nuestro oratorio no podía albergar ni a una módica parte de ellos, lo agrandaron y lo adecentaron con construcciones de piedras y maderas.
Este oratorio que primeramente lo erigí en nombre de la Santísima Trinidad y a ella se lo dediqué, en recuerdo del consuelo que recibí por la misericordia divina, cuando prófugo y desesperado llegué allí, lo llamé ahora Paráclito.
Cuando se supo el nombre que yo le había puesto, muchos se admiraron y algunos lo criticaron duramente. Decían que no era lícito dedicar al Espíritu Santo iglesia alguna como tampoco al Padre, sino que se debía dedicar el templo al Hijo o a toda la Trinidad según la tradición.
Calumnia a la que en verdad les condujo este error, creer que entre Paráclito y Espíritu Santo no hay diferencia alguna. Siendo así que a la misma Trinidad o cualquiera de las personas de la Trinidad, al igual que se le llama Dios Ayudador, se le puede llamar Paráclito. Es decir, que se le puede denominar rectamente consolador, conforme a lo que escribe el apóstol: “Bendito Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, padre de las misericordias y Dios de toda consolación que nos consuela en todas nuestras tribulaciones” (Corintios, II. i, 3) y según lo expresado por la Verdad misma: “Y otro Paráclito os daré” (Juan, XIV. 16) ¿Qué puede impedir, además, cuando la Iglesia entera es consagrada en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y no es la posesión de ellos diversa en lo más mínimo, que la casa del Señor se pueda dedicar al Padre o al Espíritu Santo al igual que al Hijo?
¿A quién le pasará por la cabeza quitar el nombre del dueño de la casa de la fachada de la misma?
¿No es verdad que el Hijo se ofrece en sacrificio al Padre, como demuestran las especiales oraciones que al Padre se dirigen en la misa durante la inmolación de la hostia? Y según esto ¿no parece que el altar pertenece principalmente a aquel a quién va dirigida la súplica y el sacrificio?, es decir al Padre.
¿Y acaso no es más exacto decir que el altar es de éste al cual se le inmola que de aquel que es inmolado? O tal vez alguien sostendrá que el altar está mejor llamado cuando lo llamamos altar de la cruz, del sepulcro, de san Miguel, de san Juan o de otro santo cualquiera, los cuales, ni son en él sacrificados ni se les ofrece sacrificios ni se les hacen preces.
Cosa de admirar es que entre los mismos idólatras, los altares y los templos no se llamasen sino con los nombres de aquellos a los que eran dirigidos los sacrificios y las ofrendas.
Mas pudiera ser que alguno dijera aún: no deben dedicarse al Padre altares ni templos, pues no existe ningún hecho memorable referido a él que le otorgue especial solemnidad. Esta razón quitaría el privilegio en cuestión a la Trinidad; pero de ninguna manera al Espíritu Santo. Porque el Espíritu Santo tiene la solemnidad de su Pentecostés que recuerda su propia venida, como el Hijo, por su natalidad, la festividad de la Navidad. Así como el Hijo fue enviado al mundo, el Espíritu Santo fue enviado a los apóstoles, teniendo derecho, por esto, a su propia solemnidad.
Y hasta parece que con más fundamento que a las otras personas al Espíritu Santo habría que asignarle el templo, si nos atenemos cuidadosamente a la autoridad del apóstol y a la obra del mismo Espíritu Santo. A ninguna de las tres personas le atribuye el apóstol un templo determinado, si exceptuamos al Espíritu Santo. Pues, no dice templo del Padre, ni templo del Hijo de la manera como dice templo del Espíritu Santo cuando escribe: “Quien se une al Señor hace un solo espíritu con Él” (I Corintios, VI. 17) Y también: “¿Acaso ignoráis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?” (Ibid, 19)
¿Quién desconoce que los sacramentos que se hacen en la iglesia deben especialmente atribuirse a la operación de la gracia divina por la que se entiende el Espíritu Santo? Por el agua y el Espíritu se renace en el bautismo y quedamos por primera vez constituidos en templos especiales de Dios. En la confirmación se nos trasmite la gracia septiforme del Espíritu Santo con cuyos dones el mismo templo de Dios es adornado y consagrado.
¿Qué puede, por tanto, encontrarse de raro en que nosotros le hubiéramos dedicado un templo corporal a aquella persona a la que el apóstol le atribuye un templo espiritual?
Pues ¿de qué persona se puede decir con más exactitud que le pertenece la Iglesia, que de ésta a cuya operación se le atribuyen especialmente todos los beneficios que se administran en la Iglesia misma?
Nosotros, sin embargo, no hemos traído a cuento todo esto para justificarnos. Porque, como ya aclaramos más arriba, cuando llamamos por primera vez Paráclito a nuestro oratorio, no nos movió la intención de dedicarlo a una persona determinada de la Trinidad. Lo hicimos para conmemorar el consuelo que en aquel lugar habíamos encontrado.
Pero quede claro que aquello que se ha creído que nosotros hicimos, aunque lo hubiéramos hecho, no estaría hecho contra lo razonable, por más que fuera incógnito para la tradición.
Capítulo XII
Aunque yo me ocultaba corporalmente en aquel lugar, mi fama recorría el mundo entero. En realidad, cumplía a la perfección lo que la fábula dice de Eco: “Resonaba mucho con poderosa voz, pero no entrañaba más que vacuidad”.
Mis antiguos enemigos, que ya valían poco por sí mismos, movilizaron contra mí a unos nuevos apóstoles a los que creía mucho el mundo.
Estos apóstoles tenían a gloria, uno el haber restaurado la vida de los canónigos regulares y el otro el ser reformador de la vida de los monjes.
Andaban ellos por diversas partes predicando y a la vez me iban cuanto les era posible royendo sin pudor. Lograron hacerme despreciable por momentos ante algunos eclesiásticos y seglares poderosos. Tantas cosas siniestras propalaron de mi fe y de mi vida que hasta los más íntimos amigos se alejaron de mí. Y aun aquellos que me mantenían algún cariño trataron de disimularlo por miedo.
Dios me es testigo de que cuantas veces me enteraba que se iba a llevar a cabo alguna reunión de personas eclesiásticas, me llenaba de miedo pensando que se efectuaba para condenarme. Pasmado, como herido por un rayo esperaba que me arrastraran a los concilios y sinagogas como hereje y profanador.
En verdad, aunque la comparación sea la de la pulga con el león o la de la hormiga con el elefante, puedo decir, que mis enemigos me persiguieron con no menor dulzura de espíritu de lo que lo hicieron los herejes con el bienaventurado Atanasio. Dios sabe cuántas veces, sumido en la más profunda desesperación, imaginé dejar el territorio de la Cristiandad y pasar al de los gentiles. Pensaba que allí, mediante el pago de algún tributo, me sería posible vivir en paz y cristianamente en medio de los enemigos de Cristo. Creía que me recibirían mejor ya que me tendrían por menos cristiano al conocer las acusaciones de que era víctima, y estimarían más fácil poder atraerme a su secta.
Capítulo XIII
Cuando incesantemente estaba afligido con tantas perturbaciones y el pensamiento de refugiarme en Cristo, en medio de los enemigos de Cristo, afloraba a mi mente creí conseguir la oportunidad de poder atemperar algún tanto las asechanzas que se me tendían y caí en medio de los monjes cristianos gente mucho más mala e inhumana.
Había en la Bretaña menor dentro del obispado de Vannes una abadía llamada de san Gildas de Ruys, cuya silla abacial se hallaba vacante a causa de la muerte de su abad.
A ella fui llamado por la elección unánime de los monjes y el consentimiento del señor feudal de aquellas tierras.
Mi abad y mis hermanos accedieron fácilmente cuando les pedí su consentimiento para tomar posesión y hacer efectivo mi nombramiento.
De este modo la envidia de los franceses me arrojó hacia occidente como en otro tiempo la de los romanos despidió a Jerónimo hacia oriente.
Confieso que jamás hubiera aceptado tal cosa, y pongo por testigo de ello a Dios, si no hubiese sido para poder librarme de alguna manera de las opresiones de que incesantemente era objeto.
Aquella tierra era en verdad bárbara. La lengua que en aquellos sitios se hablaba me era desconocida. Los monjes eran famosos entre las gentes por la torpe e indomable vida que llevaban. Los habitantes de la región eran inhumanos y desunidos.
A sabiendas, pues, huí de un peligro y me arrojé en otro, como el que aterrorizado por la amenazadora espada se arroja a un precipicio para salvarse y en el mismo instante en que escapa de una muerte se precipita en otra.
Allí, junto a las olas del horrorísimo océano, sin que hubiera imaginado mi huida hasta los confines de la tierra, repetía muchas veces en mis oraciones: “Desde, los confines de la tierra clamé a ti, mientras se oprimía de ansias mi corazón” (Salmo, LX, 3)
No pienso ocultar a nadie la ansiedad que día y noche oprimía mi corazón cuando pensaba en aquella indisciplinada comunidad de hermanos que yo había aceptado gobernar. Me atormentaba yo mismo viendo el peligro que correría mi cuerpo y también el que correría mi alma. Tenía por cierto y seguro que si trataba de exigir a los monjes la vida regular que habían profesado no viviría mucho. Y si no hacía esto en la medida en que me fuera posible veía claramente que no salvaría mi alma.
Hacía ya tiempo que un tirano muy poderoso en aquellas regiones, aprovechando la ocasión del relajamiento reinante en el monasterio, había subyugado a la abadía. De forma que explotaba en su propio provecho los lugares contiguos al monasterio y exigía más pagas a los monjes que a los tributarios judíos.
Los monjes me urgían que resolviera sus necesidades cotidianas. Pero nada poseían en común que yo pudiera administrar. Cada cual de su propio y antiguo peculio se sustentaban a sí mismo, a sus concubinas con los hijos y las hijas.
Se solazaban angustiándome. Ellos mismos robaban y acarreaban llevándose todo lo que podían del monasterio. Se afanaban en que yo fracasase en la administración y me viera obligado por esta causa a desistir en la exigencia de la disciplina o por lo menos a ser más suave.
Como toda la barbarie de aquella tierra se encontraba por igual fuera de la ley, no pude hallar un hombre al que acudir para pedir ayuda. De las costumbres de todos igualmente me sentía diferente.
Fuera, aquel tirano y sus satélites me oprimían sin descanso. Dentro, los hermanos me tendían asechanzas incesantes. En verdad que todas estas circunstancias hacían que me pudiera aplicar lo que dijo el apóstol: “Afuera las luchas y adentro los temores” (II Corintios, VII, 5).
Lloraba pensando en la inútil vida que llevaba y en lo infructuosamente que vivía para mí y para los demás. Porque antes había sido de provecho para los clérigos, pero ahora después de abandonarlos por los monjes, no producía ningún fruto en ellos ni tampoco en los monjes. De forma que creía se me podía echar con toda justicia en cara aquello que reza: “Este hombre comenzó a edificar y no pudo consumar su obra” (Lucas, xIv. 30)
Me desesperaba al recordar las cosas de que había huido y al ver en las que había caído. Y reputando por naderías las primeras penas gemía a menudo y me decía para mis adentros: merecidamente padezco esto pues abandoné el Paráclito, es decir el consolador, para meterme en una evidente desolación. Y por evitar lo que eran meras asechanzas, me precipité en peligros reales.
Además, me angustiaba mucho también el no poder proveer de los divinos oficios como correspondía a nuestro abandonado oratorio; ya que la extrema pobreza del lugar apenas alcanzaba para el sustento de un solo hombre.
Pero, cuando estaba en estas angustias y mi espíritu se encontraba en inmensa desolación, el mismo Paráclito verdadero me trajo el auténtico consuelo y proveyó a su propio oratorio como se debía.
Aconteció que el abad de Saint Denis logró que le restituyeran, como perteneciente desde antiguo a su monasterio, la referida abadía de Argenteuil en la que había tomado el hábito de la religión aquella Eloísa que fue nuestra esposa y que ahora era nuestra hermana en Cristo. Pasando por encima de todo expulsó a la comunidad de monjas en la que tenía el priorato aquella compañera nuestra. Desterradas, se dispersaron por diversos lugares.
Yo entendí todo esto, como una ocasión que el Señor me ofrecía para poder remediar las necesidades de nuestro oratorio.
Volví pues e invité a Eloísa y a algunas hermanas de la misma congregación que la seguían a que fueran a establecerse en el oratorio.
Las acompañé hasta él y se lo concedí y entregué con todos sus pertinentes. Después, el Papa Inocencio II mediando la intervención del obispo de aquel lugar, corroboró nuestra donación a perpetuidad para Eloísa y sus seguidoras.
Y aunque al principio y por algún tiempo tuvieron que soportar una vida desolada e indigente, pronto las consoló la divina misericordia a la que tan devotamente servían. Al tornarlas misericordes y propicias a los pueblos circundantes, se les manifestó también a ellas como verdadero Paráclito. De esta suerte, Dios sabe que digo la verdad, en cómodos terrenos se multiplicaron en un año más de lo que lo hubiera hecho yo en cientos, si allí hubiera permanecido. Pues como el sexo femenino es más débil, cualquier indigencia que sufre es más lamentable y conmueve más los sentimientos humanos. Y también sus virtudes son más gratas a los ojos de Dios y de los hombres.
Tanta era la gracia que le concedió Dios a aquella nuestra hermana que a las demás presidía, que los obispos como a hija, los abades como a hermana y los laicos como a madre la querían. Y todos igualmente admiraban su religiosidad, su prudencia y la incomparable mansedumbre de su paciencia para con todas las gentes.
Y como ella raramente permitía que la viesen para poder dedicarse más puramente, en su celda solitaria, a las meditaciones y oraciones sagradas, eran con más ardor solicitados su presencia y sus consejos de coloquios espirituales por los que vivían afuera.
Capítulo XIV
Como me culparan todos los habitantes cercanos al Paráclito de no socorrer la necesidad en que se encontraban las monjas según podía y debía, y como al menos las pudiera ayudar con mi predicación, comencé a volver a ellas muchas veces para poderlas socorrer de alguna manera.
No me faltaron las habladurías de la envidia. Y lo que me impulsaba a hacer una sincera caridad, la acostumbrada depravación de mis denigrantes me lo censuraba impúdicamente diciendo que aún estaba yo atado a alguna especie de satisfacción de la carnal concupiscencia; ya que apenas o nunca se había puesto en claro si yo toleraba la carencia de los pasados goces.
Por todo esto me aplicaba a mí mismo con frecuencia aquella queja que, al escribir a Ásela sobre los amigos fingidos, hace el bienaventurado Jerónimo:
“Nada se me objetó sino mi sexo. Cosa que no hubieran hecho si no hubiese pasado por Jerusalén santa Paula”. Y de nuevo: “Antes de haber yo conocido a santa Paula me daban fama mis estudios en la ciudad y por casi todos era estimado, digno del sumo sacerdocio. Mas yo sé que con buena o mala fama llegaré al reino de los cielos”.
Cuando pensaba en esta injuria, virus de maledicencia tan grande, te diré que no era pequeña la consolación que me inundaba. Pues me decía: ¡si mis enemigos hubiesen encontrado en mí tanta causa de sospecha, con qué difamación tan grande no me iban a aplastar! Mas ahora, estando en realidad libre de ser sospechoso a tal respecto por la divina misericordia, ¿cómo permanece la sospecha si me fue quitada la facultad de cometer tal torpeza? ¿A qué se debe esta impúdica y desconocida acusación?
Porque, en verdad el hecho de estar castrado le libra a uno de la sospecha de una conducta desvergonzada. De modo que quienes quisieron vigilar diligentemente a sus mujeres las hicieron acompañar por eunucos. Así se cuenta en la historia sagrada de Esther y de las demás jóvenes del rey Asuero. (Esther, II, 2) Y también leemos que aquel poderoso eunuco hacia quien guió el ángel al apóstol san Felipe para que lo regenerase con el bautismo era el administrador de todos los bienes de la reina Candaces (Hechos de los apóstoles, Vil, 27). Si tales hombres han ocupado siempre puestos tan altos e íntimos junto a mujeres honestas y puras es porque no cabía sospechar de ellos.
Precisamente por estos orígenes, el más grande de los filósofos cristianos que tenía que dedicarse al adoctrinamiento de las mujeres, se castró a sí mismo con sus propias manos para quitar todo indicio de sospecha que hubiera podido usar la maledicencia. Así lo cuenta Eusebio en la Historia eclesiástica en el libro V. Pensaba que en esto, me había sido más propicia que a él la divina misericordia. Pues lo que él hizo con no mucha prudencia según se cree, incurriendo así en no pequeño pecado, lo hizo en mí la malicia ajena preparándome para una obra parecida. Y además con menos sufrimiento, pues, como estaba dormido cuando me lo hicieron y fue tan súbito y rápido todo, casi no lo sentí.
Pero lo que entonces, acaso, sufrí de menos al ser herido, lo lloro ahora más largamente a causa de la denigración. Y soy crucificado más por el detrimento de la fama que lo fui por el del cuerpo, pues está escrito: “Mejor es el buen nombre que los muchos bienes” (Proverbios, xxii). Y como recuerda el beato Agustín en su Sermón sobre la vida y las costumbres de los clérigos: “Quien confía en su conciencia y no pone cuidado en su fama, es cruel” y más arriba: “Seamos providentes de los bienes no sólo ante Dios, sino también ante los hombres como quiere el apóstol”. (Romanos, XII 17). Para nosotros es suficiente el testimonio de nuestra conciencia, pero para los demás, es necesario que nuestra reputación esté sin mancilla y resplandeciente. La conciencia, la buena fama o reputación son dos cosas: la conciencia es relativa a uno mismo; la reputación dice relación con el prójimo.
Pero, ¡qué no hubiera objetado la malicia de mis enemigos al mismo Cristo y a sus miembros los profetas y los apóstoles, y también a algunos de los santos padres de haber vivido en sus tiempos! Porque los hubieran visto íntegros en sus cuerpos tener un trato familiar con las mujeres que los acompañaban. Y porque realmente fue así, el beato Agustín en su Tratado sobre los monjes muestra que también las mujeres fueron compañeras tan inseparables del Señor Jesucristo y de los apóstoles que hasta en la predicación iban delante de ellos. Acerca de esto, dice en el cap. IV: “Y las mujeres creyentes que poseían bienes terrenos iban con ellos proporcionándoles lo necesario de sus propios bienes para que no les faltara el terrenal sustento”.
Quien no quiera creer que las mujeres de santa conversación iban con los apóstoles de un lado a otro por doquiera que predicaban el Evangelio, que oiga y conozca lo que dice el Evangelio mismo y observe que hacían esto para seguir el ejemplo del Señor. Pues está escrito: “Yendo por ciudades y aldeas predicaba y evangelizaba el reino de Dios. Le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades: María Magdalena de la cual habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes y Susana y otras varias que le servían de sus bienes” (Lucas, VII, i, 3).
Y León XI, el Magno, dice escribiendo contra Parmenio acerca del trabajo del monasterio: “Declaramos que de ninguna manera le es lícito al obispo, presbítero, diácono ni subdiácono excluir de su cuidado a causa de la religión, a su mujer. No puede dejar de proporcionarle el alimento y el vestido, aunque no le sea lícito unirse a ella carnalmente. Así leemos que hicieron los santos apóstoles, según el decir del bienaventurado Pablo: “¿Acaso no nos está permitido a nosotros llevar alrededor nuestro a la hermana al igual que a los hermanos del Señor y a Cefas?”. Atiende, tonto, pues nos dice: “¿Acaso no tenemos la facultad de abrazar, (amplectendi) es decir, a hermana mujer, sino llevarla alrededor (circunducendi), es decir, hacernos acompañar por ella para que con el estipendio de la predicación fuera sustentada sin que después hubiere entre ellos unión carnal?"
El mismo fariseo que murmuraba del Señor y decía: “Si éste fuera profeta, conocería quien y cuál es la mujer que le toca, porque es una pecadora”(Lucas, VIII, 39), hablando humanamente, hubiera podido sospechar más fácilmente del Señor, que éstos de nosotros. Y también quienes vieron a la madre de Jesús ser encomendada al cuidado de un joven (Juan, XIX. 27) o quienes vieron a los profetas hospedarse y convivir con las viudas hubieran podido más fácilmente contraer sospecha que viendo lo que nosotros hacemos.
¿Qué no hubieran dicho estos detractores míos si hubiesen visto a aquel Maleo cautivo, monje del que habla san Jerónimo, conviviendo en la misma tienda alegremente con su compañera? ¡Qué crimen no le hubieran achacado! Mas, aquel egregio doctor que lo vio, recomendándolo mucho dice: “Había allí un anciano por nombre Maleo, indígena del lugar, y una anciana que convivía con él bajo el mismo techo. Ambos eran amantísimos de la religión. Y de tal forma frecuentaban las puertas de la iglesia, que los hubieras creído Zacarías e Isabel de los evangelios a no ser porque no estaba en medio de ellos un Juan”.
¿Por qué se contienen de denigrar a los Santos Padres de los cuales frecuentemente leemos y sabemos que fundaron monasterios de mujeres y las sirvieron a ejemplo por cierto, de los siete diáconos que los apóstoles colocaron al frente de la iglesia para que los suplieran en lo que se relacionaba con el alimento y cuidado de las mujeres? (Hechos de los apóstoles, VI. 5)
Pues de tal modo el sexo débil necesita del apoyo del sexo fuerte que el apóstol establece que siempre dirija el varón a la mujer como jefe. Y en señal de esto ordenó a la mujer llevar siempre la cabeza cubierta con un velo (I Corintios, XI. 5)
No me admira poco que estas costumbres hayan arraigado desde hace tiempo en los monasterios. Y así, de la misma manera que los varones son propuestos para abades, lo son las mujeres para abadesas. Y tanto varones como mujeres se obligan con la profesión de la misma regla o estatuto, por más que en la regla se contengan muchas cosas que no pueden ser cumplidas ni por las preladas ni por las súbditas.
Ahora que, en muchas partes, trastocado el orden natural, hemos visto a las abadesas y a las monjas dominar a los clérigos a los que obedece y está sujeto el pueblo. Cuanto más grande es el poder que tienen en sus manos para imponer su gravísimo yugo, más fácilmente pueden inducir depravados deseos. Porque el poeta satírico tenía bien presente esto, es por lo que dijo: “Nada hay más intolerable que una mujer rica” (Juvenal, Sátiras, VI, v. 459) .
Capítulo XIV
Como me culparan todos los habitantes cercanos al Paráclito de no socorrer la necesidad en que se encontraban las monjas según podía y debía, y como al menos las pudiera ayudar con mi predicación, comencé a volver a ellas muchas veces para poderlas socorrer de alguna manera.
No me faltaron las habladurías de la envidia. Y lo que me impulsaba a hacer una sincera caridad, la acostumbrada depravación de mis denigrantes me lo censuraba impúdicamente diciendo que aún estaba yo atado a alguna especie de satisfacción de la carnal concupiscencia; ya que apenas o nunca se había puesto en claro si yo toleraba la carencia de los pasados goces.
Por todo esto me aplicaba a mí mismo con frecuencia aquella queja que, al escribir a Ásela sobre los amigos fingidos, hace el bienaventurado Jerónimo:
“Nada se me objetó sino mi sexo. Cosa que no hubieran hecho si no hubiese pasado por Jerusalén santa Paula”. Y de nuevo: “Antes de haber yo conocido a santa Paula me daban fama mis estudios en la ciudad y por casi todos era estimado, digno del sumo sacerdocio. Mas yo sé que con buena o mala fama llegaré al reino de los cielos”.
Cuando pensaba en esta injuria, virus de maledicencia tan grande, te diré que no era pequeña la consolación que me inundaba. Pues me decía: ¡si mis enemigos hubiesen encontrado en mí tanta causa de sospecha, con qué difamación tan grande no me iban a aplastar! Mas ahora, estando en realidad libre de ser sospechoso a tal respecto por la divina misericordia, ¿cómo permanece la sospecha si me fue quitada la facultad de cometer tal torpeza? ¿A qué se debe esta impúdica y desconocida acusación?
Porque, en verdad el hecho de estar castrado le libra a uno de la sospecha de una conducta desvergonzada. De modo que quienes quisieron vigilar diligentemente a sus mujeres las hicieron acompañar por eunucos. Así se cuenta en la historia sagrada de Esther y de las demás jóvenes del rey Asuero. (Esther, II, 2) Y también leemos que aquel poderoso eunuco hacia quien guió el ángel al apóstol san Felipe para que lo regenerase con el bautismo era el administrador de todos los bienes de la reina Candaces (Hechos de los apóstoles, Vil, 27). Si tales hombres han ocupado siempre puestos tan altos e íntimos junto a mujeres honestas y puras es porque no cabía sospechar de ellos.
Precisamente por estos orígenes, el más grande de los filósofos cristianos que tenía que dedicarse al adoctrinamiento de las mujeres, se castró a sí mismo con sus propias manos para quitar todo indicio de sospecha que hubiera podido usar la maledicencia. Así lo cuenta Eusebio en la Historia eclesiástica en el libro V. Pensaba que en esto, me había sido más propicia que a él la divina misericordia. Pues lo que él hizo con no mucha prudencia según se cree, incurriendo así en no pequeño pecado, lo hizo en mí la malicia ajena preparándome para una obra parecida. Y además con menos sufrimiento, pues, como estaba dormido cuando me lo hicieron y fue tan súbito y rápido todo, casi no lo sentí.
Pero lo que entonces, acaso, sufrí de menos al ser herido, lo lloro ahora más largamente a causa de la denigración. Y soy crucificado más por el detrimento de la fama que lo fui por el del cuerpo, pues está escrito: “Mejor es el buen nombre que los muchos bienes” (Proverbios, xxii). Y como recuerda el beato Agustín en su Sermón sobre la vida y las costumbres de los clérigos: “Quien confía en su conciencia y no pone cuidado en su fama, es cruel” y más arriba: “Seamos providentes de los bienes no sólo ante Dios, sino también ante los hombres como quiere el apóstol”. (Romanos, XII 17). Para nosotros es suficiente el testimonio de nuestra conciencia, pero para los demás, es necesario que nuestra reputación esté sin mancilla y resplandeciente. La conciencia, la buena fama o reputación son dos cosas: la conciencia es relativa a uno mismo; la reputación dice relación con el prójimo.
Pero, ¡qué no hubiera objetado la malicia de mis enemigos al mismo Cristo y a sus miembros los profetas y los apóstoles, y también a algunos de los santos padres de haber vivido en sus tiempos! Porque los hubieran visto íntegros en sus cuerpos tener un trato familiar con las mujeres que los acompañaban. Y porque realmente fue así, el beato Agustín en su Tratado sobre los monjes muestra que también las mujeres fueron compañeras tan inseparables del Señor Jesucristo y de los apóstoles que hasta en la predicación iban delante de ellos. Acerca de esto, dice en el cap. IV: “Y las mujeres creyentes que poseían bienes terrenos iban con ellos proporcionándoles lo necesario de sus propios bienes para que no les faltara el terrenal sustento”.
Quien no quiera creer que las mujeres de santa conversación iban con los apóstoles de un lado a otro por doquiera que predicaban el Evangelio, que oiga y conozca lo que dice el Evangelio mismo y observe que hacían esto para seguir el ejemplo del Señor. Pues está escrito: “Yendo por ciudades y aldeas predicaba y evangelizaba el reino de Dios. Le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades: María Magdalena de la cual habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes y Susana y otras varias que le servían de sus bienes” (Lucas, VII, i, 3).
Y León XI, el Magno, dice escribiendo contra Parmenio acerca del trabajo del monasterio: “Declaramos que de ninguna manera le es lícito al obispo, presbítero, diácono ni subdiácono excluir de su cuidado a causa de la religión, a su mujer. No puede dejar de proporcionarle el alimento y el vestido, aunque no le sea lícito unirse a ella carnalmente. Así leemos que hicieron los santos apóstoles, según el decir del bienaventurado Pablo: “¿Acaso no nos está permitido a nosotros llevar alrededor nuestro a la hermana al igual que a los hermanos del Señor y a Cefas?”. Atiende, tonto, pues nos dice: “¿Acaso no tenemos la facultad de abrazar, (amplectendi) es decir, a hermana mujer, sino llevarla alrededor (circunducendi), es decir, hacernos acompañar por ella para que con el estipendio de la predicación fuera sustentada sin que después hubiere entre ellos unión carnal?"
El mismo fariseo que murmuraba del Señor y decía: “Si éste fuera profeta, conocería quien y cuál es la mujer que le toca, porque es una pecadora”(Lucas, VIII, 39), hablando humanamente, hubiera podido sospechar más fácilmente del Señor, que éstos de nosotros. Y también quienes vieron a la madre de Jesús ser encomendada al cuidado de un joven (Juan, XIX. 27) o quienes vieron a los profetas hospedarse y convivir con las viudas hubieran podido más fácilmente contraer sospecha que viendo lo que nosotros hacemos.
¿Qué no hubieran dicho estos detractores míos si hubiesen visto a aquel Maleo cautivo, monje del que habla san Jerónimo, conviviendo en la misma tienda alegremente con su compañera? ¡Qué crimen no le hubieran achacado! Mas, aquel egregio doctor que lo vio, recomendándolo mucho dice: “Había allí un anciano por nombre Maleo, indígena del lugar, y una anciana que convivía con él bajo el mismo techo. Ambos eran amantísimos de la religión. Y de tal forma frecuentaban las puertas de la iglesia, que los hubieras creído Zacarías e Isabel de los evangelios a no ser porque no estaba en medio de ellos un Juan”.
¿Por qué se contienen de denigrar a los Santos Padres de los cuales frecuentemente leemos y sabemos que fundaron monasterios de mujeres y las sirvieron a ejemplo por cierto, de los siete diáconos que los apóstoles colocaron al frente de la iglesia para que los suplieran en lo que se relacionaba con el alimento y cuidado de las mujeres? (Hechos de los apóstoles, VI. 5)
Pues de tal modo el sexo débil necesita del apoyo del sexo fuerte que el apóstol establece que siempre dirija el varón a la mujer como jefe. Y en señal de esto ordenó a la mujer llevar siempre la cabeza cubierta con un velo (I Corintios, XI. 5)
No me admira poco que estas costumbres hayan arraigado desde hace tiempo en los monasterios. Y así, de la misma manera que los varones son propuestos para abades, lo son las mujeres para abadesas. Y tanto varones como mujeres se obligan con la profesión de la misma regla o estatuto, por más que en la regla se contengan muchas cosas que no pueden ser cumplidas ni por las preladas ni por las súbditas.
Ahora que, en muchas partes, trastocado el orden natural, hemos visto a las abadesas y a las monjas dominar a los clérigos a los que obedece y está sujeto el pueblo. Cuanto más grande es el poder que tienen en sus manos para imponer su gravísimo yugo, más fácilmente pueden inducir depravados deseos. Porque el poeta satírico tenía bien presente esto, es por lo que dijo: “Nada hay más intolerable que una mujer rica” (Juvenal, Sátiras, VI, v. 459) .
Capítulo XV
Después de pensar y ponderar todas estas cosas en mi mente me decidí a hacer lo posible para socorrer a las monjas y mirar por ellas. Y a fin de que me tuvieran respeto, traté de vigilarlas por mí mismo haciéndome presente allí.
Acudí a ellas como al puerto de tranquilidad huyendo del fragor de la tempestad; porque en aquel momento me afligía una más tenaz y mayor persecución de parte de mis hijos que la que en otros tiempos me vino de parte de mis hermanos los monjes.
Allí encontré algún sosiego pensando que ya que en los monjes no producía ningún fruto por lo menos lo producía en ellas. Y como tenían necesidad de mi presencia, me resultaba muy saludable a mí estar allí.
No podía encontrar entonces lugar en que poder descansar ni tan siquiera vivir. Tal fue el estorbo que Satanás me oponía. Vagante y prófugo a semejanza del maldito Caín (Génesis, IV. 14) doquiera que me tornaba, como arriba recordé, me aterrorizaban sin cesar: “los temores dentro y las luchas fuera” (Corintios, Vil. 5).
Tanto dentro como fuera, incesantemente, me crucificaban pavores ininterrumpidos, luchas continuas y miedos.
Mucho más insistente y peligrosamente se ensañó contra mí la persecución de mis hijos que la de mis enemigos; ya que a mis hijos siempre los tengo presentes y padezco sus insidias sin interrupción alguna.
Si me voy de los claustros me encuentro con la violencia de mis enemigos que pone en peligro mi cuerpo.
Y si me quedo dentro padezco sin cesar asechanzas tan violentas como solapadas de parte de mis hijos los monjes que me fueron encomendados como a su abad o padre.
¡Oh, si supiese cuántas son las veces que han tratado de eliminarme por medio del veneno como le aconteció al bienaventurado Benito!
Y si esta fue la causa por la cual aquél abandonó a sus perversos hijos, es evidente que el ejemplo de tan gran padre me exhorta a mí a hacer lo mismo. No sea que al exponerme temerariamente a un peligro seguro, me convierta en tentador de Dios más bien que en su amador. Mejor dicho, me halle siendo mi propio asesino.
Como yo me guardaba en lo que podía de sus asechanzas vigilando la pureza de las viandas y bebidas, trataron de intoxicarme con veneno que echaron en el cáliz con que yo había de celebrar el sacrificio del altar.
Cierto día también, en que fui a Nantes para visitar al conde que se encontraba enfermo y me hospedé, en la casa de mi hermano, intentaron envenenarme por intermedio del que se desempeñaba como mozo en nuestra comitiva. Pensaron que en tal circunstancia estaría yo más desprevenido contra sus urdimientos.
La providencia hizo que, en la oportunidad en que yo no me cuidé de mirar los platos preparados para mí, un hermano monje que me acompañaba se sirviera por ignorancia de ellos. Cayó muerto en el acto.
El criado que previo todo esto huyó aterrado tanto por su conciencia como por el testimonio que este hecho aportaba contra él.
Después de estos hechos que tan al desnudo dejaron ver la iniquidad de los monjes, yo traté abiertamente y en cuanto me fue posible de cuidarme de sus insidias.
Me aparté de la comunidad de la abadía y comencé a habitar en unas celdas con unos pocos.
Ellos, sin embargo, apenas presentían que yo iba a pasar por algún lado, me apostaban bandoleros pagados a precio de oro en los senderos y caminos para que me dieran muerte.
Mientras en todos estos peligros me encontraba, la mano de Dios me golpeó con vehemencia: un día, desafortunadamente, me caí de la cabalgadura y me quebré la nuca. Mucho más me afligió y debilitó esta fractura que la anterior herida.
Alguna vez refrené la indómita rebelión de los monjes excomulgando a los más temibles y obligándoles a prometer públicamente y con juramento que no volverían más a la abadía ni me molestarían en nada.
Pero como después quebrantaran impúdica y públicamente la fe dada y los juramentos hechos, al fin por la autoridad del romano pontífice Inocencio que despachó para esto un legado especial, fueron obligados en presencia del conde y de los obispos a hacer de nuevo los mismos juramentos y promesas conjuntamente con otras muchas cosas más.
Ni con todo esto se aquietaron. Pues, poco después de que aquellos fueran despedidos como ya dije, volví al seno de la comunidad de la abadía, uniéndome a los demás hermanos que no me eran tan sospechosos; pero los encontré peores que aquellos.
Pues éstos no solo trataban de envenenarme, sino de cortarme el cuello con la espada. Apenas si pude salir en esa ocasión con vida y eso que me ayudaba y me conducía un poderoso feudal en mi huida.
Todavía estoy metido en este peligro. Cada día veo la amenazante espada dispuesta a caer sobre mi cerviz. Ni durante las comidas puedo en verdad respirar. Me pasa a mí lo que la historia cuenta que le pasó a aquel hombre que estimaba que la dicha suprema consistía en la posesión del poder y riquezas del tirano Dionisio, y aprendió a la vista de una espada suspendida sobre su cabeza por un hilo, cuáles son los goces que acompañan al poder terrenal.
Éste es el suplicio que paladeo a cada instante del día yo, pobre monje, promovido a abad y tanto más desgraciado cuanto más rico. Seguramente, para que mi ejemplo sirva a los ambiciosos, los que escarmentando en cabeza ajena, tal vez pongan a tiempo bridas a sus deseos denodados.
Esta historia de mis calamidades, oh dilectísimo hermano en Cristo y familiar compañero por el cotidiano trato, en las cuales estoy metido casi desde mi cuna, las he narrado para que se calme tu desolación y sobrelleves la injuria que padeces. Y para que, como dije en el exordio de esta carta, tengas por pequeña tu pena al compararla con la mía y eso te ayude a sobrellevarla más serenamente.
Saca siempre consuelo de lo que el Señor dijo hablando de sus miembros y de los miembros del diablo: "Si me persiguieron, también a vosotros os perseguirán." "Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros." "Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo." (Juan, XV, 18-20) "Y todos, dice el apóstol, los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución" (II Timoteo, ni. 12) Y en otra parte: "Si aún buscase agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo" (Gálatas, I. 10) Y el Salmista: "Son confundidos los que agradan a los hombres, porque Dios los despreció" (Salmos, III. 6)
Atendiendo a todo esto Jerónimo, del cual me considero heredero en lo referente a injurias traicioneras, escribe a Nepociano: "Si todavía agradara a los hombres dice el apóstol, no sería siervo de Cristo. Dejó de agradar a los hombres y se hizo seguidor de Cristo." Y también a Ásela al tratar de los amigos fingidos: "Doy gracias a mi Dios de ser digno del odio del mundo." Y a Heliodoro monje: "Te equivocas, hermano, te equivocas si piensas que el cristiano nunca padece persecución. Nuestro adversario como león rugiente da vuelta en torno buscando devorarnos. ¿Y tú pides paz?" (I epístola de san Pedro, V. 8) "Él, sin embargo, está sentado tramando asechanzas a los ricos" (Salmos, IX. 10)42
Animados, pues, por tales testimonios y ejemplos toleremos tanto más serenamente estas cosas, cuanto más injuriosamente sobrevienen. No dudando que, si no nos sirven para aumentar nuestros méritos, ciertamente han de servir para purificarnos.
Por otra parte todo el que cree debe recibir consuelo, sabiendo que todo acontece por disposición divina y que la divina bondad jamás permite que algo se haga desordenadamente; pues todo lo que perversamente hacen los hombres, ella lo termina hermosamente. Razón por la cual en todas las circunstancias se le dice con rectitud: "Hágase tu voluntad" (Mateo, VI. 26) ¡De cuánta consolación sirve, finalmente, a los amantes de Dios lo que dice el apóstol: "Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman" (Romanos, Vil. 28) Esto tenia muy presente el sapientísimo que escribió en los Proverbios: "Nada de lo que le acontezca, contrastará al justo" (Proverbios, XII. 21) Con lo cual, a las claras está demostrando que se siente diferente de aquellos que se irritan por cualquier gravamen que les pasa. Pues éstos, aunque no dudan que es la divina providencia la que todo dispone, se someten más a su propia voluntad que al querer divino y en la entretela de sus almas rechazan lo que expresan en sus palabras: "hágase tu voluntad". Anteponen su propio deseo a los quereres de Dios.
Adiós.